
Philosophie Magazine: Usted es doctor en filosofía y estaba destinada a una brillante carrera universitaria. ¿Por qué se negó a seguir esa carrera?
Annie Le Brun: Si hay un mundo que nos indigna, ¿es consecuente aceptar convertirse en su empleado? «Pensar es una tarea de pobre», según pretendía Jacques Rigaut, y agregaré que es el único lujo del que disponemos. Cuando a los 17 años se tiene esa intuición, es difícil seguir los caminos que trazaron para nosotros, empezando por la universidad. Entré en ella para salir lo más rápido posible. Y conservé la misma imposibilidad de creer en la seriedad de todo lo que se presenta como tal para ejercer un poder, sea el que sea, y con más razón en el dominio de las ideas. Si uno empieza de esta manera, uno sigue siendo un mal sujeto. Al menos, eso es algo de lo que me jacto.
¿Cuál es el precio a pagar por esta libertad de pensar?
Desde luego, esta libertad implica vivir muy a menudo de manera poco segura, pero con la certeza de «quien pierde gana». Es decir con el extraño placer de estar a la vez afuera, lo más lejos posible de lo que reina, y en el medio, en el centro del remolino, de lo que se fomenta, donde encontré naturalmente, de 1968 hasta hoy, seres espléndidos que «rechazan lo establecido».
¿Por qué, según usted, es necesario «comprobar el fracaso de todos los pensamientos racionales que pretendieron cambiar el orden de las cosas»?
Hoy, una de las formas más graves de la alienación reside en el hecho de no ver que todo esta interrelacionado, la cultura de masas está en consonancia con la carne de cangrejo de imitación reconstituida a partir del surimi, el bombardeo mediático con las lluvias ácidas, el cambio de look de las ciudades con la cirugía estética… No obstante todo esto no viene solo del malvado capitalismo, sino que resulta de una concepción utilitaria de la vida que Occidente elaboró, siglo tras siglos, y que la teoría revolucionaria nunca cuestionó verdaderamente, ya que es esencialmente a partir de las relaciones económicas que se desarrolló una crítica social cuya aspiración al Progreso llegó a ser la fuerza motriz. Ya que todo sucedió incluso como si este pensamiento crítico hubiese creído ganar su eficacia, y por qué no su dignidad, alejándose del mundo sensible.
Hoy estamos invadidos por el «exceso de realidad», esta «realidad excesiva que la saturación de información atiborra de acontecimientos en carambolas de exceso de tiempo y de exceso de espacio». ¿Qué formas tiene hoy?
Este exceso de realidad se manifiesta en principio por medio de una censura inédita, que no se apoya en la falta sino en el exceso: una censura por medio del exceso, en primer lugar vinculada a los imperativos del mercantilismo a ultranza por medio de la racionalidad técnica, que determina de ahora en más todas las formas de consumo.
Puesto que esta debe imponerse en forma de simulacro de libertad, es un dominio que nos llama constantemente a ese deber de saturación, ya se trate de la alimentación, de la información o de la sexualidad… Al punto que esta censura por atiborramiento se confunde con una movilización a tiempo completo, que equivale, para cada individuo, a una expropiación de sí mismo. Y esta domesticación empieza desde muy temprana edad. Puesto que, más allá de los juguetes de una fealdad particularmente agresiva en los cuales la infancia de hoy está sumergida, no se le deja ningún instante libre. Así es como tanto los más pequeños como los más grandes están de entrada «condenados a vivir sin tiempos muertos». Cuando no son los videojuegos, es una multiplicidad de actividades lúdicas, culturales o incluso deportivas que les saca el tiempo para soñar.
¿Qué papel desempeñó la «french theory», encarnada por autores como Foucault, Deleuze o Derrida, en esta «racionalidad de la incoherencia» que domina, según usted, el pensamiento contemporáneo?
Desde fines de los años sesenta, tuve una gran desconfianza hacia aquellos que se convirtieron en los héroes de la french theory, que por otra parte desarrollaron pensamientos muy diferentes. Todos ellos se afirmaron rápidamente como dispositivo de poder, parecido a todos los otros. También esta crítica de la crítica no tuvo ninguna dificultad en imponerse como el último chic cultural cuando, por primera vez, la theory se presentó como un formidable juego de roles para aficionados de la subversión. Puesto que su «principal interés teórico» consiste, como lo recordaba en 1986 uno de sus promotores americanos, Paul de Man, en «la imposibilidad de su definición», su fuerza estuvo en jugar con este «indecidible» – hasta el punto de pretender, como Jacques Derrida, que «nada es cierto». Lo que dio lugar a una capa conceptual de una racionalidad de la incoherencia que permite afirmar todo y su contrario.
¿Pero por qué sostiene que esta racionalidad de la incoherencia sería perfectamente soluble en el nuevo espíritu del capitalismo?
