La terrible felicidad de leer a Dovlátov / Laura Estrin  

Dovlátov en el prólogo a La zona escribe que los lectores de rusos “sabemos detectarnos entre la multitud y somos proclives a establecer enseguida grandes lazos de amis­tad basados en la pasión común”. Un personaje de Los nuestros había dicho: “Tu padre es un romántico. De niño leía mucho. Yo, en cambio, al revés, crecí completamente sano”.

La escritura de Dovlátov es mágica: sin proyectos, sin maniobras destempladas, nos va encantando. Profunda­mente verdadera, biográfica, una literatura profundamen­te autorreferencial, indisociable de su existencia. Dovlátov lo dijo mejor: “Odio mi disponibilidad a afligirme por pe­queñeces. Desfallezco de miedo ante la vida. Y, sin embar­go, esto es lo único que me da esperanza. Lo único por lo cual debo agradecer al destino. Porque el resultado de todo es literatura”. Y nos asombra con una obra simple que se basta en esa creencia literaria, como cuando cuenta cómo sufre, en La Reserva Nacional Pushkin, de ver maltratar la memoria del autor nacional; en sus Cuadernos de notas dijo: “La peor desgracia de mi vida ha sido la muerte de Ana Karénina”. Cuadernos que salieron de Rusia para ir a EEUU, donde anotó: “Recuerda, viejo. Donde hay vodka, allá está la patria”, cuando en realidad sabía que: “Noso­tros no vivimos en América, sino en la emigración”. Así, en La maleta, en esa elocuente literatura de ejemplos, nos dijo que no hay nada para llevar cuando de la patria hay que irse: “Yo he cruzado el Misissippi a nado. Y esto es lo que escribo a Leningrado. En mi opinión, sólo por esto ya valió la pena emigrar”.

Autor de una sola obra, singularmente humana, rusa. Un autor que escribió en Los nuestros: “El silencio posee un enorme poder. Habría que prohibirlo”. En la tradición de Chejov (“Puede uno postrarse ante la inteligencia de Tolstói. Sentirse admirado por la elegancia de Pushkin. Valorar las búsquedas morales de Dostoievski. El humor de Gógol. Y así sucesivamente. Y no obstante, al único a quien quisiera parecerme es a Chéjov”), en la de Bábel, la literatura rusa no necesitó raros procedimientos, ni permi­te hablar de tipos o géneros, es mucho más que eso, es un mundo. Ya Shklovski sabía que no se podía decir dónde empezaba la vida y donde terminaba la ciencia o la litera­tura. Hablamos de una literatura inocente que sabe más de lo que desea saber, una literatura trágica.

Dovlátov es un autor que vio y no tuvo entonces nece­sidad de explicar: “Yo también miré por una rendija. Solo que lo que vi no era la riqueza, sino la verdad”. Así recorre el Gulag: “El mundo era horrible. Pero la vida seguía. Es más, las dimensiones habituales de la vida seguían igual. La proporción de bien y mal, de pena y felicidad, perma­necía inalterada”. Bien claro añade más adelante: “No me dedico a escribir bosquejos fisiológicos; y a fin de cuentas, tampoco escribo sobre la prisión ni sobre los zeks. Lo que quería era escribir de la vida y de la gente. No invito a mis lectores a ningún museo”.

Autor sencillamente claro, vital, que no complicó nada, solo transpuso la ferocidad cercana: “La vida sigue, aun cuando en esencia no exista”. Pero al no enredarse ni ex­plicarse pudo escribir lo importante, lo múltiple: “Lo que pasa alrededor de nosotros no es importante. Lo importan­te es cómo nos experimentamos ante ello. En la medida en que cualquiera de nosotros realmente es lo que siente ser. Me sentí mejor de lo que hubiera cabido esperar. Comencé a tener una personalidad dividida. La vida se transforma­ba en material literario… La carne y el espíritu existían aparte. Cuanto más se desanimaba la carne, más insolen­te irrumpía el espíritu. Incluso cuando sufría físicamente, me sentía bien. El hambre, el dolor, la angustia: todo se convirtió en material para mi conciencia incansable”. Au­tor sin retorno (leerlo es no poder soportar más libros idio­tas), sin comodidad, en vigilia constante: “De hecho, yo ya estaba escribiendo. Mi escritura se convirtió en un anexo a la vida. Una adición sin la cual la vida se habría vuelto completamente obscena. Sólo faltaba pasar todo esto al papel. He intentado encontrar las palabras”.

