Lumen/ Ivan Illich

Para poder apreciar mejor la percepción de la naturaleza de la luz en el siglo XII, es útil colocar una miniatura de un códice de la época al lado de prácticamente cualquier pintura de un periodo posterior. Comparando ambas, uno se da cuenta inmediatamente de que los seres que aparecen en el pergamino son luminosos por sí mismos. Obviamente, no están pintados con pintura fluorescente y son completamente invisibles en la oscuridad; pero al ponerlos a la luz de una vela, las caras, ropas y símbolos irradian luz propia. Esto contrasta fuertemente con el arte del Renacimiento, cuyos creadores se deleitaban en las sombras y en la pintura de lo que estaba oculto en la oscuridad. Signorelli, por no hablar de Caravaggio, estaba orgulloso de saber pintar objetos opacos y, además, la’ luz que los «enciende». Cuando se miran estos cuadros se tiene la impresión de que la luz de un plano, distinto del plano de la pintura, la alcanza y tiene la función de hacer que el mundo pintado sea visible. Parece que estos pintores han creado un mundo oscuro de cosas que permanecerían ahí aunque la luz que añaden se extinguiera.

Las miniaturas de comienzos del siglo XII, sin embargo, continúan dentro de la tradición del icono de las iglesias cristianas orientales. (1) Según esta tradición, el pintor no pinta ni sugiere ninguna luz que alcance el objeto y sea luego reflejada por él. El mundo se representaba como si todos los seres contuvieran su propia fuente de luz. La luz es inmanente en este mundo de cosas medievales, que llegan al ojo del observador como fuentes de su propia luminosidad. Da la impresión de que si esta luminosidad se extinguiera, lo que hay en la pintura no sólo dejaría de ser visible, sino que también dejaría de existir. La luz no se usa aquí como una función pero coincide con el Bildwelt, las realidades pintadas. (2)

En contraste con los pintores de los seres luminosos del mundo medieval que destellan en su Eigenlicht y emanan luz (Sendelicht), el artista posterior pinta la luz que muestra lo que está ahí (Zeigelicht), la luz que viene de un sol o una vela pintados y que ilumina esos objetos (Beleuchtungslicht). La luz de los manuscritos medievales «busca» el ojo, del mismo modo que Dios «tiende» hacia el alma. Cuando Hugo habla de la luz que ilumina al lector, está hablando sin duda alguna de lo primero. (3)

Para Hugo la página irradia, pero no sólo la página, también el ojo destella. (4) Todavía hoy se dice en el lenguaje corriente que los ojos «brillan». Pero cuando lo decimos, sabemos que estamos hablando metafóricamente. No era así para Hugo, que concebía la operación de la mente en analogía con la percepción de su propio cuerpo.(5) Según la óptica espiritual de los primeros escolásticos, la lumen oculorum, la luz que emana del ojo, era necesaria para llevar los objetos luminosos del mundo a la percepción sensorial del observador. El ojo brillante era una condición para la vista. El íncipit implicaba que la lectura retiraba la sombra y la oscuridad de los ojos de una especie caída. La lectura, para Hugo, es un remedio porque devuelve al mundo la luz que éste había perdido debido al pecado. Según Hugo, Adán y Eva fueron creados con ojos tan luminosos que podían contemplar constantemente lo que se debe buscar ahora penosamente.

Al pecar, Adán y Eva fueron expulsados del paraíso y enviados de un mundo resplandeciente a un mundo de tinieblas, y sus ojos perdieron la transparencia y el poder radiante con el que habían sido creados, y que todavía se adecúa a la naturaleza y el deseo humanos. Hugo presenta el libro como una medicina para el ojo. Esto significa que la página del libro es un remedio supremo porque permite al lector, a través del studium, recuperar en parte lo que su naturaleza requiere, pero que su pecaminosa oscuridad interna ahora le deniega.

Ivan Illich / De En el viñedo del texto– Etología de la lectura: un comentario al Didascalicon de Hugo de San Víctor (1993) / Fondo de Cultura Económica, 2018

1 Gerhart H. Ladner, ‘The Concept of the Image in the Greek Fathers and the Byzantine Iconoclastic Controversy», Dumbarton Oaks Papers, 7 (1953), pp. 1-34 (traducción al alemán en Der Mensch ais Bild Gottes, Leo Scheffczyk, ed. [Darmstadt, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 1969], pp. 144-192); y W. Schone, «Die Bildgeschichte der christlichen Gottesgestalten in der abendlándischen Kunst«, en su libro Das Gottesbild im Abendland (Berlín, Eckart, 1959).