En todo caso es legítimo preguntarse si tanto los estructuralistas como los deconstruccionistas, al afirmar fuera de toda consideración sensible el borramiento del sujeto, su desvanecimiento de la historia y la desaparición del sentido en provecho de la estructura y de la función, no habrán finalmente servido a la civilización técnica a la que pretendían criticar. Su elección del rizoma como modelo de pensamiento, que se confunde con el de red, invita a preguntarse si no proveyeron al orden mundial que se está instalando los instrumentos teóricos de los que este tenía necesidad para llegar a la hegemonía. En la medida en que, pasado un tiempo, del «cuidado de sí» foucaultiano al «monitoreo de sí» preconizado por el management, de las «máquinas deseantes» de Deleuze y Guattari a la sexualidad on line, o incluso de los flujos a los circuitos informáticos donde todo es equivalente, la french theory aparece como fundamento teórico para la sociedad «conexionista» que esta triunfando.
Usted se niega a ver en la obra de Sade una filosofía. ¿Es porque esta obra muestra cómo las ideas intelectuales están «subordinadas a la física de la naturaleza»?
Sade no es un filósofo. Tampoco es un filósofo de la naturaleza o un filósofo de la negación, como se obstinaron en repetirlo. Su planteamientono tiene nada de conceptual. «Se declama contra las pasiones, sin pensar que es con la llama de ellas que la filosofía alumbra la suya», dice Sade. Lo que le interesa, es ver cómo el pensamiento se arraiga en el cuerpo, cómo el deseo está en el origen de toda representación y cómo la forma se inventa en el transcurso de una puja entre la cabeza y el cuerpo. Recordaré que La filosofía en el tocador se presenta como la iniciación sexual de una adolescente superdotada por una pareja de libertinos. Sin embargo, con una particularidad: esta cita íntima educativa se interrumpe repentinamente por la lectura del texto político Franceses, un esfuerzo más… Y allí es donde la mayoría de los comentadores, como por ejemplo Gilbert Lely y Maurice Blanchot, se extravían. Lely porque solo quiere ver allí una educación erótica particularmente lograda y Blanchot porque solo retiene «la inconveniencia mayor» de la reflexión política, mientras que todo se juega en el enfrentamiento dramático de estos dos registros, vinculados en realidad por la noción de corrupción. Corrupción de un cuerpo joven mediante las ideas libertinas y corrupción de las ideas nuevas de la Revolución que llegan con su encarnación. La filosofía en el tocador nos hace asistir a esta doble puesta a prueba del cuerpo mediante las ideas y de las ideas mediante el cuerpo, para llegar a la primera crítica de lo político a través de lo erótico.
Atentado al pudor, ¿la obra de Sade es igualmente una ofensa a la omnipotencia de la razón?
De hecho, Sade nos conduce hacia otra escena, cuyo vacío es indisociable de la energía que puede manifestarse allí. «Toda la felicidad del hombre está en su imaginación», dice él, pero sabiendo a la vez que esta no tiene otro teatro que el cuerpo. Es justamente el poder de esta imaginación trágica lo que tantas filosofías se esforzaron en neutralizar como principio de negación. Porque, con esta perturbadora apuesta a la imaginación, Sade atenta contra el orden de donde la razón obtiene su soberbia. Y allí está, el «crimen de la filosofía ofendida» de la que habla su contemporáneo, el pre-romántico alemán Lichtenberg: en el hecho de que Sade llegó a establecer que no hay ideas sin cuerpo y tampoco hay cuerpo sin ideas. Es la filosofía en el tocador.
¿El pensamiento sin cuerpo es para usted un sustituto de pensamiento?
Por cierto, un pensamiento mutilado, que solo remite a él mismo pero que también es un pensamiento mutilador, que reduce el cuerpo a una existencia funcional. En este sentido, hace trece años que Elizabeth Badinter en El uno es el otro, cuando preconizó nada menos que «la erradicación del deseo», también se complació en anunciar que: «La pasión está a punto de desaparecer, el vértigo sensual también.» Es así, como, en nombre de la igualdad de los sexos, da lecciones de sexualidad. Algo que de ninguna manera se contradice con la asombrosa inflación sexual que invade los libros, diarios, films, etc., pero cuyo realismo lamentable tiene por efecto la indiferenciación de los cuerpos, las sensaciones y los actores. Los cuerpos se encuentran, los sexos se penetran, incluso gozan, sin que se pueda retener de ellos otra cosa que sobreabundancia de derrames, de secreciones, de sudores que borran toda singularidad, en la desoladora erótica unisex, en proceso de orientarse hacia la clonación amigable. No podríamos encontrar un ejemplo más asombroso de la censura por la vía del exceso de la que hablé. Este apoderamiento de la cosa erótica se empeña en liquidarla a través de un trabajo de normalización sin precedente, que participa en el aplastamiento de toda representación convirtiéndola en reproducción de lo Mismo.
¿Según usted, en qué sentido el surrealismo «puede todavía molestar más que cualquier otra actividad radical»?