Dovlátov encontró el modo de decir lo difícil, lo triste, lo terrible, lo duro: la risa siempre le quedó cerca: “A un intelectual siempre se le puede reconocer por esa sonrisa, hasta en mitad de la taiga”. Para él el mundo fue algo vivo, hizo con eso un retrato claro. Lo miró de frente. Escéptico. Como Bábel escribió: “Comienzo en el cementerio porque cuento una historia de amor”. Fue un autor solitario con algunos amigos, frágil, por eso pudo. En algún lado anotó: “Soy un solista. Canto sin coro”. Y porque estuvo solo y seguro, acertó a odiarse un poco.

No conoció más que trabajos feos pero su recuento es su obra: “De ninguna manera me atraen los lauros de un Virgilio puesto al día (por mucho que me guste Shalamov). Bastará decir que trabajé como guía en una especie de parque temático dedicado a Pushkin” para terminar escri­biendo: “No fui yo quien escogió esta profesión agotadora, estentórea, dolorosa, pesada. Ella me escogió a mí; y ahora la cosa ya tiene mal arreglo. Lee usted la última página, yo abro un cuaderno nuevo…”

Su obra es una definición de la vida: “Desde luego hay cosa parecida a la felicidad: pero tampoco existe la paz; y además, yo soy débil de voluntad… Supongamos que realmente no existen la felicidad ni la paz ni la voluntad tampoco. Pero sí hay accesos de un éxtasis insensato…” Y se puso al lado de los mejores: “Lo vertical es Dios. Lo horizontal es la vida. En el punto de intersección, estamos yo, Miguel Ángel, Shakespeare y Kafka”.

Una obra así de simple es citable entera: “Pero volvamos a mi original. Le faltan cuatro páginas impares. Intentar parafrasear las páginas que faltan sería necedad. Restau­rarlas es imposible, puesto que ya está olvidado lo prin­cipal: cómo era yo mismo”. Una obra que no escapa a la lírica que el retrato siempre trae: “Me apresuré, sintiendo el parentesco entre el silencio y la helada”.

Quizá sea un autor que afiligrana el dolor y así acompaña la tragedia rusa (¡del mundo!) del siglo XX. Quizá haya que leerlo sabiendo. Él escribe: “Yo se hablar, narrar”, cercano nuevamente al “soy un narrador profe­sional” con que Shklovski se ayudó con la Cheka en Viaje sentimental. También tiene un fraseo corto y una respi­ración dura. No se tejió un mito, supo que era “dispar” y lejano a “los verdaderos escritores (que) se interesan sólo por ellos mismos”. Pero no dejó de decirse: “¡Stop! Ya quise pasar a la época decisiva de mi biografía literaria… y he aquí que estoy releyendo lo escrito. Algo muy importante cercenado, olvidado. Los hechos omitidos frenan mi carre­ta autobiográfica”.

Dovlátov nos recuerda Zápatos cómodos de Raymond Federman (traducción inédita de Milita Molina), libros para los que quieren leer verdaderamen­te. Esos que puntúan la vida de anverso a reverso sin mie­do: “Como puede ver, he comenzado con la descripción de los hechos cotidianos del reverso de la vida. Un debut perfectamente normal (Babel, Gorki, Hemingway)”.

Dovlátov es el que escribió: “En verano es fácil parecer enamorado… En verano no es fácil parecer enamorado”. Dovlátov no se contradice, sólo vive y escribe. Llamó a sus diarios El oficio, fue directo. Y pudo darse cuenta de que sin mito a veces uno es invisible: “Con cierta inquietud comienzo a escribir. ¿A quién pueden interesar las confi­dencias de un literato fracasado? ¿Qué hay de instructivo en sus confesiones?”. La vida son cositas que a pocos le importan, la gran literatura las transpone, así.

En Los compromisos mostró las bajezas, las agachadas leves y sucias de su entorno ruso: “No quiero ser objetivo. Yo quiero a mis amigos”. También sostuvo: “La carencia de los dones profesionales se compensaba por medio de una absoluta lealtad política”. Entonces hila migajas de aco­modos sin más, cuenta esas perlas-víboras de su corazón como un sueldo digno para el genial artista del hambre que es. Él sabía que la cortesía enmascaraba los vicios y otras fealdades –tal como lo dijo: “El escritor no puede abandonar su tarea. Esto inevitablemente lleva a la de­formación de su personalidad (…) Verdades hay claras y profundas. A la verdad clara se le opone la mentira. Pero a la verdad profunda se le contrapone otra verdad, no menos profunda”.

