
Un día, por primera vez en mi vida, leí un libro de Léon Bloy.
El día anterior no lo conocía más que, como se dice, de oído.
El día siguiente ya no era el mismo hombre.
El azar, para aquellos que creen en ese dios de relojería suiza, quiso que ese libro fuese su famosa Exégesis de lugares comunes, justo cuando llegaba, en un trabajo paralelo al de novelista, a redescubrir por mi propia cuenta, y con todos los errores trágicos que comete el autodidacta (inconsciente de los límites y por lo tanto despojado del miedo ancestral que suponen), la práctica y la eficacia marcial del aforismo y del texto crítico breve.
Nadie podría decir en qué me hubiera convertido sin esa lectura, pero lo que es seguro es que, como todos los hombres que vivían en Occidente en esa época, yo era un Burgués.
¿Cómo? Veo de pronto alzarse el pensamiento nebuloso que, como un centauro fulminante salido del volcán en el que se tiró Empédocles, deja escuchar su relincho furioso y estupefacto. ¿Un autor, un escritor francés que, a los efectos del lenguaje publicitario, es etiquetado por la prensa como cybermáquina o reaccionario metatrónico, osa vestirse con el peor traje que jamás se haya fabricado en este mundo para recibir el escupitajo revitalizante de las masas?
Cuando menos, es una introducción suicida que no se arriesga a darle suerte a un hombre cuyo mayor mérito pareciera ser el de atraer el odio recalcitrante y continuo de los perros guardianes de la crítica contemporánea. Pero incluso si los espíritus bondadosos fuesen tan lejos como para reventar a causa de ese espasmo de histeria abdominal que llegan a llamar “risa”, no podrían impedir que los escritores pretendan su pequeña propaganda contestataria, y tampoco podrían impedir el hecho incontestable de que ellos, como nosotros, y como todos los demás, somos Burgueses.
Porque somos todos Burgueses. Y particularmente nosotros, los “escritores” (y que se me perdone recordar todavía una vez más esta cruel evidencia). Sea cual fuere nuestro “éxito” o nuestro “talento” (es decir, en este mundo dominado en efecto por el espíritu tutelar de la mercancía, nuestra “cantidad de ventas”), no podemos escapar a la implacable ontología que hace de nosotros aquello que somos.
Somos todos Burgueses, porque somos todos producto de la Burguesía. Y hasta es raro que nos ahorremos una felicitación por ello.
Hace un siglo, Léon Bloy supo entender y definir con precisión al Burgués no como el representante distintivo de una clase social particular, sino como una nueva tipología general de la humanidad, como el momento mismo en el que la humanidad podía reducirse a esta tipología.
En esto, sin tener la menor consciencia (y toda la Exégesis se funda en esta intuición), el Burgués profiere, en cada uno de los lugares comunes que obstruyen su lenguaje dominado por la economía, una verdad fundamental sobre la naturaleza humana, y más todavía sobre la Naturaleza Divina.
La causa de esta glosolalia inaudita a la cual el Burgués se lanza todos los días se resume precisamente —y es mérito de Bloy haber puesto la cuestión en evidencia gracias a su erudición escritural— en el hecho esencial de que el Dinero no es sino la imagen real de la Segunda Persona de la Trinidad, el Dinero es la Sangre de los Pobres, la Sangre de Cristo, es a la vez medio y fin del sacrificio, es (como lo dirá Klossowski algunos decenios más tarde) la Moneda Viva, el Dinero, o mejor, el Oro —del cual no es más que la cara material—, la cara correspondiente al Adán de la Caída, es, en fin, la encarnación secreta del Crucificado en el Mundo: “Es probable, por lo tanto, que este mendigo fuese Jesucristo (del cual no es más que su transfiguración ordinaria), que es representado simbólicamente en las Divinas Escrituras por el dinero: yo soy el Dinero, dirá algún día, y no te conozco”.
Los marxistas creían que el proletariado era la sustancia y el futuro de las “masas sociales”. Como en todos los otros puntos de su doctrina, también ahí se equivocaban gravemente. Es el “buen burgués semipobre” el que devino el futuro de la humanidad, es decir, la sustancia de nuestra época. Y de este fatum apocalíptico, Léon Bloy, bastante antes de la Primera Guerra (que iba a confundir una primera vez a la democracia, pero sin inculparla), Bloy, decía, ya había adivinado su asfixiante realidad y había indicado sus términos: el Burgués consumado, que no es otro que el “último hombre” nihilista de Nietzsche, está en este punto tan dominado por la técnica y su metafísica que en él alcanza con que “el lenguaje se reduzca a algunas locuciones patrimoniales cuya cantidad no supere el centenar”.
