
Una afirmación que se ha repetido muchas veces (o que acaba de aparecer en nuestros discursos) tiende a rechazar los métodos de investigación y los resultados del psicoanálisis más allá de las fronteras del mundo y del llamado pensamiento latino. Según esta afirmación, se insiste con turbia y reprobable curiosidad en los movimientos más íntimos de la actividad orgánica, del mecanismo psicológico (o incluso biológico). Reconocer supuestos vínculos entre la vida de los instintos (de los más bajos instintos) y la disciplina luminosa de los jardines académicos sería un motivo extrínseco y esotérico para la cultura latina, humo y garabato ultramontano o incluso extraeuropeo, una práctica monstruosa, repugnante para la claridad, la pureza, la elegancia y el decoro del alma y la mente latinas.
Los primeros autores, los santos padres del psicoanálisis, por no decir los patriarcas, tenían «de facto» nombres exóticos, que en la hipótesis más fácil deberíamos considerar alemanes, ingleses, etc.: no, no se llamaban Berlacchi: y menos aún Raspagnotti.
Pero en nuestros corazones habita una observancia más bien crepuscular de los decretos de otros: y esta crepuscularidad nos induce a dudar de la afirmación, o, al menos, a esperar que esté certificada por documentos: por las obras, esto es, de un par de milenios (¡no se alarmen!). Tal vez sería una investigación provechosa hojear, aquí y allá, tal vez al azar, el inmenso volumen del testimonio: media hora no es ciertamente suficiente. Tendremos que contentarnos con algunas pálidas reminiscencias, algunas citas apresuradas.
En cuanto al decoro, hecho y nombre típicamente latino-griego y, en general, arcaico o, al menos, arcaizante, es un fotomontaje de actitudes valiosas del espíritu, de la persona y del lenguaje que siempre nos fascina cuando lo sentimos instintivo y liberador: donde ahuyenta y elimina las reliquias de la fatiga, del dolor, de la tosquedad, y determina y crea la forma pura del ser, el feliz paradigma del vivir. Usted, que tiene la fortuna y el orgullo de pertenecer a la urbanidad más rigurosamente elegante de Italia, e incluso de Europa, y que participa de la belleza de un pueblo ancestralmente refinado entre las antiguas flores de la tierra, puede ciertamente enseñarme a mí, un bárbaro rudo, lo que es este ingenuo decoro de la persona, de los rasgos, del alma, del discurso.
Pero cuando el decoro se celebra como ese miedo tardío de la mente, o esa exasperante negrura del pensamiento que nos prohíbe pasar la página o mirar una flor por miedo a reconocer demasiado explícitamente en ella los símbolos de la vida universal, entonces el decoro se convierte en una desgana inane, en una empalagosa academia. Este tipo de decoro lleva a la gente a no leer, a no mirar, a no ver, las razones de su seguridad moral: teme el fin del mundo a cada botella que se abre. El miedo del mundo, este neomilenarismo entre pedagógico e infantil, no se debe a los descubrimientos de la llamada ciencia, sino al oscurecimiento de nuestra razón común, que es capaz de hacer el uso más pernicioso de estos descubrimientos. El miedo puede retrasar y entorpecer las adquisiciones del análisis, pero no puede destruir la validez de los resultados. La academia ha combatido a veces estos extraños descubrimientos, a veces los ha rechazado con desdén: luego, creyendo haberlos purgado de su veneno, se ha purgado ingiriéndolos. Más vale tarde que nunca. Un caso, entre muchos: Darwin. Otra: la teoría de las localizaciones cerebrales propuesta por Galle, copiosamente ridiculizada (¡una pista ya está en Manzoni!). Pero las experiencias trágicas y los hallazgos neurológicos de dos guerras han vuelto a confirmar su veracidad sustancial. La buena idea está envuelta en incongruencias, a veces en fantasías, incertidumbres o superestructuras de todo tipo: que, sin embargo, no invalidan su energía nuclear, al igual que la piel o la cáscara no restan valor al fruto. La idea de la evolución orgánica informa ahora a la embriología y a las disciplinas biológicas: la propia morfogénesis de los órganos se describe como historia, y no podría decirse otra cosa de cualquier «génesis». Por eso siempre pregunto a los médicos, a los doctores, a gente muy decente y latinisimas personas: “¿Digamé… en qué punto se encuentra… con el psicoanálisis? ¿Lo digiere o lo vomita a la luz, o más bien, casi diría, a la oscuridad? …» Responden, casi unánimemente: “Damos por sentados los hallazgos más obvios del psicoanálisis, sin citar, a cada paso, a los santos padres. Damos por sentada la evolución orgánica, la filogenia y la historia de las especies, sin citar a Saint-Hylaire a cada vuelta de página, ni a Lamarck ni a Darwin”.
Consumados la veintena de la magnánima academia, el psicoanálisis fue duramente repudiado, más o menos como un artefacto arbitrario que la bondad humana, así como, por supuesto, el decoro latino y la estabilidad del meridiano de Monte Mario. El hijo del herrero, y padre de no me importa quién, era un autoproclamado fanático perpetuo de este decoro: y guardián incansable e infatigable. Ciertos hechos minúsculos de nuestra vida eterna eclipsaron a los caballeros de la patria, de la pureza, de la familia, de la sabiduría latina y maltusiana: la logorrea oficial de la época recalcitrante a cualquier insinuación psicoanalítica: como un caballo da sombra a una hoja caída, y arrastrada por el viento. No recalcitraba la incongruencia privada y tal vez clandestina de los sermoneadores y moralizadores contra las suaves tentaciones latinas. Así, «l’itala gente da le molte vite» (el pueblo italiano de muchas vidas), guiado por su psicopompo, fue conducido psicopompositivamente al infierno: sí, ahí mismo. La flauta del psicagogo, o más bien el pito, hacía sonar las razones de la seguridad del país, de la estirpe, de la familia, de los chiquillos, de las jóvenes italianas: y quien más sabe, más dice. Un buen día, las jóvenes italianas se encontraron con los marroquíes a sus pies. Y eso no fue un regalo de Freud.
