
Todo es vanidad y todos somos vanidosos. Las mujeres son sumamente vanidosas. Los hombres también, acaso en mayor medida. Y también los niños. Particularmente los niños. En este preciso momento, una niña me golpea las piernas. Quiere saber qué pienso de sus zapatos nuevos. Honestamente, no es un asunto al que le haya dedicado tiempo. Carecen de simetría y curva y tienen un aspecto indescriptiblemente abombado. Pienso, también, que se los pusieron al revés. Pero no se lo digo. No quiere una crítica sino un halago y, en lo que experimento como una efusividad degradante, muestro una excesiva simpatía con sus zapatos. Nada podría satisfacer más a este querubín testarudo. En una ocasión traté de hacerme el amigo sincero, pero no salió nada bien. Me había pedido una opinión general sobre su conducta y su comportamiento, presentada en sus propias palabras de la siguiente manera: “¿Qué pesás de mí? Está cotento comigo?” En vistas a su moral, creí que era una buena oportunidad para hacer algunas escuetas y saludables observaciones, y le respondí: “No, no estoy contento con vos”. Le recordé algunos eventos de esa misma mañana y le pregunté cómo una niña cristiana como ella podía esperar que un tío sabio y bueno como yo estuviese satisfecho con el mal comportamiento de una pequeña que, ese mismo día, había despertado a toda la casa a las cinco de la mañana, había roto una jarra de agua y se había caído de las escaleras a las siete, se había empeñado en duchar al gato a las ocho y se había sentado en el sombrero de su propio padre a las nueve y media.
¿Qué hizo ella? ¿Me agradeció por hablarle con sinceridad? ¿Reflexionó a partir de mis palabras, se determinó a aprovecharlas y a llevar en adelante una vida más noble? ¡No! Aulló y empezó a maltratarme. Me dijo: “Tiíto malo, hombe malo”.
Desde entonces, cuando se me ha pedido una opinión cualquiera, me he reservado mis verdaderos sentimientos, prefiriendo expresar una admiración excesiva por las acciones de esta jovencita sin atender sus méritos verdaderos. Ella asiente y pone a todos al tanto de mi opinión. Pareciera emplearla como una suerte de testimonio para propósitos mercenarios. De hecho, suelo escuchar a la distancia: “El tío dice duena chica, teno que tener dos caramelos”. Ahí la veo, mirando con entusiasmo sus propios dedos y murmurando. Sesenta y cinco centímetros de presunción y vanidad, por no decir nada de otras maldades.
Son todos iguales. Me acuerdo de haberme sentado en un jardín una tarde soleada en los suburbios de Londres. De repente, escuché una voz aguda gritando desde la ventana del último piso a alguien que no podía ver y que presumiblemente estaba en otro jardín. Decía: “Abue, soy un buen chico, soy un muy buen chico, ¡quiero los pantalones de Beto!”
Caramba, si hasta los animales son vanidosos. El otro día, en la entrada de un negocio en Regent’s Circus, vi a un enorme terranova sentado frente a un espejo. Se miraba con una satisfacción presuntuosa que nunca vi en ningún lado (exceptuando, desde luego, las juntas parroquiales).
Otra vez estuve en una casa rural donde se celebraba una fiesta sagrada. No me acuerdo cuál era la ocasión, pero era algo festivo, Fiestas de Mayoo Festividades del Cuarto Día o algo de ese estilo. Le habían puesto una guirnalda de flores a una vaca. Bueno, el cuadrúpedo absurdo estuvo todo el día excitado como si fuera una estudiante con un vestido nuevo; cuando le sacaron la corona se puso de mal humor, y tuvieron que volver a ponérsela para ordeñarla. Esta no es una de las Anécdotas de Percy. Es la simple y sobria verdad.
En cuanto a la vanidad de los gatos, casi que iguala a la de los humanos. Llegué a conocer un gato que se levantó y se fue del salón al oír el comentario despectivo que un visitante hizo sobre su especie. Por el contrario, un halago cuidadosamente ubicado puede ponerlos a ronronear por una hora.