Pero Bloy se apura a agregar rápidamente: “¡Ah! Si uno estuviese bendecido como para arrebatarle ese humilde tesoro, un silencio paradisíaco se extendería de repente sobre nuestro globo aliviado”. Y lo que quiere decir es que la inflexión del lenguaje humano, tal como se revela en el lenguaje “económico” del Burgués, no tiene más alternativa que la de un “silencio paradisíaco”, es decir, el Silencio inicial de Dios, el Silencio del Abismo a partir del cual Dios pudo concebir todos los Nombres (incluido el Suyo).
Evidentemente, como todo cliché, el del Burgués es también la expresión reveladora de una forma de genio (Baudelaire nos recuerda esta evidencia olvidada de que “el genio es la invención del cliché”). Mejor todavía, es el cliché supremo, dado que surge de un lenguaje reducido a su función “económica”, técnica, inmanente. Cliché entre los clichés, enmascara en efecto la ausencia terrible, paradojal e inefable de Dios, y revela por su simple existencia la evidente y monádica luz de las Verdades últimas, que consumirían los cerebros de quienes las profieren si tan sólo estos últimos pudieran darse cuenta de lo que dicen: “Cuando un funcionario de la administración o un fabricante de tejidos observa, por ejemplo, que las personas no cambian, que no se puede tener todo, que los negocios son los negocios, que la medicina es un sacerdocio, que París no se construyó en un día, que los niños no piden venir al mundo, ¿qué le pasaría si le demostrásemos instantáneamente que uno cualquiera de esos clichés centenarios corresponde a la Realidad Divina, al poder de hacer desplomar los mundos y de desatar catástrofes sin piedad?”
En el apartado LXVII de su exégesis, “No soy un criado (o cuando se está criando)”, Bloy osa cometer un crimen imperdonable en relación con el hombre de izquierda que, en su época, ya era un estereotipo. El tabú consiste en efecto en desinflar el globo de la controversia socialista, es decir, neoburguesa; Bloy se anima a afirmar —con la fuerza de convicción que le conocemos, contra todos los prejuicios de su sociedad y contra todo lo que podemos esperar de ella— que el burgués no es el representante de una clase social determinada sino un modelo humano universal, o mejor todavía, el momento en el que este modelo deviene universal.
A propósito de este asunto, dice lo siguiente: “En este lugar común desembocan todos los filamentos, todos los flecos del pensamiento y del sentimiento con los que está hecha el alma del Burgués carenciado. Esa es la señal por la que puede reconocerse al monstruo. Porque existe, también él hecho de barro, para devorar al Burgués rico tan pronto como termine el séptimo año de abundancia”. Y agrega, no sin deleitarse maliciosamente: “Tiene la clase de fealdad de Barres, al que se parece con un poco más de mugre. Buena educación belga y grosería acentuada. Y además, pretensiones al pensamiento y a una especie de omnisciencia”.
El Burgués carenciado es el Burgués-artista que Bloy felizmente carboniza en muchas otras exégesis (como la XXVIII, “Ser poeta a ratos”, la CII, “Fomentar las bellas artes”, o la CIX, “Poco a poco, hila la vieja el copo”). Es el Burgués a medio tiempo, el Burgués suplente, el Burgués de tercer tipo, el Burgués mejorado, el Burgués anti-Burgués, el Burgués rebelde, el Burgués-poeta, pintor o escritor y casi cineasta, músico, artista plástico, intelectual interino, periodista de domingos, filósofo de baños (para decirlo suave y educadamente). Lo conocemos bien: somos nosotros mismos. Pero aquello que en la época de Bloy no era más que una tendencia sociopolítica entre otras, se ha vuelto en la democracia posmoderna instancia suprema, sustancia y telos.