En efecto, el psicoanálisis puede contribuir al desmantelamiento de una idea-síntesis que nos formamos de nosotros mismos, al igual que un taller de reparación puede desmontar un coche. Incluso una marioneta puede ser desmontada por el psicoanálisis. Esto no significa que la sociedad humana esté en peligro porque la marioneta haya sido psicoanalizada: la sociedad es infeliz porque la marioneta está llena de serrín. Recuerdo una reseña de un pequeño manual sobre psicoanálisis de un distinguido filólogo y profesor, que ahora echa de menos la filología y el país, así como la escuela. El librito era de buen leer, aunque fuera de bolsillo: y tenía el mérito de la unicidad, o al menos de la singularidad, en un mundo del que todos sus compañeros estaban a punto de ser románticamente desterrados románticamente, «polizeitlich verboten«. Contra la tímida paranzella [1] psicoanalítica, el poderoso crucero latino, o más bien neolatino, cargó en batería sus ocho cañones de doscientas diez piezas, y lanzó sobre la cubierta un grueso artículo a tres columnas: tres columnas de un diario autorizado e influyente que habitualmente negaba a sus colaboradores una columna y tres cuartos.
Entre las intenciones que habían despreciado el filólogo y el crítico estaban las relativas al mecanismo (verdadero o conjetural) de la psique infantil. Este es uno de los momentos más arduos y problemáticos del análisis, ya que se trata de reconstruir la peripecia psicológica del niño sobre los vestigios, sobre las pistas premonitorias y, sin embargo, extratextuales: explorar hacia atrás no sólo la parte del libro de la memoria «frente a la que poco se podía leer», sino también precisamente las reliquias descartadas de un texto desaparecido. Un eslogan muy dulce constituye la declaración básica de nuestras deducciones verbales sobre el tema: «la inocencia divina de nuestros niños». A esta postulada inocencia, Freud contrapone rudamente su propio teorema sulfuroso: «El niño es el polimorfo perverso”. Intenta desentrañar la maraña de relaciones psíquicas entre el niño y la madre, entre el niño y la niñera. Y sostiene que sus labios están incitados a chupar no sólo por un sano y romanamente apetito adquisitivo, sino también por esa voluptuosidad alejandrina. Y, además, es un pervertido, y lo es en varias direcciones. En la recepción y en la devolución.
¡Pobrecitos los lactantes! El lema transmontano los difama. Es cierto, sin embargo, que donde no hay conciencia intelectual, existe la posibilidad de error, la incertidumbre de la conducta: donde un criterio ético (el superyó de Freud) no preside aún la vida, los instintos son los únicos que parecen regular su fugaz latido. Vinculados a la experiencia inacabada e inmediata de la carne, más que a la experiencia nula de un alma en formación, serán el instinto fágico y apropiador, luego el instinto agresivo y cruel (afortunadamente desahogado en los lagartos), el instinto ególatra y narcisista, el instinto del placer -termómetro de toda realización-, el instinto de la mentira útil, del fraude, del juego: el sentido del azar y de la fortuna, que premia y deshereda ciegamente. El psicólogo quizá no se equivoque: ha llegado a la raíz de la ecuación: podría haber sido más complaciente en las palabras, lo admito. Una indigestión de ciruelas inmaduras es sin duda atribuible a la inocencia divina: y, al mismo tiempo, a la inexperiencia en el uso de los intestinos. La crueldad congénita de ciertos instintos se manifiesta en el mordisco, en el uso de las uñas en la batalla, en la cacería: la gomera es un apéndice incómodo de la personalidad naciente. Incómodo para los objetivos cercanos. Yo diría lo mismo del instinto de posesión, de la arenilla infernal que el pequeño Luciano o el pequeño Marcello te plantan si intentas quitarles la trompeta de las manos: su deliciosa trompeta. A veces es el carácter esquemático de los procedimientos infantiles el que nos ofrece algunos ejemplos de inocencia divina: como el de un amiguito mío, un niño de cuatro años, que se apiadó de un gorrión tembloroso y en enero lo metió en la estufa, de la que poco después, cuando llegó su madre, lo sacó desgraciadamente carbonizado, y ni siquiera se daba cuenta del resultado… de su medida. Es cierto que muchas medidas de los hombres maduros se asemejan a la medida de este niño: ya que (siempre según Freud) en nosotros los instintos, los modales y las aprehensiones germinales, nucleares, de nuestra psique infantil sobreviven a la primera edad y se manifiestan perpetuamente, a veces sin que nos demos cuenta. Entre ellas, una cierta esquematicidad brillante y una no menos brillante categorización del cerebro. Pero el principal argumento que utilizó el filólogo para derribar el teorema, fueron Rafael y Virgilio: que de la inocencia divina nos han ofrecido latinamente una expresión tan maravillosa en el lienzo del Jilguero o la Silla o en el cierre de la cuarta égloga, la llamada mesiánica. (Nos gustaría pasar por alto la luneta de la Farnesina, de pequeño tamaño, por cierto, y situada en lo alto, muy alto, en el Olimpo, donde nadie puede percibir sus matices psicológicos y su sofisticación). De la égloga de Virgilio se citaron dos versos al final, el cuarto y el tercero: ni el penúltimo ni el último, porque un tiro en el pie perjudica a todos, incluso a los que utilizan a Virgilio para blandir felices el trombón. Los dos versos citados fueron estos:
«Comienza, oh niño, a reconocer a tu madre a través de una sonrisa, con una sonrisa: diez meses han traído un largo sufrimiento a tu madre».
