
La inundación fue en el 67. ¿Duró una semana? Terminó y apareció el sol anaranjado y amarillo verde dekooning, la atmósfera tenía resplandores muy matizados, el agua no llegó hasta la calle Constitución, salvamos los muebles, la radio, la mañana fue a luminosa, ya se fueron las estrías de la luz de los faroles, chapoteamos hasta el límite de la crecida, botas de goma, y zapatones, todo era silencio de alegría. Conozco bien los gritos del barrio, que van de conventillo a patio de inquilinato, a casa, a jardín escaso, a casitas nuevas. Era primavera.
La mañana de los polacos más la mañana de los negros más la mañana de los italianos, cada mañana de esa epopeya de la insistencia. Matiz pájaro cantor de la mañana apoyado en la ventana que da al depósito de Alpargatas herméticamente cerrada y que solo yo sabía abrir. ¿Por dónde empezar? Me gustan los cuentos de hadas, el cielo de Mansilla, o una mesa llena de grasa de las Visiones. Ellos, la imitación. O el comentario.
Empiezo entonces por el cuento de hadas y ahí los meto a todos. Los rapiñeros, los impurísimos, los apagados de voz, sentados en sus sillas bajas madera y paja, los amantes del bostezo, los que salen al patio en camiseta, los chuecos, los almas bellas con camisa de manga larga y pañuelo de seda al cuello, los que van al boliche y Dubonnet desde la mañana tempranísimo.
Hay un compartir el botín. Es la rapiña esquinera que vive de la ausencia de convicción, mira de soslayo, vigila nuestros movimientos. Nos acosa con sospechas y rumores. Difamaciones. Elia es un pobre quejoso que no reúne 400 dólares para una auto-edición. O solo enhebra paseos por esas calles grises de la monotonía del pasado. Adoquines, ladrillos y puertas al infinito. Mirada chirusa y perdonavida, los burgueses flaubertianos ahora escriben sus mitomanías congeladas.
Roque Juan guardaba una lámpara de pico Auer que fue a parar a Barracas, a la casa de Lola. Ahora decoraba interiores poco cargados. Lola reaparecía horizontal y de mirada fija, y Elia sabía que todos se caían adentro de esos ojos, y berreaba su melodrama de celos. Aires de pobrísimo duque de Nemours que le viene de sus lecturas, su alma deja el suelo, patea latas, se poetiza de ilusiones de subjetividad absoluta, de flotación en la superficie de las cosas, que no pelecha esos pesos de auto-edición, toma mate amargo en esa pavita macedonio, como todas las mañanas, no importa, lleva esa herida, esa puñalada del trabajo sin defensa, y no tiene a nadie para esa frase sublime, y eso es la soledad, ningún oído para ciertas frases.
Hoy vagancia, pereza, hablar bueyes perdidos en el Café Maipú, en la cocina preparan los sandwiches del mediodía, nadie grita, cocinero y ayudante van a la misa del pelar cebollas y cortar tomates sobre una tabla de polvo costras de pan, lo clásico, pero que a veces alguien hace visión, y Celia llegó antes que nadie, es la manía de los incorporados a esta no-banda, llegar puntuales, vestido floreado de verano, estampado al borde de lo pasado de moda, como ese del sueño de Elia, donde Irma revoletea en un patio de Barracas o de Sarandí antes de los cuarenta. Todo lo que sabe Elia del antes de los cuarenta se lo contó Roque Juan. ¿Tardes de siesta? Sí, de una hora. ¿Leyendas barriales? Casi todas. ¿Libros? Elegidos sin cuidado para ese niño prodigio de doce años equivocadamente orientado a leer, destinado a cadete del secretario de redacción de un diario. Oficios romantizados por Roque Juan a la hora de las ventanas bajas para que no entre el sol.
Pero la cabeza de tipo que trabaja, esa cabeza de idiota es una herida que llevo, manos de trabajo es manos de idiota, del trabajo sin defensa, es una historia de familia. Conejo en la conejera. O loro a tiro de bufoso. Toda la idiotez del mundo colgada de los hombros, ancestral, caca de pajarraco de las cinco cae del árbol pelado, paso de cebra hasta el tranvía en los inviernos del melodrama de la heroicidad madrugadora, pobres giles del yugo con dos pulloveres y camperas de brin gruesa azul oscuro, más perro que mira fijo y motor de rastrojero que se calienta, son los ruegos, los ruegos del día que arranca.
