
El nuevo libro de Jonas Mekas editado por Caja Negra hizo que me dieran ganas de escribir sobre él. Hace mucho tiempo que leo y miro todo lo que encuentro sobre su obra: películas, videos, libros, entrevistas, fotos… No me acuerdo quién me habló de él pero sí que arranqué con la lectura de sus diarios (Ningún lugar a donde ir) y el amor fue inmediato y se mantiene con la misma intensidad hasta el día de hoy. A partir de esos diarios maravillosos me dediqué a tratar de conseguir todo lo que pudiera sobre él: navegué por su página web durante años (especialmente por el 365 Day Project), vi sus películas, compré todos los libros que encontré, leí entrevistas y artículos y como no conseguía sus poemas en ningún lado me puse a rastrear la web hasta hacer un archivo de más de cien páginas con sus poemas encontrados acá y allá.
Jonas Mekas es inagotable, vuelvo a él una y otra vez.
Destellos de Belleza es un libro de anécdotas. La palabra anécdota incluye en su significado por un lado la brevedad y por el otro la acción de poner afuera detalles íntimos, ofrecidos a otro, a quien esté dispuesto a escuchar. Lo íntimo hecho público. En Mekas siempre está presente este registro: la tensión entre lo fugaz y lo que queda, lo que es y lo que se perdió, en cada uno de sus actos -sea cual sea el medio por el cual quiera expresarse- aparece este movimiento: captar el destello, lo espontáneo para registrarlo y luego archivarlo (para eso creó el Anthology Film Archives, con el objetivo de tener un lugar donde guardar todas esas películas que no tenían cabida en Hollywood, para poder exhibirlas, hacerlas circular. Funcionaba también como un lugar de encuentro para las personas que tuvieran el mismo deseo de hacer cine, de mirarlo y de compartir experiencias).
Todas sus películas y todos sus escritos reflejan este esfuerzo por retener el tiempo que indefectiblemente se le escurre entre los dedos, entonces quedan las huellas de su recorrido como haikus hilvanados: una flor marchitándose, una nota de trompeta flotando en el aire, una estela de agua en el East River, un taza de café con el borde manchado con rouge, la página abierta de un libro de poemas abandonado sobre una mesa.
Las imágenes revelan, no dicen la verdad, le hacen algo al tiempo.
En tiempos de lo enorme, de lo espectacular, de producciones cinematográficas de muchos millones de dólares, de instalaciones y obras de arte gigantes que buscan el impacto y nos dejan sin habla, Mekas abraza lo banal, lo sutil, la belleza en los pequeños actos cotidianos, celebra a quienes aceptan el fracaso social cotidiano y buscan lo singular que no hace ningún tipo de Historia con mayúsculas.
Marcas, recorridos, repeticiones, obsesiones, encuentros.
Siempre abierto a lo que pueda ocurrir, a todas las posibilidades, observa, se mueve, vuelve a mirar y a anotar, a grabar y seguir. Los intentos de Andy Warhol de estirar el tiempo a través de las repeticiones. Jackie Kennedy y Peter Beard. Stan Brackage y Adolfas. Peter Kubelka y George Maciunas. John y Yoko. Allen Ginsberg y Robert Frank. Barbara Rubin, Maya Deren, Storm de Hirsch, su mujer Hollie, su hija Oona. Cuando todos defenestran a Britney Spears, él la defiende, comprende su necesidad de raparse, donde los otros ven locura y decadencia, el lee belleza y profundidad. Critica a los que se sienten demasiado conformes con ellos mismos, a los guardianes de la moral que no la dejan en paz, que le piden que sea ícono americano: petrificado y terrorífico. Ella se revuelve contra eso, quiere moverse, seguir buscando. Se estrena Los Inadaptados y todos esos carcadémicos y pariodistas saltan a defenestrar a Marilyn Monroe y a la película, él la llama la Santa del desierto de Nevada. Una mujer que ha conocido el amor, la vida, los hombres, que ha sido traicionada por esas tres cosas pero que aún mantiene sus sueños sobre los hombres, el amor y la vida. Son los detalles, no siempre el cine busca composiciones bellas o historias ajustadas. Su rostro cambia y reacciona. Sin dramatismo ni ideas, solo un rostro en toda su desnudez y con todas sus sombras. En ese rostro, en el de MM, recae el contenido y la trama y la idea de la película, que no es otra que el significado del mundo.
Sus santos: Genet, Joyce, de Kooning, Kerouac, Parker, Bach, Rimbaud, todos lo que ponen su corazón, su sangre, sus marcas, sus vacíos, y hacen desde ahí, asumiendo riesgos.
Sus obsesiones: el tiempo y la luz.
Escribe los glimpses de belleza, los destellos y reverberos, los tiene que escribir en una lengua aprendida y machacar hasta que el inglés se le meta en la sangre, un inglés lento modulado por acentos lituanos, rusos, alemanes, pasado por mil caminos. Solo puede moverse ahead si escribe, si persigue esos glimpses y los graba o los anota en su diario o las dos cosas porque sus películas están llenas de montajes y superposiciones, de frases escritas a máquina incrustadas entre dos fotogramas, de voces, movimientos y efectos azarosos por si a alguno le queda alguna duda respecto de que la memoria es una construcción (voy a crear lo que me sucedió dice Clarice Lispector).