Pero a esta suave incitación pediátrica, o más bien puerilógica, le siguen dos versos silenciosos:
«Comienza, oh niño: aquel a quien los padres no han podido sonreír -Ni un dios lo destinó a su mesa, ni una diosa lo destinó a su lecho nupcial».
Cualquiera que sea la interpretación de la alusión mitológica, que algunos -no todos- refieren a Vulcano, y a su deformidad y desventuras matrimoniales, el hecho es que el poeta admite:
1) que hay padres que no sonríen a sus hijos;
2) que la gracia y la venalidad de la persona, la luz de la sonrisa, de los ojos, conquistan, para los que nacen de ella por naturaleza, la simpatía de sus padres y por cierto de sus vecinos, el favor de los poderosos: y abren a los afortunados los dulces caminos del amor. Neanisco [2], y rubio, recibe el conocido cargo alrededor de la mesa presidida por Júpiter; Anquises y efebo acceden a los penetrales de Venus, y al tálamo que constituye su principal «ornamento».
Las relaciones entre padres e hijos no son siempre, no son para todos tan idílicas, como cierta edificación simplificadora nos quiere hacer creer: y no son tales porque el sentimiento, el verdadero sentimiento, no se basa en la retórica de los buenos sentimientos, sino en ese enmarañado complejo de causas y concomitancias biológicas y mentales que Freud trató de desentrañar, de poner sobre la mesa, bajo el despiadado foco del análisis. Virgilio, que tuvo, al parecer, algún conflicto con su padre, debió de intuir algo: y Eros, además, dominará la suerte del muchacho. Ninguna proposición puede ser más freudianamente virgiliana que ésta. La voz de Virgilio no es la voz ovejuna de la simplicidad; parece más bien surgir de los misterios sagrados, de una colación con los agnados y los infiernos, de un profundo sacerdocio de las tinieblas (lo que es oscuridad para los demás), y arrasar con el susurro de las serpientes y el destello de las lagartijas en el alto silencio de las montañas, o en la serena claridad de la noche. Celebra, a través de la angustia y el amor de las almas, los cumplimientos de las horas de luz, los ritos espléndidos o trágicos de la necesidad o la costumbre; en el campo soleado, en el polvo de las batallas, en las tormentas del mar. Pero es la voz de quien sabe, de quien conoce las raíces del acontecimiento. El poeta de Euríalo y Palinuro y Juturna, el que dio una expresión tan intensa a los transportes de la fraternidad o a la devoción marinera, o al sentido del deber hacia el pueblo, o al sacrificio en la guerra, no era un celebrante inconsciente de la contingencia: su sentimiento emana de una fuente desconocida para los albañiles, así como para los pilotos en tierra firme: y esta fuente es a la vez la consternación y el pánico deleite de vivir, de conocer.
También se cree (al leer el 13º Catalepton de Virgilio) que sirvió en el ejército en el 49-48: durante los años del Rubicón y la guerra y que fue reclutado, para revigorizar las legiones, en las levas ordenadas por César en Italia: también es probable que participara en los cruceros navales comandados por Antonio en el Adriático, en el invierno-primavera del 49-48, antes de la resolución de Farsalo. Sin duda conocía los rigores de la disciplina militar y naval: sus versos de juventud lo atestiguan. El lenguaje de las cuadrillas, la dura observancia de la necesidad de la guerra, de la fatiga (que era bastante delicada para su salud) y, más tarde, los años de meditación y de recogimiento, el estudio de Lucrecio y de los epicúreos, las tertulias en el «jardín napolitano», que era la escuela filosófica de Siron y de Filodemo de Gadara, todas estas proximidades del espíritu y estos terrenos del lenguaje eran más bien un motivo de refinamiento y de profundización psicoanalítica que de pompa retórica. Sabemos, por la propia experiencia de nuestros oídos, que el lenguaje del pueblo está en gran medida impregnado de libertad… psicoanalítica: el pueblo es el más duro experto en el bien y el mal, y trasciende más fácilmente que los retóricos para llamar al pan, pan y al vino, vino, un poco como Freud, aunque a este lado de una terminología clínica o una sintaxis metodológica. Virgilio amaba y frecuentaba al pueblo a su manera, y era correspondido, no diré frecuentado. Apoyándose en Probus y Servius, en Suetonio a través de Donato y San Jerónimo, el buen Carducci dice de él: «…había conservado la tez morena y bronceada de su primera vida y el hábito de los campos, y a primera vista un cierto aire de inadaptación y torpeza. Y sin embargo, una de las pocas veces que llegó a Roma desde los secretos recovecos de Campania o Sicilia, al entrar en un teatro, con su larga cabellera campestre y su rubor virginal, todo el pueblo se puso en pie y saludó al poeta con largas aclamaciones”.
