
A Hugo Savino
“No lea tan ligero, mi lector, que no alcanzo con mi escritura adonde está usted leyendo.” (Macedonio Fernández)
“Con una chica, un perro y un neurótico (saludemos, al pasar, las transiciones – ¿entre qué y qué? – de Winnicott), imposible ganar un campeonato de béisbol. Con un breve seminario de seis clases de Lacan sobre un cuento de Poe, una conferencia pronunciada en un instituto de música, y una nota periodística, no se puede pretender que el resultado sea un libro”, escribía Oscar Masotta en su Introducción a la lectura de Jacques Lacan: ventajas de un autor “sospechoso” que no eludía la oportunidad. Justo a tiempo para que la bomba, al fin, estallara.
Y ahora, muchos años después,- parecido no es lo mismo- yo también hago mi propio recuento: Con un viejo escrito amenazado por la lápida de lo “fundacional” (Roberto Arlt, yo mismo), una pieza que parece exigir guantes dobles para ser leída (Sebregondi se excede, de Osvaldo Lamborghini) y un “trastorno de la memoria” relatado por Freud, ¿será posible expresar “la hora de nuestra propia intención?”. Ajuares reducidos, menesterosidades: Oscar Masotta ¿yo mismo?
Entonces, entre las “transiciones” (¿entre qué y qué?) ¿Qué es eso que yo he creído aprender? Y abusando del tono de Masotta: ¿qué ha pasado en mí desde aquellos tiempos en que leía con obstinada fidelidad “Roberto Arlt, yo mismo”, y este aquí, el presente, Buenos Aires, que deja al escrito de Masotta en estado de parodia del hombre de buena fe, sin perder cierta desobediencia ejemplar? Ha pasado eso mismo que Masotta sospechaba y escribía en una nota al pie de su Sexo y traición: “Tomar la palabra sinceridad con pinzas, subrayar que el acto de escribir es constitutiva y fundamentalmente insincero”.
Pero entonces ¡de qué estamos hablando! ¿No es el mismo Masotta quien ya lo dijo? Sí, pero una cosa es decir una idea de la escritura y otra hacerla, y Masotta “amaba las ideas hasta poder incluso “calcularlas” contra la precipitación evanescente de la palabra” (Jorge Jinkis). O sea: no era un escritor, era un pensador, no se dejaba llevar por las palabras. No dejaba como diría Leónidas Lamborghini que el demonio del sonido lo agarrara y que las ideas, el sentido o lo que fuera de ese orden, lo ponga Dios.
Masotta es clarísimo y plantea sus opciones:
“¿Violencia o comunicación? Con mayor o menor conciencia siempre supe que ésta era la alternativa. Estos dos polos se hallan en todas partes y si uno no los descubre a raíz de cada cuestión, corre el riesgo de convertirse en un ángel”. No lo ponemos en duda: Masotta encontró en el psicoanálisis- fue verdaderamente un encuentro- una lógica que aunque no convierte a nadie en ángel tampoco exige “la mala fe necesaria” para perpetrar la violencia de la escritura. No nos desentendemos de las consecuencias de lo que decimos y aun las extremamos:
Masotta no fue un escritor, fue un pensador que escribía “bien” y eso es otra cosa.