2 Esta percepción de la luz en la pintura occidental está elaborada en gran detalle por Wolfgang Schóne, Über das Licht in der Malerei (Berlín, Mann, 1954). La luminosidad del icono se ha convertido en un tema central de la reflexión teológica del cristianismo oriental, especialmente en la tradición ortodoxa griega. Acerca de esto, véase el brillante estudio de C. von Schónborn, L’Icóne du Christ. Fondements théologiques elabores entre le et le 2e Concile de Nicée (325-987), 2a ed, Collection Paradosis (Friburgo, Éditions de l’Université de Fribourg, 1976); y, más en general, L. Ouspensky, La Théologie de l’icóne dans VÉglise Orthodoxe (París, Cerf, 1980).

3 Para Hugo y san Bernardo, y otros místicos-filósofos del siglo xn, «Dios es anhelo», Deus desiderans, más que Deus in sua beatitudine, por ejemplo «descanso eterno», como Tomás de Aquino habla de él.

4 Gudrun Schleusener-Eichholz, Das Auge im Mittelalter, 2 vols. Münsterische Mittelalterschriften 35 (Munich, Fink, 1985) es la fuente principal sobre el ojo y la visión en la Edad Media. Véanse la sección acerca del «ojo luminoso», pp. 129-187; la «ceguera del alma», pp. 532-592; el ojo como metáfora, pp. 849-887; y, sobre todo, el ojo interno y el ojo externo, pp. 931-1010. En esta última sección Hugo es especialmente citado.

5 El cuerpo vivo, que es la experiencia de los contemporáneos de Hugo, es la fuente principal de analogía. Sermo 21; PL, 177, 937A-C: Homo quan diu in iustitia perstitit, sanusfuit; sed postquam per culpam corruit, gravem languorem incidit. Et qui ante culpam in ómnibus spiritualibus membris suis habuit sanitatem, post culpam in ómnibus patitur infirmitatem. Clamet igitur, necesse est: sana me domine, et sanabor. Sed nunquid est dicendus homo habere membra spiritualia? Habet membra spiritualia, scilicet virtutes. Sicut enim exterius membris sibi convenientibus formatur, sic interiusvirtutibus sibi concordantibus mirabiliter disponitur et ordinatur; et ipsa membra corporis uirtutes figurant substantiae spiritualis. Caput significat mentem. […] Oculi designant contemplationem. Quomodo namque oculis corporis foris uisibilia cernimus, sic radiis contemplationis invisibilia speculamur. Per nares discretiones accipimus. Naribus etenim odores ac fetores discernimus, et ideo per nares virtutem discretionis non inconuenienter significamus. Aures exprimunt obedientiam, eo quod audiendi ojbediendique sunt instrumentum. Os insinuat intelligentiam. Sicut enim cibum ore recipimus, ita virtute intelligentiae pastum divinae lectionis captamus. Dentes vero significant meditationem, quia sicut dentibus receptum cibum comminuimus, ita meditationis officio panem lectionis acceptum subtilius discutimus ac dividimus. [Mientras el hombre persistió en la justicia, se mantuvo sano; pero tras caer por el pecado, lo atacó una grave enfermedad. Y el que antes del pecado gozó de salud en todos sus miembros espirituales, en todos ellos sufre la debilidad después del pecado. Así pues, es necesario que grite: sáname, Señor, y sanaré. Pero, ¿es que debe decirse que el hombre posee miembros espirituales? Tiene miembros espirituales: las virtudes, evidentemente. Pues, del mismo modo que en su exterior está formado por los miembros adecuados a él, así también en su interior está admirablemente dispuesto y ordenado por las virtudes concordantes con él; y los mismos miembros del cuerpo son una imagen de las virtudes de la sustancia espiritual. La cabeza significa la mente. […] Los ojos representan la contemplación. Porque igual que con los ojos del cuerpo discernimos las cosas visibles del exterior, así mediante los rayos de la contemplación exploramos las cosas invisibles. Con la nariz percibimos las diferencias, pues distinguimos con la nariz los aromas de los hedores, y por esto designamos con la nariz la virtud del discernimiento de manera no inconveniente. Los oídos expresan obediencia, porque son instrumento para oír y obedecer. La boca sugiere la inteligencia. Pues del mismo modo que recibimos la comida con la boca, así captamos con la virtud de la inteligencia el alimento de la divina lectura. En cuanto a los dientes, significan la meditación, ya que así como con los dientes masticamos el alimento recibido, también mediante el ejercicio de la meditación discutimos y dividimos más finamente el grato pan de la lectura.]