Elia (XI)/Hugo Savino

Escena: habla Elia: el cambio de alma es como el cambio de saco, rápido, lleno de pretextos, de justificaciones, de glorioso pasado familiar, pero solo apunta a la traición. El olvido es la cima de esa traición. Cita Elia a uno de sus maestros. Y la pone en el centro de la mesa. Lo relee una vez más. Una de sus Biblias. Politeísta. No-banda de la no-banda escucha en el momento ensoñado del café. Esa hora de pocos ruidos, de siesta, de sonido de remolcador perdido.  

Fragmentos de alguna Leyenda, fue una educación estrictísima y solitaria. Esa Leyenda de dibujos y líneas, y remates de frase, esa es la que me interesa, me educo solo, no me interesa esa que venden de tonos sentimentales, generacionales, variantes del amor, variantes de las mentiras de las personas delicadas entrenadas en el sentimiento, en la franela del amor.

Las sombras, los antepasados, todos caminaron entre el polvo de 1900 en busca de las novedades del siglo XX, manotazos al vacío, curiosos, tristes, baldío de la esquina junto a la vía, heladera de hielo oxidada abandonada, farol de kerosene roto, sábanas amarillas inservibles, el culo de una botella rota de vidrio verde, chapas repintadas en otro rincón, y pasto crecido, un tanque de agua desolado, la locomotora lo pasa de largo, el río a unas cuadras, paisaje de Roque Juan.

Yo tengo la memoria de esa casa de los Lagunas más agrietada que la mía, la frase esa de la ciudad que se come las crías está dicha por lo menos por tres de mis novelistas leídos recontraleídos, y tampoco quiero entrar en eso de ver qué casa estaba más ruinosa, no, ese zolismo se lo regalo a otros. Además los Lagunas pelecharon río arriba. Otra orilla del lenguaje los Lagunas. Años después. Y yo seguía atrapado en trabajos de mierda. Toda la familia. Los viajes, la salida, eran con la mirada perdida, con la cabeza, una pura ensoñación. Había una ambición de armonía en todo ese revoltijo conventillero, los ruidos de la cultura habían envenenado el ambiente. Borde fino de la promesa del elitismo burgués, esa invitación maldita, esa ilusión de la retórica. Yo lo llevo como lastre ese toque armónico pretencioso, armonía en la pobreza es un invento de ricos, son cosas de nacer en la canaleta, y está la carga sarmientina machacada a la mañana de izar la bandera, ocho de la mañana de ese patio helado, la condena: la enseñanza que te empuja a superación, joven eterno de academia pitman, y seguís ese camino de aspiraciones, y ya querés ser rentista de las artes, la que sea, chifladura, todo se ovilla, se enrosca, una madeja de imposibilidades, un romanticismo de manual, una especie de ensalada, y un día te ponés a estudiar a los payasos Schlegel, y ya está, te engancharon, garfio puesto, y nunca más verás un Cézanne, no escucharás nada, ahí te quedás, como promesa de lecciones. Y uno insiste, quiere que lo lean, y entrega los papeles, las notas, las expone y solo hay desentusiasmo, y aburrimiento, tedio y es una pérdida de tiempo la vanidad de querer ser leído, pero ya estamos en esa pendiente, es una adicción, y uno vuelve a insistir y busca a otro, y aparece el enojo de la incomprensión, la gran comicidad de la incomprensión.

Los remolcadores tocaban la sirena, y para nosotros no era el momento de irnos, al revés, era como un llamado a la cita, extraño, esfumado, soñador, promesa de conversación, de oír el viento del Noroeste, de pensar en nuestras idea del Norte. Una obsesión.

Un detalle y se desata y el ovillo del pasado empieza. Me lleva lejos, o, ahí, en la mesa nos lleva lejos. El momento ensoñador del café. A mí me gustaría evocar un fluir de luz y reverberaciones más poético, pero no se me da, o sí, tal vez me sale poema y no me doy cuenta, no sigo. Un farol de luz amarillo sigue ahí, en esa casa de Olavarría y Patricios. Es motivo, en el sentido más pictórico, de conversación en la sobremesa. Hace unos años fui y miré por el ojo de la cerradura, se veía el patio, lleno de herramientas y chapas y algunas sillas destartaladas, y las columnas que sostienen la galería. No había pulgas, ni chinches, el fantasma del patio de inquilinato, pero eso me arruina la posibilidad de poesía,  de una carrera, incluso de marginal, y todo es carrera, me pone al borde del drama social, y eso es poco atractivo para hacerse el escritor, para eso hay que tener plata, ya lo dije. Y también dije que no éramos en esa mesa del encuentro proletariado moderno, ninguno quería borrar en su lenguaje la huella del trabajo de la domesticidad. Éramos más La Fontaine que compromiso. Cada uno terminantes en la vagancia, cada uno contra el nosotros, la conversación, el secreto, del odio al chisme, algunas de las divisas compartidas, cada uno con sus autores amados, mira, es como una vida clandestina a la que no se le puede mentir, aquí el realismo no es una preocupación, no existe, esa chifladura sobrevuela la mesa.