Y como queremos hablar de escritura, pensamos que no resulta fútil actualizar un escrito como Roberto Arlt, yo mismo cuando la verdad de la reflexión sobre historia, pasado y trasmisión parece ser sólo cuestión de psicoanalistas. Se puede ensayar, es decir tantear nuestros errores, dificultar a los críticos de literatura la pirueta obsesiva de la fidelidad con la que sellan pactos que -igualitos a algunos psicoanalistas- conmemoran como almas bellas. “Si nos damos un poco de tiempo, cualquier texto se volverá imposible de leer. Terminaremos acomodándonos a unas pocas páginas (…) y por último quedará una frase, epígrafe que perdura como monumento funerario. Por supuesto que hay también un olvido fecundo, un olvido del texto que lo hace activamente presente en la producción de otros textos” (Jorge Jinkis, Transmisión del psicoanálisis y tradición psicoanalítica)
El comentario de Jinkis me hace pensar en muchos epígrafes funerarios sobre Sexo y traición… El que reza (por ejemplo): “Sexo y traición en Roberto Arlt funda un nuevo modo de leer a Arlt” etc, etc, etc Hay muchos: ponemos cualquiera, porque lo que importa es que en todos lados se cuecen lápidas más o menos así o asá, o se enuncian epígrafes funerarios que se pronuncian de memoria, casi sin respirar, como una oración dicha mil veces. La mente en blanca plenitud o chota bajo el peral exorciza con generalidades (siempre generalidades) el “olvido fecundo” que podría alentar algún recuerdo indebido, impropio, distorsivo: que lleve a escritura. Pero si pensamos la interpretación como “función del desarraigo de la pertenencia”, como dice Jinkis– las lápidas se agrietan y los epígrafes funerarios se resquebrajan y un libro como Sebregondi se excede de Osvaldo Lamborghini, podría hacer retornar lo que, un momento más, y se olvidaba. Se trataba- en idioma Freud- de ir más lejos que un padre. Se contaba con eso.
Un padre, absurdo como todo padre, ha muerto. En escena farsesca, Masotta cuenta cómo es arrastrado por los parientes a ver el cadáver. “Yo no amo a los muertos, pero como me obligaban a simular respeto, sentí además, recuerdo, que tampoco respetaba ese cadáver, ya que me acordaba del hombre y lo execraba” (Roberto Arlt, yo mismo).
En el año 81, en Barcelona, Osvaldo Lamborghini pensaba, con saludable mala fe, que “contra el destino nadie la talla”, contra el destino que Masotta llamaba: alienación. Contra el destino: ¿qué hacer con la piedad que produce un padre? (Masotta) ¿Qué hacer con aquel “cuento que cualquiera tendría el derecho de poner en duda”? (Masotta)
Entonces: ¿Cómo sacarse también de encima a Oscar Masotta, más allá de gestos desesperados e hilarantes en esas perfomances de psicoanalista de la Escuela de un sólo miembro? En esos gestos que no eran chiste se jugaba la vida Osvaldo Lamborghini. O yendo a escribir así:
“Sueño, taño con el entierro de mi padre: soplaba viento, hace calor en el cadáver purulento, aire con sal: gris entre el violeta y el acero. El cebo. Entren, entren en la literatura. El magno acontecimiento: se murió mi pap ¡La obra se toma su tiempo, así como las moscas-escobilla y huesos-cagan contra el féretro. A muerto, el psicoanálisis ha muerto. La tentación de montar un mito sobre el pobre Oscar Masotta. Literatura-literalmente: era un infeliz ¡La comicidad nata de un inconsciente gallego! Me podría identificar con él desde mi ´muerte´; pero yo ya estoy, ya, y antes, bajo la red de la lápida. Y (e) inferior, yo soy inferior…” (Sebregondi se excede).
El cebo, el mago acontecimiento. Osvaldo Lamborghini la vio, y Osvaldo iba y lo escribía y desenmascaraba algunas patrañas. Por ejemplo la creencia en boga de que con Roberto Arlt yo mismo estábamos en una especie de estado de literatura (¡qué buen relato autobiográfico” y cosas así) que nos llevaba a recrear la historia del bancario mediocre “con su sueldo a fin de mes”, nos sumábamos al coro de los que admiraban el coraje confesional de Masotta y también algunos advertíamos- el diablo se cuela por la cerradura- que por el mismo lugar que “entraba” a la literatura, Masotta quería salir. Masotta no servía para escribir la ficción que quería escribir, en medio del magno acontecimiento y justo ahí Masotta pone: “se deterioraba mi fe en la literatura”. Contaba Masotta con las ganas de curarse.
Y “volvería del infierno”, sí, se curaría.
