Alrededor de Alejandra Pizarnik / Laura Estrin

… Parece que hay aniversario de nacimiento de Alejandra Pizarnik, corremos a escribir sobre ella. Me consultan si respondería unas preguntas para Caras y Caretas (Año 60, N°2376). Aquí el texto completo:

Preguntas:

1) ¿Cuándo te acercaste por primera vez a la obra de Pizarnik? ¿Recordás la edad o el contexto?

2) En El viento de la vida,… describís su escritura con términos como: «grita», «no clausura», «se detiene en intensidades», «su lectura lastima» ¿Elegirías los mismos si te pido que la representes para quien la desconoce? ¿Agregarías otros?

3) ¿Cuál creés que fue la mayor huella o marca que dejó Pizarnik para la poesía nacional?

4) ¿Creés que existe un estilo o corriente pizarnikeano en autores contemporáneos?

Mis respuestas:

Recuerdo haber leído el Diario de Pizarnik alentada por dos alumnos hace poco más de 10 años. Antes, alguna vez incierta, leí parte de sus poemas para volver a ellos luego junto con sus geniales cartas a Ostrov. Pero fue su Diario el me hizo una vez más volver a preguntarme: ¿qué se lee cuando se lee? Quiero decir, Pizarnik efectivamente leída no es el “mito-Alejandra”, chorreante y ciego, epigonal y repetitivo de lugares comunes y frases hechas sobre la poesía. Leer el Diario de Pizarnik me puso frente a una autora, a una guerra que ella traspone perfecta en su escritura. Los Diarios de autor son puentes de plata -para usar la buena imagen de Aira- entre la vida y la obra, allí se pelea para atrapar algo y al hacerlo se vive en separación y encuentro simultáneos con la existencia y la escritura. Sin punto medio, sin mediocridad.

Esto directamente se relaciona con el modo en que escribo sobre los autores y las obras, intentando que mi escritura acompañe y pueda mostrar lo que veo en ellos. Los autores singulares tienen escrituras singulares y deben ser leídos y presentados del mismo modo. Las leyes genéricas, los diversos órdenes teóricos-matriciales, la domesticación crítica no les cabe. Es decir, tranquilizar la escritura enloquecida, terrible, en carne viva de Pizarnik es una falla ética de la lectura.

Exactamente por esto no me interesa e, incluso, no puedo señalar epígonos o continuadores. Si se es poeta, si estamos frente a un autor, este podrá haber leído y desesperado con Pizarnik, pero las escuelas son moldes o permisos y leer la literatura así, por moldes previos o por presuntas tradiciones, es perder lo que de literario tiene la literatura. Leer a Pizarnik sin prevenciones, sin recurrir a fórmulas, me hizo recuperar, además, cosas concretas como la terrible vida de una chica judía porteña que pidió siempre ayuda mientras su madre la inscribía en Hebraica o la quería mandar a Israel. Ella lo dijo así: “Creo que ser judía es un hecho perfectamente grave… mis rasgos judíos son ambiguos. Por una parte, una especial inteligencia de las cosas. Por la otra un espíritu de gueto. Y, antes que nada y sobre todo, un profundo desorden, como si no hubiera hecho más que viajar”. Es decir, Pizarnik me habló a mí. Ningún general hay en la literatura. Incluso figuráticamente –para usar una palabra de Nicolás Rosa- la asocié a la terrible experiencia del loquero de la genial Aída Carballo. Además, como Ana Becciú, la entendí en cierto modo junto a Tsvietáieva: ambas lo querían todo. Pizarnik tenía muchos elementos para el mito pero hay que leerla, no repetir ese sonsonete trágico que la aleja cuando es una escritura en carne viva, quiero decir, un registro literario por concentración, una piedra -como su libro Extracción de la piedra de la locura