Si el surrealismo todavía molesta, es por no haber sido el movimiento artístico al cual se lo quiere reducir. El surrealismo de ninguna manera es una vanguardia, se trata de una actitud ante la vida, cuya verdadera radicalidad consistió tanto en rechazar la miseria de la vida como en buscar en ella la maravilla. Es en este sentido que cada uno puede encontrarse allí. Hay un texto de Breton de los años treinta, donde se dice «claramente» – es incluso su título – de qué se trata: «La vida, tal como la entiendo, no es el conjunto de los actos imputables a un individuo, destinado al cadalso o al diccionario, sino la manera en la cual este individuo parece haber aceptado la inaceptable condición humana. Eso no va más lejos. Es una vez más, no sé por qué, en los dominios contiguos a la literatura y al arte que la vida, así concebida, tiende a su verdadera realización.» En realidad, todo parte de allí, y vuelve allí. De esta «inaceptable condición humana» y de la manera en que uno le responde. Es necesario acordarse también que en los inicios del surrealismo está la famosa encuesta: «¿El suicidio es una solución?» que, de hecho, indica el paso del dadaísmo al surrealismo. Y esto basta para ver que cuando la pregunta es: «¿Cómo vivir?», estamos lejos de una mera preocupación estética. Es justamente porque el surrealismo nunca dejó de dar cuenta del hombre en su totalidad, de su pasión y de su desesperanza, de su razón y de su locura, de sus sueños y de su revuelta, apostando tanto a la reconquista de los poderes perdidos como al descubrimiento de horizontes desconocidos.
«¿La mediocridad de nuestro universo no depende esencialmente de nuestro poder de enunciación?», preguntaba André Breton en 1924. ¿Cómo volver a encontrar este poder hoy?
Si el enunciado de André Breton es correcto, entonces estamos en un gran peligro, al comprobar cómo, después de habernos anestesiado con siglas y fórmulas ritualizadas, («deber de memoria», «trabajo de duelo», «espíritu ciudadano», «desarrollo durable», «principio de precaución»…), hoy, el lenguaje parece desarrollarse en una continua denegación de la realidad, cuya principal función es evocar lo que ya no existe o incluso lo que no existe – «área de descanso», «oficinas paisajísticas», pero también «bomba propia», «instrumentalización legal», «incursiones aéreas quirúrgicas»… Hasta la popularidad de la palabra «espacio», con la cual se visten los tugurios: «espacio de libertad», «espacio de ocio», «espacio de belleza», insertados en los no-lugares – aeropuertos, estaciones de servicio, parkings, etc. – que esta sociedad industrial hace proliferar por todas partes. Ya hablé de un lenguaje de síntesis que remite tanto a las cosas como a los seres. Y no hay que asombrarse de la tendencia creciente a dar cuenta de las actitudes y sentimientos haciendo uso de un vocabulario seudo-científico, que juega con la intimidación técnica, que niega lo que nos queda de singularidad. Así, la utilización psicológica de términos como «motivación», «gerenciar», «valorar» o incluso «negociar» tiene por efecto la desvalorización de cualquier aproximación sensible. Un lenguaje de management está a punto de substituir el lenguaje de la interioridad. Ahí es donde se produjo un giro de 180 grados en el lenguaje, en el sentido policial del término, ya que apunta a desinformarnos sobre nosotros mismos, y nos desaprende a sentir para desaprender mejor a discernir.
Entonces, ¿qué nos queda para resistir a esta influencia dominante de lo racional?
Solo la revuelta es garante de la coherencia pasional que cada uno está conminado hoy a abandonar para prestar un juramento de fidelidad a este mundo de la servidumbre voluntaria. Y estamos particularmente desprovistos para resistir a esta conminación. Pero el lenguaje, por más que se lo maltrate, sigue siendo un arma que cada uno puede reapropiarse, aquí y ahora. A través de él, es posible recuperar una parte de aquello de lo que este mundo nos despoja día tras día. Un poco como los anarquistas a comienzos del siglo XX, que practicaban la recuperación individual, aprovechando cada ocasión para recuperar una parte de eso que la sociedad les había espoliado. Puesto que el lenguaje es un extraño tesoro que no le pertenece a nadie, pero con el cual todos pueden enriquecerse – y que cada uno está en condiciones de enriquecer. Recordemos el apólogo zen que Breton citaba en 1948: «Una libélula roja – arráncale las alas – un pimiento, dice el alumno. Un pimiento – ponle alas – una libélula roja, dice el maestro». Mientras que el alumno simplemente mutila la libélula para tratar de que se parezca aproximadamente a un pimiento, el maestro, al contrario, al no destruir nada, al considerar solamente un pimiento muy real pero agregándole alas que no existen, inventa una libélula que nunca vimos. Eso es lo maravilloso, y ahí está toda la diferencia entre los poetas y los falsos artistas, unos transfiguran el mundo, agregándole lo poco, lo muy poco que lo cambia, los otros no dudan nunca en traficar la realidad a fin de imponer su impotencia como marca de potencia. «Había una vez», dice el cuento. Depende de cada uno que esta vez sea una vez más. Lo propio de lo maravilloso es surgir cuando uno no lo espera. Pero hay que quererlo. Es tal vez nuestra última oportunidad, pero es inmensa. Puesto que la servidumbre voluntaria es contagiosa, la libertad lo es mucho más.
Traducción : Hugo Savino
Esta entrevista fue publicada en la revista Philosophie Magazine de enero de 2009