Y no sé cómo eran esas cosas, no sé. Las tengo entrevistas. Poco definidas. Esos patios, esas galerías. ¿Cómo era esa voz María? ¿O apenas ayer esa voz Micaela? Arrugas secretas del dolor intimísimo. Entonces: ¿escribo lo que no veo? Escribo alucinaciones del oído. Por qué no.      

Gloria no hay nada que escribir, no hay nada. Hay notas o notículas o cuaderno de notas, contra lo que llaman literatura. Esa prosa de vanguardia oficial, consensuada en la monoreglamentación del searching.

Y no cruzo el puente, me voy a la orilla del río, y hay un remolcador enorme, mastodonte, amarrado, casi nuevo, ahí, choto bajo el peral, entre los abandonados y oxidados. En la pasarela hay un tipo que fuma, clásico, es después del almuerzo y estoy solo. No fumo. Ya no fumo. Me aburrí. Como me aburren las mentiras de los cafishos del cuento de hadas, no, ese cuento hay que sentarse a escribirlo, todos los días, y leer mucho y rememorar y volver a escribir.

No cedas, no cambies nada de este Elia, nada, y tratá de escribir sobre las piernas de Gloria, como si fueras Luis Cardoso en la medianoche de la puerta cancel. Una escena de ella poniéndose las medias sentada al borde de la cama, algo bien naturalista pero desplazado, intenso. Tampoco dejes de dar vueltas alrededor de lo vago, de la vaguedad, del vacío del tiempo, no seas narrativo, no te asustes, no pidas nada, no caigas entre los dedos de los maestros, mienten, siempre mienten. Te meten en la poesía, te quieren llevar la mano, hablan, nunca cuentan cómo se aburren sus  hijos y su mujer, y cómo amarretea la plata para su carrera, invierte todo ahí, y a veces, cuando lo visitan, recita sus largos endecasílabos de giladas lloronas. Y finalmente te pone la mano en el bolsillo. Es la hora de irse, no escuchar más, irse a leer a Claudel, que es el horror de estos poetas populistas preciosos, tan llenos de pueblo, le tienen miedo a Claudel, se cagan en las patas. Es un banco de pruebas. No lo toleran. Quieren un delirio organizado, portátil,  comunitario, no pueden delirar solos, escucharse improvisar sin marco, sin autorización. Dale un lugar en la mesa y los maestros terminarán estropeando cualquier infinito.

Por eso a la noche Elia se metía en las sombras de las calles de Barracas, solo, contra su lórico interior de ridículo que quiere ser escuchado, que lo lean, que lo quieran, que lo ayuden. Y está la conejera del esfuerzo social, esa, la del trabajar para todos menos para uno.   

Desde la orilla de musgo, verdín y pastos, se ve Barracas. Se extiende a lo lejos. Ruidos apagados vienen del otro lado. No hay techos altos. Son todas terrazas y balcones hasta perderse. Hasta el resentimiento. Otro remolcador se cruza en esa tarde de toques rojos. Estamos al mismo nivel. Ni un techo en punta. Es el mundo antiguo de la ciudad.

