La prosa del poema / Edgardo Pígoli

I

Empezamos a escribir desde cero otra vez.  Todo se mueve. No puedo digerir las muelas que trago. Gritan afuera. No hay distancia, ni enmiendas, ni silencios perdidos en lo profundo de la noche. Cuál es la noche. Quién está de guardia en el canal. El silencio camina por la orilla del río. Los pies se quedan en el limo cenagoso del comienzo del agua. Algo flota de nuevo. No le doy importancia. El río lleva y trae. Con espuma de hierro. Con olor de aceite. Con barcos que nunca navegaron. Va y viene. Flota en la superficie.

II

Una escena metálica. Hecha en bronce y alpaca. Con el acre en la lengua y el óxido en la sangre. Vieja estirpe. Un capitán deshecho en la madera. Hinchado con el agua. Pulidas las escamas. Un monstruo.

III

Narrar. Describir. Poetizar. Matar. Morir. Escapar de la letra del estado. Pensar. Desexistir. Desentrañar. La maraña del centro puntual. En la lengua extranjera de un cuerpo que no es mío. Ver como la selva queda atrás.

IV

Cómo puede salir en un momento esperado inesperado aquello que quisiéramos pero no sabemos. Siempre la escritura es un pujo. En el espejo. Blanco. Con la cara cortada. De cicatrices negras. Teñidas en el pulpejo de tus dedos.

VI

Parece que hay tormenta, el cielo se hizo gris, espeso el cuerpo, las palomas chillan su temor, el golpeteo seco de las gotas las aleja de lo que alguna vez imaginaron: ser gaviotas y mirar como el mar, cielo de abajo, espera para hacerlas santas.

VII

Camina por lo cerca del río. El unitario. Todo limpio, ni una gota de sangre. No hay voces ni lluvia.  Solamente una humedad pringosa que le come el espinazo. Venía de coger como todas las noches. Detrás de los galpones, donde desarman barcos. Todo limpio, ni restos de los otros. Están muertos.

Los mataron de hambre.

VIII

Poeta de a ratitos. En los agujeros de la vida rasca la pared. Ahí, como un bichito. Raspa la novedad con sorpresa. A ver qué encuentra. Sin el diario del lunes. Con las palabras viejas. Criba la piedra. Aja. Rasca. Desmenuza. Rápido como una luz equivocada. Escribe. Busca tu cara como una disculpa. Saca el polvito como una cáscara. Trata de templar la mano para que el trazo firme parezca de otro tiempo. Como una raja. Como la voz. Golpea. Pica. Muele. En un ratito. Como al pasar. Sin tiempo. Como una tanza. Pesca. Muerde. Roza. Prueba. Agotado. Espera en la intensidad del rato. No llega.

XIX

Despacito. Por goteo. Sin ideas. Limpia barre. En la entrada del pueblo. No dice una palabra. Barre limpia. El polvo le cierra los ojos. El viento le muerde la camisa,  la gorra vuela. Descubre su calvicie. Las manos firmes no se mueven. Por la ventana el sol ilumina un buda de barro.

X

La vida del río del puerto que no seca. De quién. Nada de veinte. Ni un vuelto. Se asoma por el borde de la tarde. Solo. Un giro de la boca sin lengua. Todo escrito. Palabra helada como vieja receta. Un gesto en el vacío. Un hueco dispuesto para nadie donde ninguno vuelve. La piel del agua. Una pirueta huérfana del tiempo.

XI

Pequeña inmunidad entre la luz y el trago de saliva. Fuerza de miedo. Amanecer. Misterio. Para el ojo que aviva el fuego del oído. Atento. El tiempo fluye atado al río. Sin nudo. La oscuridad los roza y un pez obsceno salta sin saberlo. Se escribe en sí. Por el dorso de una respiración equivocada para dejarse llevar y ser el otro.

XII

Se fue. Sin decir absolutamente nada. Se la devoró el subte como otros tantos lugares comunes que se comen a la gente casi todos los días. Pero era distinto.

Nunca volvió a salir.

Ph / Michael Kenna