Los estados de ánimo, los apetitos inconscientes o conscientes, las crisis de la infancia, las manifestaciones de la «sensiblerie» o del espíritu profético o de la clarividencia infantil, han dado lugar a innumerables escritos, incluso en la época prefreudiana, y han traído una duda a nuestros días: la duda de que Freud no descubrió nada totalmente nuevo, sino que sólo ordenó, esquematizó, arregló, y redujo a términos un material probatorio ya conocido desde hace siglos. Los documentos más dispares lo atestiguan, nos lo confirman, tal vez ocasionalmente, y en cierto modo a raudales: crónicas, mitos, novelas, confesiones y cartas y autobiografías de todas las épocas.
Sobre el tema de la crueldad y los instintos crueles, recuerdo una observación de Verri, Pietro Verri, el histórico ilustrado y a veces iluminador de mi ciudad. Escribía mucho antes que Flaubert y Freud, cuando aún no se había lanzado, y mucho menos difundido, esa fea palabra que expresa el contenido ingenuo de la crueldad en la psique humana y asilvestrada. Esta palabra, como es sabido, deriva del nombre (noble) de un descendiente de Laura [3], que conoció las mazmorras de la Bastilla y de Vincennes y no por razones políticas: Flaubert lo admiraba, como psicólogo y como prosista francés [4]. Pues bien: Pietro Verri es muy consciente de que la crueldad ya se manifiesta inicialmente en el alma del niño: que sus manifestaciones están ligadas a una fase infantil y cruelmente juvenil del desarrollo. De Giovanni Maria Visconti,[5] hijo mayor del llamado Conde de la Virtud, y de catorce años duque de Milán por la muerte de su padre el 3 de septiembre de 1402, recuerda su crueldad, y anota: «La crueldad en él parece nacer no de la venganza ni de las pasiones impetuosas, sino de la falta de reflexión» (esta es una expresión inadecuada de tipo racionalista-ilustrado) «como vemos en los niños, que se ensañan atrozmente con los animales más débiles y tímidos…» Y referencia a Andrea Biglia, quíen informa de una página atroz: aquella en la que se escribe el final de Giovannino Pusterla, un niño de doce años al que el duque intentó mutilar con sus perros, «un perro muy feroz llamado Guerzo», y «una perra muy cruel llamada Sibillina». Como los perros se negaron a hacer su trabajo, el chico, pidiendo clemencia, fue rematado por un sicario.
En Karamazov de Dostoewski, la crueldad infantil de Smerdjakov, el hijo espurio de Fiodor Pavlovich (Fiodor Pavlovich es, como recordarán, el padre de sus tres, o más bien cuatro hermanos), se nos revela, aunque de pasada. Una triste y terrible combinación de razones, entre ellas la epilepsia, una existencia hebefrénica, un sentimiento de envidia e inferioridad en comparación con la prole legítima, hacen de él una anomalía, un parricida, un suicida. Pero es notable que Dostoewski indique precisamente en la crueldad, más o menos inconsciente, la fase característicamente pueril de la anomalía del personaje. Y la crueldad de Smerdjakov se ejerce sobre el animal que más lo sugiere, ya que a su vez nos presenta una muestra incalificable a costa de sus propias víctimas: las ratas. Así que «el niño creció sin ninguna gratitud», dijo Grigori: «un pequeño niño salvaje acobardado en su propio rincón. De niño, le gustaba mucho colgar a los gatos y luego enterrarlos con gran pompa». A la operación diabólica se añade el espíritu imitativo de la época: «Para ello, se echaba una sábana sobre los hombros, a modo de capucha, y se ponía a recitar una oración, haciendo girar cualquier objeto sobre el gato muerto, como si fuera un pebetero”.
En el desarrollo de la psique hacia formas más adultas, o aparentemente, los instintos crueles manifestados en la infancia se retiran, por así decirlo, al interior de la personalidad; a veces se asocian a los esquemas formales del razonamiento, a veces se esconden detrás de causas éticas o psicoéticas. El pretexto ético, traducido inmediatamente en un pretexto punitivo, no es más que un medio infame para lograr el castigo deseado. De este modo, ciertos educadores o supuestos educadores son culpables del delito de crueldad. No veo otro correctivo a este crimen que volver sus métodos de educación, corrección y castigo contra ellos. Pero esto requeriría un demonio espantoso, que desgraciadamente no tenemos a mano. Sólo queda esperar, con todo el fervor que nos distingue, la corrección en el infierno.
Educación es, en este caso, una expresión horrible, y designa un hecho más feo, o una serie de hechos, o más bien la repetición del crimen. Semejante mezcla de crueldad y esquematismo fanático, es decir, de cruel puerilidad y demencia, es el alma de ciertos tipos que quizás se creen investidos de una misión, no entiendo si celestial o terrenal o decumana. Es cierto que llevan los pantalones o la falda de un hombre o una mujer adultos, pero su psique es la de un niño de cinco años. Uno lo ve en Adolfo, la bestia hebefrénica, el mordedor de alfombras y, ay!!, el estrangulador de hombres, y en la conspiración de sus enfurecidos matones. La retórica de los principios firmes y los ejemplos militares incluso confirieron una esposa, una deliciosa mujercita, al beligerante Adolfo de cinco años: habría sido un poco más difícil darle descendencia, pero si la hoguera no hubiera intervenido, también se habría llegado a eso: porque los buenos principios, a pesar del mal psicoanálisis, también pueden llegar a eso: a hacer que Adolfo tenga hijos.