Veamos de cerca cómo es que Bloy termina su retrato en plena erección verbal: “Se nos informa inmediatamente de que sabe bastante griego como para traducir, si es preciso, el Código Civil o la tabla de los logaritmos en versos asclepiadeos o coliambos. Igualmente conoce el hebreo, y el sirio no tiene secretos para él. En cuanto al sánscrito, es como si fuera su lengua materna. Por otra parte, no hace ningún uso de estos preciosos conocimientos, cosa rara. Pero es que no quiere presumir, es suficiente con que se sepa que los posee”. El Burgués pobre (o semipobre), este Burgués cultivado e instruido, provisto de toda la filosofía alemana contemporánea, de pedazos de lenguajes, de lenguajes a pedazos, este Burgués devenido parásito social de la Burguesía, no estaba, en aquel momento, más que en etapa de gestación. Digamos que había aparecido recientemente. Pero, durante el curso del siglo XX, terminaría convirtiéndose en amo del planeta, habiéndolo transformado a la medida de su propia imagen: una inmensa red de signos y mercancías, un cuerpo reducido a su estado potencial de prótesis técnica (clonación, mutaciones transgénicas, biocibernética), un cerebro concebido como “sede del espíritu” y como “máquina cognitiva” (como las inteligencias artificiales que funcionan a base de álgebra booleana y neuronas de sicilio) y un mundo devenido simulador de última gama. Ahora es la democracia técnica la que asume plenamente el proyecto revolucionario, y al ofrecerse como tal frente a la mirada del Hombre, le indica las premisas de la experiencia biopolítica moderna: bienvenidos a la eutanasia cool, a los abortos en masa y a las clonaciones al servicio de una “sociedad” completamente alienada, porque no solamente el cristianismo está disuelto hace mucho tiempo, sino que no transcurre ni media generación antes de que un nuevo humanismo (hoy, el “poshumanismo”) dispute el precedente (el humanismo estructuralista y psicoanalítico que, a su turno, sustituyó al humanismo moderno, marxista o liberal), como las vanguardias artísticas de Breton y Debord se disputaron todo el siglo XX.
En el momento en el que Bloy fue tras ella, la República Universal de los Derechos del Hombre ya no estaba plenamente a cargo de la órbita terrestre, sino que, con sus modos prometeicos, había decretado que su cargo era, a partir de ese momento, producir un ciudadano democrático mundial técnicamente globalizado. Porque ése es el destino de la humanidad.
El humanismo moderno triunfaba en la cumbre de un siglo que precisamente había sido apodado como “el siglo burgués” por excelencia, el siglo del pensamiento burgués, el siglo de la vida burguesa, el siglo del universo burgués, a tal punto que los proletarios que se sublevaron contra el Moloch democrático —pero al margen de otro Moloch, todavía más democrático— no supieron qué hacer con el hallazgo de su pretendida “libertad”, como pasó en Munich o durante la Comuna de París. Y cuando llegaron al poder revocando la antigua autoridad, como en Petrogrado en 1917, sólo atinaron a imitar, exaltándolo, el pensamiento burocrático y pretensioso de la burguesía, a partir del cual recrearon, multiplicadas al infinito, las aberraciones racionalistas sobre las fosas y las hambrunas colectivizadas por el Partido Comunista.
Ya entonces, en la época en que Bloy había decidido ser voluntario en la Santa Cruzada contra la Estupidez Universal, en ese tiempo funesto que engendró el nuestro como un monstruo grávido de todas las futuras perversiones, ya en ese momento, cuando se inventaba la lámpara incandescente, el teléfono y la ametralladora pesada, una colonia pestilente de madréporas bañadas en el agua sucia del “pensamiento” universitario y periodístico infectaba la atmósfera por lo demás viciosa de la Capital de todos los miasmas dándole lugar a las “opiniones” y, babeando sus idiomas enfermizos, repetía como un reloj de cuco aquel aforismo terrible de Nietzsche que no entendía entonces y que no entendería más tarde: “Dios ha muerto”.
Ya entonces, estos soldados mercenarios del pensamiento burgués, sumergidos como estaban en el urinario que recogía los efluvios de sus vejigas —hinchadas además por todos los problemas que engendraba su ascenso social—, se creyeron autorizados a manipular el lenguaje del metafísico de Sils Maria, como si fuese posible confiarle plutonio a un maestro de la República (o a un periodista de Technikart). Ya entonces, la incomprensión y el miedo frente a estas tres palabras había conducido a algunos de estos lamebotas a considerarlas, con el aplomo de los presumidos, como la expresión de una especie de dandismo ateo y a asimilarlas fraudulentamente al hedonismo libertino.
