
Ahora entro en el ejercicio espiritual de la misantropía. No quería ser narrador porteño, tampoco provinciano, tampoco escribir novelas, o poemas, no, solo quiero escribir libros. Tardé años en aceptar esta soledad, la disimulé, la reputeé, la puse al alcance de consejeros impunes, un idiota gratuito, al alcance de toda ese veneno de la franela, la mala leche que conozco y no conozco, y me harté. Ahora me quedo aquí. Releo, solo releo.
Nuestras cabezas se educaron acompañando madres a tiendas para nivel rasca, mercerías grises, muy surtidas, todo a mitad de precio. O saldos. Nacimos tableau vivant para sociólogos vampiros de pobres, sigo con el libro, mamotreto que leo, está muy cosido y tengo que abrirlo para ver el margen de las hojas pares, y hago el gesto que hace Simón en el café cuando abre bien los libros, y explica la encuadernación, y sé que siempre lo imité un poco. Simón es un compartimento estanco, viene de otro lado.
Cuaderno de Luis Cardoso. Tomar mate. ¿Vale la pena registrar este acto una y otra vez? Sí, en la medida en que no piense este cuaderno para lectores. Aunque es difícil no pensar en lectores. Pero también es un toma y daca que no asegura nada. Es de iluso a iluso. Un cuaderno es para escribir, y escribir lo que a uno le importa. Si uno se anima. Escuché la conferencia sobre Varlam Shalamov. Se hacía libretas con papel de envolver. (Miércoles 14 de enero)
Estoy un poco pendiente de los otros. Estoy buscando personajes verosímiles. Tengo que vigilar eso. Y anotar también: estoy auto-censurándome. Tengo que concentrarme en lo que pasa aquí.
Gris al fondo con toques de rojo, y verdes, sí, eso existe, y no excluye azul al fondo, hay que escuchar.
Ya está escrito Lola, creo que no hay que insistir, si nuestra historia cae en saco roto rotísimo.
Hay que escapar de la historia. Siempre.
Sensación de esquilme.
Norois – viento frío y seco del noroeste, Canadá, provincia de Québec.
Cuaderno de Luis Cardoso. Yo nunca dejé de tener la sensación de ser ciudadano de segunda. (Viernes 8 de abril)
Nota de Elia: La rosa de los vientos es una figura geométrica en forma de estrella con ocho, dieciséis o treinta y dos puntas que corresponden a los puntos cardinales y sus subdivisiones intermedias. Indica, en especial, la dirección en que sopla el viento en relación con los puntos cardinales: el viento del norte, el viento del sur, el viento del este y el viento del oeste. Estos vientos tienen nombres diferentes en cada lugar. La rosa de los vientos, colocada en un lugar fijo, sirve para orientarse, porque además de indicar la dirección de los vientos, señala los puntos cardinales.
Cuaderno de Luis Cardoso. Osip Mandelstam: «No temo ni la incoherencia ni las rupturas.»
Osip Mandelstam: «No quiero reflexionar en el plan ni en la composición.» (Lunes 2 de enero)
¿Encadenamientos, ventanas, corredores, transiciones, anuncio de la voz que va a hablar? No me interesa.
Desde el Puente, hoy, bruma gris, humedad, mucho abrigo que no deja pasar el frío.
Cuaderno de Luis Cardoso. Elia fue tartamudo hasta los seis años. Tiene teorías, las explica, las hace bandera, sabe que lo tartamudo está de moda. Su sobrina le dice a una amiga, como advertencia y en susurro: mi tío habla raro. Elia, vanidoso de clase baja, padre por debajo de lo sindicado (aunque no le guste), siempre la repite. Hartante.
En la novela que leo, el que cuenta dice que la traducción es una profesión abierta a cualquiera. A la falsificación. Ahora me lo dicen todos los días mis falsos amigos, es el punto cruel de esos que me alentaron al abismo. Y me agregan siempre algún clisé: es un oficio noble pero mal pagado. Igual pongo culo en silla y traduzco negro, o un kit sobre la historia del Renault, y me salvo por un mes, y no saqueo el monedero de Gloria, que no hace la lata para mí, digan lo que digan mis futuros ex-amigos.
