Las represalias de la Esfinge / Léon Bloy

¡Edipo creía haber vencido este monstruo inmortal! Creyó haberlo vencido para siempre y, a causa de su victoria, los estúpidos tebanos hicieron de este adivino de pies hinchados, este ciego terrible, incestuoso y parricida un rey y casi un dios.

Hace casi treinta siglos que el espíritu de los hombres se nutre de este símbolo, el más completo que nos dejó la antigüedad griega. En su irremediable caída de las praderas luminosas del Edén y en sus deslices sucesivos, el animal racional retuvo siempre la idea de una adivinanza fundamental cuya solución inesperada otorgaría a las cucarachas sutiles que la descubriesen el imperio del mundo.

Si me hubiesen dado manos de profanador y pudiese olvidar la horrible estupidez de la mayor parte de los que me leen, temería menos tratar este asunto terrible. Es, tal vez, lo que más me inquieta. Pero sosiégate, corazón mío: nadie entenderá nada. Si lo digo todo, los penetrantes lo tomarán por simple palabrería, y si hablo con reservas, los penetrados afirmarán que estoy congénitamente inclinado a una exageración deplorable.

“¿Alguien quiere ver a Cleopatra en su cama?” ¿Cleopatra muerta y putrefacta? ¿Alguien leyó el último libro de Huysmans, obra mórbida y desoladora cuyo título, A contrapelo, no muestra, desgraciadamente, la escalofriante profundidad espiritual y la sorprendente energía de reprobación en nombre de los ideales destrozados?

¡Y bien! Huysmans, el naturalista, el autor de Las hermanas Vatard, el colaborador de Zola y su repugnante caterva en Las veladas de Medán, se presenta como el único capaz de lamentarse hoy por la difunta espiritualidad cristiana. Se trata de algo infinitamente inesperado, infinitamente sorprendente. Se trata, tal vez, de algo que jamás hubiéramos imaginado. Pero es lo que es, ¡y Dios sabe con cuánta intensidad!

Su libro, una especie de autobiografía lapidaria en forma de epitafio, denuncia a cada página la nada, la irreparable nada que constituye cada una de las columnas sobre las que nuestro viejo psiquismo aparenta sostenerse todavía. Dado que, “como un maremoto, las olas de la mediocridad humana están subiendo hasta el cielo y van a sepultar todo refugio”; dado que, a pesar de las mentiras modernas, las almas superiores no encuentran ningún consuelo en la universal mugre contemporánea; dado que, finalmente, estas inteligencias desgraciadas han perdido hasta el recurso escalofriante del pesimismo altivo y despreciable, y que “sólo la imposible creencia en el futuro podría darnos algo de tranquilidad”, ¿qué hacer? ¿Qué diablos hacer? Con todo, no podemos enfundar el disgusto y volver a la pocilga de los cerdos. Es, por lo menos, tan imposible como creer en nuestro futuro.

La Esfinge ha vuelto mil veces más formidable. Esta vez, su adivinanza no se refiere al hombre sino a Dios, y ningún Edipo se presenta para resolverla. Todo lo que alimentaba la infancia de los pueblos resulta ahora insuficiente y desvaído. Teología, filosofía, arte y literatura son cada vez más impotentes e insípidas. La vieja silicua de la esperanza se pudrió en la palangana racionalista y ahora el fruto delicioso y nutritivo se niega a crecer.

Los gigantes del progreso improbable y los rufianes de la política no parecen estar hechos para prodigarnos consuelo, y sus renovadas charlatanerías no pueden ejercer, sobre el infrecuente hombre veraz, más que una acción puramente detergente. No hay ilusión que pueda sostenerse: o nos atracamos como bestias o contemplamos el rostro de Dios.

No veo entre nosotros un libro que declare esta alternativa con tanta decisión y de manera tan angustiante. No hay una página de A contrapelo donde podamos reposar o detenernos a tomar aire con un semblante resuelto. El autor jamás nos ofrece esa comodidad. En este desfile caleidoscópico de todo lo que puede interesar en cierto grado al pensamiento moderno, no hay nada que no sea pálido, despreciado, vilipendiado y maldecido por este misántropo que demanda perdidamente un Dios y que no se conforma con el hombre infame que ve por todos lados. A excepción de Pascal, nadie había exhalado semejantes lamentaciones.

Aun así, Pascal tenía un Dios ideal que era, después de todo, el invisible samaritano de su desamparo que sanaba sus heridas. Por lo demás, perteneció a un siglo donde todavía corría algo de las fuentes de leche de la Edad Media, y por eso ignoraba las debilidades y los descascaramientos del nuestro. Tuvo al alcance el emoliente de ciertos pasatiempos intelectuales. Fue jansenista y admiró a Montaigne. Algunas veces se sosegó, no sin cierta cierta complacencia, con este candoroso comerciante de preservativos filosóficos.