En la época que había matado a Nietzsche (hace falta matar un pensamiento si lo que se quiere es alimentarse de él, tal como piensa el vampiro mecanicista demócrata, mientras que todo pensamiento auténtico se alimenta de uno, aspira el interior y lo vacía), para el Burgués de 1900, el Burgués republicano, socialista radical o conservador positivista, y todavía más, para el neoburgués socialista o anarquista, la aserción de Nietzsche no podía escucharse más que a la luz de esta bandera de la Verdad: Dios ha muerto, es decir, tanto mejor, al fin nos hemos deshecho de este patriarca incómodo. Ahora, cada uno por su cuenta.
Ya entonces, nadie había querido o sabido leer las páginas de La gaya ciencia o del Zaratustra, que sin embargo no dejan lugar a dudas. Si Nietzsche concluyó veinticinco siglos de metafísica occidental comprobando cómo y por qué el nihilismo es el momento histórico que caracteriza el advenimiento del hombre para quien Dios ha muerto, y si demostró que del nihilismo pasivo puede surgir una fuerza de superación que conduzca a un nihilismo activo, a una superación de la metafísica por sus fundaciones presocráticas (lo que podría llamarse una ontología concreta), no es menos cierto que, cada vez que hace alusión al concepto de la muerte de Dios, da testimonio de una inmensa tragedia, de la última tragedia a la que el hombre se enfrentó y cuyas consecuencias todavía pesan sobre su futuro. Para Nietzsche, como le hace decir a Zaratustra, jamás hubo una angustia semejante sobre la tierra.
Y es precisamente lo que decía Léon Bloy en la misma época. Él, que agotó su vida entera tratando de hacer brotar la Verdad de la Escritura en el medio de la infamia general que programaba los inmensos mataderos industriales de la modernidad, que consumió su existencia en la pobreza y el trabajo y que, alcanzando salarios miserables como profesor de boxeo o mendigando en su entorno para sostener una familia y el hijo de una mujer arrasada por la locura, llegó, a la hora en la que el Burgués duerme, a producir la más exquisitas páginas en lengua francesa de todo su siglo.

Un día, leí a Léon Bloy.
En ese momento me había instalado en Canadá. La Exégesis de lugares comunes me absorbió, y en algunas semanas devoré su obra casi por completo. Paseaba por tiendas de libros usados, rondaba por librerías, rastreaba los incunables. Como un heliotropo, me dirigía a la luz que debía consumirme.
Es sin dudas imprudente tratar de identificar la proveniencia de la Gracia cuando cae sobre los hombros como la respiración luminosa de una estrella todavía invisible. No está dentro de mis posibilidades pronunciarme sobre la profundidad del fenómeno, sobre su intensidad propia, sobre su horizonte fatídico o su singularidad inicial, justamente porque el proceso está en curso en el momento en el que escribo estas pobres líneas y por eso mismo me condena al silencio. Sin embargo, hay que decir las cosas por su nombre, y al rasgar por un instante el Santo Velo del Templo, es del todo evidente que Léon Bloy tuvo una importancia decisiva en lo que concierne a mi conversión al cristianismo.
No sé si hay escritores de mi generación que puedan jactarse de haber descubierto su “vocación” literaria por un autor como él, y soy incapaz de nombrar un escritor francés contemporáneo que pueda relacionar de una u otra manera con el Mendigo Ingrato (evidentemente, quiero decir —y que se lo entienda bien—, más allá de las posturas y las imposturas literarias). Porque en Léon Bloy el fuego del estilo está animado por una energía única: está animado por la fe.
Por la fe en la Santa Iglesia Apostólica y Romana. Por la fe en Jesucristo.
En la medida en que seguimos siendo Burgueses, fustigar al Burgués sirviéndose de los clichés sublimes que sólo un auténtico genio como Bloy podía inventar no reviste, estrictamente, ningún sentido. Y no puede haber ninguna duda al respecto. En esta época, la nuestra, donde todos estudian, todos son ateos, todos son positivistas y republicanos (socialistas o conservadores), todos ganan, ganaron o ganarán dinero, todos consumen y producen por sobre todas las cosas “bienes culturales” —noten la yuxtaposición, se los ruego—, todos piensan que la moral es una “cuestión de elección individual”, todos piensan que el hombre no se rige más que por sus propias leyes, todos piensan que todos tienen “derechos” —y que tienen cada vez más—, rápidamente, para el Burgués de nuestra época incomparable, para el Burgués de clase media universal, el Burgués siempre es el otro.