Ya casi no vivo de traducir. Tampoco me interesa discutir los problemas de la traducción.
Si lo pienso bien, no quiero que me sigan. Quiero estar solo.
Nunca pensé en la madreselva como un arbusto aromático, solo lo asocié y lo asocio a Libertad Lamarque.
Poco a poco cada uno de todos me dirán que esto no da para vivir, y poco a poco eso me enerva, me ofende, y tienen razón, pero me lo dicen con la alegría del punto cruel.
El traductor de la novela que leo va a apátrida, y desde ahí traduce. ¿La sigo bien? ¿Solo un apátrida puede traducir? (2 de enero).
Gris con toques rojos.
Cuaderno de Luis Cardoso. Ya sé quienes son los que me van a desanimar para que traduzca a Alfred Jarry. Ya los veo venir. Me quieren poner en la fila de los deprimidos.
En la clandestinidad gano, y Elia mucho más. Creo que me identifico con el traductor de la novela que leo, pero es así, veremos cómo salgo. Pienso en algunos escritores argentinos que admiro y ahora veo la presión que hacían para encerrarnos en su mundo. Es un mal de angustiado ese, casi todos los autores dicen cómo hay que hacerlo, sobre todo cuando dejan de escribir y pasan a la prédica. O porteño o provinciano, o como aquel o como el otro. Miro y solo veo profesores, la república de los profesores.
Herencia: banda de miserables incolgables.
El parásito. Que te detecta y cae sobre tu lomo. Una vez que te recondujo universitariamente hablando, va en busca de otro.
Hay gente que solo puede leer en una dirección, no son trastornados, aunque van de pataleo y de simulación, no, son el convencionalismo, el orden mismo pegado a la suela de los zapatos.
A casi todo el mundo le gusta más la biografía que los libros.
Las pobres musas del barrio están cansadas. Ninguna de ellas irá a rezarle a la Virgen. Eso ya fue, es de otro tempo, y no miran hacia el pasado.
Me lo repito, ahora solo me digo cosas a mí mismo, ya solté la confesión: soy un ex traductor, me pusieron o me puse al margen, y ahora escribo este cuaderno.
Hoy estuvimos todos en el café y cada uno en su silencio. (Lunes 4 de abril).
O gris con toques anaranjados.
La sensación es la de haber nacido en un pozo. Es ahora esa sensación, y éramos patio de inquilinato y libres en un agujero, vivíamos en un sueño del que no bajé nunca. Y siempre estaba la idea del Norte. Luis Cardoso un día empezó a juntar material. Mapas, nombres, libros. Vientos. Chapoteo de luz hacia esos sueños. Seguir buscando excusas para sentarse en ese banco de la plaza Herrera durante la noche.
Elia a Lola en el desayuno: Estoy en ese punto en el que irrito a la gente. La falta de plata. Te transformás en un infinito pesado al alcance de los perritos caniches.
En una familia que sentía que todas las glorias, heroísmos, bienestares pasaron por la esquina de su casa, cerca y lejos, tan lejos y tan cerca como para no detenerse, siguieron. Ahí aprendí a jugar en un solo bando y esa fue mi perdición, social.
O del gris toque naranja al gris toque rojo.
Cuando digo que Orlando desaparecía a veces en el gris, quiero decir que entraba en una gama prácticamente incomprensible de pasado que lo excedía.
Intento de gris con toques de azul.
El urraquerío patalea, vigila y no llega, y patalea.
