
Seamos claros, pienso casi lo mismo que casi todo el mundo: durante sus años en Albin Michel, Maurice se obligó, estaba obligado —¿o qué oscura mezcla de las dos cosas?— a un ritmo de publicación intenso, y probablemente los excesos farmacológicos a los que sometía su cuerpo no hayan ayudado en absoluto. Me acuerdo todavía de su inquietante consumo de píldoras y de su sudoración excesiva durante nuestro concierto en Québec en el 2000. Con todo, incluso en sus novelas menos logradas pueden encontrarse siempre frases, párrafos, a veces páginas enteras iluminadas con esta belleza cristalina que le pertenecía y que le pertenecerá por siempre.
Sin embargo, curiosamente sus ensayos (curiosamente porque en principio parecería que la reflexión histórica y filosófica demanda una comprensión más afilada, un tiempo de reflexión más largo que el que exige la construcción de una novela) no sufren de esta alteración de sus facultades (que permanecen, de principio a fin, en su nivel normal: un poco por encima de todos los otros).
Sin embargo, recientemente algo sucedió para que Les Résidents mostrara innegablemente las premisas de una resurrección novelesca. Entrar en detalles llevaría más tiempo, alguien lo hará tarde o temprano. Por el momento, crean en mi palabra: Maurice murió cuando se preparaba para dar, en el plano novelesco, su dimensión plena y total. De modo que ahí tenemos una pérdida brusca, total. Es un día horrible para la humanidad, para la belleza y para todo.
No éramos de esos a los que se llama allegados: no conocía ni a su mujer ni a su hija; evidentemente, es peor para ellas. Pero un autor es, a pesar de todo, una especie de monstruo, y también él era un monstruo de esa clase. Por eso, me siento autorizado a hablar como lo estoy haciendo.
Íbamos a encontrarnos en noviembre. Por fin había aceptado salir de Montréal para conversar, en noviembre, conmigo en Lausana. Eso que iba a tener lugar en Lausana, en noviembre, era una especie de cosmic junction. Me estaba preparando con una alegría infantil, sin mencionárselo a nadie, y sabía bien que no sería más que un comienzo.
Ayer a la noche todo iba bien para mí. La exposición en el Palais de Tokyo, el número especial de Les Inrocks… Y después Maurice muere, cuando en realidad yo estaba convencido de que estaba mejor. Ahora me queda un remordimiento, porque estuve a punto de decirle a Nelly que me sacara un pasaje a Montréal para concretar inmediatamente el encuentro, y después me dije que había tiempo, que ya estaba todo organizado para noviembre. Nuestro encuentro podía parecer un detalle, pero no lo era: quería decirle que siempre me había gustado lo que hacía, que toda la palabrería de Le Monde sobre su “diálogo con el Bloque Identitario” no había cambiado en nada mi opinión sobre él y que tenía objeciones sobre la construcción de sus novelas de la etapa Albin Michel. En fin, no había en el mundo una persona a la que tuviera más cosas para decirle.
Siempre pensamos que tenemos tiempo, tal vez sabemos que la muerte existe: no llegamos a integrar la información. Niños desconcentrados, eso son los hombres.
Dirijo mis condolencias a sus verdaderos allegados, los que acompañaron a este genio en su recorrido. Y mis condolencias a sus lectores, para quienes el horizonte se redujo de repente. Y mis condolencias a mí mismo, lector suyo pero que también acaba de sufrir otro golpe bajo (después de Guillaume Dustan, después de Bernard Maris). Y lo lamento por la literatura, divina oscuridad, que acaba de perder un round decisivo en su lucha contra el destino.
Michel Houellebecq
Publicado en Les Inrockuptibles el 6 de julio de 2016.
Traducción de Nicolás Caresano