Gloria seguía por Barracas, sola, del lado de Diaz Vélez, un esbozo en el paisaje, que iba, hoy, los borrachos de esa esquina precisa no le decían nada y los perros le olfateaban un poco las botas y se iban. Imponía respeto a perro. Hada de Avellaneda que pasea por Barracas un domingo a la mañana. Pasa por la puerta del convento San Francisco y escucha el ensayo del coro, los curas cantan el domingo a la mañana, y las monjas tienen un coro que canta a las nueve de la noche, todos los días, salen al coro, se sientan y durante media hora suspiran cantos mágicos. Que Gloria no sabe clasificar. No importa. Todavía quedaba algún silencio de carro. Gloria casi nunca pedía perdón, era su fuerza, no pedir perdón, leía lo que quería y no se dejaba examinar Gloria, tampoco contaba sus heridas, sola, nació y punto. Y juntaba y reanotaba las virutas del tiempo, no era una especialidad, horror a la especialidad, no, nada que ver, era un sistema nervioso, una electricidad, un movimiento de la mano, de la cabeza a la mano, un relámpago. Hoy domingo, no hay cacareo de clientes. La cabeza despejada, casi a poema, casi. Era una retirada lo de Gloria. ¿De qué? o ¿ de dónde? Lo entendió rápido, no necesitó mito de la ciudad, ninguna música de fondo, solo ese tono seco de alejamiento silencioso, clandestino, no melancólico, no hinchado de justificaciones. Casi, otra vez casi, pedía que la olviden, que no le hablen. que se apuren y que la pierdan de vista. El hartazgo del amor, la franela del amor en general. Pero Gloria no se metía en los rincones a rumiar, esa tradición rumiadora se la había sacado de encima, ese rumiar en los rincones el pasado de colinas en Italia, embellecerlo, hacerlo digno y pobre y heroico, no era lo de ella, pasado nada estable, nadie tuvo nunca nada estable, es la herencia, la pura inestabilidad. Y esa herencia si no la hacés poesía te condena, poesía profesional. Herencia de mucho fracaso es poco novelable, poco todo. Gloria se deseducó rápido en sensibilidad franela, en grupos o movimientos. ¿Con quién hablar?

Pipa e´ Moco tenía su pieza, ya lo conté, pero no todo, era cama y mesa de luz, dos sillas y una mesa pegada a la pared. Calentador y pava y mate. Leí por lo menos en tres novelas esta clase de cucha para viejo refractario. Nunca fue perro apaleado ni viejo taciturno, su costumbre es perderse y reencontrarse. Pasar por el puente y registrar los destellos blancos y plateados de las mañana de sol. Es algo sencillo, un paseo sin declaraciones, una suerte de meditación de pensamiento. Era de los pocos que no plagiaba el diario. Como Felo en otra novela leía La Prensa

Gloria sabía que su caminar pedía novela, pero ¿dónde buscar inspiración? ¿Dónde buscar novelista libre? Libre en serio, un no-narrador. Gloria no era melodramática, era el melodrama, sus brazos desnudos desbordaban la mejor escena que existe de planchadoras, y por supuesto ninguna foto puede pescar esa línea de brazos. Y están los toques malvados de Gloria, duran nada, pero son feroces. La bruma en el puente embrolla la realidad. Tengo que seguir así, sin buscar nada, sin pedir nada, la menor confesión es pedido de mendrugo. La modista de Elia, esa ardilla cosedora, que a los dieciséis años le daba una última puntada a algún vestido con canelones o repasaba una capelina de casamiento, anónima y reina del taller. Modistas y planchadoras.  

Elia lleva esa biografía crítica de Melville a todos lados, finalmente se le cae de las manos en el momento en que el autor cree que hay críticos competentes, esos que pueden decir qué libro de Melville es mejor que otro.

Nada que esperar Gloria de esos lectores, tienen el oído arruinado de ideas generales, mucho sermón literario. Es una mierda que les viene del cine, de toda esa pantalla de colores desteñidos al otro día, intoxicados, esa poesía afectada de denuncias. La idea es un matar aprobado, se renueva, retoma fuerza, asciende y todos adoran. Es una idolatría renovada. Así que escribo un pasado que no está fechado. Es mi propia conjura, y la desenrollo como viene. La idea que tienen es masacrarme poéticamente, matar lo que escribo. Sé que lo conté, pero lo recuento. Y no sé adónde ir, con quién hablar, todos los que conservan su ideal, cándidos de fe candidisíma están al borde del crimen.

Veníamos de lo disperso y estábamos ahí, éramos un pasado de lo disperso, un presente que recomponía lo que acaso nunca tuvo, y un futuro a Norte disperso. No-banda instalada en el Maipú, ahí metidos en ese urbus olor a café. Pienso en la gallina de Sarandí que camina por el pasillo de adoquinado, entre el patio interior y el fondo, no se le permite pasar a la cocina, bosteza, se despereza y va de una punta a la otra. A veces deja su soruyo cremoso. Silencio de gallina mañanera. Nunca pasaron de forasteros nuestros antepasados, no fueron convocados a la gesta de ninguna payada. Anomalías prohibidas que no hicieron transición a burgués.  