El problema es que muchos otros, jóvenes y mayores, se comportan como Adolfo, (o se revuelcan en las alfombras como el); cuando hablan de su dolorosa condición, ligada al mero hecho de haber nacido en el mundo, tal vez, o a su herencia epiléptica, o peor, se la toman conmigo. ¿Qué tengo que hacer con él? ¡Pero usted es un milanés! Bueno, no todos podemos nacer en Barlà. ¡Pero el padre del hombre era herrero! Yo creo que sí. ¡Pero no tenía caballos que herrar! Lo siento, no soy un caballo. ¡Pero un día de estos te pondremos contra la pared! Paciencia. (Mientras tanto, le daré a las herraduras).
Las actitudes moralizantes se ejercen preferentemente sobre los demás, más raramente sobre nosotros mismos. El lobo culpa al cordero por haber hablado mal de él… antes de nacer. El celo incriminatorio revela a veces un deseo de eliminar a un rival biológico de la escena, más que una preocupación sincera por el bien o la ventaja común. A veces tenemos la sensación de que se hacen acusaciones sin importancia contra nosotros, y en tono grave, con el único propósito de hacernos perder el norte y dar un buen golpe más fácilmente. Es que la falta de autoridad de nuestra persona, en ese punto, en esa coyuntura, autoriza la insolencia agresiva del moralizador, en realidad del competidor. Con escasos medios, tratamos de afrontar la inclemencia de quienes intervienen en nuestras vidas para redimirnos, para mejorarnos, en realidad para rompernos el alma.
Así, si la educación puede ser a veces cruel con sus víctimas, no es menos cierto… que un nuevo orden de la psique permita soportar las ventajas. Un desplazamiento algolágnico [6], otras veces un desplazamiento cruel, que es lo contrario, acoge los correctivos más severos. El giro algolágnico es una resignación inicial y tímida, que puede convertirse en complacencia. Cuando se hace la ley, se encuentra el truco. La propia naturaleza, diría yo, ofrece a los desdichados el salvavidas de un sentimiento desplazado, cuando las condiciones en las que deben aceptar vivir… se desplazan hasta un punto anormal, o a morir.
No creo que el estado de ánimo del ratón en las garras del gato sea complacientemente algolágnico.
Y sin embargo… En sus Confesiones, Rousseau cruza (aunque con mucha gracia) el límite impuesto a su pluma por la retórica de los buenos sentimientos y la inocencia infantil. Se abandona, quiere abandonarse, a una representación que podríamos llamar natural del acontecimiento, del fenómeno; renuncia deliberadamente a un recuerdo verbal de los méritos que no tuvo, así como a una reconstrucción ejemplar de los acontecimientos edificantes del espíritu… que la crueldad no le ha permitido conocer. A la edad de diez años (él dice que ocho) los azotes de la señorita Lambercier, su amable pedagoga, le provocaron una especie de combustión amorosa. Tanto es así que su perspicacia escrutadora tuvo que adivinar el… estado de ánimo de su alumno: y los castigos corporales fueron omitidos, o administrados por otros. Esta fructífera pedagogía se rindió, tras los primeros éxitos, a las silenciosas e imprevisibles reacciones del castigado. La recuperación mnémica, en Rousseau, como en Goethe, es sutil y consciente: «En remontant de cette sorte aux premières traces de mon ètre sensible…«. Las mismas palabras que las de Dante, en cierto modo: descansando más bien en la memoria orgánica, en una especie de memoria biológica, que en la memoria dialéctica…. Ya está en marcha una reconstrucción freudiana y proustiana. Igualmente clara es en Jean-Jacques la noción del carácter amoroso, asociativo y, diría, persistente de la representación infantil. De hecho, esta representación se asocia, con una intensidad indeleble, a la imagen castigadora y deliciosa de la mujer: y perdura a lo largo de los años, y le acompaña en la vida. El amor y el castigo, por no decir el amor y los azotes, irán de la mano. «¿Quién puede creer», se pregunta, «que un castigo así, recibido a los ocho años de edad del látigo de una joven de treinta años, haya decidido para siempre mis gustos, mis deseos, mis pasiones, mi yo? ¿Y esto en una dirección opuesta a la que debería haber naturalmente procedido?». Sí: porque lo bonito es esto: que las enérgicas aplicaciones de Lambercier le salvaron, al final, de todos los inconvenientes del amor disoluto: primero provocaron la coagulación del deseo sobre la idea, o más bien sobre el ideal del látigo, es decir de la mujer armada (de un látigo fino): luego le hicieron ser tímido con las mujeres, porque no se atrevía a confesar… su manera de ver, o más bien de sentir. “Cuando por fin el progreso de los años me había convertido en un hombre, volvió a ocurrir lo mismo: lo que debería haberme perdido, fue precisamente lo que me salvó…». Y más adelante: «He pasado mi vida ardiendo en silencio, es decir, deseando y callando ante los que más quería». De hecho, es un poco difícil de explicar. La pedagogía del látigo ha logrado así, y de la manera más brillante, todos sus objetivos. La página siguiente es una obra maestra del psicoanálisis, aunque racionalizada, si se me permite decirlo así: sobre todo, es un documento de la sinceridad y el valor de Jean-Jacques. Esta página no fue escrita por Freud. Tampoco las páginas humanísimas de Butler, que no puedo dejar de recordar. La relación entre la pedagogía y los