Celia, dientes apenas conejo, sale del cine Roca y cruza la calle hacia el Café, cruza la Avda. Pavón al trote de correntina en primavera, está en el sur, hoy quiere hablar de algún pasado remoto, de algo que nunca contó,
Incrustaciones de recuerdos. Canta Ada Falcón. Hoy solo la escucho a ella.
Fecha hace nombre y cascarones de maldades que se resquebrajan a más cascarón hasta el infinito muestran la cara de la impotencia, burla y maldad en la cara del manco de escritura.
Quería ir al centro, pensaba que podía pasar algo, alguna de esas noches de café que parecen imperdibles cuando los nombres no rascados brillan, pero es brillo mortecino, apagado, y se quedó en casa, era mejor, no había nada ahí afuera. Los viejos a más viejo hablan en la pieza de al lado, no nos esperan.
Gallinas y gallo sobre el techo del galpón, cansinas, juntas, la sombra se alarga sobre el patio que da a la quinta.
Esbozo para Cuaderno. Un día entendí que nadie me puede robar nada. Vi ese remolcador en la tarde de cielo azul que roncaba hacia el norte, estela fluvial marktwain. Con el tiempo en sus manos.
Acusaciones: muy porteño, muy poco teórico, muy lector de novelas, nada bohemio, nada artista, mucha gallina y tero, muchas citas, muy vengativo. Puse a todos mis criticones en una lista. Hice un barquito y lo puse detrás del remolcador de la hora azul y se metió en la noche.
Cuaderno. Me cansé de lo culo apretado sin límites.
Y se fue a emborrachar en los bares de Pacífico, ultimísimos bares tristes y ahora veo que era como me lo dijo un día – bares casi viejos de esa novela que amábamos, barro, perros y mucha tristeza. Y esas hojas porteñas amarillas en el suelo a la entrada del subte.
Cita para el Cuaderno del fracaso: «El fracaso es un misterio.»
Hay viento y hay memoria de viento, no sé por qué, hay escenas del pasado y hay un intimísimo no contarlas, no ponerlas en la malevolencia de comunión social. Hay serie de maldades y maledicencias, poetas que escriben en traducido y tiran para su orilla, y la serie de los que no quieren perder nada. Y los plásticos, están ellos, despotricantes, la fama no les sonríe, parece, estoy harto de todos los resentidos a los que la fama no les responde. Una banda de gritones.
Toque de ave cantora de la mañana. Compañía de todos los días, no es un ruiseñor, apenas un pajarito medio amarronado que hace juego con el río, que se vino para Avellaneda, y canta entre los árboles y los pajonales de la orilla, inquilino de las mañanas, salta de un tilo al otro, de un matorral al otro.
Me conoció cadete, yo recorría los hoteles del centro, llevaba la correspondencia y otros documentos a los agentes de seguro que venían de las provincias, el mejor era el ruso tucumano Volkoffender, ponía todo en los bolsillos del traje, venía de Tucumán, y el artista, plástico mejor, exponía en Florida y Córdoba, y yo era más niño prodigio que ya veía pintura, y le di la mano, lo admiraba, y él me recuerda como cadete, y cada tanto lo cruzo y nos damos la mano, y nunca me pregunta qué hago, siempre le pregunto a él, sigue en lo mismo, me cuenta sus triunfos, el tren fantasma de la fama lo lleva, lo transporta, a él, lo lleva lejos, cada tanto va a Europa. Me deja en Florida y Córdoba, con todos los equívocos, más el tiempo que se pierde de los años de Viamonte y San Martín, el miedo que me daban esas librerías, con un cartel tácito de prohibida la entrada a la canalla lumpen, analfa, usurpadora de la cultura. Mi memoria es vengativa, no siempre, tengo mi retrato de abuela María, tampoco soy un memorialista, ni Froissart ni el Manco Paz. También me pregunto en qué mundo de ilusiones vivo.