Éramos la peste del burgués, y sobre todo del burgués populista precioso, en ese rincón apartado, esa esquina del riachuelo, no querían nuestra destrucción, querían nuestra conversión. Voces del medioevo que esperan su cronista.

Ya nadie les respondía a la pregunta qué ciudad. ¿El nombre disfraza algo todavía? Sería una salvación. 

¿Tengo que tener más consideración. normalizar un poco más la sintaxis, no estirar tanto esta leyenda? ¿Parar con los cuadernos de notas? Me corrigen. Hay una crema de la cultura, del populismo precioso, que te acomoda la frase, te la corta, te cambia las palabras, te pone comas, te quiere en lo archi-escrito, es la Academia patriotera del género y la lengua. Su divisa: no se entiende. La cantilena del perezoso.  Lola, no pienso pedir perdón, ¿qué puedo hacer si los detalles no se me escapan, si mi generación me aburre? Solo quiere elogio, ejercitar lo lórico sentimentaloide, sin que los interrumpas. La idea, la manía, el élan poético de una generación es matar a los que no comulgan. Pero tengo mi oído, escucho lo que da vuelta, lo que se dice, la venenosa envidia, la sordera, la alegría de verte en el pozo, de saber que no podés editar, entonces me guardo, me repliego, afuera está toda la opinión al acecho, leo libros difíciles y escribo mi propia melancolía, la hago cantar, leo y canta el canto, todas lecturas secretas para evitar los efectos literarios, pero todos insisten en eso, en esos artificios, te quieren ahí, ellos te eligen las palabras o las frases, me cuido del otro, me cuido mucho de ese otro cacareado y amable que te guía, te quiere en la adoración, en la reverencia, y yo no, simple, yo no, yo voy por la mía, mis palabras arman mis frases.

De repente, porque sí, la gallina italiana se puso a cacarear y rumiar en la mañana de Sarandí. Come maíz, se calma,  fonética de gallina que escucho años después.

«Recién estamos al inicio del arte de escribir… Cada vida tiene un tema, un título, un editor, un prefacio, una introducción, un texto, notas, etc. – o puede tenerlos.» A mi me falta editor. Introducción no quiero, notas tampoco, prefacio tampoco, título tengo, un texto, un texto también. Tengo más que un tema. Y siempre estoy en el inicio del arte de escribir.

¿Ya fue escrito que «la realización de la filosofía» es siempre un campo de concentración? No sé. Pero conozco a uno que se animó a declarar que la filosofía era un amor que lo decepcionó. Hubo laminación.

Ninguno de nosotros podía ser definido por la calidad de sus ancestros. Patos, patos de la plebe.

Escenario ya contado: patio de inquilinato pegado a un fondaco de Alpargatas.

Ni cristianos, ni del barrio. Tampoco venecianos. De ninguna parte. Cada uno por su lado, como cometas que dejan pasar largos intervalos de tiempo. Y volvíamos a esa mesa. Era la preparación hacia algún Norte. Algún paso. Sonaban timbres de voces, había cerco impasable por ahora, y chucho de invernadero con melodrama de poesía sentimental, nos cercaba mucho artificio de prócer, toda esa chatarra lugoniana, espada, mantenimiento del orden, pluma, y retórica, mientras dábamos vueltas buscando el paso imperceptible, la salida. 

Oídos alucinados en el fondo del patio, a la noche, esa ventana que daba al depósito de la fábrica, todo los escasos ruidos del silencio me hacen repasar el trasfondo de las sombras de la infancia. De esa noche de verano, ese silencio lleno de bolsas de arpilleras era mi refugio, huir de la patria, de las consignas, de las gestas, solo buscar ese refugio siempre. Pero el silencio tiene sus quejas también, taimado y exigente a casita en el bosque, a ferocidad de sentimiento, a garrapata de amor. Hay que reescuchar.