Nuestra época se odia y se desprecia con razón. El Burgués se detesta y se denuesta. Nos execramos los unos a los otros. Y es que no vemos en el otro más que una imagen reticular de nosotros mismos. Nuestras diferencias ontológicas son negadas por la metafísica de la igualdad y por las “tecnologías de los seres vivos” —noten la yuxtaposición, se los ruego—, y por supuesto que esta indiferenciación general produce su lote de víboras inútiles pergeñadas masivamente por nuestras almas delicadas. Entre ellas, la idea de que podemos, hoy, por la sola pretensión de nuestra voluntad —y representando entonces al mundo como una dialéctica entre el Yo y el Otro— ser capaces de abstraernos de la matriz de programación social que es el mundo. Una aberración total.
Por definición, la Matriz Social Universal no es perfecta —humana, demasiado humana— y no puede pretender rivalizar con Aquel que le dio lugar. No obstante, las sociedades jamás intentaron llegar a este tipo de perfección (la perfección de ellas mismas como sedicentes maquinarias sociales autónomas y no, como es inútil recordar, la perfección de los hombres que la componen). Porque quien dice búsqueda de la perfección del hombre, dice puesta en funcionamiento de una educación que privilegia la única y verdadera libertad humana: la de someterse a Dios. Sólo un hombre libre puede ofrecer su libertad a una soberanía más alta y a la más alta de las soberanías. Sólo un hombre libre puede entregarse a Cristo, a Dios viviente, para liberarse de la muerte. Porque hace falta ser libre para poder arrodillarse frente a un Dios crucificado por y para los hombres.
De este modo, un hombre libre no puede resolverse más que a ser una máquina pensante, una “máquina cognitiva” (como dicen los universitarios del año 2000). Un hombre libre es por definición la antítesis del Burgués terminal que todos hemos llegado a ser en el comienzo del siglo XXI. Un hombre libre no desea ser un producto de la Técnica como los demás, reniega de ser administrado como “trabajo vivo”, se rebela contra la esclavitud general —encorvado por la división infinita del trabajo—, permanece insumiso frente al reino absoluto del Hombre sin Dios.
Es, entonces, cristiano. Y en el caso que nos ocupa, católico.
Cree en la Santa Economía Divina antes que en la demoníaca economía de mercado, ese espectro vudú al que incluso el marxismo le rindió un culto imbécil. Cree entonces en los Milagros, en las apariciones de la Saleta, en la gran desesperanza de los católicos franceses de su tiempo que ya han sido contaminados por la poción racionalista y que sufren las burlas de otros tristes escritores de su época (la mayor parte de ellos chicos bien republicanos o socialistas o, en el mejor de los casos, si no se han dejado confundir todavía por la teosofía y el ocultismo, positivistas).
El católico va a consagrar vanamente años de su vida a la canonización de Cristóbal Colón por parte de un papado sordo y ciego a las manifestaciones de la Gracia y dispuesto a dejarse corromper por el modernismo ideológico para transformarse en otra congregación protestante. Esto Léon Bloy lo ve, lo sabe. Religio depopulata: invoca las Santas Escrituras y un rayo cae sobre la cabeza de sus lectores en la medida en que, un siglo después de que su voz haya resonado en el silencio estupefacto que asemeja la incomprensión a la idiotez, el estado de la comunidad católica es el mismo. En un abrir y cerrar de ojos puede comprenderse la predicción de este experto en demoliciones que, como todas las predicciones proféticas, se apoya en la ciencia escritural: los últimos Papas serán los que causarán y planificarán la desertificación de las iglesias y la caída de la religión católica.
Desde el siglo XIX, el modernismo humanitario tuvo la necesidad de hacer callar esa voz discordante y reaccionaria que era la Iglesia de Roma, dado que conducía, por lo menos en Occidente, el concierto encantador de gentes y naciones camino al futuro del progreso humano. A las sacudidas, la Iglesia intentó replicar a la increíble proliferación de ciencias y técnicas que el liberalismo burgués favoreció, pero lo hizo con unas encíclicas de mal gusto que no respondieron bien a los abismos que la Técnica mercantil abría bajo los pies del Hombre. Rápidamente, la Iglesia fue opacada por las opiniones democráticas de toda la sociedad. Tan rápido como intentó esquivar los golpes, se vio atrapada en las dialécticas maliciosas que el enemigo había instalado alrededor suyo.