Con Huysmans, nada de eso: estamos en el extremo opuesto. Para este iracundo, ni el catolicismo ni la presencia real de la eucaristía son suficientes. Lo que necesita es la presencia sensible, algo que él mismo no dice y que, tal vez, él mismo ignora. Es el nuevo y extraño mal de las inteligencias superiores en este fin de siglo misteriosamente excepcional. Ya no quieren un Dios escondido. Empiezan a querer un Cristo visible a los ojos del cuerpo, sorprendente, fulgurante, terrible, incontestable. Se dice que los hombres que vivieron en Jerusalén o en Galilea durante los primeros años de nuestra era pudieron ver a Aquel que los cristianos adoran y que la Iglesia católica llama Dios hecho hombre y Padre de los pobres; que indudablemente fue más fácil para ellos creer en Él y que la innumerable multitud que vino más tarde, subida a la pendiente de los siglos, echada a los surcos mugrientos de la historia, machacada por todos los brotes homicidas de la filosofía o del escándalo, debe haber tenido infinitamente más mérito por entregar su corazón y su razón.

Es esto mismo lo que dicen desde hace medio siglo todos los libros con un átomo de poder o generosidad. Lo dicen de una u otra manera. A menudo, incluso, lo dicen sin darse cuenta, porque se trata del estremecimiento profundo del mundo, como si algo inmenso e inaudito estuviese llegando por fin.

En efecto, nunca las teorías humanas sonaron tan huecas como ahora; nunca las fórmulas del arte fueron más vanas e irritantes; nunca el sentimiento religioso sufrió una pérdida tan prodigiosa; nunca el rico fue más egoísta, más ingenuamente cruel, ni el pobre más ferozmente impaciente; nunca, en fin, se dispuso a través de la guerra o por el tráfico sórdido de todas las facultades del ser pensante una tierra menos sostenible y una humanidad más demoníaca.

En verdad, es esto lo que se desprende del libro sorprendente de Huysmans, antes naturalista, ahora espiritualista hasta el misticismo más ambicioso. De este modo, la distancia que toma del crapuloso de Zola es la que tendrían todos los espacios interplanetarios acumulados abruptamente. Y si no, lean el epígrafe derogatorio y altivo de su libro.

Está incluso el detalle significativo de que des Esseintes, el excepcional personaje ficticio de A contrapelo (que no es más que el testaferro literario del autor), se vuelve eremita para escaparse de los manoseos impuros y las promiscuidades denigrantes de la vida social. No es ni San Pafnucio ni San Antonio. Tampoco golpea su carne en soledad. ¡Nada de eso! Pero huye del rostro de los hombres, siente ansiedad por una Esencia superior y eso lo vuelve un fiel anticipo del eremitismo.

La forma literaria de Huysmans recuerda esas orquídeas inverosímiles de la India que hacen soñar tan profundamente a des Esseintes, plantas monstruosas con exfoliaciones imprevistas, con floraciones inconcebibles, con una forma de vida orgánica casi animal, actitudes obscenas o colores amenazantes, algo así como apetitos, instintos: casi una voluntad.

Aterra su fuerza contenida, su violencia reprimida, su vitalidad misteriosa. Huysmans aprieta ideas en una sola palabra y comanda un infinito de sensaciones a aguantar en la cáscara apretada de una lengua despóticamente doblada por él mismo hasta las últimas exigencias de la más irreductible concisión. Su expresión literaria, siempre armada y preparada para el desafío, no resiste ninguna coerción, ni siquiera la de su madre, la Imagen, a la que ultraja ante la menor veleidad de tiranía y a la que arrastra continuamente, por los cabellos o los pies, por la escalera amarga de la sintaxis horrorizada.

Después de esto, ¿qué importa la multitud de contradicciones o de errores que tapizan, como vegetaciones anormales, el fondo de un libro donde se vuelca, como en la napa de un golfo maldito, todo el inmenso azul del cielo? ¿Qué importa, por ejemplo, que el idiota arrogante de Schopenhauer sea casi igual al autor de la Imitación? ¿Que, por la más incomprensible de las repugnancias, Joseph de Maistre sea juzgado aburrido y vacío, y que se lo ponga debajo de ese académico plumajero que es el Sr. Falloux?

¿Qué importa que imbéciles dementes como Mallarmé sean adorados en el desierto por este hebreo en pleno éxodo, mientras que nos presente a Barbey d’Aurevilly como un sádico y un charlatán sacrílego? Esta última idea es un resto del viejo drenaje naturalista del Sr. Zola, de quien el autor viene apenas de separarse y del cual muy pronto ya no tendrá, espero, más caca sobre su talento ni sobre sus consideraciones.

¡Un escritor con tanta salud que se pudo elevar, absolutamente solo, hasta la concepción mística de la felicidad más allá del tiempo —no obstante su embrutecedora educación literaria—, y que muestra a esta escuálida sociedad contemporánea, tan persuadida de haber escalado hasta el Misterio, el busto rígido y aterrador de la Esfinge eterna! Me alcanza con haberlo visto antes de que todo desaparezca.

Bloy, Léon. “Huysmans et son dernier livre” en Sur la tombe de Huysmans. París, Collection de curiosités littéraires, 1913.

Traducción: Nicolás Caresano.

Ph / Coll-Toc, Joris-Karl Huysmans, 1885