Hacia la guerra total / Entrevista a Cornelius Castoriadis

Para Cornelio Castoriadis, en el imperio soviético el Partido es un cadáver histórico: allí es el ejército quien detenta a la vez el poder y su prolongación ideológica. De ahí se desprenden múltiples deducciones: la gestión de la sociedad no militar soviética es un fracaso, la ideología se ha convertido en un espectro, la burocracia se ha apoderado de todo el aparato estatal y administrativo, el empeño expansionista es una realidad que crece día a día. Frente a esa situación, asoma un Occidente debilitado y sin impulsos, y especialmente unos Estados Unidos incapaces de diseñar una política nacional e internacional mínimamente coherente. ¿Qué hacer ante ese panorama desolador? Castoriadis, que se niega a ser vidente, no formula una respuesta —pero hace algo mucho más provechoso: analiza sin misericordia todas y cada una de las consecuencias que de ahí se desprenden. Esa tarea la hizo primero desde las páginas de Socialismo o barbarie, una revista que fundó con Claude Lefort hace ya varios años, y la continúa ahora en Devant la guerre, un libro del que la editorial parisina Fayard publicó el primer volumen a comienzos de 1981. Castoriadis estuvo en México hace algunos meses; esa oportunidad fue aprovechada por la Revista de la Universidad para conversar largamente con él.

El año pasado usted publicó un libro que se titula Devant la guerre (Frente a la guerra). ¿Por qué ese título tan alarmista?

—Porque hay que enfrentarse a la realidad y a lo que muestra: la confrontación entre las dos superpotencias aumenta día a día. Independientemente de las previsiones que puedan formularse (y yo soy el primero en no formularlas) acerca de si habrá o no una guerra en el sentido literal del término, y de cuándo estallará, lo esencial es comprender que la realidad mundial está marcada por esta perspectiva.  Un ejemplo clásico, en ese sentido, es el enorme problema  —fundamental para la humanidad en este final de siglo— de los países del Tercer Mundo, que está confiscado por, y encerrado en, el antagonismo de las dos superpotencias. Ese Tercer Mundo es una suerte de campo de batalla, y de instrumento, para la lucha entre los dos colosos. Por otra parte, para escribir mi libro partí de un hecho capital: la invasión soviética de Afganistán, a fines de 1979, seguida de cerca por  el hundimiento del régimen del sha de Irán; ambos acontecimientos tradujeron una descomposición casi total de la política norteamericana en la escena mundial. Yo comencé escribiendo un artículo para la revista Libre, que suscitó una violenta discusión en el seno del Comité de Redacción y provocó la suspensión de la publicación. Pero la reflexión que empecé en ese artículo me condujo a retomar el análisis que hacía sobre la URSS desde años atrás —trabajo sobre el caso soviético desde 1944. Siempre pensé que allí está la clave para entender la historia contemporánea. ¿Cómo una revolución que comenzó siendo una revolución socialista pudo engendrar ese régimen que yo llamo capitalismo burocrático total y totalitario? Y también: ¿cómo es posible que un régimen semejante pueda perpetuarse?

Antes de seguir adelante con el tema de la burocracia soviética, me interesa que diga algo sobre la posición de las superpotencias con respecto al Tercer Mundo.

