
El sábado 29 de agosto murió Hugo Correa Luna, uno de los amigos que más he querido. Esta semana hubo notas en los diarios que detallan y comentan mucho mejor de lo que yo lo haría, la dedicación de Hugo a la literatura, su bonhomía y el escritor inmenso que fue.
Yo soy caballito criollo de poco aliento y no encontraría palabras para expresar lo que significó Hugo Correa Luna para mí. Me limito a decir que gracias a su confianza -que hoy calificaría de necesariamente exagerada- me atreví a pensar que yo podía escribir y, de hecho, no sé si hubiera comenzado a publicar sin esa fe que él tuvo en mí. Le dediqué mi primer libro y todavía conservo una edición artesanal que Hugo hizo de Fina Voluntad con ese amor que ponía en todas las cosas y como para demostrarme que eso que yo escribía podía ser un libro. Ese librito artesanal quedó para nosotros y forma parte de nuestra intimidad.
Ahora Hugo se murió y como escribí cuando murió mi padre “Se hizo un silencio en el mundo”. Así amaba yo al querido amigo Correa Luna.
Pero no fue el silenció lo que construyó nuestra amistad, fue el amor por las palabras.
Entonces recordé que hace muchos años yo había presentado su novela La Pura Realidad y que tal vez no había mejor homenaje que publicar esas paginitas que seguramente no están a la altura de su trabajo pero que fueron escritas y dichas. Para que no se las lleve el olvido, las pongo acá.
ELOGIO DE LA ESTULTICIA
A Vicky Boschiroli
«Si serán. Sigan así nomás.” (La Pura realidad, 2007)
Leyendo La Pura Realidad de Hugo Correa Luna privilegio una de las grandes lecciones de Nicolás Rosa cuando nos decía: “Desconfío de la gente demasiado inteligente. Hay que aprender a ser estúpido” Y agregaba “Lean el Elogio de la locura de Erasmo que debería ser traducido como Elogio de la estupidez o de la estulticia”
La estulticia o estupidez a la que me refiero es, como escribe Erasmo, aquella que reclama ser escuchada como se escucha a los hechiceros, a los charlatanes, a los magos, como esa exquisita mezcla de estupidez y locura que le dice a los sabios “por lo menos haré que desarruguen el entrecejo y la frente, que abandonen por un momento su dogmas inmutables y que cometan alguna tontería o extravagancia”. Planteado así, la estulticia o la estupidez tendría dos sentidos: la idea del desquiciamiento y la idea de la estupidez como negación de una forma específica de la inteligencia: la inteligencia de la razón instrumental podríamos decir y ya estamos entrando en el reino inevitable de las ideas adquiridas, de la estupidez de la enciclopedia, en el sentido que le hubiera dado Flaubert que sufrió y escribió la estupidez, en el mismo movimiento.
Doy la bienvenida así a La pura realidad como una gran comedia de la estupidez, como un extraordinario elogio de la estulticia que desarruga el entrecejo y nos mata de risa al tiempo que inaugura una tragedia: después de haberla leído quedamos tan atragantados de lugares comunes, con los oídos tan perforados que uno siente que casi no se puede hablar sin experimentar muy a fondo que el lugar común está anidado en el lenguaje mismo y el escritor está ahí para explorar las dos caras del lugar común: su horrorosa vulgaridad (lo que se repite, lo que se cristaliza, lo que se conserva, lo que persiste), y esa posibilidad de darle en cada repetición una orientación nueva, de asociarlo con una pasión nueva, tal como hace Correa Luna. Y ésa es en verdad una de las maravillas del lugar común: reorientar lo mismo, crear en la repetición. Y siempre en juego la pregunta ¿por qué persiste lo que persiste? o ¿por qué cambia lo que cambia? Y esa es otra maravilla del lugar común; la paradoja de que cuanto más gastado puede ser, más elocuente, más se sobrepone, más se transforma. Hugo dice en su novela: “Son las cosas las que se gastan, se terminan, o dejan de ser lo que eran, pero las palabras son un viaje de ida”, que es como decir que hay algo en las palabras que no paran de murmurar lo mismo pero distinto como un ronroneo en la cabeza, como un moscardón. La pura Realidad con su elaboradísimo y minucioso realismo es como una prolongación de las tribulaciones de esa perfecta pareja de santos estúpidos que son Bouvard y Pecuchet , esa pareja de amigos que creó Flaubert para sufrir el diccionario y la enciclopedia, complaciéndose en enmarañar a ese dúo de santos en las redes de la implacable madeja de ideas adquiridas -y tal vez lo que llamamos realidad no sea más que eso-, al tiempo que el mismo Flaubert se repugnaba (palabra que nos regala Correa en esta novela que es tan generosa en devolvernos palabras al filo del desuso o al filo del exceso de uso y por tanto inadvertidas ya, en un momento en que la mayoría de los novelistas realistas se olvidan que no hay construcción mas elaborada que el realismo y han reducido su vocabulario hasta límites estremecedores de pobreza). Flaubert se repugnaba, decía, como se repugna Correa Luna con ese sentimiento contradictorio que suscita la pura realidad. Correa Luna es como Baudelaire, un hombre que ha sido “rozado por el viento del ala de la estupidez” y en esta novela, como ensañado, hace del lugar común en todas sus variantes su arma más poderosa y corrosiva y angustiante, poniendo de manifiesto que el lugar común se llena a fuerza de perezas, locuras, placeres, modorras, sueños y olvido, como los acompañantes de la estulticia en la obra de Erasmo. Porque el lugar común no es algo de lo que podamos escapar sino que es la estofa misma de la que está hecha nuestra vida.