No hizo grandes frisos ni pardos horizontes, no fue a lo general para ampararse, sólo el don despiadado de la ob­servación que no dejará vivir en paz a los vividores. Jugó alguna vez con la frase final de Maiakovski: “¡La vida es be­lla y asombrosa!”, pero eso era más que ironía. Un informe dijo de él: “cuanto más artístico es el talento del oponente ideológico, más peligroso es. Así sucede con Sergéi Dovlá­tov”. La policía secreta en Rusia siempre supo de crítica literaria.

Dovlátov es otro enorme realista ruso, como todo acto de acusación a lo malo y lo corrupto. Una honestidad sin estridencias fue armando su obra: “una de sus conclusio­nes consistía en esta idea corta: los grandes poetas no te­nían posibilidades de publicar sus versos originales. Para ganarse la vida ellos tuvieron que dedicarse a la traduc­ción. El nivel de las traducciones había subido en desme­dro de la literatura en general”. En aquella época se decía malignamente que la obra de Pasternak era muy delgada y sus traducciones ocupaban varios anaqueles. Y Dovlátov seguía luego: “He notado en general que la decadencia es mucho más precipitada que el progreso. Peor aún, el pro­greso tiene límites. Pero la decadencia es ilimitada”. En el mismo terrible sentido, una cita más: “Sus dotes literarias presentaban una óptima variante. Total falta de talento no es rentable. El talento verdadero hace poner en guardia. La genialidad produce espanto. La divisa más corriente es la moderada capacidad literaria”. Dovlátov como un per­fecto Gógol trató con la mediocridad autocomplacida.

La escritura fue su venganza, escribió: “Con la palabra, y no con la acción contesto yo a los que me han torturado. ¡Con la palabra, no con la acción!”.

Irina Bogdaschevski nos recordaba que un amigo de Dovlátov, Andrei Ariev, dice en el prólogo a sus obras com­pletas rusas de 1993: “El diálogo es la única forma de rela­ciones dignas en nuestra época tan poco digna. Porque la persona capaz de entablar un contacto personal con otra persona, sin ideas preconcebidas — es un ser humano li­bre… Así es el protagonista de Dovlátov, hasta en aquellos casos, cuando no tiene casi ninguna esperanza de vivir al­gún día en libertad”… Irina Bogdaschevski agregaba: “Do­vlátov consideraba que el destino le había dado el papel de interlocutor de la gente de más baja calaña (aparente, o real…). Como dice Pasternak:

Me acercaba más a los miserables,

no por tener nobles ideas elevadas,

sino porque allí, con vigor incomparable,

transcurría la vida sin pompa, ni aparato…”

Dovlátov parece partir de la oralidad para llegar a la pa­labra exacta y lacónica. El título del artículo que a su muerte le dedicó Joseph Brodsky lo dice: “El mundo es horroroso, y los hombres tristes” —una frase que sólo se puede entender desde una inaudita hipérbole humorística cargada de verdad. Fue un autor que vivió un infierno más personal que social. Una variedad más del temblor. Y escribió escenas cuya hilación viene del tiempo de vida, escribió cuadros, medallones, asuntos de familia. Creía a diferencia de Solzhenitsin que el infierno era todo, no sólo los campos.

Ricardo San Vicente dijo que entre las maneras de tra­zar su perfil de escritor una de las posibles es la de des­cubrir la amalgama que en su obra se da entre lo formal y lo moral, entre el tamiz estético y el grano ético. Dovlátov era algo judío y algo armenio, variaciones nacionales ru­sas comunes, perseguidas, pero que el autor no usó para tejer ningún manto de humanidad. Tan tranquilo como el borracho de Moscú-Petushkí de Eroféiev va siguiendo su propio camino, su propia desesperación y de ahí su litera­tura de notas propias, de las que una amiga estonia dijo que “cruda, irónica, despiadadamente, (eran) estrechar el abismo entre uno mismo y la literatura”. Pareció siempre sentirse raro y anacrónico: real en la patria de la electrici­dad, para traer a otro escritor cercano, Platónov, que tam­bién llevó a callejones sin salida a los sordos y a los mudos que viven a la sombra de la literatura de otros. Dovlátov, Platónov fueron autores de un realismo sin héroes sino de hombres algo resignados, mustios, para los que Rusia fue un dolor en el corazón:

“¿¡Dónde estás, Rus?! ¿A dónde se ha ido todo? ¿Dón­de están las coplas populares, los repasadores bordados, los adornos en las trenzas de las niñas? ¿Dónde está la hospitalidad, el arrojo, la generosidad? ¿Dónde los samo­vares, los iconos, los santos, los profetas alienados? ¿Y los esturiones, las carpas, el caviar? ¿¡Dónde están los habi­tuales caballos, diablos!? ¿Dónde está ese casto pudor de los sentimientos?

