Superpotencia / Alejandro Sosa Dias

Era la tercera noche que Guillermo casi no dormía. No era un problema físico, aunque el cuerpo siempre termina imponiendo sus términos y, en algún momento, se cae, rendido, en un sueño que te envuelve sin que tengas oportunidad de resistirte. Te deja pialado, con las patas sujetadas como un borrego. Claro, también es reparador, se sale de la vigilia perpetua, ese estado febril que él sentía que lo consumía entero. En el bolsillo trasero del pantalón llevaba una carta con un formulario. Una carta que no sabía si era salvadora o una condena.

Empezaron a mirarlo mal en la pensión. Se daban cuenta que hace varios días no iba a trabajar. Entraba y salía de su cuarto con frecuencia. Como si estuviera de vacaciones. Salía a caminar y volvía a horarios irregulares, como si tuviera los ingresos de un rentista. Era solo cuestión de esperar un poco para que pierda el trabajo y el dinero le empiece a faltar -pensaban los dueños del establecimiento. La pensión estaba en Chile y Virrey Ceballos. Tenía la disposición de los viejos conventillos porteños, que parecen un trenzado de habitaciones, propio de las casas chorizo, y que se extendía setenta metros hacia adentro de la manzana. A Guillermo le contaron que la casa no tenía dueño, pero que una vez que se fueron muriendo algunos propietarios y otras familias se mudaron a residencias menos provisorias, un tano fue comprando todos los enormes cuartos, se apropió del conventillo y lo convirtió en pensión. Sus descendientes administraban el edificio con una mentalidad persecutoria y poco dispuesta a invertir en la manutención de la casa. El costo por mes era considerado y ese era su principal argumento comercial.

Hacía casi dos años que vivía ahí, desde que se vino de su pueblo del centro de la provincia de Buenos Aires a Buenos Aires City, aprovechando que, de su extendida familia, cuatro ya vivían en la capital. Su habilidad mecánica le permitió obtener un puesto en la municipalidad. Guillermo tenía bastante conocimiento sobre el funcionamiento de los automóviles pero también poca disposición a la grasa y la suciedad del trabajo de mecánico. En su rápido aprendizaje del oficio no había adquirido ninguna clase de amor por los fierros, superstición a la que sus colegas cedían fácilmente. Para Guillermo, aprender mecánica fue la sencillísima alternativa entre ser un estudiante secundario pobre y obediente a sus padres o un adolescente con dinero para salir con mujeres o ir al prostíbulo. Sin embargo, en ese trabajo aprendió la suciedad, la grasa y todo lo que se desprendía de los materiales, de los fierros tan amados por sus compañeros de oficio. Guillermo apenas pudo, gracias a su simpatía e iniciativa de joven pueblerino, se convirtió en chofer de uno de los jerarcas municipales y abandonó los fierros y la suciedad.

No sólo eso; su jefe acostumbraba mandarlo con mensajes para otros jerarcas. Al principio Guillermo desconocía quién era más importante, si su jefe o aquel al que él le llevaba el mensaje. Ignoraba si lo que llevaba eran órdenes o explicaciones pero esas incursiones lo introdujeron en el mundo de los empleados, los cuales podían ganar más o menos la misma plata que los mecánicos pero sentían que estaban en otra dimensión. Usaban las manos para sostener papeles, leerlos, clasificarlos o dactilografiarlos. Pero no condescendían a levantar nada más pesado que una hoja de papel o a lo sumo, una resma. Ni siquiera la máquina de escribir, ya que de eso se encarga el personal de maestranza.

En su transitar por los pasillos Guillermo se convirtió en un objeto habitual para los ojos de empleados y jerarcas que poblaban las secciones de la oficina. Así conoció a la turca Nelsa, que era secretaria de uno de los jefes más poderosos. Ella se vestía con corrección, la que se esperaba de una empleada y no, por ejemplo, de la esposa de un jerarca. La turca sabía moverse en esos límites nunca manifiestamente dichos. Siempre había algún detalle en el maquillaje, un pendiente o cierta combinación de colores en la que se revelaba cierto gusto personal que la distinguía del bajo pueblo de empleados. Para su desgracia, esos detalles no eran advertidos por casi nadie. Inicialmente, ni siquiera por Guillermo que, como todo el mundo solamente veía su espléndido cuerpo, su piel aceitunada y su largo cabello negro. Todos decían que la turca era hermosa pero no se le conocían relaciones. No salía con nadie de la oficina. También esto daba para el fantaseo y la especulación: que no tuviera un amante oficial en el trabajo. Desataba la imaginación de los empleaditos que le adjudicaban las aventuras más estrafalarias. Aventuras supuestas que siempre se orientaban hacia los niveles más altos de la jerarquía burocrática. Fábulas supuestas o deseadas.