Me gustan los gatos. Son tan divertidos, inconscientemente. Hay en ellos una suerte de dignidad cómica, algo así como un aire de “¡Cómo se atreve! Váyase, no me toque”. Ahora bien, no hay nada arrogante en los perros. Siempre son un “Hola, compañero, lindo verlo” con cualquier Tomás, Ricardo o Enrique que se encuentren. Cuando veo un perro conocido, le pego una bofetada, le digo epítetos oprobiosos, lo pongo boca arriba y ahí se queda, boquiabierto, sin que nada le importe.
¡Trate de hacer lo mismo con un gato! Caramba, no volvería a prestarle atención. Cuando se trata de la aprobación de un gato, uno tiene que tener en cuenta sus recursos y trabajar con cuidado. Si no se lo conoce, lo mejor será empezar diciendo “pobre gatito” y agregar después un “mishi” en un tono de simpatía reconfortante. Usted no sabe lo que quiere decir —y mucho menos el gato—, pero el intento parecerá implicar un espíritu adecuado de su parte, y si usted tiene buenas maneras y una apariencia aceptable, el gato va a frotarle su espalda y su nariz. A esta a altura, puede arriesgarse a acariciarlo debajo de la pera y cosquillear su cabeza al costado, y la criatura inteligente va a clavarle las garras en su pierna; toda la amistad y el afecto quedarán dulcemente expresadas en las hermosas líneas: “¡Me encanta este gatito! Su piel es tan suave… Si no lo molesto, no me va a hacer nada, de modo que voy a acariciarlo, palmearlo y alimentarlo, y el gatito va a amarme porque soy bueno”.
Las últimas líneas de la estanza nos dan una buena idea de lo que el gato piensa de la bondad humana. Es evidente que, en su opinión, la bondad consiste en una serie de caricias, palmaditas y comida. Lo que temo, sin embargo, es que esta mirada estrecha de la virtud no se limite a los gatos. Cuando estimamos a los otros, estamos inclinados a adoptar una misma idea del mérito. Una buena persona es una persona que es buena con nosotros, y una mala persona es una persona que no hace lo que esperamos que haga.
La verdad es que cada uno de nosotros tiene la convicción innata de que el mundo entero, con todo lo que implica, fue creado como un apéndice nuestro. Hombres y mujeres fueron hechos para admirarnos y para atender nuestros varios requerimientos. Usted y yo, querido lector, somos el centro del universo en nuestras respectivas opiniones. Usted, tal como yo lo entiendo, fue traído al mundo por una providencia considerada para que pudiese leerme y pagarme por lo que escribo, mientras que yo, en su opinión, soy un objeto enviado al mundo para escribir algo para que usted lea. Las estrellas —como llamamos la miríada de mundos que están corriendo detrás de nosotros a través del silencio eterno— fueron puestas en el firmamento para hacer del cielo un espectáculo nocturno más interesante, y la luna, con sus misterios y su cara oculta, es apenas un detalle escénico para que nosotros podamos dedicarnos a la seducción.
Me temo que somos como ese gallo pequeño del Sr. Poyser, al que le gustaba creer que el sol salía todas las mañanas para escucharlo cantar. La vanidad hace girar el mundo. No creo que haya existido un hombre sin vanidad, y si ese hombre existió, tratarlo debe haber sido extremadamente incómodo. Por supuesto que podría tratarse de un hombre muy bueno, digno de nuestro respeto. Podría tratarse de un hombre muy admirable, para ponerlo en una vitrina y mostrarlo como a un espécimen, para ponerlo en un pedestal y copiarlo como en un ejercicio escolar. Incluso para reverenciarlo. Pero no se trataría de un hombre para amar ni de alguien por quien preocuparse. Los ángeles podrán ser buena gente a su manera, pero nosotros, pobres mortales, probablemente los encontraríamos aburridos. Incluso la gente buena es más bien deprimente. Es en nuestras faltas y nuestros defectos, y no en nuestras virtudes, como llegamos al otro y a su simpatía. Somos lo suficientemente diferentes en nuestras cualidades más nobles, pero somos iguales en nuestros desatinos. Algunos son piadosos, otros son generosos. Otros pocos son honestos, hablando comparativamente. Y otros, todavía menos, posiblemente sean sinceros. Pero en vanidad y debilidad somos familiares y podemos darnos las manos.