La Iglesia intentó responder una última vez en el terreno del adversario, después de que una primera carnicería general hubiese no obstante consumido los sueños optimistas del progreso humano. Pero, extrañamente, el socialismo salía como gran vencedor de la prueba que había suscitado en su fervor nacionalista, y por eso, para el catolicismo, esta guerra civil europea que fue la Primera Guerra Mundial significó nada más ni nada menos que el principio del fin. El proceso se intensificaría todavía más después de la Segunda Guerra Mundial, continuidad absurda y demencia criminal de esta Guerra Civil europea que había comenzado antes, y lograría la autodisolución de la Iglesia Católica por la Iglesia Católica en el Concilio Vaticano II, exterminando con suavidad la fe católica sin dar la ocasión de disputar un verdadero martirologio contra la democracia universal.
Ya entonces, en 1900, Léon Bloy preveía la funesta evolución posconciliar de los años sesenta y setenta: la “modernización de las mentalidades”, que provocó el fin de la Iglesia Romana, no resultaría de una confrontación entre ésta y la ideología tecnoeconómica, sino de una progresiva disolución del interior de la primera en beneficio del simple y terrible poder disolvente, de ahora en más sin restricciones, que es la segunda.
En 2003, se ha vuelto imposible encontrar un sacerdote que pueda hablar de las condiciones necesarias para la salud. Las Iglesias son el teatro espectacular de la expresión corporal y los desfiles de pancarta contra la globalización, y es imposible diferenciar el lenguaje de un Lustiger (no hablo de los Gaillot y sus consortes, que ya institucionalizaron el reintegro interno de la Santa Iglesia) de alguna secta protestante new age.
Se entiende mejor por qué tantas personas se convierten entonces al budismo, a la Golden Dawn, al troskismo, al Islam, a Rael, a la Internacional Situacionista o a los Dioses del Fútbol. Parece en efecto haber más liturgia en las peleas de los gladiadores de los grandes estadios modernos o en las luchas intestinas de las vanguardias estético-políticas que en los ritos desacralizados de la Iglesia posconciliar que institucionalizaron, en el corazón mismo del Oficio, la autodisolución del catolicismo: ya no más lengua sacra —prohibición del latín—, misas en lenguas profanas que ignoran el Misal Romano, sacerdote de cara al público como un pastor presbiterano, en fin, una Eucaristía falsa puesto que la Misa, desde la década del sesenta, ya no es más un sacrificio.
Hoy en día podemos imaginar bien los epítetos que veríamos florecer en el abono de la Prensa y de la Opinión liberal y socialista —y en la multitud desenfrenada de sus capillas autónomas, rivales e incluso en guerra las unas contras las otras, incapaces de dar lugar a un principio único y fundador, antigua prueba de la herejía iluminada por Ireneo de Lyon— sí, podemos imaginar con precisión la naturaleza pestilente de esos borborigmos que veríamos flotar cómodamente en la boca de sus secuaces, como osamentas en la superficie de un baño semántico de emanaciones irrespirables bajo la cúpula gris, jaspeada e infecta de estos inodoros del Mundo (donde el eco de sus debates logorreicos proviene, se pierde y retorna), imaginamos demasiado bien, entonces, la consistencia viscosa y purulenta de los eslóganes que hubiesen sido proferidos contra su persona si la Providencia hubiese querido que Bloy, él mismo, naciera en 1950 o 1960 antes que en 1846, y que sus primeros textos fueran publicados entre nosotros. ¿Integrista, reaccionario, fascista, racista? Vayan a saber.
Tan pronto como uno reivindica alto y fuerte su simpatía por una cierta línea de pensadores y escritores, azarosamente cristianos y romanos, se vuelve inminente la amenaza de que un elegante supletorio de los vigilantes del gran Parque Temático biocultural (modelo periodista doberman, que reconocemos gracias a los gruñidos característicos que deja oír con la regularidad automática y fría de una obra de arte contemporánea cuyo timbre es el de un pedo sordo), dedicado a animar periódicamente la letanía neuroprogramada de la masa soberana, lo acuse a uno de ser un colaborador de alma, un petanista que, en el mejor de los casos, es olvidado para que después el Comité de Depuración de la Nueva Sociedad Democrática Universal le haga conocer, a través del alguacil de justicia acompañado de la policía, su sentencia.