Esas conjeturas se evaporaron en el aire una tarde-noche que la turca Nelsa fue vista en La Academia, a los besos, con Guillermo. Una ilusión se había roto en el corazón de las mayorías de empleados. La turca no salía con uno de los jerarcas, cosa completamente fácil de metabolizar. Ni siquiera con uno de ellos sino con un chofer, alguien que, según esa mirada, se encontraba por debajo de ellos en un escalafón que excedía lo administrativo y penetraba en la mentalidad profunda del pueblo municipal.

Guillermo estaba fascinado, quizás más enamorado de la situación que de esa mujer. Una corazonada, un arranque espontáneo le había resultado más que bien. La había invitado a tomar algo después del trabajo; para su sorpresa todos los planetas se alinearon y terminó su noche en un hotel alojamiento. La turca le gustaba mucho desde que la veía en el trabajo pero antes de ese encuentro creía que solamente le quedaba la adoración silenciosa como alternativa. Si el entusiasmo fuese la equivalencia exacta de la satisfacción sexual que obtiene el amante, la turca debería haber quedado colmada, ahíta, plena, deleitada con fruición. Aun con su escasa experiencia, Guillermo intuía ese desajuste pero su expectativa de ser El Hombre de Esa Mujer era grande.

La turca era muy distinta al módico batallón de feas que se había cogido en su ciudad o a las agradables putitas que le habían prestado amablemente su cuerpo cuando él empezó a ganar su dinero como mecánico. Como siempre hay una primera vez, la turca era la primera mujer deseable con quién había estado. O la primera que había, voluntariamente, aceptado estar con él, para decirlo con propiedad. Pasaron una noche tranquila en el hotel alojamiento, después de un par de polvos. Durante un tiempo ella lo abrazó a él. Guillermo sintió que la excitación le volvía al cuerpo pero ella dormía relajada. Una hora después, el sueño supo ganarlo.

Dos cosas recordaba Guillermo que habían pasado después de que durmieran. Al despertarse simultáneamente, poco antes de las seis de la mañana, empezaron a juntar las cosas de cada uno, que estaban dispersas en la habitación. La turca volvió a recostarse en la cama y desde allí le dijo a Guillermo:

-Dale, nene. Vení, que tenemos un poco más de tiempo

A él le chocó la calificación de “nene” pero lo entusiasmó la posibilidad inmediata de volverlo a hacer. No sabía la edad de la turca Nelsa y tampoco creía que fuera mayor o mucho mayor que él. Sin embargo había un algo de adultez que le cruzaba el cuerpo, la voz y la mirada a la turca y que volvían verosímil que ella le dijera “nene”.

Después de la consumación pensó que todavía el tiempo podría permitir otro polvo pero ella le dijo que tenía que pasar por su casa y cambiarse.

-Nunca voy a la oficina con la misma ropa que el día anterior –le aclaró. La gente mira. Es cierto, a lo mejor, no toda. Pero para el que sabe ver es como decirles: soy muy puta y recién vuelvo del telo. Además, me gusta que vean que me gasto el sueldo en tener buena ropa.

La negativa no le importó tanto a Guillermo. Nunca había garchado tan bien con una mujer. La manera en que expresó concretamente la negativa le pareció tan sensualmente vulgar, en las palabras y en el tono en que las dijo, que fue casi como si lo hubieran hecho de nuevo.

En la oficina nunca hicieron de novios pero algunos tenían el dato que salían. Por un tiempo fue un rumor sabroso, el chofer que se había enganchado a la secretaria atractiva. Después otras novedades, quizás menos picantes pero por ser recientes, ocuparon más lugar en el espacio natural del chisme. La barca del romance laboral termina astillada en la ribera de lo cotidiano oficinesco.

Guillermo era presa del entusiasmo y la turca Nelsa aceptaba gustosa su amabilidad y sus halagos. Los otros intereses de Guillermo fueron desplazados. Había dejado de ver a la mayoría de sus amigos y leía poco. Las lecturas febriles fueron la insignia orgullosa de su soledad, que la relación con su amante había puesto entre paréntesis. Probablemente –pensaba- su curiosidad literaria e intelectual sobreviviría a su romance pero lo que vivía con ella lo absorbió casi por completo.