Orlando seguía ahí, marmota en el conocimiento que se le filtraba desde el despertar hasta la lectura en la cama. ¿Una víctima de las «tentaciones disolventes» de los pliegues de la Gran Enciclopedia, como dijo uno de mis dioses? No me parece, más bien soy yo el atrapado en ese vértigo. Que vengo de padre educado en las Bibliotecas Populares, activo socialista y jugador empedernido que vivía en double-bind, como Luis Cardoso, que fue de empleaducho a traductor y ahora a ex. Sin empleo. Gloria banca. El Negro también tenía un proyecto de archivista o algo así. Para escapar de la jauría celosa. Todavía había dactilógrafas, y el negocio del filosofar sobre la tecnología y la técnica recién empezaba su carrera y había un pelechar de saber en el aire.
La Turca de Roque Juan ya lo había olvidado y solo estaba en mi cabeza. Se concubinó con un empleado de Alpargatas y se perdieron en el tiempo. Como los picnics en el Parque de la Ancianidad. Y entonces no tuve retórica a la época, a ese saber de época, regalé toda la filosofía, nací viejo o caduco, o anticuado, pero también fui niño prodigio edmundo d´amicis autodidacta. ¿Y si toda esta no-banda que se mudo a Barracas es un conjunto de perdidos que solo hace esoterismo? ¿Un conjunto de creyentes que se cree en la cima de algo?
Cuaderno de Luis Cardoso. Alguna vez tuve la ilusión de que había un escritor en algún lado, alguien que se cagaba en el lector. Y no. Todos los que escriben se imaginan que un día tendrán un lector. Una gran esclavitud si uno lo piensa bien. Todos están ahí adentro. Nadie escapa de esa noria. Ya releí una de las novelas de traductor. La saqueo un poco, no mucho – otro día me explico por qué. (Jueves 15 de enero)
Una posible novia de Orlando, ese yidish kinder, como lo llamaba su hermano, que se junta con algún hijo de italiano que lee a Jack Kerouac, fue un día nombrada y se convirtió en sugerencia de pasado.
Lo que no es pasado, lo que está ahí, es esa sala dividida por un tabique, olor a antipolilla permanente, lana impregnada, que vuelve como tiña y ya está. Lo que sigue tiene hilo directo a eso. Son epopeyas perdidas, que la herencia, lo que viene después, quiere borrar, hasta que no quede nada, es un barril sin fondo el pasado, una angustia que insiste en algún lunático que anota, que lo trae y cae en saco roto. Son otros creyentes los que ocupan el terreno. ¿En qué año hablo? Siempre la pajarera de los creyentes.
Quá alivio cuando entran en fase de evaporación, que dura poco, se rehacen al otro día, enjambre, y vuelven con sus recomendaciones o sus sermones o sus crueldades, sus traiciones. Pongo la cabeza en «el vivir antiguo» y rasco. Hay cacerolas y sartenes colgadas en las cocinas, jarros para mate cocido y tetera para las tardes de visita, cuerdas y trenzados entre familias.¿O no asomarse al abismo del pasado? ¿Suena dramático?
Solo huelo ese misérrimo pasado de esquinas e inviernos de lana y gorro y de árboles pelados y de silencios de la mañana que iba de Constitución y Berutti a la Avenida Belgrano y de ahí a la cárcel colegio normal.
Una trinidad de las fábulas de la infancia: lavandera, planchadora y modista. Ese recuerdo lejano que vino de la sobremesa la desampara, la pone con la cabeza en otro lado, le llega rechino de tranvías y de gritos en algún patio lejano. Lola lo interioriza, se lo dice para ella, es una melancolía de rincón y mate lavado. Pero está Elia, que por suerte no se convirtió en un alcahuete de categoría. Hoy, que le dijo, entre los 10 000 escritores que buscan un lugarcito de nombre, de reconocimiento, yo incluido Lola, ¿soy finalmente re-mendigo de estilo, de mueble Luis XV, estancado a reseña, a mención? Lola, que no quiere estar en ningún círculo hipnótico de la bohemia ruinosa de las futuras señoras. Que no quiere desaprender a leer. No. Lola del viejo Barracas.
Cuaderno de Luis Cardoso. Carlo Emilio Gadda: «Perdona la gaffe, y puedes atribuirla al hecho de que adhiero muy poco a la realidad y a los asuntos universitarios.» (A Contini, Roma 22 de julio de 1953).