La vanidad es uno de esos toques de la naturaleza que hacen del mundo una familia. Desde el cazador indio, orgulloso de su cinturón de cuero, hasta el general europeo, presuntuoso de sus medallas y estrellas; desde el chino, alegre por su trenza esplendorosa, hasta la “profesional de la belleza”, que sufre torturas para que su cintura se parezca a un rombo; desde la miserable Polly Stiggins, que se pavonea a través de los Seven Dials con una sombrilla andrajosa sobre su cabeza, hasta la princesa que recorre su ropero de cuatro metros de largo; desde Arry, que se gana las carcajadas de sus amigos con comentarios vulgares, hasta el político que se complace cuando lo aplauden; desde el africano oscuro, que regala sus aceites y su marfil por un par de perlas para el cuello, hasta la mujer cristiana que regala su cuerpo para anexar a su nombre un título vacío: todos marchan, pelean, sangran y mueren bajo la bandera de mal gusto de la vanidad.
La vanidad es el verdadero motor de la humanidad y la adulación es la que aceita las ruedas. Si usted quiere ganar afecto y respeto en este mundo, debe adular a la gente. Adule para arriba y para abajo, ricos y pobres, idiotas y sabios. Escalará hasta la fama. Elogie las virtudes de este hombre y los vicios de aquel otro. Dé cumplidos a todos sobre cualquier cosa, y especialmente sobre lo que les falta. Admire a los hombres por su belleza, a los idiotas por su ingenio y a los rústicos por sus buenos modales. Su inteligencia y discernimiento serán ensalzados hasta los cielos.
Cualquiera puede ser seducido a través de los halagos. Por ejemplo, el conde con cinturón (“conde con cinturón” es la frase, creo). No estoy seguro de qué significa, a menos que designe un conde con cinto en vez de tirantes. Algunos hombres se visten así. Particularmente no me gusta. Hay que tener la cosa muy ajustada para que funcione y me resulta incómodo. Con todo, sea quien fuera este conde con cinturón, es un conde, afirmo, fácil de conquistar a través de los halagos, como cualquier otro ser humano, desde una duquesa hasta el que come carne de gato, desde el encargado de barrer la nieve hasta un poeta (el poeta es todavía más fácil que el quitanieves, puesto que la manteca se hunde más fácil en el pan de soda que en las tortas de avena).
En cuanto al amor, los halagos son la sangre que les da vida. Llene usted a una persona con amor propio, y lo que resta será su cuota, dice algún francés ingenioso y sincero cuyo nombre no puedo recordar. (¡Maldita sea! Nunca puedo recordar nombres cuando quiero). Dígale a una chica que es un ángel, sólo que más angélica; que es una diosa, sólo que más graciosa, regia y celestial; que es más asombrosa que Titania, más hermosa que Venus, más encantadora que Parténope; en suma, más adorable, amable y radiante que cualquier otra mujer que haya vivido, viva o pueda vivir en el futuro, y logrará usted una muy favorable impresión en su pequeño corazón confiado: es fácil engañar a una mujer de esta manera.
Dulcísimas almas, dicen que odian la adulación, pero cuando usted les dice: “Pero querida, en tu caso no es adulación, es la más lisa y sobria verdad; sos, sin miedo a exagerar, la más linda, la mejor, la más encantadora, la más divina, la más perfecta criatura humana que jamás haya pisado este planeta”, le sonreirán con una sonrisa aprobadora y quieta y, acercándose a su hombro, le murmurarán que, después de todo, usted es un buen tipo.