—No creo que se imponga un análisis particular de la cuestión porque ahí las cosas son muy claras. Por un lado, está la actitud de lo que se llama Occidente o, si se quiere, del imperialismo norteamericano. En mi libro yo no insistí demasiado en este aspecto porque lo haré en el segundo volumen, y además porque sus juegos y sus maniobras nos son muy conocidos y no hay muchas revelaciones que hacer sobre ellos. Pero si, no obstante, ahora usted desea que vayamos un poco más lejos, lo primero que debemos hacer es fijarnos en la realidad. Allí observamos que ni desde el punto de vista de los intereses de la humanidad, ni de los del Tercer Mundo, y tampoco del de sus propios intereses, el imperialismo norteamericano (como, por lo demás, todos los países desarrollados) tiene —o puede tener en el corto plazo— una política coherente y eficaz con respecto al conjunto de las naciones subdesarrolladas. Dicho lo anterior, debe agregarse que no es necesario tener una idea demonológica del imperialismo para caer en la cuenta de que su único deseo es mantener o apoyar regímenes casi fascistas en la mayor parte del Tercer Mundo; esa posición es por demás significativa y hasta curiosa porque la verdad es que, si pudiera tener allí sistemas políticos más o menos liberales, y que fueran sólidos, se acomodaría muy bien a ellos —y quizás hasta mejor de lo que lo hace ahora. Pero no quiere ni puede tenerlos. Ahora bien: más allá de las críticas concretas que se puedan dirigir contra los regímenes tercermundistas, es evidente que casi ninguno de ellos fomenta la libertad de expresión, el juego de una oposición organizada, la lucha por la mejora de algunos sectores sociales. Pareciera que el Tercer Mundo tiene vedada la instalación de regímenes políticos como los europeos, o como el japonés o el australiano. Por otro lado, y a partir de 1950, Occidente habla del desarrollo económico de los países subdesarrollados y hasta ha llegado a crear organismos destinados a fomentarlo —pero la realidad demuestra que no hay desarrollo económico y que, en cambio, hay una multitud de funcionarios internacionales que no sirven para nada. La conclusión, entonces, es que en el Tercer Mundo no hay ni desarrollo económico ni liberalismo político. No hay duda de que ambos problemas están íntimamente ligados, pero no es éste el momento de entrar en un análisis minucioso de la cuestión. En todo caso, lo que se percibe, como consecuencia inmediata de la carencia de desarrollo económico, es que las sociedades tradicionales de esos países se arruinan, los problemas de distinta naturaleza se agravan y la gente (o el pueblo o la masa, como quiera llamársele) desea cambiar esa situación —porque hay momentos en la historia en que debe cambiarse un estado de cosas intolerable. Y bien: en ese justo momento, y de manera infalible, el imperialismo norteamericano interviene para sostener y apoyar los regímenes más reaccionarios y autoritarios. Es una historia que hemos visto en todos los tiempos; hubo apenas un pequeño intervalo bajo Eisenhower, que fue roto por Truman, y otro bajo Carter que está a punto de ser roto por Reagan. Es lo que sucede hoy en día en El Salvador, independientemente —que quede claro— del problema propio de El Salvador, que es otro asunto. El resultado de esa política es que quienes intentan modificar una situación injusta, y buscan apoyarse en algún lugar para alcanzar sus propósitos, tienen que recurrir irremediablemente a los rusos.

Lo importante, aquí, sería analizar qué sucede una vez que se logra el apoyo de la URSS. Hay varios ejemplos a la vista…

—Otro modo de ver las cosas es el siguiente: aunque Marx fue un gran pensador, es evidente que la historia enseña que su sistema de interpretación de la sociedad no se sostiene; no obstante, si se toma un país típico de América Latina, o incluso de Africa, parece observarse que la versión más vulgar, simplista y chata del manual de marxismo (escrito, por ejemplo, por el jefe de policía del señor Castro) se confirma allí puntualmente. Es decir: los pobres mueren de hambre, los ricos son más que ricos, la policía está a las órdenes de la clase dominante, el Estado es apenas una instancia que obedece a quienes poseen la tierra y las fábricas y que la Iglesia (a pesar de algunos cambios recientes) es conformista al respetar ese estado de cosas y contentarse con prometer la felicidad ultraterrena. Si en una situación semejante se arrojan esas enzimas que son las ideologías ultras (y aquí pido perdón por simplificar), y esas otras enzimas que constituyen el modelo de organización políticomilitar de corte leninistaestaliniano, el conjunto prende como una bacteria puesta en una solución nutritiva. Si a ese cuadro se añade un grupo muy grande de jóvenes intelectuales desclasados, que hacen estudios y carecen de perspectivas, y que —como jóvenes que son— tienen buena fe y una férrea voluntad de cambio, y los hijos de las clases dirigentes que son englutidos por el régimen bajo el cual sus padres son privilegiados, se obtiene el cuadro político, intelectual y social que sirve de perfecta escenografía a esta historia tan conocida. El panorama que surge de ahí es semejante al que ahora se registra —con mínimas variantes— en Nicaragua o El Salvador. Así, y en la medida en que esa ideología a la que no tenemos más remedio que seguir llamando marxista, continúe gozando de una santa aureola fuera de los países que intentaron aplicarla, y que una vez más parezca ofrecer una clave para explicar determinada situación, no hay que asombrarse de que quienes pelean por un cambio social encuentren en los norteamericanos a sus adversarios directos o indirectos. Esa gente se convierte entonces en aliada de Rusia y ésta la utiliza a partir de ese momento para penetrar en lo que (nominalmente, por supuesto) es el dominio del imperialismo occidental —ya que si existe un reparto del mundo hay que decir las cosas como son. Al menos teóricamente, el llamado Tercer Mundo está dominado por el imperialismo occidental, y en él los norteamericanos hacen lo que los soviéticos en Afganistán o Polonia. Lo que debe destacarse, ahora, es que ese campo está siendo copado por los soviéticos cada vez más.