Atadura de un trabajo burocrático, mejor que la bohemia burguesa, esa mierda de ricos. (Miércoles 2 de enero)
Y me hacía fábulas para mi voz, baja, murmurante, un acento que solo yo escuchaba, iba caminando por Australia, cruzaba Montes de Oca, ya estaba lejos y me hacía más muecas interiores. Lejos de tres cuadras sonaban los gritos de los ex-carreros que volvían al garage. Es un toco de pasado si uno lo ve en esa soledad de niño entre prodigio y ausente encerrado en sus cuentos de hadas re-contados. Lo contrario del teatro de no formar parte del mundo, esa inmovilidad simulada, subjetividad absoluta de lo berreta artista. Y otra vez, en ese de repente que me asalta, la veo a Celia. Ella me trae el presente. Está en esa esquina de la calle, bolso en mano izquierda, camina en un sin rumbo en la mañana de esta primavera. Me ve, y me dice que durmió en lo de Gloria. Campanadas de la iglesia de Vélez Sarfield cuando entramos al café y todavía tengo en la cabeza el capítulo del libro que leí anoche, ese del encuentro de un amor que nace de una mirada, como todos los amores, pero este sucede a orillas de un río. Y ella se lo cuenta a otro, y lo hace a modo de novela del siglo XIX, que no es tan moroso.
Fragmentos de luz de sol en una mañana de invierno de la casa dividida por una pared que será siempre mi división.
Austeridad narrativa: no habrá. Eficacia: no habrá. Ficción: lejos de eso.
Cuaderno de Luis Cardoso. Está lo sin salida, que no es lo incontable. Un repertorio de lamentos. No hay nadie ahí para escuchar. O solo hay contra-escucha: consejos de la pereza, de la vaca atada, o consejos que se dan a ellos mismos en las noches de verano, la venenosa pasión del consejo. Hay una presencia de intermediario. Lo sin salida los conmueve, y los convoca.
Tengo que reforzar mi gusto por el silencio. Por ahora no es mi atributo. La no confesión. ¿Hasta la misantropía? Por ahora, mi cuaderno es la mejor fuente de incomunicación. Chapoteo en lo pegado a cal y canto. Me lo digo mientras voy hasta la ventana y miro el cielo claro, nubes viajeras, y me recuerda a Avellaneda. Por hoy basta. Releo el tomo III de Contra toda esperanza. Nadezhda Mandelstam insiste en la palabra exterminio.
(Jueves 9 de enero).
Lola que me ama, amó a un oblómov juvenil, que no sé a quién amó antes de amar a Lola, de la que sí sé que su primer amor serio fue un tímido de colegio secundario con el que paseaba por los pasillos y que aterrizó como cadete en una compañía de seguros y al que perdió de vista hasta muchos años más tarde, pero del que nunca me dijo en qué se convirtió y con el que creo me fue infiel, pero no estoy seguro, y no sigo porque no quiero meterme en ese melodrama de los celos. Barato y necesario. Romper relaciones no es uno de mis placeres, tampoco quedarme pegado a cualquier cosa. Soy más drástico que Luis Cardoso, los mato en el huevo ni bien los veo aparecer. Y Lola sabe qué hacer en lugar y tiempo preciso con todos sus aspirantes pasados y futuros. Y en cuanto a la vecina del quinto, que saluda, y a veces parece luminosa, nos preguntamos si llega a escucharse ese fondo de odio que lleva en esas carteras enormes que le cuelgan del hombro. Lo que sabemos: le encanta sentirse pura. Lola me dice: seguiremos intercambiando los buenos días, no iré más lejos. Y como siempre: evitar a los perros rastreadores.