Y si reescucho hago retroceder la horda correctora, esa exigencia de sintaxis engastada al diccionario, gema de la impostura gaucho caballo y pañuelo al cuello. No quiero ir a la cabalgata de la literatura. Me quedo con mi museo de sonidos, lejanos, solitarios, perdidos y a veces rescatados de la rememoración.  Te volvés furioso solo, la queja entró en estado de ley seca, toda la gama filosófica del optimismo la prohibió, rascate solo Elia, o hacé cuaderno de nota, dharmas como uno de tus dioses, comete la cola, quedate en ese rincón. Pero no dejes de reventar la trama, la que sea. La pedagogía es tu enemiga, de siempre. Tironeo a generación, a ser de tu tiempo, a sumiso alumno de las tramas del tentador, del que cobra por los relatos del mundo, ese tramoyero de la sintaxis, ese anti-sintaxero, vendedor de humo retórico. Es toda esa franela de la vanidad de consultar lo que escribís, ese demonio de la imitación, de buscar aprobación, de leer lo que leen los aspirantes, infinitas recomendaciones, retorcidas, poéticas, urbanas, provincianas, barriales, enroscadas. Fragilidades de la vanidad, de lo mendicante, ¿a quién le interesa esto?

Las escribió, todas sus novelas, con su oído alucinado. Cada una de sus visiones salió de ahí. Cosas viejas y perdidas ya perdidas cuando las escribió y que hicieron su trayectoria hacia la nada, según dijo.

Elia – se murmura lo que le dijo a Lola: me caigo en tus ojos. Y después encuentra en el Evangelio según San Mateo: «Cuando se mira a una mujer, la mirada ya hizo el amor con ella.». Por hoy está. Ahora un poco de canto callejero. Notas de todos los impulsos vocales.

Medito estos poemas explosivos: «Todo lo que hice cuando era niño era instintivamente justo. — Mis errores vienen de mi educación impuesta desde afuera-».

Quiero cruzar el Puente Pueyrredón, ir hasta Barracas, sentarme con G.L. y decirle que lo extraño, que necesito conversar con él, de nada, o de nuestras visiones o del nordet, ese viento que encontró hace poco en un libro de viajeros. Escribo visiones de mí mismo. Ni lo nacional ni lo no-nacional. De mí mismo. El pájaro perfecto, ese, el de la mañana de Paláa y Berutti, colgado de una rama, es una posibilidad, y que ahora escriba sin pretender que me entiendan, es otra. Además, escribo en mi lunfardo. Y seré  leído y juzgado por una Corte de Espectros, encajeros de la sintaxis. Que no me dejan leer y releer. Y todo se me vuelve más misterioso a medida que releo.

Año 1950, ahí estaban todos: herejes, negros, italianos, tipos que abandonaron mujer e hijos en Nápoles, españoles, un lituano, dos belgas, tres polacos misioneros, la flor y nata de la ladilla pos-guerra que tiraron a la basura.

Le digo a Luis Cardoso, antes de entrar a la tienda de Orlando, que estamos en la misma orilla, que ya sabemos que no hay ningún secreto, que no tenemos ilusiones estatales y estamos solos, y hoy todo va bien.

Fue esa noche de abril mucho viento sobre el puente y con una punta de la luna en las nubes y el motor diesel de un remolcador.

Sí, estar cada vez más solo, alejar la mitomanía, quedarse con los libros santos, ejercicios de politeísmo exacerbado, comer, tomar mate, anotar en el cuaderno de notas, injuriar, leer poemas de Osip Mandelstam, sí, por un tiempo solo esos poemas, no tenerles miedo, y con mis pensamientos y las mañanas. El viento que entra por la ventana y se pone erizo, viento de invierno.

Hay que caminar. O, hay una soledad de fondo que hay que proteger. O, llegar a cero confidencia. La policía está siempre. Como las serpientes y los indiscretos. Tengo un manuscrito. De cinco solo dos personas lo leyeron.  Pobre cosa un manuscrito, según mi Suma preferida. Pero es verdad que basta un amateur para rescatarlo.

Idea del Norte. Quiero llegar a la fuente de la noche lluviosa. El Norte — que hace las noches de lluvia que  atravesaremos sobre caminos soñados en los libros.

La escoria de los consejos. La escoria de las correcciones. Es obvio que mi problema es la no-soledad.  Y entonces leer los libros que te alejan, nada que contar a nadie, nada. Los que no leen o leen a medias te quieren cerrar el pico con los eternos mismos libros y su lórico escribir para la literatura argentina.  Y los amigos de la literatura, esa farsa, esa comedia de la impostura, ese té de señoras, sean hombre o mujer.

Pipa e´Moco es el más nómade de la no-banda. 

Había que afrontar la marca infame del trabajo. Y siempre llegábamos en ese patio al borde del odio. A veces lo resolvíamos en delirio lírico. 

Hugo Savino, 2020

Ph / Bill Brandt, 1930