alumnos nos induce a rememorar en el alma, es inevitable, aquel antiguo verso de Séneca: que con el paso del tiempo se ha convertido en una cita obligada y bastante trillada. «Quis custodiet ipsos custodes?» En nuestro caso: ¿Quién educará a los educadores? ¿Quién les dará la autoridad para educarnos? La relación entre educadores y educandos es precisamente el tema más bien amargo del libro de Samuel Butler The way of allflesh. Ernesto, el joven hijo de un pastor anglicano, Teobaldo, encuentra en su recorrido humano, en primer lugar, el espantoso accidente de su padre: y, en reverberación, de su madre. El padre es la expresión tenaz de la categoría (de tipo bíblico, además), y de actitudes inexorables. Él «siempre tiene razón»; lo que es peor, está seguro de ello: la seguridad pestífera de los rompealmas. El libro, en forma de relato, es una acusación de lo más mordaz contra las intervenciones en la causa de quienes no tienen el poder de educar, porque no se han educado (primero) a sí mismos: porque no se han «formado». He aquí, pues, una secuencia de muchos acontecimientos anglicanos y familiares, y la historia paralela de las reacciones morales de Ernesto. «¡El libro no fue escrito por un latino!»: sí, pero por uno que entendía el latín, lo que eleva incluso a un bárbaro a la dignidad latina. El amor no desempeña un gran papel en él: en su lugar, hay una delicada sensibilidad moral, que casi siempre ocupa su lugar, cuando se eliminan todos los objetivos posibles del amor. La historia, es cierto, tiene una tendencia racional: y el psicoanálisis, sin embargo, esta hecho de cuero. Un acto de amabilidad y bondad de Ernesto, por una criada injustamente despedida: un remordimiento, casi, por el comportamiento de su padre: la oferta de compensación, de su propio reloj. (Pero el reloj, como la vida, como todo, se lo dio su padre). Así que ese acto, tan espontáneo, tropieza, al principio, con el caos de la timidez, y finalmente choca con prejuicios morales y crueles. Ya estamos en el terreno del psicoanálisis: en la medida en que el padre, que se considera autorizado a castigar, incrimina en su hijo la bondad, que, dirigida a una mujer, a una joven, equivale ciertamente al amor. Cree, Teobaldo, soltar sobre Ernesto las sanciones providenciales y sólo libera, en cambio, sus instintos punitivos y represivos que son de hecho, y que el autor interpreta, pulsiones malignas: rencor, celos, crueldad. La humanidad popular de un cochero, con un sentido inmediato de hermandad, interviene y se interpone entre el castigo y el muchacho. En clave decimonónica, pero estamos en el terreno del análisis. Teobaldo, el padre, es el Veto, en el sentido de que reprime los arrebatos emocionales de su hijo sin ser consciente de ello. Es la Prohibición convertida en persona. Le quita a Ernesto, el hijo, la vida que le dio: porque aniquila, con el terror del castigo, el sentimiento natural. La doncella es el prójimo; como mujer es también la aparición del amor, si no el amor posible, al menos alcanzable. El cochero es la salvación, la ayuda no esperada de la conciencia común, de la fraternidad. La madre de Ernesto no es más que la sombra de su padre, su apéndice servil: la pequeña esposa sometida que, habiendo enganchado al tipo, ha enajenado luego su personalidad de mujer en manos del amo. Es cómplice de la sombría pedagogía de Teobaldo. Para ella, en la figura de Teobaldo, Adán ha recuperado su costilla: ha vuelto a tomar posesión de ella. Su alma, convenientemente encogida, anida en el dogma de Teobaldo. Freud, y tal vez Darwin, con sus observaciones sobre ciertas familias de simios, nos ayudan a comprender. No puedo demorarme en el comentario. Traduciré un pasaje lo mejor que pueda:
“’Ven, ven, Ernesto, mi pobre niño, tan pálido, tan abatido!’ comenzó con la voz más tierna y melodiosa: ‘Ven y siéntate a mi lado, aquí, aquí, al lado de tu madre: así podremos razonar un momento, los dos con calma, podremos hacer nuestras confidencias. ¿Quieres?’ Luego se dirigió de forma apresurada hacia el sofá. Cuando su madre deseaba tener con él lo que ella llamaba una conversación confidencial, siempre elegía ese sofá como el terreno más propicio… para la apertura de las hostilidades. Eso es quizá lo que hacen siempre, un poco, todas las madres. En el caso que nos ocupa, el sofá se adaptaba especialmente bien al propósito, es decir, a las intenciones estratégicas de la señora: porque era un sofá anticuado, con un respaldo muy alto, unos reposabrazos muy altos, unos muelles muy blandos: una vez que uno se hundía en él, se encontraba como en el sillón de un dentista: no le resultaba fácil levantarse. Y luego, en el canapé, podría fácilmente tomar al chico por la oreja, y tal vez sacudirlo un poco, si lo consideraba oportuno. O, por el contrario, si la urgencia de las lágrimas se hacía patente, podía ocultar su rostro en un almohadón y abandonarse, entre sollozos, a ese paroxismo de desesperación que nunca dejaba de producir sus efectos. El sillón cerca de la chimenea no se prestaba tanto a sus maniobras favoritas. Ernesto comprendió inmediatamente, por el tono de voz de su madre, que lo que le esperaba era precisamente una conversación de sofá. A las primeras palabras de ella, fue y se sentó, con la dulzura de un cordero, precediéndola en el campo de batalla”.