Las dos primeras semanas Guillermo vivió lo que nunca: coger toda la noche con una mina hermosa y descansar apenas un poquito entre polvo y polvo. Las semanas siguientes también fueron llenadas por las mismas prácticas, el mismo entusiasmo físico (y quizás espiritual) pero ya sin el mismo grado de sorpresa que conllevó el inicio de esta vivencia. El entusiasmo persistía pero ya se trataba de una ruta en la que se sentía menos forastero. ¿Conquistador? Eso era lo que deseaba pero no podía decirlo. Renacían cada tanto sus inseguridades, se preguntaba si la turca, más allá de los fluidos que salían de ella, disfrutaba. O mejor dicho, hasta dónde disfrutaba, en qué medida. Pedía una buena nota como amante cuando alguna cosa lo hacía salir de su entusiasmo y frenesí por poseer a una mujer como esa. ¡Oh Tiresias!

De manera previsible, no podía parar de hablar acerca de su vida sexual con la turca Nelsa cuando se encontraba con los pocos amigos que había hecho en Buenos Aires. Éstos, en general, algo mayores que Guillermo, se tomaban un poco risueñamente su aventura. Aunque no discutían la belleza de su novia siempre la rebajaban un poquito en su consideración. Lo hacían con cierta sutileza. No venían con la barbarie amiguera, eran personas más cultas que el promedio de la gente que anda suelta por ahí. Le hablaban de la dialéctica del amo y del esclavo, hacían la comparación con las sumisas mujercitas del beligerante Cambaceres o de escenas de las novelas ejemplares del divino Marqués (esto último lo decía el surrealista ortodoxo del grupo). A Guillermo las referencias, literarias o filosóficas de sus amigos lo impresionaban. Sabía que la gente de Buenos Aires estaba mucho más al tanto de los temas de la cultura que aquellos, como él, nacidos en el centro de la provincia homónima. Tomaba esto como un dato de la realidad. El problema, claro, es la inducción. Pasar de esa verdad general al caso particular de sus amigos era la cuestión: ¿Ellos sabían de verdad o solamente conocían los titulares? ¿Cómo saberlo? Se encontraba en relativa inferioridad cultural ante ellos pero confiaba en que su suspicacia plebeya y su intuición le permitirían ir separando verdades y quimeras.

La barra de desagradecidos con la vida que formaba su grupo de amigos no atacaban abiertamente a Nelsa. Encontraban modos más astutos e indirectos para hacerlo. Habían conseguido separar a varias parejas conocidas mediante un uso consciente de la insinuación. No buscaban recuperar al amigo atrapado por las guerras femeninas, como pasa con mucha más frecuencia. Éstos lo hacían por pura vocación deportiva de sumar una marca a una colección de naufragios sentimentales. Cada tanto dejaban caer, sin grandes énfasis, que les parecía una agrandada, que la turca –es verdad- estaba muy buena pero le advertían que no pusiera muchas expectativas en que la relación durara mucho tiempo. Nunca era dicho sin rodeos, más bien se buscaba una forma vicaria, sibilina, de abrirle camino a esa conclusión.

Sus recientes amigos no eran los únicos intrusos en la disputa. Una vez la llevó un domingo a almorzar con Pablo y Pedro, sus dos tíos, que vivían hace años en Capital Federal, emancipados de la familia y de la ciudad de origen. La turca sedujo sin problemas a los dos hombres maduros, los cuales festejaban en su interioridad que uno de los suyos hubiera atrapado esa presa tan apetecible. Después que la turca Nelsa se fue a la casa de su madre, Guillermo, agradecido, se quedó lavando los platos y ordenando la cocina de Pablo. Escuchaba, sin prestar mucha atención, la errática conversación de sus parientes. En cierto momento paró la oreja porque se dio cuenta que hablaban de él.

–  Capaz que se nos casa –dijo el tío Pedro.

–  ¡Si serás clase baja atrasada! ¡Si se nos casa! ¡Dejá a la gente coger en paz! –le contestó Pablo con impaciencia. Agregó:

–  No podés pensar que el único destino es el casamiento. Porque además ni vos ni yo nos casamos.