En otra recámara, Osvaldo Lamborghini que escribió que “la literatura es una perfecta máquina de vaciar” y no buscaba curarse, no se curaría. Escribía y trataba de abandonar un estrambótico periplo por el psicoanálisis que había ido agigantándose en una mini ficción alocada que sin embargo hasta convenció a algunos psicoanalistas que creyeron en él, que al principio ni veían que el escritor Lamborghini ya era como uno de sus personajes y que “el loco se había vuelo loco”. Fue cuando Osvaldo Lamborghini hablaba de cometer un gesto irremediable. Y sabedor de que “las moscas imbéciles cagarían contra el féretro”, escribía lo que no podía olvidar que leía.
Relevo, cruce infatigable: si Masotta, argumentando “idiotismo mental” quería librarse de la literatura, Lamborghini, argumentando tramposa esquizofrenia no podía escapar de “escribir bien como quien al estilo le sonsaca sus nueces más fraudulentas.” Entonces-pluma nueva- “el último saber flota, muy mono, antes de hundirse… El optimismo a todo trapo del psicoanálisis falo, hablo. El oportunismo. El último saber flota, muy mono, antes de hundirse”.
Este yo mismo iría lejos: había escuchado bien: hay que hacer eso de execrar al padre. No es lo mismo que decirlo. Había escuchado bien: sacaría al padre humillado del corset de la novelería familiar freudiana, haría de la famosa mala fe su “útil de trabajo”, se excedería, en fin, para entendernos:
“Pero tuvo el perro que delirarse y delirar: ¡industria pesada! Descubierto el afano (más que ello, la inepcia, la cobardía, la estupidez) sabés que Perón a tu, tu marido, ni siquiera lo quiso sancionar, no le concedió ni eso, ni eso. Uno de tantos lo dejó ser: un payaso (…). Vaya Lamborghini, vayat. Amar, lo que se dice: amar verdaderamente a una puta, ¿verdad? ese riesgo Sí que usted No lo corre. Vaya Lamborghini vayat, vayallí. Ni quiero —hete aquí lo que Pére Peron a mi Padrelé/decía— enterarme cómo, deshágase del ‘savio’, vamos, deshágase”.1 Y se deshizo: papilla pa, payaso pa, tu… a ése le entregaste la chancleta: un buen “partido”. Le diste, madre, ¿el culo?: el culo, dicen las minas, es del marido (…). Gundimiento indefinido, sin placer ni rebelión. Un di miento. Masotta, ¿fue Gardel?” (Sebregondi se excede).
Ningún crédito para el payaso puto, le dijo Perón al Padre. Y no es hablando como se entiende la gente , y Osvaldo Lamborghini ya no estaba para novelitas de ficción crítica y empezaba a irse –sin adredes, puro irremedio-, se llevaba todo a la escritura y la máquina de vaciar que es la escritura arrastraba también a Oscar Masotta.
Todo ocurrió sin estruendos, en el silencio ensordecido del malentendido: “el finadito Oscar tenía razón”. Había sido devolviéndole los textos sin una sola palabra y explicitando su “nada de debilidad por los canallas” como Oscar Masotta había fallado en contra de Osvaldo Lamborghini. Pero ya antes, y tal vez calculando el relevo en la renuncia, Masotta anunciaba que la experiencia de la literatura le había resultado “siniestra”. El que ama la idea hasta el punto de calcular el efecto evanescente de la palabra está ahí en contacto terco con ese cadáver del padre que por familiar volvía como extraño: pero “el magno acontecimiento” no basta. Masotta vacila en su relato, “las palabras ¿no deberían resultarle más “familiares”, escribe. Sus conflictos como escritor son del estilo (estilístico) de: “¿Cómo haría el hijo de un bancario “para distinguir el estilo a que pertenece un mueble?”. Un escritor no se hace esas preguntas.