La referencia al padre, en el Ernesto de Butler, provoca una vehemente reacción negativa. En menor medida la referencia a la madre, negativa no obstante. Negativo en una forma diferente, y con tonos distintos o incluso singulares, lo encontramos en la vida si no en la obra de dos grandes poetas, Leopardi y Rimbaud. En una y otra, es una reacción infantil, luego juvenil y viril; al comportamiento y, más, al carácter y, quizás, a la estructura mental intrínseca y a la » cualidad » de la madre. En ambos casos, la separación, el distanciamiento. En Rimbaud, «el viaje», «le voyage»: el rumbo perdido del barco, que ya no se guía por los caminos de sirga de los canales de Francia y los ríos impasibles. La ternura materna, profunda e íntima, parece haber abandonado las dos infancias: en el caso de Leopardi, podríamos creer en una impaciencia, en una impaciencia fisiológica de la condesa Adelaida hacia Giacomo, pero también (según lo que señala Giacomo) en una falta de afecto más general hacia todos sus hijos.
Un análisis psiquiátrico habría sido interesante, más bien una investigación anamnética, con algo de curiosidad gentil, ambiental. El fenómeno (de una cierta moderación hacia los hijos) es menos raro de lo que nos damos a creer en nuestras consideraciones navideñas, tanto más en el caso de una decepción narcisista de los padres, al descubrir la cualidad impropia o la forma defectuosa de sus vástagos: al reconocer que sus hijos no los honran según la carne, tanto como están obligados a honrarlos en el espíritu. Es cierto que los versos de Virgilio nos son recordados con una repetición obsesiva por la desgracia de Giacomo: las dolorosas verdades que enuncian para todos aquellos «a los que sus padres no pudieron ensordecer» se convierten, para él, en trágicos horóscopos:
“Nec deus hunc mensa, dea nec dignata cubiliest”.
Baudelaire, como todo el mundo, encontró en su madre la primera imagen de una mujer: pero esta mujer le decepcionó profundamente. Siendo un niño de ocho o nueve años, conoció ya en su interior las punzadas de los celos: por su segundo marido, el categórico James Aupick, un mayor que iba a convertirse en general. El complejo edípico de Charles provoca, al principio, una reacción violentamente positiva: no puedo adentrarme en el laberinto, debo limitarme a una insinuación.
Lo más importante es encontrar en la vida y la obra de Charles el motivo dominante del delirio edípico; este delirio, como un grito desesperado, reverbera a lo largo de los años en la angustia vacía de una vida. Permítanme citar el «Baudelaire» de un erudito italiano:
“…En ese placer de la elegancia femenina está implícita una confesión. Tras la muerte de su padre, el niño sintió que había ocupado su lugar en el corazón de su madre y fue, para ésta, el testigo vivo de su difunto marido. Pero un sentimiento de decepción filial, y el de una traición a la memoria de su padre por parte de la mujer, se coló en el alma del niño y permaneció en el alma del adolescente y del hombre después de que ella se volviera a casar.
“De ese primer tiempo, cuando el niño sólo era querido por su madre, el hombre se quedó siempre, hasta el final de su vida, con un recuerdo emocionado, un pesar y una nostalgia que encontraría expresiones trágicas en sus cartas. Y más de una vez en la obra se puede reconocer la huella dejada en el alma de la caricia materna: así, en las reflexiones dedicadas a Marceline Valmore, se menciona, como mérito de la lírica de la poetisa, ese calor de las cavilaciones maternas del que algunos hijos de la mujer, menos ingratos que otros, han guardado el delicioso recuerdo. Entre los que conservan el recuerdo del beso y casi del cálido pecho materno está sin duda el propio Baudelaire: tampoco es sorprendente encontrar en sus páginas críticas una teoría sobre la importancia de las impresiones de la infancia para toda la vida del hombre: y para la valoración de una obra poética. En las páginas dedicadas a la narración de la infancia de De Quincey, anota expresiones y sentimientos que probablemente fueron los suyos. Así: el hombre que desde el principio ha estado largas horas envuelto por la suave atmósfera de la mujer, por el olor de sus manos, por el perfume de su persona, de sus rodillas, de sus cabellos, de sus ropas onduladas y suaves, un dulce baño aromatizado con los más dulces perfumes, dulce balneum suavis – unguentatum odoribus, ha contraído de ella esa delicadeza de piel y esa distinción de acento, sin las cuales incluso el genio más masculino y más amargo sigue siendo, en cuanto a la perfección en el arte, un ser inacabado”.
No sé si me explico. Y a las rodillas de su madre o de una hermana ideal, Electra, que por el abandono edípico de la primera infancia ocupa el lugar de su madre, vuelve, infantilmente, en el pensamiento, en la penúltima frase del Viaje, el doloroso poema que cierra su volumen, cuando con menos piedad, sin embargo, y en menos confiado abandono, que el canto a la Virgen, a la Madre, cierra, tras los dulces y tristes «suspiros», las rimas petrarquistas.
Baudelaire se encontró, se colocó, frente a su madre, en una posición similar a la del joven personaje de una novela de Moravia (Agostino): el interés claramente psicoanalítico de esa novela se basa en el desarrollo del sentimiento de amor (de libido, diría Freud) como una derivación de la relación edípica. La aparente levedad de la historia, más o menos marinera, más o menos viareggina, no debe engañarnos sobre su verdadero significado. (El engaño, el malentendido, es casi impensable).