Pedro protestó con algunas frases inconsistentes que revelaban su mayor aceptación de los mandatos sociales. Pensó para sí mismo que su soltería era un defecto, un error de fábrica que su personalidad arrastraba con vergüenza y dolor-

-Nunca encontré a la indicada. Y por eso me quedé sin compañera –dijo Pedro con un tono sereno y un poco indiferente, como si hablara consigo mismo.

Lo interrumpió la voz estridente y gastadora de Pablo que le dijo:

-¿Compañera? ¿De qué hablas? ¿De una mina de la CGT?

Pedro lo miró con mala cara. Pablo bajó un poco el tono y le dijo:Bueno, ni vos ni yo nos casamos. Vos porque no pudiste, yo porque nunca quise. Para mi estamos mejor así. Más tranquilos. Sin obligaciones.

También estamos solos –se lamentó Pedro.

-Soltero garchás cuando querés o cuando podés. Y cuando estemos recontra viejos y ni de casualidad nos levantemos a nadie siempre va a estar el viejo y querido prostíbulo.

A Guillermo le caía muy bien el sórdido realismo de Pablo. Lo que decía le sonaba a libertad personal, esa música tan conocida y pegadiza. Y él lo único que quería era ser libre aunque no supiese cómo se conseguía esto ni cuál era el camino para lograrlo. Pero también, si miraba su comportamiento con la turca Nelsa, estaba mucho más cerca de la de un pelotudo enamorado que a esa figura ideal del hombre libre, que en el fondo no era más que la trasposición del Señorío al terreno de la vida sentimental y el amor. Un aristócrata que sale a cazar por sus campos y depreda las especies silvestres como afirmación de su poder personal y de casta. La lejanía entre su ideal y su situación sentimental lo ponía en tensión. Esas contradicciones lo deprimían. Su cabeza, sin embargo, sabía trabajar con el olvido momentáneo y la manera más certera de anestesiarse.

Una tarde espléndida de sol, después del trabajo, la turca citó a Guillermo en un café. Después de un breve intercambio de amables banalidades, ella dejó el pocillo de café sobre el plato, sonrió y le anunció que todo había terminado, que había sido muy lindo compartir momentos con él pero que, ahora, cada uno debía seguir su camino. Guillermo sintió profundamente el golpe que implicaba el anuncio. Sus primeras palabras no fueron claras. Lo ganó la tartamudez que irrumpe, traidora, en los momentos en que algo nos exige que reaccionemos con soltura. Y esta es lo primero que se pierde en situaciones como esas. Sintió que quedaba como un boludo tartamudeando y mostrando su vacilación subjetiva ante la mujer que él ya consideraba su novia. No era que él creyera en el amor eterno pero no esperaba tanta fugacidad para esta historia. Había sabido huir de las feas pueblerinas que habían querido hacerlo su novio –ni siquiera las había tomado en consideración como posibilidad- y había podido manejar la contingencia de la sexualidad paga. Este final abrupto de un idilio que le resultaba placentero –sobre todo como idea- lo desubicaba. La vacilación y el tartamudeo cedió su lugar a unas frases que se acercaban a la súplica pero no se animaban a incursionar decididamente en ella. No faltó alguna réplica crispada ni el momento en que Guillermo sujetó en el  aire y forzó la mano de la turca a dejar de llevarse a la boca el Jockey Club Suave que fumaba. La vergüenza de esa situación en un lugar público lo llevó a cesar en esa actitud. Volvió a la calma. Ella se puso desafiante después de que Guillermo retrocedió, avergonzado, por la escena protagonizada. Los ojos miel de la turca brillaban como opacos luceros. Lo miraban fijo, incitándolo a un nuevo avance físico, que de no llevarse a cabo lo convertirían en un maricón, pollerudo u otra clase de minusválido de las lides amorosas. Poco después ella le expuso su situación: había empezado a salir con Véscobi, uno de los jerarcas de la oficina, recientemente separado de su mujer. No fue una confesión, la que generalmente implica una porción de culpa. Fue una exposición desapegada, que lindaba con refregárselo en la cara a Guillermo. Éste decidió que lo mejor era no seguir acusando los golpes, que la suerte estaba echada: deseaba cagarla a piñas pero su instinto le susurraba que no era lo que más le convenía hacer. Se encontraba golpeado, sentía el triunfo erótico de la turca paseándose sobre su yo y pateándole la cabeza desde un pedestal estratégicamente ubicado. Todo eso sentía. Y pensaba. Y sabía que ella, si bien hubiera preferido que terminara de desatarse una escena más tempestuosa, se consideraba ganadora. Podía decir, como el tipo de aquel tango, que en la lona del olvido lo tendió en el cuarto round. Era mejor terminar con frialdad que dejarse llevar por el pathos guerrero que lo agitaba. Comprobaba, con el final abrupto de su relación con ella, que el fantasma oficinesco se había consumado. Faltaron seis días para que el trato amoroso entre ellos hubiera llegado a los cinco meses. Él había llevado la cuenta con entusiasmo.

