Elia (XIII) / Hugo Savino

Miro un remolcador que se va, ronca, lo miro hasta que es un punto marrón sobre el agua, va hacia la Boca. Yo estaba solo en la mañana, en el olor de la mañana. Más que temprano en el medio del Puente. Concentrado y enganchado a mis espejismos, silencio del río marrón, ni sirenas, ni humo, ni gente que cruza de un lado a otro, solo solísimo, muy muy adentro de la cosa fluvial, moho, cañas y pastos del borde, barcas abandonadas, oxidadas, inutilizadas. Madera y chapas rotas. Me oigo los ecos, no me gusta, y hay ese farol único y amarillo y rengo que ya no hacía falta, aclara, me escucho los ecos y me hablo en literatura, recaigo en el estilo emotivo, artificial, teatral, me redoblo la voz exterior, pierdo la íntima, y va aclarando y sigo solo, acodado, trato de rescatarme en lo intimísimo, pero se impone la ilusión cronológica o la espera de algo, y solo cielo exterior, remolcador perdido en el horizonte de la vía acuática, la ventana Lacámera todavía no se abrió, nadie me ve, sigo en mi envoltura eco de mí mismo, máscara de la mañana, toque de voces, ni avanzo ni aprendo, rasco el aire, cascarones de visiones, rasco en el pasado de apenas ayer de lo que leo, tengo más lectura que mundo, sí, dependo ahora, en esta madrugada, de mi atadura a un recuerdo. Ausencia de motor diésel. Alfombra de agua marrón y su punto remolcador cáscara de nuez en la lejanía.

Todavía no dije nada de la otra ribera. Me gusta de noche, luces lejanas rojas y amarillas, fulgores repentinos que desaparecen en la constelación de bombitas y ventanas abiertas. Culebra luminosa de la noche de Barracas. Hacia el noroeste.    

Gloria camina, semidiosa o diosa, sale del Café Maipú, cruza Pavón, hacia la joyería, nueve de la mañana, cruza el vado avenida, sonámbula en la mañana, taconea y nadie escucha, Elia está en la fábrica. El trabajo, esa noria del esclavo. Guardapolvo gris y libro de registro de entradas de materia prima. Bolsas de granos de café y pesar los camiones de combustible. Maldita mitología del trabajo. Maldita sumisión al verdugo y en cuotas. Y está el tiempo, está siempre ahí, y lo sé. Gloria se repite el odio que le tiene al mito del ancestro, maldito mito del ancestro, se lo deja a la fosa de los piojos, donde se cuecen las habas y zanahorias de la mitomanía, tachar de la conversación a los que lo cultivan. Mejor el cuento de hadas, mejor un hada que un mitificador de palabras amontonadas, que la divisa inventada de un ancestro para hacer llorar. Gloria leyó historietas, leyó la historia de Arturo, desde ahí en bastardía. 

Y solo queremos ese lirismo de la mesa, ese silencio, esa conversación, esa erudición de lector suelto, maestros de la asociación, de la cita, de las escenas novelescas, ahí, sentados. Todo en destellos fragmentados, sí, una pretensión de escolares fracasados. 

Y está el reproche insistente de no ser de provincia, y no puedo hacer nada. Se nace en el medioevo o en Barracas. Se nace. Sí, de aquí está ausente el rosal y el ruiseñor, no la higuera, tampoco el tero, no hago la siesta bajo el sauce, pero puedo leer Luz de provincia

Aislamiento puede generar pathos, las transas canutas, angurrientas de la subjetividad absoluta. Pero sociabilidad engendra mesa mística y arte y Wagner.

Comadrona de Olavarría y Patricio arrastra comadrona de España y Australia, comadronas alegres y conversadoras, sin el monigote a cuesta, ahí, en una de esas dos esquinas, libres, líricas, en el centro del mundo, con pausa de voces en la rueda de la conversación, lejos de los garfios de algún realismo, lejos lejísimo.

Hay herida en los cuadernos de Elia. Hay desvío. Hay meteco. Pipa e´Moco está en agujero monje, cama mesa de luz estante de libros, clásico, de ahí empieza el día, huele, mira, anota, registra, no tiene celos de sus amigos, mira la hora y sale al viento de la mañana de septiembre.