Celia se muda. Pasa de pieza al fondo de la calle Paláa a una más grande que encontró en Barracas. Cocina y baño privado. Piso de madera, su sueño. En la calle Martín García. Paredes en azul claro. Posters y música y biblioteca baja. Gloria eligió las reproducciones. Plebe camino de algún buen gusto. Cada uno de ellos, y por su lado, y todos los días, aprendió que no hay manera de conversar seriamente con la mitomanía y la veleidad artística. Duro aprendizaje que dejó en el camino a casi todo artista conocido personalmente, en un café o en una casa, o en una misa.
Retórica y franela de la imagen que no quiere pasar, seguir su camino. En el comienzo estuvo esta comprobación luminosa. Y finalmente se impuso, a cada uno y en tiempos distintos, el artista que dice que no entiende lo que hace. Y en algún le contesto: sabe lo que hace el farsante de la ruptura y siempre encuentra lo que sabe hace mil años.
Mejor entonces la «insidiosa pluma» que escribe una carta de admiración, formal, y corta y distante. Mejor que una conversación de adoración, de sumisión biográfica. Misiva y sobre y buzón. No hay más.
Celia tiene ventana, tiene un tercer piso, y mira dirección Constitución, y a veces, en el mirar, rehace unas imágenes de sueños, de enagua a par de medias que dejan muslo al aire, de bombacha a piel, de desnudez a manos que van y vienen, cadena de imágenes ensoñadas, y cada tanto, en movimiento hacia ella o hacia lo exaltado. Emoción contenida del melodrama de las cosas más íntimas.
No tengo que alejarme de la palabra leyenda, clandestina, en mi bolsillo, hasta que se haga frase. No tengo que dejarme enganchar por los lugares comunes del consuelo de mis falsos amigos, enroscadores de víbora del sentimentalismo. Hay una memoria de los olores de patio de inquilinato que trato de no borrar en chaneles de mejores tiempos.Y que no pienso regalarle al primer consejero con diploma.
Ropa de Orlando Romano: saco azul y pantalón gris, camisa blanca o celeste. O saco gris, pantalón azul camisa celeste o blanca. Zapatos marrón derby coñac con suela de goma, en invierno, y zapatos marrones de cuero acordonados con suela.
Casi a repetición o a hábito. Cada uno sabía que vida de perro es condena a dirección vida de ese mismo perro de la leyenda no dorada.
Cuaderno de Luis Cardoso. Alma noble que vuelca a censor, abrir y cerrar de ojos, intoxicado de prácticas retóricas. Mis empleos en el mercado de esclavos me enseñaron a detectarlos. Fui saltando de uno a otro, de anonimato a anonimato, de un deshecho al otro, todo anotado en mis libretas, ahí se reveló el niño julioverne, que sueña en un hall de un primer piso en Barracas. Anclado a ese sueño lo rememoro como un escudo. No renuncio. Después de leer esas páginas de hoy, llego a la conclusión de que mi enemigo es el alma bella con un cheque en su bolsillo. Tuve que abandonar lo que nunca tuve: destreza narrativa y alambique poético.
Traduzco -como negro- un libro de historia de coches franceses.
Sin empleo a más desempleo a menos salida a ventana de café, a conversación con silencio prolongado de mi parte, nada que explicar nada que confiar. Es una guerra, esta, la de anotar en la soledad, y sobre todo estar lejos del rumor de la jauría. Pero estoy en esta ventana y miro hacia Montes de Oca, y pienso en Gloria. Pero Celia durmió anoche en su casa. Ahora estoy solo, logré este momento de la mañana, y me quedo ahí, lo sobo, pero no hasta desconocerme. No. (Sábado 2 de marzo)
Y trato de hablar poco, de evitar ideas generales del tipo soy escritor, o soy ese que también una vez tuvo una pipa cucaracha o que hizo esa hazaña barrial o que leyó todo ese toco o que paseó por un museo de una exposición del maestro del gris tocado de azul o naranja.
Aburrido de los grandes didactas con los que a veces tengo que sentarme.
Cuaderno de Luis Cardoso. Ivana, la pelirroja era la confidente o lo que sea de Orlando. Los veo tomar el 10 y salir para el Botánico, esa lejanía.