La persecución siempre la dirigen los perezosos. Hasta el degüello, llegado el caso. En el cuaderno del fracaso hago una lista de las distintas formas de matar un libro. Y no puedo escribir en estribillos, no me sale, si no me sale, no se vende, es un clásico, no es queja, es de siempre, esa falta de estribillo no entusiasma editores, ni profesionales ni independientes, desalienta el trabajo, como dicen los diarios, es la fatalidad del sueño de ser poeta, el editor, su noria, la piedra del tropiezo.
Emparrado de esas casas de las que a veces salía un dandy barrial sin nombre.
Y el sueño es siempre remontar al Norte. Está ahí, secreto guardado en cada uno, ahora se lo abren a Celia. El Norte, algún Norte, la mejor ruta posible, un percal de salidas en el horizonte, camino de peregrinos, por qué no.
Mediodía marmota en la ventana del café. Solo ante la puerta de salida al Norte, en mi cabeza, por ahora.
La luz de gas salía de un pico Auer, iluminación novelesca de mi cabeza, este pintor no es aquel, es otro, a este lo amo, es uno que fabrica sus pinceles, y que mira esa luz de gas y la pinta. ¿Leímos las mismas novelas? No sé. Yo le escribo cartas en la cabeza. El las lee en la suya.
No-banda que se armó así porque sí, barra de dispersos apartados del mundo que hicieron un mundo en el mundo, no reconociéndole ninguna virtud social, la lectura y llevar cuaderno no es una, no-asociados en ningún nosotros, fanáticos de la soledad hasta llegar al resentimiento, seguros de aprender, solo eso, uno de otros, sin hacer generación, politeístas y en una punta de la mesa Nadezhda Mandelstam, única venerada de manera unánime, única escritora no tratada por el odio y el amor, leída releída y nunca abandonada. Leída y releída sin pedir permiso. Excluido de esta mesa cualquiera que ponga en duda su genio. Saber que todo diálogo con alguien que no la leyó es imposible.
Y solo ve lo que le muestra el nombre, no puede salir de ese círculo.
Otro remolcador pasa por abajo del puente. Pienso en ese hotel de la época en que era registrador de entrada de bolsas de café, y ahí no me olvidaba de mí, de mis lecturas, sabía todo y no sabía nada de la época, de lo que me rodeaba.
¿Me tiene envidia? ¿Me odia? No lo sabré nunca, salí de ahí, me fui, así, sin decir nada, me fui a la otra orilla, me perdí de todo eso, ese ruido, le tiene miedo a la autoridad y la ama, en cualquier rascabuche que habla un poco bien encuentra autoridad.
La lleva en la trastienda de la cabeza. Y Gloria se enamora de ese desertor – amor sostenido.
Bajo cielo azul azulísimo con toques plateados, una cuadrilla cruzaba el puente, ni encorvados ni muy derechos. Uno llevaba una bolsa de cemento, otro balde y cuchara, todos empujados por el viento de otoño y la necesidad del yugo. Viajeros de la nada.
Acá ya no llegan, todos están saliendo, pero los no-hijos del tiempo, todos esos ancestros recirculados y atados a sus silencios a sus voces apagadas están en sus sillitas madera y paja durmiendo el pasado, mate y pava, hojas de diario en pecho para el frío, viejos perdidos de Barracas. Las comadres italianas, esa afrenta al nacionalismo criollo, venían de la madrugada con bolsas de verdura y fruta. Una descripción.
Pipa e´ Moco va de estado lunar clandestino a cotidiano ojos y oídos atentos. Camina con Gloria por Avda. Pavón hacia Lanús, tienen un libro de hechizos que Gloria consiguió hace unos días en la librería de Isabel la Católica, grimorio fatalmente amarillo y ajado. Pasan por abajo del puente de la Estación Avellaneda. Gloria mira para la calle Bosch. Entran en la mañana de la conversación murmurada, íntimísima, repetida y de voces inaudibles. Pecadores contra todas las reglas del decoro académico. Gloria lleva un blazer rojo forrado de percalina y una pollera azul. No hay viento. Apenas brisa. Pipa e´Moco con su saco, eterno, color loneta crudo. Pasan por abajo del puente, mañana del refugio, ciudad, solo ese sonido del tren carguero que cae del techo. Elia, en el café, salió del pozo del rencor. Luis Cardoso se quedó en la cama, nunca duerme todo lo que hay que dormir. Es Gloria. Es el viejo del umbral de Viento del Noroeste. Son los dos que caminan. Fin de la escena.