Se rompen las cabezas:

¿¡Dónde estás, Rus?! ¿A dónde te has ido? ¿¡Quién te ha mutilado?!

Quién, quién… ¡Ya se sabe quién!…

Y no había que romperse la cabeza…”

Prosa inmediata, lírica, porque se escribe para soportar momentos de lucidez, los inevitables intervalos entre cada borrachera, sin esperanza pero con tiempo. La literatura para ellos es una lucha con el tiempo, un triunfo sobre el tiempo y los lugares. Un hombre que en ningún lugar fue feliz, de su ciudad dijo:

“Leningrado comienza poco a poco, con el verde desco­lorido, con tranvías retumbantes y sombríos edificios de ladrillos. En la luz matinal apenas se distinguen las letras vacilantes de neón. La multitud impersonal te produce alegría con su falta de atención. En unos minutos usted ya se hace citadino. Y sólo la arenilla en las sandalias hace recordar el verano vivido en el campo…”

Dovlátov certero supo que fuera de la propia lengua se pierde la posibilidad de ironizar y de bromear. Presentar y explicar a Doblatov es inútil, que lo entienda el que pueda -como dijo un escritor argentino. La literatura nos vuel­ve malos, eso también lo escribió en La Reserva Nacional Pushkin, y tristes: “La palabra dada vuelta. Desde ella se derrama el contenido. Más bien, el contenido no estaba. Las palabras se agolpaban impalpables, como la sombra de una botella vacía.”

Es como si su obra nos dijera: “Vivir no se puede. Se puede o vivir, o escribir. O la palabra, o el hecho. Pero el asunto tuyo es la palabra”. Y a Dovlátov pocos lo recono­cieron en vida. Quizá esa fue su defensa contra la censura: que no lo hayan visto, pero estas son arquitecturas críticas y su obra fue tratada con frialdad hasta que hace unos años revivió en la propia Rusia.

Dovlátov tiene “un sol triste”, una melancolía no am­pulosa, tiene una melodía chiquita, arraigada. Una nos­talgia imperdonable. Vueltos a leer sus relatos traen otra vez ese duro y llano y contundente realismo, una potente descripción de su mundo. Dovlátov escribe y avanza y solo de vez en cuando se detiene a fijar alguna impresión fuera de esos diálogos simples que marcan la forma de su na­rración. Algo veloz, sencillo, moderno, hay ahí: un saber sobre mujeres (La Reserva Nacional Pushkin está dedicado a su mujer, porque tenía razón), hombres, trabajos, sobre el rumbo de las conversaciones. Seres comunes de los que dice: “Hace mucho que ya no divido a la gente en personas positivas y negativas. Y menos a los protagonistas litera­rios. Además, no estoy nada seguro de que en la vida des­pués del crimen llegue inevitablemente el arrepentimiento, y después de la proeza – el colmo de la dicha. Nosotros somos lo que sentimos que somos”.

Esta es una obra irrefutable donde finalmente Dovlátov, el narrador en primera persona, dice: “Aquí enmudezco. Porque no me encuentro en condiciones de hablar sobre lo bueno. Porque solo se nos ocurre descubrir en todas partes lo ridículo y lo humillante, lo estúpido y digno de lástima… Solo blasfemar y jurar. Y esto está mal hecho. En una palabra, callo”. Pero luego anota:

“Epílogo. Carta del autor vivo a Marusia Tatróvich: Tú eres un personaje, yo, el autor. Tú eres mi antojo. Todo lo que oyes lo pronuncio yo. Todo lo que ha pasado, lo he vivido yo.

Yo soy el autor. Vengativo, humillado, inútil, cruel, como se quiera, pero el autor.

Aquellos que he conocido viven en mí. Ellos son mi neu­rastenia, mi rabia, mi aplomo, mi temeridad. Y así suce­sivamente.

Pues la guerra más sanguinaria es la que libran los fan­tasmas…

No sé si me creerás, pero a veces casi grito: ´¡Oh, Dios del cielo! ¡Qué honor! ¡Qué inmerecida bondad la tuya: sa­ber el alfabeto ruso!´.

Y que me digan que no leemos para vivir otras vidas, me­jores vidas, vidas que nos dicen más cosas y mejores que lo que nos dice la nuestra. Nos dicen el todo de lo que no podemos decir en la nuestra.

Laura Estrin / Prólogo a Serguéi Dovlátov, La Reserva Nacional Pushkin y otros relatos, Traducido por Irina Bogdaschevski. Revisado por Fulvio Franchi. Colección dirigida por Laura Estrin. Editorial Añosluz, 2016