No conozco las emociones edípicas de Saba, salvo las que se desprenden de los textos. Se deduce de su obra poética que ha transferido, que ha concentrado en su nodriza, Peppa, toda la intensidad inicial (la libido, si se quiere) de su alma, de su psique infantil. En la colección «Il piccolo Berto«, incluida en el Canzoniere, el hombre, ya adulto, se proyecta en la pantalla lejana de su infancia: y ve una y otra vez a la florida y dulce mujer, su cálido pecho, su sonrisa maternal. La imagen de Peppa vuelve en la más delicada lírica, como un insistente recordatorio. El Umberto adulto, entregado al piramidón [7] y a los endecasílabos, pero también a los septenarios, no puede separarse de esa imagen, que es el signo luminoso y seguro del comienzo de su historia, de su vida. La relación enfermera-niño a veces sustituye o al menos duplica la relación natural madre-hijo. Y esto ocurre por igual a unos y a otros. Los celos de la madre que se ve obligada a incumplir sus obligaciones con la niñera triunfante son un motivo que no es desconocido por la experiencia común. No pretendo faltar al respeto al poeta, sino aplaudir su lucidez y su conciencia, señalando que Peppa parece ser su primer amor, el esencial.
La madre de Umberto, en un momento dado, no puede evitar celar la suerte natural de la nodriza: en la letra «Partenza e ritomo» en la página 487 del Canzoniere, se leen precisamente estos versos para nada herméticos: endecasílabos de once sílabas cada uno:
Mi madre dijo un día:»¿Y si envío a Umberto
con la tía Stellina y con Elvira? Tal vez
cuando regrese, me ame por fin. Tal vez, muy lejos,
Peppa, la eterna Peppa, lo olvidara».
Donde el retrato de la mujer, de la señora, de la madre no lactante, se coagula con indecible eficacia sobre los tonos familiares y septembrinos de ese adjetivo «eterno». El amor del niño por su querida enfermera, al igual que su amor por los demás, no se desvaneció ni se extinguió con la separación, sino que fue alimentado por el arrepentimiento. Al parecer, la medida disuasoria no tuvo el efecto deseado. El niño es finalmente devuelto a la enfermera,
Oh Berto, oh Berto exclamaba feliz
Sirviéndome un café con leche…
Los psicoanalistas sostienen que este café con leche no es más que un sustituto, un Ersatz (entonces una transferencia) de la dispensación natural de Peppa, y de las dulces emociones que la acompañaban. El sentido característicamente oblativo de la mujer lactante, descendería, de este modo, a una industrialización inconsciente de sí misma: al no poder ofrecer la leche de sus pechos al lactante que ha sacado los dientes, la echa en la cafetera.
La hora está agotada, la hora, digo, de su paciente indulgencia. Y debo dejar de lado otros recordatorios, quizás no vanos, incluso en este capítulo particular del psicoanálisis. Seguro que ha leído o está a punto de leer a Proust. El beso materno, y la angustia de la espera de este beso, en el recuerdo de En busca…, se convierten incluso en elegía. Pero la relación edípica en Marcel Proust se extiende a su abuela: a su abuela materna. Para él, la abuela representa realmente el sentido eterno de la maternidad: al igual que en nuestro cuadro la sucesión y, yo diría, el descenso de las madres y de la vida: que, jugando en tres términos, comienza con Santa Ana y termina en Cristo.
La figura de la madre se expande al ascender y se espiritualiza en la figura de la abuela: al igual que el manto y el rostro de la Virgen, si ascendemos con nuestra atención, se recrean en el de Santa Ana: idealmente, la maternidad dentro de la maternidad.
En En busca…, se dedican páginas muy dulces a la abuela: y luego otras trágicas y dolorosas, con motivo de su muerte, o de sus regresos espirituales: en Du coté de chez Swann, en Guermantes, en Sodome et Gomorrhe. Los primeros nos ofrecen, además, un florilegio de ideas pedagógicas, o incluso una breve pragmática sobre la educación de los niños, sus relaciones con los «adultos». Podría titularse «Pedagogía inteligente», o «Pedagogía de la abuela», o mejor, «Pedagogía del amor».
Carlo Emilio Gadda, 1946
Traducción: Luis del Mármol
[1] Pequeña barca de pesca de doble vela típica de las costas de Calabria, Campania y Sicilia
[2] Término bíblico, jovencito
[3] Mujer célebre por sus amores con Petrarca, nacida en Aviñón en 1307 y muerta en 1348 a causa de la peste. Se distinguió tanto por su belleza como por su talento y prudencia. Inspiró una profunda pasión a Petrarca, que se enamoró de ella cuando la conoció en Aviñón. Pero el gran poeta italiano nunca fue correspondido, pues, según algunos estudiosos, ella estaba casada con Hugo de Sade. Laura inspiró las composiciones más apasionadas del célebre autor, quien, según las convenciones del amor cortés, se encontraba preso de este «amor imposible». Incluso el nombre de «Laura» permitió al poeta evocar una corona de laurel
[4] Se trata evidentemente del Marqués de Sade, y por supuesto al concepto de sadismo
[5] Giovanni Maria fue famoso por su crueldad. Se cuenta que sentía adoración por los perros, y que él en persona se había encargado de adiestrar a un grupo de mastines para que despedazaran vivos a seres humanos. En mayo de 1409 hizo cargar a sus mercenarios contra el pueblo hambriento que pedía el cese de la guerra, matando a más de doscientas personas. Para evitar cualquier tipo de crítica mandó prohibir, bajo pena de horca, pronunciar las palabras «paz» y «guerra», obligando a los eclesiásticos de la época a cambiar la invocación «dona nobis pacem» por la fórmula «tranquilitatem»
[6] Algolagnia constituye una de las definiciones usuales en medicina para referirse al erotismo del dolor, al placer sexual relacionado con las sensaciones dolorosas
[7] Medicamento de Bayer, cuyo principio activo era la Dimetilaminofenildimetilpirazolona, potente analgésico.