Usted acaba de decir que el marxismo más chato y vulgar parece comprobarse en la situación política y social de los países del Tercer Mundo. La pregunta es cómo se puede escapar a esa ilusión en países como México, donde existe un desarrollo más o menos avanzado y donde la sociedad no es —por ejemplo— similar a la que podemos encontrar en Africa.

—Esa es una pregunta a la que no puedo responder. O, en todo caso, mi respuesta no será satisfactoria. ¿Qué puedo decir al respecto? Yo sostengo que, tal y como se presenta la realidad mundial hoy en día, no hay lugar para una solución eficaz de los problemas del Tercer Mundo. Está atrapado en un círculo vicioso: o bien no se desarrolla económica y políticamente, y eso por las razones que acabamos de enumerar, o bien cae bajo la dominación de los rusos —lo que es otro horror. Pensemos en el caso de Vietnam: es un campo de concentración gobernado por una sociedad militar miserable, y allí lo único que funciona —como máquina de exterminio— es el ejército. Esta no es, entonces, una solución para los países tercermundistas. ¿Puede haber una solución distinta en países como México o Brasil? Yo no lo sé. Digamos que en Africa la situación parece sin salida. Pero ya sabemos que hablar de Tercer Mundo es una simplificación monstruosa: América Latina es muy diferente de Africa. La pregunta clave sería ésta: ¿en América Latina puede existir un movimiento popular capaz de mantenerse independiente de los dos grandes bloques? Ese es el enigma mayor.

El golpe de Estado polaco de diciembre pasado fue perpetrado por el ejército, y hay quienes hablan de una semejanza entre ese golpe y los innumerables que se han cometido en América Latina. ¿Qué conclusiones se pueden sacar de ahí?

—No es posible hacer una asimilación absoluta. Pero en cambio sí se pueden —como usted señala— sacar algunas conclusiones provechosas. En América Latina, los regímenes militares aparecen (y aquí voy a hablar de lo que sé, o de  lo que creo saber) como el último recurso de una sociedad en crisis y también —y por razones diferentes en cada país— como el resultado de una situación en la cual el ejército ha sido impulsado a jugar un papel en la solución de los conflictos políticos, ya sea para enmascararlos o para triturarlos —y eso con la ayuda de las capas dominantes de la sociedad. Allí se instala entonces una dictadura militar férrea y comienza ese terror policial que emplea la tortura y que hace desaparecer a sus adversarios. Pero en esencia —y perdóneme por decir esto— nada de eso es novedoso. En cambio, en Polonia asoma algo diferente…