Le dedico desde 2016 varios trabajos y ahora el capítulo de un libro del que es epicentro ya que su obra no tiene distancia con su vida, contracción que es nudo de mi libro, así lo supone también Nora Avaro para su Diario. Pizarnik escribió: “Pero no hables de los jardines, no hables de la luna, no hables de la rosa, no hables del mar. Habla de lo que sabes”. Un autor es el que habla de lo que sabe. Pizarnik escribe en su propia sombra entenebrecida por eso vive-escribiendo o al revés. Pizarnik supo que crear fue lo que la separó del amor, de la familia, de las distracciones: “Ninguna dificultad se compara a la de explicar pacientemente a una persona mediocre la raíz de nuestro desencasillamiento. De nuestro disconformismo. De nuestra inmoralidad”. Pienso que un autor es un ser fuera de lugar y de allí vienen las distancias en que vive. Un autor es el que mira adonde no hay que mirar, el que grita lo que no hay gritar y hace mucho de lo que no hay que hacer, pero es el que escribe lo que hay que escribir. Y todo esto hace en su obra cobre un efecto de insoportable seguridad en el envés de un cuerpo vulnerable. Pizarnik es criatura hostil, no apacigua, no clausura, pone lo que siente, repite, grita –insisto, hace literatura.

Pizarnik lo sabía porque veía que casi todos piensan y pocos se detienen en intensidades, una sensación es algo poderoso, una idea es algo lábil –como señala Hume- y sentir mucho es siempre triste y vivir así no es fácil. Pizarnik, la que la crítica no suele mostrar, anotó: “Mis jóvenes amigos vanguardistas son tan convencionales como los profesores de literatura (…). Además, las contiendas literarias sólo las hacen los que están contentos y bien instalados en este mundo”. Ningún autor escribe de otra cosa que de lo que sabe y de lo que huye, y nadie sabe mucho más que de sí mismo. Pizarnik escribía esa trasposición: “sé que cada poema debe ser causado por un absoluto escándalo en la sangre. No se puede escribir con la imaginación sola o con el intelecto solo”. Así, sus obras son crónicas algo elípticas, cerradas, el mito las coaguló en un autor doliente pero leerlas es ver que la herida vive, se abre nuevamente. Creo que esa queja-acusación hizo de ella una figura insoportable y, por lo mismo, la volvieron mítica, para domesticarla, apaciguarla o dejar de leerla. Pizarnik nunca se abandonó y eso, además, es imperdonable en la era de la muerte del autor.

Para Pizarnik escribir es sacarse de las orejas del barro de los días, de los tiempos incomprensibles que nos tocan -en parte expresión que ahora veo húngara en Koestler pero la conocí en la fuerte serbia que era Irina Bogdaschevski. Me parece que la expresión es eslava, como la rusa Pizarnik. Una mujer sin permiso –expresión que repito de Mandelstam- y su lectura debe ser la reposición de eso. Tal vez, en ese mismo camino de desautomatización, Zelarayán contaba que en un encuentro de amigos, en un departamento, había compartido un puff con Pizarnik y aunque estaban espalda contra espalda le había robado un beso. 

Su escritura -y ahora para estas respuestas la vuelvo a leer y recupero su pasión de escritura- se yergue como la de un autor vivo que pidió “no traficar con su dolor” pero extender su orgullo. Y la seguridad de un autor es insoportable, la tradición letrada, modestísima, de la literatura argentina eligió otro canon. La literatura argentina es, en parte, una genealogía que se ataja del “yo” y de otras verdades de la escritura. Cuando el autor pone “yo” la teoría y los críticos hacen malabares vanos y se vuelven disciplinadores y ordenadores que moderan con disímiles jergas la escritura de ese cuerpo. Osvaldo Lamborghini usó una frase genial: “Hay que sacar al autor del lugar del boludo” -creo que dijo. Y Gombrowicz ya había anotado en su Diario: “Nadie quiere ser alguien”.

Laura Estrin, Marzo 2021