Lo que se perdió, se perdió; quedan marcas y desde esas marcas uno construye.
Construir es hacer. Y el hacer tiene un ritmo determinado.
¿Qué se recuerda y qué se olvida?
Jonas Mekas vive rodeado de libros, papeles, rollos de cinta desparramados por todos lados, objetos, plantas, fotos, vasos de vodka de whisky, migas de pan, cáscaras de huevo duro, música en la radio y esa pregunta lo atraviesa, lo persigue, con qué construye, qué olvida, de qué está hecha la memoria, qué queda. Los sonidos de NY a toda hora, el calor pegajoso del Lower East, chicos jugando en las calles del Village impregnados de una determinada luz, el viento frío barriendo la avenida Broadway, eso es lo que aparece en sus películas y en sus diarios, un camión de bomberos ululando en medio de la noche de Brooklyn, una lluvia otoñal y un parque desierto. Hojas secas por todas partes, agua cayendo de los árboles, juegos infantiles mojados y solos. El fuerte ulular del viento dentro de un cuarto en penumbras. Una ventana por la que se ve un pedacito de cielo gris. Alguien recibe un regalo y mientras desenvuelve el paquete, aparece en pantalla una frase escrita a máquina: afuera podíamos escuchar al océano, y luego la imagen de la mujer agradeciendo el regalo y sonriendo y la amiga se agacha a decirle algo al oído y vuelven a reír y el envoltorio queda hecho un bollo sobre la mesa. O la noche de la muerte de Allen Ginsberg, un grupito de amigos y un puñado de monjes lo acompañan cantando, haciendo sonar unas campanas y quemando inciensos durante horas hasta que por fin deciden que el espíritu de Allen ha abandonado definitivamente su cuerpo, entonces dejan de cantar y pueden acercarse a él y tocarlo mientras Peter Orlvosky sonríe en un costado con sonrisa beatífica. O una visita al castillo del Marques de Sade y al estudio de Cezanne en la Provence. El mar explotando, literalmente, explotando contra las rocas, contra la arena, en la pantalla, luego imágenes velocísimas del castillo, algo espectral, oscuro y después: la calma. Un mar calmo, el sol y un piano. El estudio de Cezanne, un bolso tipo morral colgado de un clavo en una pared azul, los árboles rodean el estudio, algunos duraznos caídos pudriéndose entre las hojas verdes, una tormenta y el horizonte blanco detrás. Sonido de truenos y agua. Gotas de luz.
Jonas Mekas camina y camina -viajero incansable- viene caminando desde lejos, siguiendo un grito que le dice ¡al oeste! ¡al oeste! y cuando es arrojado a la ciudad de New York, decide quedarse y caminarla, infinitamente. Peina la ciudad de arriba hacia abajo de derecha a izquierda, se queda parado en los muelles de hormigón con los ojos clavados en las aguas barrosas y frías del Hudson, cruza de Brooklyn a Manhattan, sube y baja, pasa largas horas caminando, parando a tomar cerveza los días de calor y de vuelta en marcha, a veces solo, a veces con amigos, conversando pero también en silencio, mirando libros, vidrieras, caras, árboles, anuncios publicitarios, hipnotizado por los neones eternos de Times Square donde late el corazón oscuro y triste de Manhattan. Eso no le hace perder la fe, Mekas nunca pierde la fe en su cámara Bolex, en los amigos, en la literatura, la música, la vida.
Y siempre vuelve a su cuaderno. Llega a su casa, se quita los zapatos, hace lugar en la mesa abarrotada de cosas y escribe. No escribimos ni por la fama ni por el dinero ni por el honor: nada de eso va a cruzarse nunca en nuestro camino. Escribimos porque tenemos que escribir, porque no podemos no escribir. A veces se equivoca y teclea con rabia: estúpido estúpido estúpido, por qué carajo los invité, quiénes son para juzgarme, por qué me expuse y expuse mi película frente a esta gente muerta y aburrida. Nunca más. Nunca más.
Saca una botella de Veltliner de la heladera, le tiembla un poco el pulso cuando se sirve un vaso hasta el tope, mira la nieve caer por la ventana mientras en la radio suena un vals viejo. Tiene el estómago resentido de tantas salchichas y queso de cabra y ajo y vino. Piensa en Roveja, el río de su infancia, ¿estará congelado?, se le vienen imágenes de su padre carpintero, del enorme horno de barro para hacer pan -y en los meses fríos para dormir- que había en la casa de su abuela y todas esas tristes canciones regionales, todas esas palabras, los campos ardiendo con flores rojas, la nieve cae detrás del vidrio mientras Mekas tiembla de recuerdos, busca y rebusca en medio del rocío de la nieve de los pastos de los neones o el pavimento hirviente la flecha de la infancia clavada en su pecho. Que la flecha esté quebrada no le impide seguir celebrando a cada paso que estamos vivos y recordándonos también que vamos a morir.
Alza la copa: i sveikata.
Lucía Mazzinghi, 2022
PH / Jonas Mekas, 1950