La turca Nelsa se fue. No pagó el café que había tomado. Guillermo decidió quedarse un rato leyendo en el bar. No pudo concentrarse verdaderamente en ningún momento. Sus ojos miraban los párrafos pero el significado de las palabras se le iba lejos. Su mente era incapaz de asimilar nada. Sólo sabía que iba a estar por un buen rato enganchado en la escena que había vivido hace unos instantes. El libro que tenía ante sus ojos era un tomo con obras de Goethe. Estaba el Fausto, Werther y Teoría de los colores, todas obras que Guillermo sabía de su importancia porque hacía dos años había leído un largo libro sobre la amistad de Goethe y Schiller, que era su fuente de información. Aunque en verdad no leyera permaneció en el bar, con la vista fija en el libro y pasando cada tanto las páginas porque quería dejar la impresión de ser un hombre que dominaba sus pasiones. Cuando estaba con la turca había oído unas risitas, que lo perturbaron y le hicieron explotar algunas bombas en su yo. También pensaba en lo que se le venía en la oficina. Aunque su relación con la turca nunca había sido totalmente pública, como Hansel y Gretel con las miguitas de pan, dejó subrepticiamente indicios de su romance a ciertos individuos aficionados a los chismes oficinescos. Guillermo sentía ahora que ese intento de promoción personal de nuevo macho en ascenso se le venía en contra. Algunos iban a sonreír por lo poco que duró el asunto con la turca. Otros darían un paso más: lo pondrían en duda. Guillermo razonaba que, en el fondo, nada de esto tiene una verdadera importancia pero ese pensamiento racional no lo salvaba del malestar que sentía. La vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser –recordó. Y sonríó. Lo segundo es la verdad simple y desnuda. Lo primero es más contradictorio. Salir con la turca era un orgullo para él. Sin embargo, que eso estuviera en el pasado inmediato lo ponía peor y esa carencia frente a la mirada de los demás lo ponía realmente mal. La letra de Lepera sin duda era eficaz. O lo seguía siendo casi treinta años después. Y quién sabe por cuánto tiempo más. Iba a ser bravo bancarse el trabajo. Y sobre todo las cosas que sabía que dirían cuando él transitara los pasillos. No sabría exactamente el contenido pero tenía la certeza de cuál sería su sentido. Puteó contra ellos o contra su falta de experiencia en el manejo de la vida social. Y también de la vida sentimental, tan insatisfactoria como ha sido para él hasta ahora.

Sacó el papel del bolsillo y lo miró mientras caminaba. En esa tercera noche en que casi no dormía y estaba en constante actividad inespecífica ya había bares abiertos. Iba a elegir alguno con muchas mesas. No tenía ganas de ver gente. A siete cuadras estaba el 36 Billares y a cuatro más el Tortoni. Optó por el primero, no por la cercanía, que es un dato accesorio sino por el estilo más anónimo y menos pretensioso del primer bar.

Después de sentarse en la mesa más apartada y pedirse un cortado, miró el papel y se dispuso a evaluar lo que estaba en él. Era un formulario de la IKA-Renault. Se la había mandado hace un tiempo su primo César. Hacía cuatro años se había ido a Córdoba y casi tres que laburaba en esa fábrica. Era un triunfador en la familia. Tenía un buen auto, en el que sacaba a la familia cuando venía al pueblo, y había conseguido un crédito a veinte años para pagarse la casa. Una casa en la que iba a vivir en pocos meses. Allí en el Barrio Clínicas. El primero de la generación de Guillermo que se compra casa propia. Reconocía los logros de su primo, no los tiraba a menos. Pero era un trabajo en una gran automotriz. Pensaba que eso te parte el cuerpo, que ganás mucha guita pero no sabés cómo llegás después de eso a lo que te queda de vida. Pensaba en la guita que César le contó que ganaba, que no sólo era mucho más que la de su sueldo sino bastante más de la que ganaban los empleaditos pretenciosos de la municipalidad. Veía todas las ventajas en materia de dinero. Pero la parte física, como siempre, lo tiraba para atrás. Guillermo se imaginaba que si le parecía duro el laburo de mecánico en pequeños talleres bonaerenses, la disciplina fabril en una gran automotriz iba a ser mucho más exigente. En Córdoba, además. No le gustaban los cordobeses ni le hacían gracia los chistes cordobeses. Apreciaba la buena intención de su primo pero aquello no era una salvación sino otra condena. Más dinero y más esclavitud.