“Un di miento de los maestros, muerte del padre, el miedo siempre el miedo. ¿Masotta retrocede?” (Sebregondi)
Jean Paul Sartre-quien, como decía Masotta de Merleau Ponty, “hablaba desde la cumbre de la cultura”- se hacía preguntas sobre muchas cosas y también sobre el destino de la literatura y sobre el destino de los escritores, y como era comprometido con las ideas cumplía en responderlas desde –precisamente- la cumbre de la cultura. Su libro sobre Baudelaire, por ejemplo, comienza con esta paponia: ¿Tuvo Baudelaire el destino que se merecía?” Preguntas así de extravagantes (Raymond Federman un gran escritor francoamericano, amigo personal de Beckett, dice que cuando era joven leía autores como Sartre que pensaban cosas “extravagantes”) y que han desvelado a los que quieren saber. Al respecto Philippe Muray escribió en su libro El siglo XIX a través de los tiempos o El imperio del bien una sentencia extraordinaria: “El problema es que Sartre “sabía” y Baudelaire “no sabía”.
Me acuerdo que dicen que Masotta solía decir que él admiraba a Sartre porque era “un canchero”.
Y otra vez, parecido no es lo mismo, pienso también que Massotta y yo, tal como él escribe sobre Arlt “habíamos salido de la misma salsa…, caminábamos por las mismas calles, soportábamos seguramente los mismos miedos económicos”. Y, entonces, responder por su “apabullamiento” frente a la literatura al estilo Sartre que siempre sabía (no lo olvidemos), sería para mí tan exótico o extravagante como “esa foto que se conserva de Arlt en el África, vestido con ropas nativas pero calzado con unos enormes y evidentes botines” (Roberto Arlt, yo mismo).
En cuanto a Lamborghini, habría que buscarlo en ese “No, queridos, en algún sentido Sebregondi no se excede. Está con ustedes, aquí con ustedes. Es uno de ustedes”. Cumplió el sabandija aquel diagnóstico que le había hecho Masotta. “Lo cierto es que (Masotta) a partir de ese día, de esa tarde, me devolvió en silencio todos los textos que yo le llevaba para leer: ni una palabra. Comprendió que hasta ese mínimo de crédito, ni una palabra, que alguna vez me había otorgado, contribuía al enredo y a la confusión…” (Sebregondi se excede).
Algo más. Oscar Masotta supo insultar y encontró en el estilo de las cartas que prepararon la escisión de la Escuela Freudiana de la Argentina (era un época donde todavía no se habían escindido todos contra todos en una multiplicad de capillas lacanianas) esa rúbrica que Lamborghini escribe así: “No sentía, Oscar, ninguna debilidad por los canallas” (Sebregondi).
“¡Realmente hemos llegado lejos!”, le dice Freud a su hermano ante la Acrópolis de Atenas a la que al fin habían llegado después de viajes aplazados. Y agrega “La satisfacción de haber ´llegado tan lejos´ entraña seguramente un sentimiento de culpabilidad: hay en ello algo de malo, algo ancestralmente vedado (…) Parecería que lo esencial de éxito consistiera en llegar más lejos que el propio padre y que tratar de superar a padre fuese aun algo prohibido (…) El tema de Atenas y la Acrópolis contiene en sí mismo una alusión a la superioridad de los hijos, pues nuestro padre había sido comerciante, no había gozado de instrucción secundaria y Atenas no podía significar gran cosa para él. Lo que perturbó nuestro placer por el viaje a Atenas era, pues, un sentimiento de piedad” (Freud, “Un trastorno de la memoria en la Acrópolis”).
Roberto Arlt, yo mismo está en sincronía con esa culpa. Sebregondi se excede: “Lo que dice sin mí lo que yo enseño” como saludó Lacan la singularidad de la literatura que perfora la novelería familiar y la hace polvo. Inventa otra cosa.
Milita Molina
Publicado en la Revista Babel N°13 (1989), Homenaje a Oscar Masotta a diez años de su muerte. Milita Molina -en la cerrazón del presente- viene a marcar desde su título mismo una política y una lectura de la literatura que en nuestros días quedó en desuso, para decirlo amablemente. Integra junto a otros escritos el volumen inédito La misma música.