
“Les recuerdo nuestra manera de trabajar: nos interesamos en los poemas homéricos buscando en ellos las raíces, los primeros elementos de lo que puede llamarse la captación griega del mundo. En nuestra investigación, entonces … .” Así comienza Castoriadis su seminario del 15 de diciembre de 1982 dictado en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París, donde enseñó entre 1980 y 1995.
Hace alusión al método, a la actitud con que encara su tarea filosófica, es decir, como un investigador. Y al mismo tiempo que rastrea, elucida un proyecto de autonomía que es una creación humana, a veces consciente y otras no tanto. Pero está, es identificable. Claro que está junto a muchas otras creaciones humanas que no tienden a la autonomía y a la libertad, sino a la heteronomía. Autonomía quiere decir que la ley la pone el sujeto, el colectivo que participa activamente en las instituciones. En los regímenes heterónomos, por el contrario, las personas no participan, porque han entregado el poder a otros, estos otros pueden ser las oligarquías neoliberales que gobiernan el mundo, las religiones… . Así, en su investigación, va buscando y encontrando gérmenes de autonomía. Para Castoriadis, la autonomía –individual y colectiva, son dos caras de la misma moneda- es el mejor proyecto humano. Contrapone esta noción de germen a la de modelo, germen como algo que está vivo, semilla que llega hasta hoy. También prefiere la palabra proyecto a la de programa, porque el proyecto siempre queda abierto, es una tarea interminable. Las primeras apariciones de este germen se sitúan, según el autor, en la Antigua Grecia, y no precisamente porque él haya sido griego, sino porque allí nacen la filosofía, la democracia y la política de manera indisociable, como capacidad, posibilidad de preguntar, de cuestionar las leyes e instituciones y no estar sometido a ellas, es decir, posibilidad de transformarlas, y de transformarse.
Esta capacidad y posibilidad de preguntar, sin límite, nace en la Antigua Grecia donde, o porque, no hay Dios ni Libro sagrado que diga la Verdad, no hay profetas sino poetas, no hay vida eterna sino mortalidad. (Sobre la muerte, véase “La muerte es el precio de la libertad”, en Cuarta Prosa).
Los párrafos que siguen están extraídos del capítulo IV de Lo que hace a Grecia. (1. De Homero a Heráclito), que traduje para el Fondo de Cultura Económica.
Sandra Garzonio
Volvamos ahora a lo que tantas veces se ha dicho de Homero, educador de Grecia: que es el germen de todo lo que se encuentra después. Es el clásico lugar común, y es estrictamente verdadero. Constatamos esto incluso antes de comenzar el examen del contenido de los poemas, observando lo que son estos textos, su estatuto. Podemos decirlo en muy pocas palabras: el texto “sagrado” de Grecia no es un texto sagrado. Es ya una diferencia fundamental, prácticamente, con respecto a todas las culturas históricas que conocemos. Este texto no es religioso ni profético, es poético; el autor no es un profeta, es un poeta, es el poeta. O si prefieren: el profeta de Grecia, es un poeta que no es también un profeta. Y en un sentido, cuando se dice esto, todo está dicho. Es el poeta, el que hace ser. Y este poeta no prohíbe nada, no impone nada, no da órdenes, no promete nada: dice. Y al hacerlo, no revela nada –no hay revelación-, recuerda. Recuerda lo que ha sido y lo que al mismo tiempo es el lineamiento de lo que es, de lo que puede ser. Esto, lo recuerda a la memoria de los hombres, con el auxilio de estas hijas de la Memoria, de Mnemósine, que son las Musas.
[…]
En el corazón de los poemas, y en particular en La Ilíada, está la experiencia de este dato infranqueable que es la muerte. Y este dato está ahí sin compromiso, sin consuelo, sin arreglo, sin adulteración, sin edulcoración. En el canto IX (son los versos 400-409), dice Aquiles: nada para mí vale la vida, nada es psukhès antaxion. Y agrega: uno puede apoderarse de bueyes y de grasos corderos, adquirir trípodes y caballos, pero la vida de un hombre no vuelve, una vez que ha salido del cerco de los dientes. También conocen ustedes, en La Odisea, el famoso encuentro en los Infiernos entre Ulises y Aquiles, del que ya les he hablado cientos de veces, donde Ulises evoca la gloria de Aquiles, quien, como todos los muertos en los Infiernos, no es más que una sombra sin noos, sin espíritu ni sentido. Pues sólo el adivino Tiresias, por gracia especial de Perséfone, guarda su espíritu, sus capacidades intelectuales en los Infiernos; todas las demás psiques, todas las demás almas, son sombras que vuelan, que no saben nada, que no recuerdan nada, que deben beber sangre para poder mantener “discursos verídicos”. Y Aquiles responde a Ulises: “no trates que la muerte me parezca suave, preferiría estar vivo y ser el obrero jornalero de un pobre campesino a reinar entre los muertos”. Esta es la verdad de la existencia en los poemas: hay supervivencia, por cierto, pero esta supervivencia es más miserable aún que la vida en la tierra. Más miserable aún: es la única promesa que hay. Y podría recordar y comentar aquí otros pasajes, como las palabras de Aquiles a Licaón en La Ilíada, en el canto XXI, cuando éste le suplica que le perdone la vida a cambio de un importante rescate. En sustancia, Aquiles le responde: “¿Por qué llorar así? Patroclo ha muerto, y era, de lejos, mucho mejor que tú. Así como me ves, alto y bello, hijo de una diosa, también a mí un día, en el alba o en el crepúsculo, o acaso en pleno mediodía, Ares me quitará toda la potencia del cuerpo y moriré. Muere, pues, tú también”. Y lo mata.