Guillermo estaba con esos pensamientos y esas decisiones cuando vino el mozo a cobrarle el cortado. Era uno de esos veteranos tan formales que le hablaban de usted a un pibe de quince años. Le dijo:

-Vio que barbaridad, lo que pasó en Estados Unidos…

No –le contestó Guillermo. No sé nada ¿Qué pasó?

-Mataron al presidente Kennedy. Ayer. En Texas –dijo el veterano con voz solemne.

La noticia sorprendió a Guillermo, que esperaba algún chisme político más bien doméstico. Alguna cosa que le achacaran al gobierno radical o una vieja amante de Perón que deschava alguna corruptela menor, que son las que escandalizan más a la opinión pública. El asesinato de Kennedy superó sus expectativas. No esperaba que el mozo le tirara una noticia de tan alto voltaje. El mundo no se detiene y mientras él estaba enganchado en odiar a la turca traidora, se bajaron un presidente yanqui, que viene a ser algo así como el Rey del mundo. Del mundo libre en este caso. Como les gusta decir a ellos cuando hablan de sí mismos. Ese sarcasmo hacia los norteamericanos no contenía el menor atisbo izquierdista ni mucho menos comunista. La sacralización del trabajo en los países socialistas le resultaba insufrible. Un obrero, como los que el conocía, trata de escapar del trabajo. Jamás cree que va a ser feliz trabajando. La vida es eso que empieza cuando termina la jornada laboral. Los comunistas que conocía eran bastante mojigatos y moralistas. Guillermo tenía el ideal de una vida medio beatnik, errática y plena de experiencias personales. No era exactamente anticomunista sino alguien que estaba muy lejos del rango de onda de esa sensibilidad política. Le había gustado cuando la Fede, en su ciudad, había cagado a patadas a unos fachos que se hacían los malos con los más infelices. El grupo se había formado a partir de los hijos de varios comerciantes árabes. Le habían puesto Liga Nacionalsocialista y era una banda de turquitos nazis. La juventud del PC no les dejó ganas de salir a la luz pública por mucho tiempo. Tan enclaustrados quedaron que Guillermo se fue del pueblo y, hasta ese momento, no volvió a tener noticias de ellos. También se enteró de algunos enfrentamientos de la Fede con la cana en Buenos Aires y cómo la organización había neutralizado la violencia policíaca. Todo eso estaba muy, muy bien, e incluso, lo exaltaba pero no se imaginaba siendo del PC. Le parecía que Yanquilandia funcionaba mejor, que debía ser un país muy diverso pero que parecía vivible en la mayor parte de su inmenso territorio. No le gustaría vivir en sitios como la ciudad de nombre larguísimo que imaginó Faulkner ni en las primitivas regiones en que sucede El camino del tabaco de Erskine Caldwell pero se imaginaba que alguna vez iba a ir a Nueva York y a Los Ángeles, aunque sea para poder apreciar si la realidad y lo que vio en las películas difería en mucho. El mundo norteamericano le generaba una curiosidad que estaba ausente respecto al mundo soviético. Y lo que le decían sus conocidos del PC no contribuía a entusiasmarlo. No solo a él sino a un montón de gente que pertenecía a la parte rebelde del mundo. Pensaba que una de las causas podía residir en que los soviéticos no tenían un cine tan fascinante como el norteamericano, cuyos personajes más detestables suelen ser tremendamente atractivos.