¡Por Júpiter! ¡Imagine a un hombre tratando de hacer el amor estrictamente sobre el principio de la verdad, determinándose a no usar jamás una hipérbole o un elogio y confinándose a los hechos tal y como son! Imagínelo mirando repentinamente los ojos de su mujer y susurrándole suavemente que, después de todo, no es tan fea como otras. Imagínelo tomando su mano y asegurándole que es de un color soso y apagado y diciéndole, mientras la aprieta contra su corazón, que para haberla encontrado de la nada su nariz no está nada mal y que sus ojos, al menos como puede juzgarlos, parecen ser un poco más lindos que los del resto.
Hay varias maneras de halagar y, por supuesto, usted debe adaptar su estilo a su sujeto. A algunas personas les gustan los halagos entregados en bandeja, y esto requiere muy poco arte. Con las personas sensibles, sin embargo, el proceso debe ser más delicado, por sugestión antes que a través de las palabras. A un buen puñado les gustan los halagos en forma de insulto, como cuando se dice: “Ah, no podés ser más idiota, le darías tu último centavo al primer pordiosero que ves”, mientras que otros sólo tragarán el halago si se lo administra a través de una tercera persona. De modo que si C quiere halagar a A, debe hacerlo a través de un amigo cercano, B, al cual le dirá que piensa que A es una espléndida persona, y le rogará a él, B, que no se le ocurra mencionarlo, especialmente a A. Sin embargo, deberá asegurarse de que B sea un hombre palabrero. De otro modo, no funcionará.
Esos duros y buenos hombres ingleses que “odian lo halagos” y que “nunca se dejan halagar por nadie” pueden manejarse con simpleza. Elogie usted lo suficiente su falta de vanidad y podrá hacer con ellos lo que se le antoje.
Después de todo, la vanidad es tanto una virtud como un vicio. Es fácil recitar un libro en contra de lo que tiene de malo, pero es una pasión que puede movernos tanto al bien como al mal. La ambición no es más que la vanidad ennoblecida. Queremos ganar elogios y admiración (o fama, como preferimos llamarla) y por eso escribimos buenos libros, pintamos grandes cuadros, cantamos buenas canciones y trabajamos con manos hacendosas en el estudio, el telar y el laboratorio.
Deseamos convertirnos en hombres ricos, pero no para aumentar la comodidad y el confort —todo lo que un hombre puede adquirir a esos efectos se compra en cualquier lado por 200 libras al año— sino para que nuestras casas sean más grandes y ostentosas que las de nuestros vecinos; que nuestros caballos y sirvientes sean más numerosos, que nuestras hijas y mujeres se vistan en ropas absurdas y caras, y que podamos dar cenas costosas por las que nosotros, individualmente, no pagaríamos un centavo. Y para hacer esto acudimos a toda la capacidad de nuestro cerebro, comerciando entre personas, llevando la civilización hasta sus lugares más recónditos.
Por lo tanto, no abusemos de la vanidad. Por el contrario, usémosla. El honor mismo es la forma más alta de vanidad. El instinto no está confinado sólo a Beau Brummels y a Dolly Vardens. Hay vanidad en el gallo y vanidad en el águila. Los esnobs son vanos. Pero también son vanos los héroes. ¡Ven, hermano, seamos vanos juntos! Démonos las manos y ayudémonos a acrecentar nuestra vanidad. Seamos vanos, pero del pelo y la ropa, sino de corazones valientes y manos trabajadoras, de la verdad, la pureza, la nobleza. Seamos demasiado vanidosos como para no frenar lo que es malvado o vil, demasiado vanos para el egoísmo pequeño y para la envidia de mente estrecha, demasiado vanos para decir una palabra poco amable o hacer un acto descortés. Seamos vanos de sinceridad, honorables caballeros en el medio de un mundo de bribones, orgullosos por pensar grandes cosas, alcanzar grandes obras y vivir buenas vidas.
“On Vanity and Vanities” en Idle Thoughts of an Idle Fellow.
Traducción: Nicolás Caresano.