En el cuaderno de Marina Tsvietáeva: «Aversión extrema hacia mi cuaderno, – mucho peor que cuando intercambié besos con una crápula – y encuentro que eso me parece repugnante.
Pero mi muralla contra este tipo de besos está justamente en mi cuaderno. Y ahora, estoy sin cuaderno, porque ha sido leído, ( y no ha gustado. – A mí no me gustó.–)» (Martes 4 de octubre)
Crucé una línea barrial – entonces, voy y vengo. Son las 6 de la mañana de esta caminata. Es una rutina madrugadora, un ejercicio espiritual reconcentrado en el irse. A patitas. En un olvido, en un hasta el rencor, más o menos del desasosiego, del miedo, de un desánimo, por Montes de Oca hacia el norte, hasta Caseros, esas calles, esas casas bajas, esos pocos que caminan más rápido que yo. Leí el último cuaderno de Luis Cardoso. Me gustan sus cuadernos, sus notas, las líneas venenosas. Casi siempre habla mal de mí. Y eso me gusta. Los elogios generalmente ocultan muchos insultos, mutan a venganza, infalible. Lo escribe día por día. Hoy lo veo al mediodía y sé que no lo voy a dejar sin cuaderno. Mi toco de nada, el de él. Hay que protegerlos.
La luna se fue, no sé a qué hora, dejó abierto el horizonte, las calles, me las regaló en esta mañana de un pasado remoto a más remoto cada vez que escribo. Nunca estuve tan solo, todos los secuaces o duermen o los duermo, los duermo, están estragados de interpretaciones, están orientados por hechiceros de la berretada y me miran desde arriba, con saberes alejados, enlatados, nos aburrimos recíprocamente y cada uno su orilla, ya caminé muchas cuadras, puse la distancia de la mañana que se abrió a sol, a viento, me paro en el kiosco de diarios, Carlos Pellegrini y Córdoba, ¿entro o no entro a tomar un café?, sí, y me quedo en la ventana de la esquina, y miro todos esos árboles y la luz de la mañana de las cuatro esquinas y no leo el diario que compré, lo pongo en una silla y ahí lo dejaré, trataré de que no me alcance ese teatro de estilo, siempre el recurso de la lectura clandestina, me lo repito cada vez, no abandono esa repetición. O siempre el sonido free en movimiento, inintegrado, irrecuperable, solo solísimo en el círculo de la recontra individualidad clandestina, reventados acríticos o solitarios de alguna caminata o de billares o de la Palermo Rosa. O del solo mirar. Solo es solo.
Ese niño prodigio autodidacta de medianera, que salía de su casa y entraba en el rejunte de la mañana de los negros, que se reeducó de puro cagón que fue, y después se deseducó y ahora no tiene ese miedo desaforado y de opereta a no ser publicado, solo se vuelve a preguntar si aprendió a desertar, a seguir la leyenda. Viento helado y recontrahelado de esta mañana. Ex-amigos que se dejan llamar maestros, patéticos menesterosos del choreo. No sigo. ¿Se entiende que solo es solo solísimo? El viento helado trae y se lleva todo mi odio, oigo el ruido del toldo por la rendija de la ventana, el chiflete viene de la Avenida Córdoba, tengo que estar con gente que me diga cosas reales, algo nimio, cotidiano, no cosas públicas, solo mis citas en el bolsillo activas, y liquidar relaciones con lectores de diarios.
Vi al viejo que subía al colectivo, vendedor callejero de billetes de lotería, bastón, sacó de tweed y una bufanda azul, y un pullover trenzado grueso, zapatillas. Subió en Colombres y Venezuela. Viejo en trance, viejo anunciador de la fortuna, viejo ensimismado agarrado al pasamanos, que baja en Rivadavia y Bulnes.