Pero lo peor del PC era la monserga sobre el trabajo. Los obreros que él conocía soñaban con trabajar cada vez menos y ganar más y más dinero. Los que podían ubicar ese sueño de liberación personal en un esquema político te decían: Perón. Ese hombre, al que el padre de Guillermo, con su moral de radical contrera, odiaba y le adjudicaba la autoría, desde Madrid, de todos los problemas nacionales. Al contrario, para su madre, cuando depusieron a Perón era como si el sol se hubiera apagado. El pueblo argentino se hundía en las tinieblas de la tiranía gorila, que prohibía iconoclastamente las imágenes del General y de la Abanderada de los humildes así como también la mera invocación de sus nombres. A Guillermo su temperamento lo llevaba a ser bastante más permeable a la sensibilidad de su madre que a la de su padre, que miraba al resto de los mortales como si fueran anticipadamente culpables de un hurto menor. También el ambiente laboral en que Guillermo se movió, a excepción de la pretensiosa municipalidad porteña, era más favorable al peronismo que a cualquier otra alternativa. Incluso esa preferencia se extendía a medida que las prohibiciones establecidas por la Libertadora se iban aflojando de a poco. Nunca habló con la turca de esas cosas. No tenía idea de qué pensaba o sentía ella sobre esos asuntos. El registro en que se daban los hechos pasaba por otro lado.

Pero ahora habían matado a Kennedy. El tipo que casi aprieta el botón nuclear hacía poco más de un año. Si los rusos no hubieran dado el pasito atrás quién sabe lo que hubiera pasado. Los juegos de la Gran Política ¿Serían como el Póker o el Truco en que el principal factor es la astucia para engañar al contrario? ¿O se trataría de las carreras de autos, como la de Rebelde sin causa, que pierde el que siente la huella del miedo un segundo antes de la colisión? ¿Hubieran achicharrado a bombazos a la mayoría de la humanidad sin la llegada de la Duda y el Miedo como ángeles guardianes de la especie?  Había salido un momento de 36 Billares y compró dos diarios de la mañana. Como era previsible, los principales diarios nacionales eran muy solemnes para anunciar la noticia. Y también chupamedias. Adalid de los derechos humanos describió a Kennedy uno de ellos en el titular principal. Y abajo un texto relativamente largo con el nombre del presidente asesinado, colocado como un bando militar en tapa. El otro diario daba la noticia con más desapego en el titular: Fue asesinado el presidente Kennedy en las calles de Dallas al dirigirse a un acto. En los artículos desparramados en el formato tabloide de la tapa podían detectarse algunas notas sentimentales: ilustre personalidad, artero ataque, ola de estupor y congoja. Leyó, en el interior de uno de los matutinos, que el vicepresidente argentino había dicho: La muerte de Kennedy no trae luto solamente a los Estados Unidos, sino que provoca duelo y angustia a todos los hombres de la democracia y de la libertad, y también aflige a hombres y mujeres de las más diversas condiciones sociales. Una declaración formal dentro de las reglas lógicas de la diplomacia, levemente sesgada hacia la apología. Guillermo pensó que era difícil que los norteamericanos dijeran algo así de un presidente extranjero. A menos que fuese un hombre de ellos al frente de un país. Según el artículo periodístico, el vicepresidente en funciones agregó: Entiendo que si la mano asesina ha logrado inmolar el cuerpo de Kennedy no ha logrado sin embargo matar sus ideas, sus principios y sus proclamas, que han de ser llevados adelante, y que debemos defender todos los hombres del continente para que pueda regir un mundo de paz, de justicia, de progreso, de mejor distribución de la riqueza y de verdadera defensa del decoro humano, del bienestar y la igualdad de los pueblos. Esa parrafada arrastrada, vacua y sentimentaloide le resultó bastante desagradable a Guillermo, que aceptaba el elemento formal necesario en las relaciones diplomáticas y protocolares pero que censuraba vivamente cuando se traspasaba la línea de la cortesía y se ingresaba en la adulación lisa y llana. Pensó en el diario de su ciudad y conjeturó que el tratamiento de la noticia debió ser mucho más laudatorio y provinciano que los diarios de Capital Federal y el obituario mucho más sobreactuado.