… Aparece una novedad

—Sí. ¿Cuál? Allí pudimos observar la existencia de una sociedad burocrático-totalitaria en la cual el poder y la dominación estaban ejercidos por el Partido Comunista o, más exactamente, por la burocracia que se aglomera en torno a él. Como antes en 1950 0 1962, el cuerpo social se rebela contra ese régimen, y lo hace de una manera fantástica: en forma pacífica, sin violencia alguna (los muertos aparecieron después del golpe de Estado), con un enorme sentido de la unidad nacional. El golpe de Estado barre con ese movimiento. ¿Qué se confirma? Se confirma el fracaso, la bancarrota y la decrepitud del Partido Comunista. Se trata de una bancarrota ideológica, práctica y moral (porque debe recordarse que se revelaron los privilegios de que gozaba la Nomenklatura: el robo organizado de los dineros del Estado, las villas privadas con piscina, etc.). Y, al mismo tiempo, y como dije, se comprobó un fracaso total en el campo de la política organizativa porque observamos cómo ese Partido, hasta el 3 de diciembre pasado, no acertó a diseñar una línea política coherente ni a organizar un equipo eficiente para enfrentarse a una situación extrema. Y aquí no estoy hablando de los intereses humanitarios que pudo tener con respecto a la sociedad polaca, o de un proyecto que contemplara la vigencia de las libertades elementales de los ciudadanos. No. Estoy hablando desde el punto de vista exclusivo de los intereses de esa misma burocracia. En fin, estos rasgos  muestran un grado de descomposición sumamente avanzado. Pienso que esa descomposición existe en todos los países  dominados por ese sistema político —con una diferencia en  el caso de Rusia que analizaremos de inmediato. Lo importante es subrayar, aquí, que la toma del poder por el ejército polaco fue el último recurso para salvar un régimen frente a la bancarrota total del Partido que lo encarnaba. La conclusión que extraemos de ahí es que, de rebelarse los pueblos del Este tal como lo hicieron los polacos, el remedio a aplicarse sería exactamente el mismo. Hay otra conclusión que  se impone: si alguien puede salvar a esos regímenes de su  fracaso, ese alguien es el ejército. Desde este punto de vista  hay una similitud con lo que ocurre en Rusia: allí también el  Partido está en bancarrota y no se puede hablar de una ideología porque ya no se sabe qué quiere decir esa palabra. Cuando en México se dice, por ejemplo, que hay gente que se adhiere a la ideología marxista se dice —también— que  cree en esa ideología. Cuando se habla de los liberales se admite que, aunque sea con mala fe, hay quienes creen que la libertad de mercado y las elecciones democráticas contribuyen a un progreso continuo de la sociedad. Nada de eso sucede en Rusia porque nadie cree en la ideología comunista.  Ese es un dato seguro y cierto. La ideología se ha convertido en una simple cobertura de palabras, en una letanía retórica  fatigosa y que tiene sólo un valor de código, de señal —un  lenguaje, entonces, que carece de significación verdadera. Lo que queda es, por un lado, una ideología difunta y, por otro, un Partido que no tiene ningún proyecto viable (en  tiempos de Stalin los proyectos eran delirantes y absurdos, pero existían: por ejemplo, aquella «transformación estalinista de la naturaleza», que nadie supo nunca qué quería  decir, y en la época de Kruschev se sostenía que se iba a superar a los Estados Unidos comiendo más verdura). Ya no queda nada de eso. El nuevo plan económico promete un  crecimiento de la producción nacional de un 4%; pero ya se ha alcanzado un 3% y hay que aclarar que Giscard d’Estaing trepó a un 5%. De ahí se desprende que las autoridades no tienen nada que proponer —ni a sí mismas ni al pueblo. Con una sola excepción: eso que llaman la «victoria mundial del socialismo» —es decir: la dominación mundial del imperialismo ruso. Y, dentro de la sociedad rusa, hay un sector que está capacitado para llevar adelante esa tarea: el ejército.

¿Es ahí donde surge y se consolida eso que usted llama «estratoburocracia»?

