El alma de Napoleón / Léon Bloy


El primero de todos los derechos de Napoleón, como el del último de sus tamborileros, era ciertamente tener un alma, una que fuese suya y que no perteneciera a nadie más. No es tan fácil de pensar.

Cuando uno es cristiano, está indudablemente forzado a saber que todo hombre tiene un alma y que esta creación invisible está hecha a la medida de un Creador. En consecuencia, uno sabe también que el alma de quien fuera, la de un imbécil o la de un negro, es infinitamente más preciosa que todos los tesoros imaginables, e incomparablemente más colosal que la estrella más brillante de la constelación de Carina, a la cual los astrónomos más moderados le conceden una dimensión esférica que supera ocho millones de veces el tamaño de nuestro sol. Los santos han dicho que si alguien pudiese ver un alma tal como es, en su magnificencia y su dignidad, moriría al instante. Si esto pudiese ser puesto en duda, el Dogma de la Redención por la Sangre y el Oprobio de un Dios encarnado sería seguramente tan inconcebible como absurdo.

Ya es demasiado para un creyente que el Alma pueda ser pensada y es sin dudas sobrenatural, me animo a decirlo, que pueda hablarse de ella con frecuencia. No se trata aquí, en rigor, del alma de las bestias o de las plantas, es decir, de su principio de vida, que no es fácil de explicar ni de demostrar. Se trata del alma humana, incapaz de conocer término, del alma humana cuya existencia misma no puede darse sin la operación de la Gracia, del alma invisible que sobrevivirá a su cuerpo para volver, cuando se la llame a ello, a integrarlo un día, de esta alma que Dios ha hecho partícipe de sí y cuya duración supera la de todos los mundos.

Si esta es una idea abrumadora cuando nuestro espíritu se ocupa del primero que pasa, ¿qué queda entonces para un Napoleón? ¿Habrá que decir, burlándose del Redentor y de su Sangre, que el alma de aquél es más preciosa que las otras? Seguramente no. Pero más grande —e incluso incomparablemente más grande— por atribución, seguro.

Hay almas que son esposas o concubinas preferidas que el Señor gusta de arreglar con los más extraordinarios y suntuosos adornos. Si terminan siendo infieles o disipadas, pagarán el castigo, porque el Maestro es tan celoso como omnipotente. Pero incluso en lo más hondo de su desgracia mantendrán su gloria esencial, y el recuerdo de lo que fueron no se borrará del corazón de los hombres.

Ninguna brilló como la de Napoleón, es seguro, pero nadie podría probar que su alma fue más luminosa que la de un vanidoso o un zapatero. Las lámparas y los faros de su genio esparcieron un destello que dura todavía y que no cesará más que en el alba del Día de Dios. Pero su alma, siempre ignorada, se encendió a sí misma de un modo que no podemos conocer. Su alma triste o feliz, sombría como los abismos o torturada por la luz; su alma de pecador, de orgulloso, de vencedor, de sentimental o complaciente; su alma en el fragor de los cambios, dolorosa o triunfante; su alma inconstante o desesperada, diciéndole siempre: “Estás solo, Napoleón, eternamente solo; nadie te acompaña, nadie sabe lo que amas o lo que odias, ni a dónde te llevarán tus pasos, puesto que ni siquiera tú lo sabes. Pobre infeliz omnipotente, pégate a mí y llora, te oculto y te protejo”.

Para hablar con precisión, Napoleón no tuvo nada más que su alma. Por ella ganó todas sus batallas; por ella fue el conductor de hombres increíbles, el administrador infinito que osó moldear Europa con manos cedidas por Dios y que jamás esperó tener que devolver. Fue, en fin, por su alma —y sólo por ella— que tuvo la gloria de equivocarse como ningún otro hombre se había equivocado antes, y al haber sido vencido al final, terminó siendo el Anunciador, no por la hostilidad furiosa de algunos reyes humillados, sino por la coalición de todos los siglos y el reflujo de la Revolución francesa que, después de que él la hubiese llevado hasta las cimas, lo abandonaba.

Los testimonios históricos son suficientemente claros. Configurador y Regulador de la Revolución que cambió el mundo para siempre, Napoleón tuvo contra sí, necesariamente, todas las tradiciones anteriores. Las cosas del pasado se precipitaron, naturalmente, contra y sobre él, como torrentes innombrables atraídos por un abismo único.

En vano trató de volverse persuasivo, desplazando fronteras y fabricando nuevos reyes y pueblos, fundando con su persona una nueva era. Las cosas lo obedecieron menos que los hombres, y nos confundiríamos si afirmásemos que fue sólo con su alma, orgullosa, amorosa y atormentada, su alma excesivamente desmesurada en la cual había de concentrarse la vocación de resistencia de todas las demás, pérfidas desertoras o críticas salvajes que era indispensable domar, como soportó todo lo que hubo de soportar.

A riesgo de parecer paradójico, me animo a pronunciar la palabra desapego. ¿Cuál podía ser, en efecto, el interés o los intereses de un hombre en una situación tan prodigiosa? ¿Qué ambición podría haber concebido sino aquella de ser lo que siempre había sido, permanecer del mismo modo incluso en el limbo de su destino, puesto que el futuro, en el sentido ordinario de la palabra, carece de acepción cuando hablamos de semejantes modelos de humanidad? En la cima de todo, a sus treinta y ocho años, no le quedaba más que hacerse adorar como un rey pagano, aunque su potestad inaudita no fue capaz de prevalecer sobre el agua bautismal.

¡El desapego de Napoleón! ¿Quién piensa en esto? Sin embargo, estuvo hecho a su medida, y no por vergüenza o saciedad, sino porque no tuvo tiempo de buscar o considerar lo que pudo haberle sido conveniente. Tuvo el desapego del verdadero soldado que ejecuta una consigna peligrosa sin pensar que su obediencia será heroica. Ignorando él mismo la Voluntad misteriosa que lo conducía y cuyas exigencias jamás discutió, y asumiendo la total responsabilidad de la que es capaz un hombre, le pareció natural no esperar nada de esas varias millones de criaturas a las que, sin que pudiera darles otra cosa, llenaba de gloria.

Jamás podremos repetirlo lo suficiente: tuvo a todos los hombres y a todas las almas en contra. Y no sólo las almas de los contemporáneos, violentamente comprimidas por obra suya, sino también las almas de otrora, las almas, siempre vivas, de los antiguos muertos que habían llenado, gota a gota, durante siglos, las siete copas de la ira de Dios que Napoleón debió presentar al mundo, y también las almas venideras sobre las cuales las copas serán inevitablemente derramadas. Porque, como dije, Napoleón no fue más que un precursor. Una vez más: todos debían estar en contra suyo, como los criminales se ponen contra quienes los enjuician en virtud del instinto universal de nuestra humanidad caída que se niega a perdonar a sus superiores.

Es razonable entonces pensar que Napoleón, incluso en sus triunfos más fastuosos, fue un hombre secreta y profundamente infeliz, puesto que la felicidad —o aquello que queremos llamar de esa manera—, no es, en esta vida, más que una combinación, por otro lado ilusoria, de satisfacciones mediocres y ventajas inesperadas que no pueden convenirle a ningún hombre, y mucho menos al más grande de todos.


Leon Bloy / “L’âme de Napoléon” en L’âme de Napoléon. París, Mercure de France, 1912.

Traducción de Nicolás Caresano

Ph/ Botas que Napoleón usó durante su exilio en Santa Elena