
Una de las obras más sensatas que conozco sobre Economía Política, es el ensayo de Jonathán Swift titulado: «Modesta proposición para impedir que los niños de los irlandeses pobres sean una carga para sus progenitores o para su país, y para hacer de ellos un beneficio público» (1729). Se anticipa en muchos años a la inquietud de los filántropos que, afiliados o no a las escuelas democráticas y socialistas de fines del siglo XVIII y o comienzos del XIX, se aplicaron a estudiar las leyes de la producción y distribución de la riqueza en las naciones civilizadas. Sin embargo, nadie hasta muy recientemente alcanzó la objetividad científica del precursor. No se coloca a Swift entre los que dieron los primeros pasos inciertos por la senda de la Economía ni lo mencionan los ulteriores maestros de las ciencias económicas. Esta injusticia me parece que se debe a tres razones: a que fue excesivamente audaz, a que tuvo demasiado sentido común y a que escribía en buena prosa. Y por si fuera poco, tenía jocunda imaginación (es el autor de Los viajes de Gulliver), facultad negativa en los peldaños más bajos de la investigación. Sobre todo, era excelente observador; implacable crítico de lo que más tarde se acuñaría en frase lapidaria como «la injusticia social». Para evitarla ¿qué mejor que combatirla a ultranza, despiadadamente? El exceso de sensibilidad y de bondad es causa motriz de esa injusticia. La gente piadosa lo sabe bien.
Se propuso Swift como todo autor decente, además de idóneo, fustigar los atropellos que el poderoso comete con el débil, el rico con el pobre, el instruido con el ignorante, y fracasó estentóreamente. No porque fuera hombre piadoso, pues era frío y razonador, y no estaba afiliado a ninguna secta religiosa o política. Ni vociferaba, ni invocaba los derechos conculcados o los preceptos cristianos para hacer saltar por los aires la estructura del Estado capitalista. Jamás se propuso esa barbaridad: sencillamente quiso paliar la miseria de los irlandeses. No obstante, a mi juicio, y acaso sin habérselo propuesto él, Swift ha hecho con ese ensayo más que muchos tratadistas con obra en varios tomos sobre el capital, la propiedad privada, los robos legales que genera, entre ellos la pluvalía, y las monografías sobre moneda, créditos o salarios. A mí, al menos, nada me ha indignado tanto. Y es que en el fondo no son esos problemas otros que los de moral, humanidad, civilidad, como lo entendieron ya los antiguos. Swift no era un dogmático ni un catedrático. Escribía por el placer de hacerlo – naturalmente – y por imperativos de conciencia, por deberes categóricos. No aspiró a dar su nombre a una tesis, ni dejó, como Rousseau o James Mill, un documento para ser utilizado en la construcción de un sistema político o económico. Su ensayo plantea, con esa forma clara de razonar de los filósofos y los físicos del siglo XVIII, el problema de la Economía como tal – producción, comercio y consumo-, desvinculado de toda relación, y menos conexión, con otros fenómenos como ser políticos, financieros, religiosos, éticos, sentimentales, etc., que han dado lugar a la organización del saber técnico correspondiente en sendas ciencias. La tesis es, como lo indica el título, encontrar el procedimiento más eficaz, simple y racional para evitar la miseria en las familias prolíficas. Swift es un tecnólogo puro, como Taylor, y es preciso comprenderlo antes de refutarlo. Dice que da pena, al que viaja por Irlanda, ver tantas mujeres pidiendo limosna, cargadas con sus críos. Son madres que no tienen tiempo para dedicarse a otra tarea que la mendicidad , y que pierden los hijos en cuanto éstos alcanzan edad de robar o de irse a otro país. Todo el mundo sabe que es agobiador el número de hijos de que se cargan esas infelices, pero embarullan el problema y no le hallan solución. Swift ha cavilado como economista y como irlandés en ese problema muchos años, y al fin halló que los planes excogitados hasta ese momento por los especialistas, se basaban en cálculos erróneos. También las madres calculaban mal. Los términos reales del problema son éstos: el niño recién nacido no origina gastos; durante el primer año no cuesta más de dos chelines, y es a esta edad cuando se debe disponer de ellos para evitar que los padres tengan que seguir alimentándolos y vistiéndolos. Pues lo cierto es que muchas madres matan sin necesidad apremiante a sus hijos, y no los aprovechan. Si se calcula que en el Reino Unido habrá alrededor de millón y medio de habitantes, de los cuales unas doscientas mil parejas en edad núbil; y si se descuentan treinta mil que pueden sostener a sus hijos, quedarán ciento setenta mil madres para socorrer. Término medio, nacen ciento veinte mil niños al año de padres pobres; ¿cómo criarlos? Tal como marchan de mal las cosas, no se les puede emplear en fábricas ni en huertas , y ya no se construyen casas ni se labra la tierra, Por otra parte, rara vez un niño puede robar antes de los seis años, aunque tenga hambre.