—Empecemos por señalar que el ejército ruso no es un ejército como los otros. Porque cuando decimos que allí el Partido está decrépito debemos ver cómo se traduce eso en los hechos: en la muerte de la ideología, en la pésima gestión de la sociedad no militar. El Partido tenía un trabajo que hacer: lograr que la sociedad y la economía funcionaran —y  no lo logró. No olvidemos que este año, y por tercera vez consecutiva, se van a importar cincuenta millones de toneladas de cereales, que la carne está racionada, que en Moscú  no hay cerveza, que los supermercados exhiben una mercancía que cualquier tienducha francesa tendría vergüenza de  mostrar. Esa es la sociedad no militar, y ésa es la obra del Partido. Como decía Jesucristo: «por sus frutos los conoceréis»… En cambio, y cuando nos trasladamos a la producción militar, nos encontramos con un panorama muy distinto. Los rusos no pueden exportar competitivamente ni transistores ni aparatos fotográficos ni camisetas. Pero hay un campo en el que sí son extremadamente competitivos: el de la bomba H, los submarinos nucleares, los satélites militares, las divisiones blindadas. Todo eso lo hacen de manera óptima, y la pregunta inmediata es por qué razón sucede así. Hay una respuesta evidente: consagran a esa tarea una parte enorme de los recursos del país. De ahí que la organización de la producción militar tenga sus propias normas: allí existen las llamadas empresas cerradas, en las que los obreros son privilegiados al estar bajo un régimen especial y bajo estímulos que van desde lo económico a lo descaradamente nacionalista. Esos rasgos hacen que la sociedad militar (que cuenta con unos 25 millones de empleados sobre un total den140) sea una sociedad aparte dentro de Rusia. De ahí ha surgido, en el espacio de los últimos veinte años, una formación histórica nueva, desconocida, que no se parece en nada ni a los cuerpos pretorianos romanos ni a las dictaduras latinoamericanas. Es un nuevo animal histórico. Aquí debe señalarse que es este sector de la sociedad el que realmente domina la escena rusa, y eso no sólo en las decisiones cotidianas o más banales: lo hace imponiendo las grandes empresas y proyectos a corto y largo alcance. Avasalla el presupuesto nacional, orienta la política internacional. Desde este punto de vista, entonces, es claro que no se puede hacer una comparación entre la estratocracia rusa y el golpe de Estado de Jaruzelski en Polonia. La infraestructura no es la misma.

¿De ahí se desprende la necesidad que tienen los Estados Unidos, y Occidente, de rearmarse?

—Jamás dije, ni diré, que Occidente deba rearmarse. En principio, porque mi papel no es decir a los gobiernos capitalistas lo que deben o no hacer. Dicho lo anterior, nadie pensó nunca, cuando Estados Unidos contaba con la supremacía nuclear absoluta —y eso fue durante casi veinte años—, que Rusia debía nuclearizarse «antes de que sea demasiado tarde». Nadie lo pensó, y con razón —con excepción de algunos personajes un poco raros que, por lo demás, no contaban con ninguna oportunidad de hacerse escuchar. ¿Por qué esa actitud? No porque se atribuyera cualidades morales superiores al Pentágono. Simplemente (y es aquí donde el marxismo tradicional se convierte en un fantástico aparato del pensar falso) porque los Estados Unidos no son sólo un país capitalista e imperialista. Yo lo llamo una oligarquía liberal. Eso quiere decir que allí hay controles, un presupuesto, una cosa pública, acciones y reacciones por parte de la población. Y eso quiere decir, sobre todo, que allí los gobiernos no pueden hacer lo que se les antoja y en cualquier momento. Olvidamos con rapidez quién frenó la guerra de Vietnam: la opinión pública, el pueblo norteamericano, los estudiantes, los soldados. Esta situación siempre está presente en los Estados Unidos —como en Europa occidental. Pero no existe en absoluto en Rusia. La decisión de desencadenar un ataque nuclear preventivo está en manos de una decena o veintena de personas que dirigen el Establishment ruso, y que no tienen por qué dar cuentas a nadie o preocuparse por lo que sucede en el interior del país.

Entonces, ¿entre la «estratocracia» rusa y la «oligarquía» norteamericana, la primera es la más peligrosa?