Y entro en la dimensión viejo y la repaso mentalmente y anoto los nombres de todos los viejos que conocí y hago un retrato mientras miro por la ventana, los pongo en concilio, lo armo y me lo escribo, y aparecen desde el fondo del tiempo, solo me interesan los viejos alucinados, con sweters agujereados, o metidos en pantalones desteñidos, que toman café con otros viejos anónimos que se vuelven cada vez más anónimos y alejados, y los lejísimos en el tiempo llevan zapatillas de paño escocés y buzos té con leche sin mangas azules o grises sobre camisas blancas o leñadoras o sobre una wrangler apolillada de amarillo. O ese que a las cinco de la tarde en punto entra en el café de viejos, es joven todavía, pero tiene cinco mil años encima, me saluda desde una mesa al otro lado del billar, mientras toma vino tinto y le agrega chorritos de soda con el sifón al costado, y un día me dijo: «hay vino y vino con soda».
Son dimensiones, se me arman así, cuando entro en el vacío del tiempo, y empujo el salto hacia afuera, y siento la lejanía que se abre a más, la acentúo hasta lo inconfesable en este momento de las desilusiones, ahora, en este fracaso total que todos se toman en joda, que traducen a comedia, que todos los frilos estragados por la misa de la psicología en todas sus variantes ponen su palabra de consuelo y se van a comer aliviados bajo la parra. ¿Tal vez soy esa clase de idiota que se siente estafado? ¿Todavía ese sentimiento después del Cardenal de Retz? ¿Qué leí si me meto en esa queja? Estoy harto de mí (¿lo dije?), pero no quiero pedirle perdón a nadie, (¿qué hice?), solo escribo para mí, pero me tiento, y me vuelvo ese mendigo remendigo de algún lector (¿o entré en dimensión paranoica?), y vuelvo a las notas, y ya miro ese movimiento de la mañana a partir de las ocho, camiones de reparto, bancarios que entran a las diez, cadetes que llevan mensajes a corredores de seguros en un hotel de Córdoba y Reconquista, lavaplatos que abren restaurantes, diarieros que se levantaron a las cuatro de la mañana, la dueña grandota de la tienda de café que me saluda, «hola Elia», y salgo de los deberes y me mando mensajes cifrados, los anoto, los memorizo, los pronuncio, a mi antojo. Hago lista de amigos dudosos. Liquidación en curso.
Lo perdido: ¿dónde está?
La generación insiste – piso embarrado, más día lluvioso, más hora de un poco de silencio, y justo ahí viene a golpear la puerta, y es carga de caballería tono profético y laborioso, esta nueva banda de analfabetos. Estoy harto de que me objeten todas las lecturas. No respondo. Siempre escribí para mí.
Cuaderno de Luis Cardoso. Elia es un hijo de puta abstemio, amable, solo toma café y habla poco y nunca cuenta nada. Escéptico y vengativo. Y aburridamente literario. Desconfiar. (Lunes 16 de marzo)
El centro de la dificultad, de la confusión es la relación a-vertiginosa con los vírgenes de la lectura, que da «vírgenes del horror» o vírgenes de los detalles y de las voces y de que todo se mueve al mismo tiempo en la cabeza de mis héroes, y en la mía, esa virginidad nos aleja, nos aburrimos recíprocamente, y casi no hablamos de nada, solo gestos de amabilidad acentuados en la hipocresía de la franela amorosa, montaña de palabras que arman frases mentirosas y esa arrogancia de lector de tres al cuarto, pose desdeñosa y descalificadora, donde se les ve toda la angustia del estilo, la fragilidad de las frases hechas, estudiadas, lo fabricado, lo imitado de hormiga. Voy por otra orilla, mansillesca, a veces, o eduardowildeana, ese recoveco. Y miro esas hojas amarillas del tiempo desde el lado de Barracas, y las meto en mi movimiento, y las escribo mientras las miro, no tengo reglas, solo hago líneas, una tras otra, y recuerdo a ese que dijo «carajo de carajo», y lo entiendo un poco más, cada vez un poco más.
Hugo Savino, 2022
Ph/ William Klein / Blurred squares, Paris, 1952