Nadie espera una herencia acá, pero en otros lados muchos quieren ser herederos de algo. Se inventan pasados desmoronables, pintados a la cal, vetustos desde el huevo.  

Cuadernos atemáticos y cuadernos temáticos.

Nunca fue cliente de maestros, alcahuete, seguidor, nunca ese franeleo del saber y la transmisión, lata re-latosa de pequeños negocios.

Elia, ese fetichista de la biografía, no lo podía evitar, casi un lirismo desenfrenado por los rincones oscuros de la vida de sus héroes, y de ahí a la leyenda. También él mucho Rey Arturo en la infancia, excesos, infancia y jerga porteña de conventillo, una condena para un futuro en el arte.  «El tiempo de los artistas no tiene precio» es una cita de cuaderno Elia. Y otra es que siempre hubo una escritura de las nubes. Pero Irma se lo descubrió antes de leerlo en uno de los libros de su monstruo francés.

Y siempre estuvo la radio – sonido entreventanas de la mañana, temprano o de los sótanos, de los galpones.

Aburro, mucho, no quiero ser la pesadilla de los vírgenes de la lectura, no me lean, yo los leo, les digo algo y seguimos en el teatro de la amistad, no pasa nada, soñadores tardíos en sus paisajes de ilusión, pero no me lean, no se pierden nada, garabatos decía Irma, basta de garabatos.  La virginidad es sagrada, hay que protegerla. No lean a Varlam Shalamov. Floten en sus rentas, en sus becas.(Cuaderno del fracaso).  

En el puente solo luz amarilla de la medianoche, y en el horizonte, hacia el sur, más luz amarilla. Bombitas de una pensión desdibujadas en un poco a poco, melodrama intensísimo, silencio no muy sonoro de esa hora del crimen.

Seguir con las notas en Cuaderno del fracaso. Cuaderno y Cuaderno del fracaso. Dos registros, dos libros contables, como los que llevaba en la fábrica, más guardapolvo gris, entrada de bolsas de café o de frutillas de Coronda. Una protección este cuaderno, contra el secreto de los rencores, del odio, del secreto fugitivo de los rencores.

Tomo El Halcón, fantasma amarillo y verde, me voy más al sur, a Florencio Varela, Paraíso de árboles, busco olvidos a la sombra de la tierra plana, y casa todo alejado, unos días.

Después le vino ese elitismo burgués, esa frecuentación resobada de la pretensión filosófica, algún melómano incluido, y vivir de la traducción, esa estupidez, peleas, debates, alguna conferencia, y no va, no funciona, no da para la factura, y solo va para atrás, se acabó el lirismo, retrasa, en sus recuerdos es una obsesión de escenas y voces, las lleva en el bolsillo, hay tipos que se hacen todo un mito con eso de las voces que escuchan, y tienen sus seguidores, y todos son adoradores de las voces, y no, la voz se escucha, no se adora, él no la adora,  y no se hace relato con eso, no,  tampoco con el mito repodrido y adulterado de la apropiación, no, nada de eso, la hace retrospectiva, como sus maestros, si es que se los puede llamar así, eso no existe, te cagan encima los maestros, y ellos, esos a los que llama sus maestros, solo se ocupaban de ellos, y él hace retroacción por fragmentos, solo así, agarrarlo o dejarlo o ir al Alma que canta. A veces le salen efectos románticos, melodramas, mujer abandonada que no puede olvidar, penas de amor, es su novela, y en la época de elitismo burgués: traducción, revistas, teatro, se cosió la boca y sufrió todo ese esteticismo barato, enfático, declarativo, tedio más tedio, por eso recurrió al piano de Lucio Demare, semanas y semanas, y de ahí pasó al silencio. Trabajar fue su error. Y los libros estuvieron siempre, y este café y la ensoñación, y salirse, todavía más. Y vino el leer y el hacer cuaderno.

Pero lo sigue aburriendo la gente con inteligencia asimiladora, o la que insiste en el error de sus relatos. Ligero de cascos inventan falsos relatos que ellos mismos se creen.

Mejor ese divagar de la pena de amor o de la pena a secas: ¿hay olvido? ¿hay fuego del recuerdo? Hay libros donde escucharse. Hay nombre, hay hada o persona, hay que elegir.

Hugo Savino

Ph / Michael Kenna