Hay algo como un llamado que viene de la noche hacia la mañana en la cabeza de Gloria, todos los días, ecos que desayunan con ella, ruidos de alguna culpa, rancios pero insistentes, disfrazados de humildad, que van al cántaro, es un entonces que va de uno a otro en la familia, una especie de garrón, de calambre apoético que se traga con el pan con manteca.
Elia anota en su Cuaderno: estoy feliz hoy, escucho del otro lado de la pared de mi pieza a esa vieja abuela María que corta cebollas, pela dos papas, hierve arroz. Es increíble, pero me recreo la historia de la vieja que cuida un canario, le limpia la jaula, le cambia el agua, le pone una hoja de lechuga y medio huevo duro. Vieja italiana que fue de una colina a la otra después que le clavó el tenedor a la madrastra en la cara. Casi Perrault, pero ahí está la leyenda. De vieja rusa a vieja italiana.
Casa chorizo, hiedra que cae por la pared, celosías de las piezas entreabiertas, y la librería Allan Kardec del otro lado del Puente. Acá ni un peregrino. ya llegaron los que tenían que llegar. En el café en diagonal al cine Roca se sientan los hijos de nadie. Ningún orgullo. Solo un rechazo tenaz.
Los cretinos de la imitación patrullan el cumplimiento del género. El gallinero italiano más tero no entra en su emoción seudo poética. Las últimas viejas de pollera larga, pañoleta y rodete, cantilena de murmullo, refriegan las cacerolas, cotorrean, sueñan, barren. Y vuelven al silencio de los patios de inquilinato.
No puedo escribir claro. Gloria camina más al sur hoy. Se acuerda de esa frase milagrosa sobre los nombres judíos : «Los nombres que llevamos todos.» ¿Adónde querés ir Gloria? Hoy justo hoy. Luis Cardoso la deja. No hay cuerda que la ate. ¿Por qué a ese sur? ¿Qué hay ahí? El viento de esa mañana es brisa y correrá para Gloria. Los dos hacen todo el camino a pie, a patitas, van a la calle Rangugni, entre 25 de mayo y Ministro Brin. Hablan mucho. Hablan las clandestinidades de siempre. No llaman a nadie. Hablan. Se buscan materias de discusión. Temas. El olor de la curtiembre está lejos. Letanías íntimas, quejas interiores no confesadas a cualquiera, se oyen hablar, se miran de reojo, joven y vejete en caminata pausada, entrepausada, en el silencio, con las exclusiones decididas, siempre por Avda. Pavón. Confidencias casi al oído, calles que cruzan, abiertas, alguna cortada, quietud extrema de la mañana, intermitentes cierre de párpados, no se detecta aburrimiento y eso enloquece a la tiña. Gloria se enrosca en el detalle, y Pipa e´Moco la apura a resumen. Polen de la brisa entra por las narices y estornudan, fantasmas de la avenida, caminantes de Elia, que hace cuaderno del fracaso, sigue al pie de Lola, o patalea en su teatro de mentiras, o no hace nada en ese rincón del café. Y ellos siguen en la media mañana, calles convergentes cruzadas despacio y con cuidado, a veces un desvío por el laberinto casi ruso de casitas y vuelta a la avenida. Lola lleva ese sobre marrón en la cartera, ¿secreto?, y viene más polen con tizne industrial, y más estornudo y reducción de diálogo. Dura segundos. Polen, tizne industrial y brisa y no-viento. Vendedora con cuaderno en la cartera, y mañana libre de relojes y correas y encendedores caros. Y sobre todo, nada de sermones sobre la realidad. Gloria los detesta. Una mano del medioevo le regaló un manual de bastardos y reflexiones sobre la bastardía. Lo leerán en un café de Plaza Lanús, en el tranco de la media mañana salen cosas de esa cartera, entonces. Retomo. Siempre retomo lo que dejo a medias.