—La mayor parte de la gente «de izquierda » está dominada por la teorización marxista según la cual un régimen se define esencialmente por su economía. Es decir: los países occidentales son capitalistas, y todo lo que allí sucede en el plano de la política no es más que secundario, decorativo. Hay una estructura de clase y, por lo tanto, esos regímenes deben combatirse incondicionalmente. Esta es una posición falsa. ¿Cuál es la realidad? Desde el punto de vista de la teoría política, esos regímenes son efectivamente oligárquicos. Pero si se habla de las sociedades, se debe reconocer que no son sociedades pura y simplemente capitalistas. Si lo fueran, sería el mundo de Tiempos modernos, de Chaplin, sería el régimen totalitario, surgido de la organización de la fábrica y extendido al conjunto de la sociedad. Pero eso es falso. ¿Por qué? Porque esas sociedades son bastardos históricos que vienen tanto del desarrollo del capitalismo como de todos los movimientos liberadores y emancipadores que comienzan ya en el siglo XIV en las ciudades europeas y que adoptan todas las formas de lucha que ya conocemos (comprendida la de los movimientos religiosos). Hubo las revoluciones inglesa, francesa y norteamericana, y hubo un gran movimiento democrático revolucionario que dura desde hace siglos y que hizo que esas sociedades no devinieran simplemente lo que sus economías querían. Esas sociedades no podían convertirse en sociedades puramente capitalistas —lo que habría querido decir: totalitarias.  

  —¿Cuál debe ser la posición de Occidente, y especialmente de Estados Unidos y Europa, frente a la URSS?

 —Esa ya es otra historia. También aquí se observa cómo los caminos tradicionales resultan inoperantes. En Francia, por ejemplo, el gobierno se dice antiimperialista, pero a la vez la realidad enseña que se encuentra frente a otro imperialismo —  que a su vez representa una amenaza mortal. ¿O no? 

Sí, y de ahí mi pregunta.

 —¿Qué hacen los gobiernos occidentales ? No llegan a formar siquiera una verdadera alianza. Frente a eso, es evidente que Rusia tiene la iniciativa en todos los campos de la política   internacional : cada vez que hay un conflicto o una confrontación, los rusos se inmiscuyen y ganan posiciones estratégicas. Eso nunca se vio hasta ahora, y constituye una ventaja enorme en un momento de crisis. En cambio, y frente a esa situación, ¿de qué disponen los occidentales? De la superioridad económica y tecnológica. ¿La emplean? No. ¿Por qué? Es difícil de precisar, pero yo lo explico por lo que llamo la descomposición de la sociedad occidental, en la que se confunden todas las clases, y en particular la de sus aparatos políticos directivos. ¿Qué es lo terrible de este asunto? Desde hace tiempo está claro que el imperialismo occidental, y el norteamericano, son como un viejo señor rico que ha comido demasiado, que ya tiene el vientre abultado, y que está ganado por la gula y la desidia. Ese señor sólo quiere conservar su situación y no complicarse la vida. Frente a él se sitúa esa suerte de monstruo en expansión que es la sociedad rusa. ¿Qué se puede hacer? La línea general de la política rusa es fácilmente detectable: consiste en acumular armamentos de toda clase —a tal punto que el asunto de la disuasión se ha convertido en un mero chiste. Sin duda llegará un momento en que los norteamericanos deberán reaccionar y, en ese exacto momento, y dado que no movieron un dedo hasta entonces, los rusos ganarán la guerra total o bien habrá una capitulación por parte de Occidente. La única salida para una situación como la actual es que se produzca una explosión social dentro del sistema ruso.

 —Por eso Polonia tiene el valor de un signo.

  —Así es. Pero ahí también se aprecia hasta qué punto los gobiernos occidentales están descompuestos…

 —Lo que le da la razón a usted: la única salida es la rebelión de los pueblos que están sometidos al imperialismo soviético.  