En esta comedia desopilante y desesperada que es La pura realidad, los personajes hablan y piensan en un fluir de lo escrito, un fluir de cachos de enunciados añadidos angustiosamente, de ésos que nos infringimos a nosotros mismos y a los demás todos los días para llenar el tiempo y el silencio y que son necesarios para la existencia tales como “Pero si te dije que trajeras las empanadas del lugar de siempre no sé para que cambiamos si ahí eran buenas” o “porque no le compraste tripa gorda a papi” o “te dije que los chicos iban a querer patty, pero no les des bola y encajale chorizos que les da lo mismo, pero viste que se dieron cuenta y ahora la culpa la tenés vos y mirá cómo lloran pobrecitos…” Etcétera.
Porque lo que Correa Luna dice es que la cotidianeidad también se construye, se arma, se trama: “El día llegaba a su centro afanosamente, insistiendo en volverse cotidiano”, escribe; que casi equivale a decir: insistiendo en volverse real, como si la pura realidad de todos modos no fuera tan pura porque siempre viene armada de palabras que nos organizan el largo día por vivir.
Reorientar el lugar común, comportarse con él como un geólogo, como un genealogista, como un escenógrafo tal como lo hace Correa Luna es también darle al lugar común su propia afección, su propia pasión. Por eso el lugar común pone en juego las pasiones fundamentales y cada añadido para llenar el vacío o tapar el silencio conlleva su propia afección, su nueva orientación: el dominio, la trampita, las pequeñas celadas, la terrible necedad de querer tener razón o de “quedarse con la última palabra” y, básicamente, la ilusión de estarse entendiendo, una de las más infelices ilusiones si no fuera que la literatura es posible gracias a la potencia del malentender. En el primer capítulo el protagonista le hace una pregunta a su mujer y el autor escribe: “Lo preguntó como si ella hubiese estado pensando todos estos años en eso”. Estoy segura que todos podemos reconocernos en ese momento en que nos comportamos así de pueriles, de inocentes, como si pudiera ser posible que el otro estuviera siguiendo el hilo de nuestros pensamientos, como si el otro fuera uno mismo. Alguna vez hablamos con Hugo de la ingenuidad de los escritores cuando somos víctimas de una creencia más patética y enloquecida: creer que hay un lector que lee lo que uno escribe como si fuera uno mismo cuando lo escribió. No, como dice Correa, somos perfectas esferitas sueltas, apartes dando tumbos por el mundo. Y en ese cada cual atendiendo su juego resplandece el brillo del malentendido, palabra más que insistida en la obra de Hugo (y no me refiero sólo a esta novela), el malentendido haciendo barullo sobre ese diamante que es el enigma, es decir lo que ni siquiera puede malentenderse. No, con las palabras hay trato y por eso hay malentendido, con el enigma, en cambio, no hay tutía. Es por eso que cuando a los personajes se les presenta un enigma de verdad se quedan sin palabras y el autor anota que en ese silencio sienten que por primera vez están “en sintonía”. Y si no, el enigma deja de serlo o nos deja inmersos en una nueva realidad en la que el enigma ya es también un lugar común, una nueva excusa para la conversación, para sacar tema.
Cuesta tanto encontrar un tema.