Y el viento se fue en varias direcciones. Y trajo el olor de humo, de guiso de lentejas, alcanfor y bolsas de carbón. De ropero con la ropa de invierno. Todavía no estábamos en el ejército de pequeños propietarios, apenas éramos ruinosos de patio de inquilinato, gente que se muda, pateada a barrio, y a otro barrio. Fue esa mañana de relámpagos de verano, esa mañana en la que Elia descubrió que nadie escucha, que todos quieren hablar. Niño prodigio, medio Edmundo d´Amicis medio Huck, que siempre evitó el elitismo burgués. De ese divague de poeta a ilustre lo saca la Chirusa, sol patrio de su infancia que nunca se va de la memoria, y para qué tiene que irse, no, ahí tiene que quedarse, ahí, justo ahí, ella que solo piensa en el novio perdido en el cruce a Chile, algún mes de 1955, más o menos, todo se cayó. todo su mundo, sus ojos se achinaron más de lo que estaban, su pelo se hizo rodete canoso, se volvió casi sin peso, la tristeza del amor perdido. Ese canto eterno y callado, que va a la confesión y vuelve gastado, no hay que confesar nada, no hay que contar, hay que guardarse la pena, hay que decirse todo al oído, hay que tomar mate en la cocina de la casa de Paláa, mate amargo o dulce, o como sea, y salir como si nada, no dar explicaciones, la chusma dominguera de la literatura necesita chirusas infelices, de lágrima fácil, hay que llorar adentro, en ese rincón, adentro del ropero, lejos de casa.
Un día vio que había viejos, un día de descubrimiento metafísico, se pude decir, eran una escala de murmullos apenas audibles que sonaba por la calle Paláa de Lavalle a Berutti. Son y no son al mismo tiempo y no son para nadie, y esa escala no es cadena de lamentos, no, son viejos insumisos del atardecer bordado de oro.
Lee novelas descatalogadas, pasadas de moda, desconocidas, perdidas, las lee en el tren que va de Constitución a Temperley, ¿qué se sacó de encima en esa soledad de lectura? ¿qué encontró en ese rechazo del tedio? ¿meditaciones sobre su leyenda? Crepúsculo casi como vía, como salida. En Remedios de Escalada está ese tren carguero estacionado, a la espera, que lo retrotae a las mañanas de los Siete Puentes de los diez años, y de los libros que vendrán. Me enseñó en sus novelas a evitar la policía mientras cocinaba macarrones sobre el pasto seco reseco al lado de las vías.
¿Y si volvió la disimulación como única posibilidad de hacer algo? Uno puede escribir varios patios, varios nombres, varios gallineros y hacer catálogo de vientos. Hay viejos indicios que llegan desde el fondo del tiempo, y a veces, se puede partir de ahí. Una música y su baile en el casamiento de María, situado en esa casa precisa, reverberaciones de gritos italianos, chillidos casi, a-criollos, a-memoriales, quejidos napolitanos que se me vuelven ralos, los contrasto y nadie se acuerda, estoy solo ahí, de los apeninos a los andes en ostinato, notícula del recuerdo entonces, ¿por qué no?, y ahí está esa escena o indicio o rememoración, ahí, y se junta con el tren de carga y con la calle que va de Pavón al borde del Riachuelo y se abre si uno insiste.
Chirusa se arregló sola. Colgada de la parra, como todos nosotros, solo ese nosotros nos unía, ese colgado le impidió a Elia integrar banda, toda esa runfla poetizante de burgueses de mierda que usaban palabras artificiales, nunca olieron baño de patio de inquilinato, entre Elia y cada uno de ellos esa pared extranjera que dividía la casa, el patio, meteco de patio de inquilinato, Elia nunca serás aceptado y nunca querrás ser aceptado, y esa es la ofensa suprema. Si quiero escribir sobre la lluvia escribiré sobre la lluvia. Y no escribiré la palabra chango. Al final hay que buscarse secuaces en otras lenguas.
Hugo Savino, 2021
Ph/ Andrè Kertesz