Los comerciantes afirman que, varón o mujer, antes de los doce años no es «mercancía de trabajo» vendible, y el costo de mantenimiento hasta entonces habría subido a varias veces más que su precio en el mercado de la desocupación. La proposición de Swift, asesorado por un norteamericano muy entendido en la materia, es ésta:
Un niño sano y bien nutrido, al año es manjar delicioso, sea estofado, asado, horneado o hervido, fricasé o guisado. Dejando para cría una cuarta parte de los nacidos, como se hace con lanares, vacunos y porcinos, tendremos cíen mil criaturas para ofrecer en venta. Esto merece un examen más detenido. Al llegar al mundo, un niño pesa unas doce libras; al año, si se lo alimenta bien, veintiocho. Se puede proveer al mercado durante todo el año, aunque es preferible hacerlo en el mes de marzo. Si alimentarlo y vestirlo ha costado dos chelines, ¿qué caballero no dará diez por él? Y si el comprador desea obtener economías, si es ahorrativo, puede desollar al niño que adquiera, y con la piel hacer guantes para las damas y calzado de verano para los caballeros. Una objeción aparece ahora: ¿y el abastecimiento? No habrá inconvenientes en hallar mataderos en Dublín, y puede asegurarse a los carniceros un abasto regular y constante. Aunque mejor sería aderezar al niño cuando aún está caliente del cuchillo, como hacemos -dice el autor- con los lechones. Un verdadero amante de su país, del progreso y de la buena mesa- tales los ingleses y escoceses- hallará por sí otros refinamientos al proyecto; ya se verá. En cuanto a la carne de adulto- posible competencia – no se espere sacar provecho; como la de los escolares que hacen ejercicio todo el día, es dura.
A este plan, expuesto en sus líneas fundamentales, siguen luego consideraciones de carácter político y, sin duda, satírico que afean la elegancia y sencillez del proyecto. Aparte esa intempestiva digresión, desde el punto de vista de la Economía pura es una concepción estupenda y fácilmente realizable. Además es malthusiano, eutanásico, bancario, mercantil, demográfico, y resuelve, por añadidura, los problemas fastidiosos de la superpoblación y de la desocupación. Una maravilla por dondequiera que se lo mire, sensiblerías aparte. Sólo pueden oponérsele reparos de menor cuantía y extraños, en definitiva, al planteo científico, como ser: si todas las madres entendieran aritmética y contabilidad por partida doble, indispensables para aceptar de plano el negocio; si los caballeros y las damas de paladar grosero preferirán el cristianito al lechón, y otras fruslerías por el estilo. Esa sentimentalidad es lo que echó a perder la Economía de Marx, quien, después de haber averiguado qué es la mercancía, qué el trabajo humano asalariado, qué el jornal que se paga por él en el mercado de la oferta y la demanda, y qué las ganancias, salió con que era inicua la explotación del asalariado, como si eso tuviera algo que ver con la ecuación M-D-M. Por confundir las esferas de acción de las fuerzas sociales en juego, se han producido muchos corto circuitos. Así, también, en los problemas de Derecho Público y de Enseñanza Superior, que se han enredado con otros de moral, historia, ciencias sociales, y hasta con ideas religiosas, obstando a los gobernantes y maestros el poder aplicar los mejores y más expeditivos métodos para gobernar sin oposición y para enseñar sin huelgas .
Claro; como dijo un gran economista, creo que sueco, cuando un genio encuentra la solución de un arduo problema, lo toman por insano o por cronista del explorador Gulliver. O, como dijo un novelista armenio del siglo XIV , cuando todo está maduro para una cosecha abundante, cae una granizada y arrasa la huerta .
Ezequiel Martínez Estrada / Publicado originalmente en Revista de la Universidad de México, Mayo 1958
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