Esta captación de la muerte puede parecer extraña por su banalidad misma. Pues ustedes podrán decirme: pero usted nos aburre, todo el mundo sabe esto, etcétera. No solamente Homero y los griegos, sino todo el mundo. Evidentemente, esto es sumamente falso. Nadie sabe. La humanidad ha pasado el tiempo contándose historias sobre la no-muerte en sus formas diferentes; el hecho brutal, claro está, siempre ha sido ocultado en la institución imaginaria de cada sociedad. Uno puede preguntarse entonces: ¿de dónde viene esta idea que encontramos en Homero? Es claro que no está tomada de los egipcios, que tienen todo un círculo de metempsicosis, etcétera, ni de los babilonios, ni de los micénicos. Corresponde, sin duda, simplemente a la realidad. Es curioso, pero es así: fueron los griegos quienes descubrieron este hecho, que hay una muerte final, definitiva –telos thanatoio, dice y repite La Ilíada; que no hay nada que decir sobre esto, que no puede dársele otra significación, ni transustanciarla, ni embellecerla.
Pero debemos ir más lejos y distinguir entre muerte padecida y muerte elegida. Si nos limitásemos a decir que los griegos son los primeros en descubrir -hecho sorprendente- que el hombre es mortal en un sentido final y definitivo, esto sería muy interesante, por cierto, pero permaneceríamos en el simple conocimiento de un aspecto de la animalidad del hombre. Mueren los bueyes, mueren los caballos, también mueren los humanos. O cuando mucho se llegaría sobre este tema hasta el punto más avanzado de la filosofía moderna, con Heidegger, por ejemplo, para quien el hombre es el único animal que sabe que debe morir. Con toda evidencia, lo esencial del mundo griego está más allá de esto. Hay conocimiento no del hecho de que uno se muere, sino de que se elige su muerte y de que se elige la muerte. Acaso los dos personajes más notables de todo el mundo griego, uno de ellos en su origen -Aquiles, héroe ficticio-, y el otro, en cierto modo en su final -Sócrates, personaje muy real, histórico-, eligen ambos la muerte. Aquiles sabe que nada vale la vida, y sin embargo elige la muerte. No regresa a Ptía, va a la batalla, seguro de encontrar allí la gloria, pero también la muerte. Aquí la captación trágica no es, pues, el simple descubrimiento de la muerte sin frases, ni tampoco simplemente el hecho de que el Dasein es Sein zum Tode, como diría Heidegger, que el ser-ahí es un ser para la muerte. Simplemente no hay contradicción en el ser para la muerte. La captación trágica, es la captación de esta contradicción última: nada vale la vida, pero si nada vale más que la vida, entonces la vida no vale nada. Así como Sócrates dice: anexetastos bios, la vida sin examen, la vida irreflexiva –tomando reflexiva en el sentido más fuerte-, no es vivible, así Aquiles diría: el bios atimètos o akleiès, la vida sin gloria, sin fama no es vivible. Tenemos aquí una contradicción en el objeto mismo, es decir, en la textura de la existencia independientemente de la subjetividad. Y, evidentemente, esta contradicción en la situación del ser humano, está plenamente traducida en el plano subjetivo, si me permiten utilizar una terminología moderna: el hombre (anthrôpos) está necesariamente desgarrado por dos motivaciones opuestas, es decir, por un lado la evitación de la muerte, la conciencia de que nada vale la vida, y por el otro la evitación de una vida que no contendría aquello que la volvería digna de ser vivida. Además, este desgarramiento está presente constantemente en los poemas: si vuelven a leerlos con atención, verán que, contrariamente a lo que dejarían suponer lo que debemos llamar las burradas de algunos modernos, dos de cada tres veces, el héroe que va a la batalla se dice a sí mismo: ¿no huiré? Ayax se pregunta: ¿puedo quedarme aquí? No, es terrible, voy a huir. Ulises se pregunta lo mismo, y también Patroclo y Héctor –Héctor, que es el verdadero héroe de La Ilíada, y no Aquiles, volveremos sobre esto-.
Cornelius Castoriadis
Traducción de Sandra Garzonio
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