 —Ocurre eso o de lo contrario habrá una victoria de los rusos sin que sea necesaria una guerra: la neutralización de Europa sería una primera etapa de ese proceso. Por lo demás, la idea de una tercera vía, como la que propone Francia actualmente, es una ilusión. Dado el actual estado de cosas, se trata apenas de deseos piadosos. Porque debe admitirse que no es un azar que Estados Unidos tenga una política irracional incluso desde el punto de vista —como decíamos — de los propios intereses imperialistas norteamericanos. Si no es del todo cierto que fueron los norteamericanos quienes arrojaron a Cuba en los brazos de Rusia, es verdad que están en camino de arrojar en ellos a Nicaragua. No se trata de un azar, no: es el resultado de la descomposición de la sociedad norteamericana. No hay ninguna instancia en el régimen norteamericano capaz de elevarse a eso que un marxista llamaba el punto de vista de los intereses generales del sistema dominante. Lo que allí prevalece es la United Fruit, los lobbies militares que venden aviones y seducen a los coroneles. Es tal o cual firma, y son los diferentes clanes de la C.I.A., que tienen cada uno su dictador preferido. Tomemos el Africa del Sur. Cinco millones de blancos y dieciocho millones de negros prácticamente mantenidos en un estado de esclavitud. Una especie de inmenso campo de concentración para los negros. Allí hay un movimiento negro, que tiene sus altas y sus bajas, pero que parece ganar en importancia. Un día u otro, esos negros se sublevarán —al menos eso hay que esperar y desear. Los blancos están tan armados como es posible estarlo. Y los negros tendrán necesidad de armas. ¿Quién se las dará? La administración norteamericana está alineada, como nunca, con el gobierno de Pretoria. ¿Qué pasará? Los negros pedirán armas a los rusos, que estarán encantados de dárselas. iEl cuerno de Africa como base militar rusa cuenta  mucho en la relación de fuerzas mundial! En ese momento, se nos pedirá —en nombre de la democracia y la libertad— que apoyemos al régimen de Pretoria contra los negros, ya que éstos tienen armas rusas… Esta es, además, una de las razones por las cuales me niego a entrar en el razonamiento siguiente: ¿hay que apoyar un esfuerzo de guerra absoluta  en Occidente? ¿Qué quiere decir que la guerra contemporánea es un fenómeno total? En Francia, por ejemplo, quiere  decir que para que haya una dirección militar coherente es  necesario registrar el cuarenta por ciento de la población ya  que ese es el porcentaje de franceses que, en un momento u otro, fueron miembros del Partido Comunista. Eso implicaría la transformación de una serie de países (España, Italia,  etc.) en regímenes semitotalitarios —para combatir otro régimen totalitario. Eso es absurdo, inaceptable, no viable.

¿Usted cree que el pueblo europeo es consciente de su descomposición social y moral?

—Pienso que en alguna medida sí —pero que a la vez participa de esa descomposición. Por eso yo hablo de una des-  composición en la que se confunden todas las clases sociales. ¿Cuál ha sido la característica principal de la sociedad occidental en la historia de la humanidad ? Que, desde hace cuatrocientos años, en esa sociedad hubo siempre un conflicto  político-social al existir una fracción de ella que deseaba  cambiar las cosas y proponía otras instituciones y orientaciones, y otra fracción que era reaccionaria, conservadora y  hasta retrógrada. En la actualidad, y en los países occidentales, no existe un conflicto de esa naturaleza. ¿Cuáles son, por ejemplo, las diferencias entre la política del canciller Schmidt y la de los demócratacristianos en Alemania Occidental? No las hay. Los socialistas llegan al poder en Francia y  hablan de un «cambio», ¿pero donde está ese cambio? Con excepción de las nacionalizaciones, que además es una medida muy peligrosa, ¿qué otra innovación pueden proponer? Ni la descentralización ni la abolición de la pena de muerte configuran un »cambio» profundo en la sociedad.

La pregunta pertinente sería: ¿cuál es la línea de  partición entre el socialismo mitterrandista y la socialdemocracia?

—No existe una línea semejante. Hay que agregar, además, que al comienzo, cuando la socialdemocracia hacía verdaderas reformas sociales, cambiaba mucho más cosas de las que ahora cambian los socialistas: la legislación social, la seguridad social, las cuarenta horas semanales de trabajo.

Aquí deseo preguntarle por qué el intelectual, tanto en América Latina como en Francia, tiende a pensar ideológicamente —es decir: amparado en una ideología.

