El padre del monólogo interior / Jean-François Revel

“Les lauriers sont coupés” por Édouard Dujardin, Bibliothéque 10 / 18

Ya todo el mundo lo admite: la novela no es un relato.  Formulada esta premisa a la que rara vez se cuestiona- la naturaleza no narrativa de la novela-, hay otra que recibe aprobaciones cada vez mayores: que la novela no es una obra de imaginación. El círculo se restringe, luego, por vía de quienes franquean una tercera etapa: el rechazo de los personajes. Aunque no pretendo reunir todos los sufragios, estimo que puede adelantarse esta idea, sin abandonar la prudencia: la novela no cuenta historia alguna, no recurre a la imaginación, y no comporta personajes.
“Un hombre de naturaleza sensible, sin imaginación, podría no obstante escribir novelas admirables”, ha dicho Proust, quien creara precisamente la más completa novela sin intriga, anterior al Ulises de Joyce, de la historia literaria. Con estas obras de Proust y Joyce, la novela rompe sus últimos lazos con el arte dramático, cuyos tipos de construcción, exposición, desarrollo y desenlace habían habitado la técnica novelística. Con todo, la novela sin acontecimientos de la era moderna, debía, para materializarse, crear un no relato que correspondiese al flujo de la materia infranarrativa.
Las historias literarias lo explican hoy con la misma frialdad que la regla de tres: el método que permite traducir ese prelenguaje del pensamiento- que forma y deforma sin crear, y siempre a medias, su propia resaca, infatigable e imperfecta- se denomina monólogo interior.
En dicho monólogo interior, se cifra el gran aporte del Ulises, tesis a la que pueden formularse dos objeciones. Primero: sólo ciertas partes del Ulises fueron escritas de acuerdo con aquella técnica, y la inmensa variedad de esta obra desborda hasta el infinito el hallazgo de escritura al que suele reducírsele, escolarmente. Segundo, el propio Joyce precisó en varias oportunidades, en especial a Valery Larbaud, que el inventor del monólogo interior no era él. El inventor se llamaba Édouard Dujardin, quien además explotó integral y conscientemente esta forma, en una breve novela aparecida en fecha tan precoz como 1887: Les lauriers sont coupés. (literalmente “Los laureles cortados”)
Dujardin es un raro ejemplo de esos escritores a quienes deberíamos reservar la noción tan manoseada de vanguardia. En el sentido de que carece de antecedentes; que en medio del océano naturalista de la novela de entonces, es un arrecife solitario e inexplicable. También es vanguardista, porque la tendencia en la que finalmente logrará su lugar y sentido no existió en su tiempo sino 35 años después de su tan inadvertido Lauriers.
A fines de 1921, Larbaud preparaba una conferencia con motivo de la aparición en libro del Ulises, y sugirió a Joyce diera a la nueva forma de traducción literaria de la conciencia, un nombre tomado de Cosmopolis, de Paul Bourget: monólogo interior. Joyce lo rectificó: la paternidad de esta nueva forma no le pertenecía a él, ni tampoco a Bourget: era fruto de un autor desconocido, cuyo libro le señalara George Moore, que lo leyó en 1903: Dujardin. Joyce escribe a Larbaud: “Desde las primeras líneas, el lector [de Les lauriers sont coupés] es instalado en el pensamiento del personaje central y el desarrollo ininterrumpido de este pensamiento, que sustituye la fórmula usual de narración, nos comunica así con ese personaje o con lo que le sucede”  Por lo tanto, contrariamente a lo que suele sugerirse, no fue la lectura de Freud a la que Joyce debe su primera toma de conciencia de la forma en la que debía provocar la cristalización de su arte, sino a un oscuro comparsa de la escuela simbolista.
El retoño de gloria o, más bien, el principio de gloria que atrajo sobre Dujardin la piadosa declaración de James Joyce en la década del veinte, determinó la reedición de su novela, que publicó Messein en 1925. Aquí vuelve a aparecer, en su tercera encarnación, exornada del prefacio (histórico) de Larbaud y precedido de un destacado estudio de Olivier de Magny.
Con ella descubrimos algo más que una curiosidad de la pequeña historia literaria. Es verdad que Dujardin no posee las dotes del gran escritor, pero en lo que concierne al monólogo interior, nadie, excepto Joyce, lo entendió y utilizó como él. Especialmente Valery Larbaud, quien sin embargo cree haberlo empleado en Mon plus secret conseil, cuando solo se dedica a hacer hablar bajo y pensar alto a un personaje, lo que nada tiene que ver con este pasaje de Dujardin: “Iluminado, rojizo, dorado, el café; espejos chispeantes; un camarero de delantal blanco; las columnas cargadas de sombreros y sobretodos”. O con este otro: “Tarde de sol muriente, de brisa lejana, de cielos profundos; y de multitudes confusas, de ruidos, de sombreros, de gentes… “
La aparición de la frase sin verbo, que tanto usaría Joyce, es la muerte del personaje en provecho de este magma intercambiable: el yo, siempre ausente cuando le damos cita y siempre dispuesto a seguirnos, pese a cuanto hagamos para desembarazarnos de él, es el yo de las tres más grandes novelas de comienzos de nuestro siglo: En busca del tiempo perdido, Ulises y La conciencia del señor Zeno, de Italo Svevo. Es curioso que haya nacido por accidente, de padre ignorado; de ese populista del simbolismo, nacido veinte años antes que Joyce y muerto ocho años después que él.

Jean-François Revel / L’Express, 29 de enero de 1968

Traducción de Ramiro de Casabellas

De Las ideas de nuestro Tiempo, Emecé Editores, 1973