Guillermo era consciente de que tenía cierta dosis de antipatía respecto al presidente muerto. Héctor Requejo, que era la persona más culta que conocía, le había hablado con desprecio de Jack Kennedy. Requejo, hombre enamorado de la música clásica y la literatura moderna, era marxista, sartreano y también un fervoroso lector de diarios extranjeros. Conocía a los principales políticos de Europa y Estados Unidos, por más limitado que fuese su electorado o exiguas sus chances de llegar al poder. Requejo describió a Kennedy como un católico de origen irlandés, de carácter esencialmente conservador, pretendidamente aristocrático y, en el fondo, vulgar. Había llegado al gobierno favorecido por el equívoco de encarnar el progresismo frente al reaccionario Nixon. Guillermo le preguntó por qué no era así. Requejo le dio una larga explicación basada en un fragmento de Gramsci sobre las relaciones de fuerza entre las clases sociales pero al término de su largo análisis con una pincelada inmejorable citó un discurso de Kennedy en el que analizaba las cuestiones geopolíticas y de competencia con la URSS, que para él eran los asuntos realmente importantes, y que terminaba con un llamado a dejar de lado las cuestiones políticas domésticas. Para ejemplificar eso dijo: ¿A quién le importa el salario mínimo?  Lo único que parecía interesarle al nuevo presidente norteamericano era tener los teléfonos de todas las bailarinas de los casinos de Las Vegas. Guillermo tenía olvidada esta conversación con Requejo pero la muerte de Kennedy y las tonterías de la prensa volvieron a hacérsela presente.

Requejo resumió su parecer:Un frívolo seudo aristócrata.

¿Por qué seudo aristócrata? –preguntó Guillermo

Aristócrata es Visconti. Los Kennedy son unos advenedizos que se hicieron ricos con el contrabando de whisky.

¿Son unos mafiosos entonces?

Ni siquiera –dijo Requejo- Por lo que leí eran los que les hacían los papeles a los mafiosos. No voy a hacer el culto al coraje que hace nuestro mejor escritor pero ser un mafioso de escritorio me parece que es moralmente peor que el que pega y mata.

¿Cuál es nuestro mejor escritor? –lo interrogó Guillermo.

¡Borges, claro! Un viejo reaccionario pero un gran escritor –dijo Requejo

Guillermo, que tenía una actitud bastante discipularia hacia Requejo, anotó mentalmente que debía leer sistemáticamente a Borges en algún momento. Le resultaba abrumador ese estilo aparentemente tan erudito y léido.

Requejo siguió hablando un rato más de Kennedy, su familia y lo que sabía de política norteamericana, que superaba por mucho lo que el argentino informado conocía, pero el resto de la conversación se le esfumaba a Guillermo entre los pliegues de la memoria. La mirada de Requejo le parecía más verdadera, y también más divertida, que la bambolla que armaba toda la oficialidad del pensamiento oficial con la muerte de Kennedy. También le daba mucha inquina imaginar las minas que debió cogerse Kennedy, primero por su situación de oligarca yanqui y después por llegar a presidente. Pensaba que un presidente yanqui debe tener las minas más lindas del mundo. Para el hijo de puta de Kennedy una mina hermosa como la turca Nelsa podía llegar a ser un bagayito. Que suerte que lo amasijaron -pensó. El resentimiento es la actitud natural del pobre. Natural y razonable. Guillermo había leído la Genealogía de la moral y sabía que en la grilla nietzscheana le tocaba estar entre los débiles, enfermos y quizás hebreos. Sin embargo Kennedy no le parecía el prototipo del guerrero, aunque hubiera estado en la segunda guerra. Mucho menos era un aristócrata, ya Requejo lo había ilustrado de manera suficiente. Se imaginaba que para vivir esa vida sexual espléndida debería tener la complicidad de la CIA y el FBI para que no lo chantajearan. Pero que si lograba esto, las posibilidades que se le abrían eran casi infinitas. El cielo es el límite. Creía que esa frase vulgar, en el caso de un presidente de Estados Unidos, podía acercarse bastante a la verdad. Su miseria sexual no había sido tanta como para no darse cuenta de que la vida con las mujeres podía ser un infierno. O una excéntrica equivalencia entre el cielo y el infierno. Pero no quería hacer filosofía de barrio. Se sentía feliz por primera vez en varios días. Llamó al mozo que reemplazó al viejo que lo atendió antes y le pidió un desayuno en serio. Abundante. La turca seguía siendo un recuerdo amargo. Pero a medida que pasara el tiempo se iría borrando la sensación mala y la experiencia vivida iría adquiriendo sus contornos precisos y sus proporciones adecuadas, alejados de la idealización o el odio. Sonrió al recordar que había evaluado no volver al trabajo para escapar al escarnio del chisme. Los días que faltó irían a descuento. Pero era una locura adicional perder el trabajo por la locura amorosa que le desató la turca. Habían asesinado a un presidente norteamericano. Sintió que el mundo encontraba un punto de equilibrio.

Alejandro Sosa Dias