Hace falta entonces, ahora y siempre, atreverse a nombrar el peligro e identificar la peligrosidad extrema de los escritos de Léon Bloy a 85 años de su muerte. Hace falta considerar en todo su despliegue la amenaza que significa para el mundo de la Burguesía, y para empezar, para su metafísica, puesto que la metafísica del Burgués es la de la Nada: su metafísica es un sincretismo neoagnóstico asentado en toda la parafernalia filosófica del siglo XVIII (¿podemos hablar de una filosofía del siglo XVIII?). En el mundo de la Burguesía Universal, todas las metafísicas se producen por la sola mecánica organizacional del mundo y todas las trascendencias son explicadas con la inmanencia horizontal del sedicente “mundo objetivo” sobre el que la Burguesía asienta su dominio. Y en contrapartida, y porque todos los valores de la Burguesía son de ahora en adelante trastrocamiento de valores en nihilismo, todas las subjetividades devienen objetivas en un Mundo que resulta simplemente proceso de la Publicidad General (el Proceso en el que la metafísica llega a ser mundo objetivo y donde las subjetividades “individuales” llegan a ser las únicas fuentes y objetivos de una trascendencia inmanente al mundo objetivo). La trampa agnóstica se ha cerrado sobre el hombre del siglo XX, sobre su lenguaje y su pensamiento.
Es por eso por lo que la peligrosidad de Léon Bloy no traiciona. No se trata aquí en efecto de mi juicio estético, de una apreciación literaria, del fruto de una reflexión crítica sobre su obra. El mismo Bloy miraba con desdén estas categorías del pensamiento burgués cultivado. Para él, lo esencial era el Catolicismo. Su prosa no tenía otra ambición que la de incendiar la Ciudad Moderna, Republicana y Laica con el fuego griego de su verbo, del cual sabía que era necesario mantenerlo en silencio al principio para que se inscribiese en él la ardiente luz del Verbo divino.
Bloy no pretendía controlar el Lenguaje, como esas armadas de cretinos que, ayer y hoy, cometen con toda impunidad crímenes horribles contra el pensamiento. Él sabía que lo mejor que podemos hacer es ponernos a Su Servicio y que el vocabulario —en su caso, un verdadero arsenal lingüístico— no es nada si no está hecho del acero donde se forja la Espada de la Verdad.
Y, por supuesto, Verdad, hace falta que lo recordemos, no hay más que una.
Como todos los auténticos dandis de la literatura francesa (Barbey D’Aurevilly o Ernest Hello, a quienes conoció profundamente), Bloy era pobre y cristiano. ¿O diré pobre en tanto que cristiano? En el mundo triunfante de la Burguesía Industrial, la única aristocracia concebible y la única nobleza posible no consiste en imitar a Châutebriand o a Lamartine, ni a toda esta infamia que se dice nobleza de Imperio. La única alternativa decente, la única línea de fuga que podría conducir a un horizonte diferente que no fuese la servidumbre a la mercancía y a la Gran Madre Técnica, la única puerta de salida valiosa reside en los valores cristianos más antiguos y tradicionales, en la fe católica, y en una inevitable pobreza económica (que hay que entender de manera relativa: Barbey d’Aurevilly no era exactamente miserable, pero murió sin dejar herencias porque apenas ganaba dinero), como consecuencia de que el Dinero, la Sangre de los Pobres, es ya propiedad del Burgués encargado de los negocios o de la administración, y que no es más, de pronto, el símbolo vivo del Verbo encarnado, mantenido como tal por una jerarquía eclesiástica y política fiel a Su Servicio.
Sin embargo, Bloy no cesa de insistir sobre esto: el Dinero, a pesar de las manipulaciones que la Burguesía (concebida como la neotipología humana) le impone, a pesar de su desviación diabólica (dia-bolein, la Técnica es una operación ontológica, una operación de división dinámica infinita), a pesar de que la Burguesía ha llegado, gracias a su Pacto con la Técnica Separada, a crear un Mundo donde la cara material del Oro se entroniza como un Demiurgo, a pesar del falso mundo que la técnica burguesa ha elaborado y concebido precisamente a partir de esta visión demiúrgica y criptoagnóstica del Hombre que el siglo XVIII impuso a una Iglesia ya impotente, el Dinero, entonces, a pesar de todo, sigue siendo, de manera inmutable, más allá de los muros del sueño de la hipnosis general, el paradojal símbolo concreto del Cuerpo de Cristo.