Así como el lugar común es paradojal, también lo son las palabras mismas que fabrican el lugar común y ése es un gran tema de Correa Luna. Por un lado, las palabras parecen reducir la irrealidad del mundo y hacernos vivir en confortable estado de metáfora y el escritor agradece esa cortesía de las palabras que nos sitúan, nos sirven para matar el tiempo, para armar una batahola, un bochinche que nos evite el vacío del tiempo. Y es ahí donde Correa se comporta con las palabras como un geólogo y como un genealogista y se le va la vida diferenciando boludo de pelotudo, pobre pelotudo de bolas tristes, bolas tristes de bolastrún, rindiendo homenaje a Osvaldo Lamborghini cuando escribe en La Causa Justa que está ocupado con diferenciar culón de nalgudo cuando a él también le gustaría hablar del hombre en general. Correa pertenece a una estirpe de escritor que se aferra a ese carácter cortés de las palabras armándonos la vida, construyendo nuestro “todos los días”. Pero, consciente de la fragilidad y hasta de la precariedad de tamaña situación, sabe que no hay nada más difícil que encontrar un tema y en esta novela se puede leer entre líneas el eco de Henry James, maestro en llenar el vacío. Correa Luna, como James, oculta con un río de palabras la irrefutable realidad de que detrás de la mano que tapa la cara no hay ninguna cara.
Ivy Compton Burnett ese genio de la novela inglesa que hace hablar a sus personajes como si fuera posible decir exactamente lo que se piensa, cosa que por imposible vuelve su obra tan amable y fría como angustiante, escribe en una de sus obras el siguiente dialogo entre madre e hijo:
– Es mejor que cambiemos de tema, dice el hijo frente a algo que podía resultar inconveniente.
– Pero por qué, responde la madre, con lo difícil que es encontrar un tema
Como siguiendo la línea de este diálogo, el protagonista de Correa Luna reduplica la apuesta y en la escena del asado con mami, papi y toda la flia de su mujer tiene miedo de que no haya tema, de que no se arme un tema y anda de aquí para allá como un animalito merodeando, (animal y entomólogo al mismo tiempo) tratando de asegurarse de que en el asado los hombres encuentren su tema mientras las mujeres que hacen la ensalada van encontrando el suyo. Y no sólo es vigilante de la existencia de un tema sino que piensa en condiciones propicias para eso y hasta exagera el gesto y quiere que los temas tengan su marco, su contexto, su propiedad. Y cuanto más “artística” la búsqueda, mayor la desesperación. Toda la novela repite esta idea de ayudar al otro con el tema, crear las condiciones para el tema, hablar para que no se escape el tema, etc, al tiempo que (ya dije que en esta novela todo es paradojal) para eso se cambia de tema y se repite algo que creíamos olvidado, se cambia de tema y otra vez la idea fija, como si el tema cambiara solo, casi sin intención de nuestra parte, y cada personaje estuviera “en tema” pero siguiera en su esfera pensando lo mismo y esperando el momento para poder repetirlo.
El azar absoluto
Hay un capítulo casi climax de esta novela y es el capítulo del asado en familia. Ya ustedes lo disfrutaran. De ese capítulo quiero detenerme en lo que constituye una recurrencia en la obra de Correa Luna y es El azar como azar absoluto que así se titula la novela anterior de Hugo. Todos los miembros de la familia empiezan a participar de un desesperante juego de ¿Vos a quien conociste?, como perros tras el hueso de la irrealidad. Pero tiene que ser un encuentro sin contexto, de puro azar, imprevisible, como anota Correa “No vale encontrarse con Pavarotti en el Colón”. Vale el que se encontró con Sergio Denis (en increíble contexto), o mamí tironeando del mismo género que Nelly Beltrán, y el desopilante humor con que el lugar común reaparece de un modo delirado con remates tan justos, tan precisos de parte de Correa Luna que es como una antena que captara ese idioma del todo bien y qué garrón y viste el frío que hace en Mar del Plata y la gente abrigada, capaz que eran sus únicas vacaciones, pobres…
Vuelvo al epígrafe del principio. Si serán, sigan así nomás. Vuelvo porque esa es otra vuelta de tuerca de esta novela. Me refiero a ese gesto que frente al lugar común queda repugnado y nos recuerda que ¡ojo!, como decía Osvaldo Lamborghini “Una palabra trae la otra y después viene Hiroshima”. Que es como decir “Si serán: cualquier palabra les da lo mismo” cosa que no le pasa al escritor Correa Luna que tiene uno de los oídos más privilegiados de la literatura argentina y es capaz de morirse de risa de una tribu que dice “Todo bien”, “Todo bien”, cuando nada está bien. Esta es la dimensión ética de la novela, me parece.
Para terminar, quiero decir que yo salí de la lectura de esta obra con los oídos perforados y como avergonzada de nuestro hablar por hablar y en estos últimos días, mientras leía la novela, cada vez que estaba por decirle a mi marido como en La pura realidad “Viste que la carne del Coto es más rica que la de Disco”, me detenía y pensaba que mejor quedarme callada si total lo que hacemos es hablar para seguir dando pruebas de que somos humanos y podemos estar con otros y vivir en un escenario en que algo nos une. Como lo hubiera dicho Kafka “Hoy salí a conversar con X y me comporte humanamente por tres horas. Volví a casa orgulloso de mí”.
Milita Molina
Ph / Leo Vaca, 2005
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