—La pregunta es importante. No tengo una respuesta inmediata. Mi primera reacción es decir que al fin y al cabo todo el mundo moderno, a partir del siglo XVIII, ha sido un mundo dominado por la ideología. Un mundo de pensadores que buscaron crear sistemas de explicación total y que, al mismo tiempo, pretendían dar respuestas a los problemas de la sociedad. Pero, ¿qué quiere decir eso de que los intelectuales tienden a pensar ideológicamente? En última instancia, que continúan atados al marxismo. Y creo que continúan atados por muchas razones. Están primero los pueblos que tienen la ilusión de que el marxismo ofrece una interpretación completa del mundo: la ilusión de que se ha encontrado la respuesta que explica lo que ocurre en la realidad, que muestra lo que va a ocurrir y que en esencia garantiza una salida feliz. Ahí asoma el carácter mesiánico de la ideología marxista: después de todo, el comunismo promete una sociedad de la justicia y la abundancia que estaría garantizada por las leyes de la historia. Pero hay otra cosa: la situación contemporánea, tanto la real como la espiritual, es de una complejidad inmensa y muy desalentadora, y si uno quiere ser libre y sincero a la vez debe reconocer que hay un trabajo enorme por hacer, que debe realizarse poquito a poco, y que por lo demás las certezas son escasas, casi inexistentes. En respuesta a ese desaliento, habría que ser cada vez más responsable y saber poner la vida intelectual en nuestras propias manos. Pero los intelectuales no son distintos a los otros seres humanos. Prefieren someterse a una autoridad (al padre Marx o al tío Castro) que detente un poder real. Y aquí tropezamos con una característica muy desagradable, y poco digna, del intelectual: su tendencia —frente a lo que le parece una falta de contacto con la realidad— a adorar el hecho consumado y el poder. La fascinación que ejerce el poder sobre el intelectual es infinitamente mayor que la que ejerce sobre un obrero o un campesino. De ahí que esté siempre dispuesto a someterse a un poder. Y cuando el gobernante se llama a sí mismo un gobernante revolucionario, entonces el intelectual está dispuesto a hacer reverencias. Sartre es el ejemplo más notorio.

Aun cuando usted cree en un cambio social, buena parte de sus conclusiones sobre la Unión Soviética coinciden con las de Raymond Aron, que ha escrito siempre desde el punto de vista de un liberal.

—Es cierto, y no hay por qué asombrarse de que así sea. Aron ha hecho la crítica del sistema soviético desde el punto de vista liberal, como usted señala, y al mismo tiempo, y como hombre inteligente que es, comprendió muy pronto lo que había detrás de las apariencias rusas. Su posición fue desdeñada cuando el ambiente intelectual estuvo dominado por los marxistas o paramarxistas, o por los marxistas estructuralistas y los seguidores de la horrible construcción de Althuser. Cuando ese mundillo entró en crisis (a partir de la publicación de Agosto 1914, de Solyenitzin, que tuvo el poder de una detonación), Aron fue reivindicado, y como es una persona decente, respetable y aguda, cuenta ahora con una gran audiencia. La otra cara de la moneda es que Aron no tiene nada que proponer. A mi entender, está encerrado dentro de una crítica lúcida de ciertos aspectos de la realidad. Aquí no debemos olvidar que el liberalismo está agotado históricamente. ¿Qué podemos hacer con él hoy en día? Ya vemos su caricatura en los Estados Unidos: Reagan está a punto de llevar la economía a la catástrofe, reduce a los viejos y a los jubilados a la miseria, y todo eso para acumular armas que no sirven para nada porque no hay una concepción estratégica para emplearlas. El drama de nuestra época es que esos dos hermanos gemelos y enemigos (el liberalismo y el marxismo), que tienen una misma madre (el capitalismo occidental), se encuentran al final de su camino. Ni los liberales ni los marxistas tienen nada que decir sobre lo que realmente importa hoy en día. Ni sobre lo que debe hacerse con la sociedad ni sobre cómo enfrentar el peligro de una guerra. Son dos ideologías fracasadas.

Danubio Torres Fierro, 15 de julio 1982

Publicada originalmente en la Revista de la Universidad de México / https://www.revistadelauniversidad.mx/

Ph / Misha Gordin