Es que el falso mundo de la burguesía, casi análogo al de las Manifestaciones Divinas (casi), puede intercarlarse bien entre nosotros y estas últimas a la manera de una pantalla cuadrimensional que goza de la aparente potencia que las fuerzas ocultas le han prodigado. Del otro lado de la pantalla no queda más que el Mundo Real, el Mundo de la Creación, persistente, inmutable y en coherencia con sus propias Leyes superiores, trascendentes, infinitas. El Diablo no existe sino como Ilusión Suprema. Si fue creado Ángel, Ángel se queda, aunque Ángel caído al Orden de la materia y por lo tanto simple espectro cuyos únicos poderes provienen de todo eso que el Hombre, su presa, su ecología, le concede a cambio de la misma ilusión de la cual sin embargo Satán es el amo.
Aquí está entonces la razón acerca de por qué Léon Bloy está vivo: Léon Bloy está vivo porque la Muerte no existe.
Poco le importa, creo, saber que sus libros son leídos de nuevo por una pandilla de periodistas culturales en busca de íconos de moda, ni que es un oxímoron sentencioso lo que florece en su tumba redescubierta por alguna revista literaria bajo la malvada hierba de las ideologías y el óxido del siglo. Poco le importan, estoy seguro, los juicios de una crítica burguesa de la cual decía, en la exégesis CLXX, que era “fácil, aunque el arte es difícil”: “No estoy seguro de que el Burgués se dejase cortar en pedazos por sostener que el arte es difícil, pero sé que quiere que la crítica sea fácil, e incluso la cosa más fácil del mundo. Y si alguna vez un crítico se ha sentido a sus anchas, ¿no ha sido, precisamente, cuando la providencia le ha permitido depositar su mierda sobre el autor de estas humildes páginas?”
Poco le importa cruzarse, por un fatalidad tragicómica de la Historia, con la misma raza de lacayos pedantes y prepotentes estériles que soportó lo mejor que pudo cuando “estaba vivo”, ya que como precisamente está vivo asiste a un mismo tiempo al increíble milagro que su literatura opera sobre el espíritu de algunos exploradores inconscientes, temperamentos temerarios que han creído que al tomarle prestado el Sendero que lleva a la Montaña Terrible no arriesgaban gran cosa, o, en todo caso, no la más importante.
El Gólgota es el opuesto crístico del Sinaí. Sobre uno, Dios descendió con la forma de un arbusto ardiente y le dio a los hombres el Lenguaje de la Ley. Les abrió las puertas del Logos, pero conservó un Velo que ocultaba al Santo de los Santos. Sobre el otro, Dios volvió al Cielo en la forma de Cristo resucitado en Su Gloria, el Velo del templo cayó, rasgado, y el Logos se volvió desde entonces el más grande riesgo tomado por Dios en relación con el Hombre y el más grande riesgo tomado por el Hombre en relación con Dios.
En el momento en el que escribo estas líneas, como mi hambre y mi sed permanecen insatisfechas, como erro en un Mundo que no sólo no tiene Dios sino que tampoco tiene Iglesia (una institución sacra y metapolítica capaz de continuar dándole un sentido al Homo Universalis sumergido en el Abismo de la Técnica, pidiéndole prestados a Dios los restos materiales del cristianismo romano —las iglesias, los templos, los vitraux y los íconos de la Virgen María—), como he terminado siendo, como dice Joyce de sí mismo, un católico errante, sé bien cuál es la prueba de que Bloy está vivo: si un puñado de libros son capaces, a un siglo de distancia, de incendiar la consciencia de un hombre que con seguridad ignoraba hasta el primer átomo de la Verdad Principal, si sus libros, el encuentro en persona de dos espíritus más allá del tiempo y del espacio, han podido transportar el Fuego del Logos de un cerebro a otro, entonces hay que rendirse a la evidencia de que alguno de estos cerebros no puede pretenderse más vivo que el otro, o más exactamente, que si uno de los dos puede reclamar efectivamente este título, no es precisamente aquel en el que pensaríamos primero.
Maurice Dantec / Publicado originalmente en la revista Cancer! el 6 de junio de 2003.
Traducción de Nicolás Caresano
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