Virgilio Piñera, Lorenzo García Vega y Reinaldo Arenas: Tres tristes perros dejan trazos en el mar / Lucía Mazzinghi

Porque no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído. Hechos, IV, 20.

Tres tristes perros irreverentes irradian trasnochados rayos de luz contra los trogloditas irremediables. Tres perros trágicos transcurren errantes traman trazan trenzan un aquelarre de letras aguerridas. Vienen trotando de Holguín, de Cárdenas, de Jaguey Grande atravesando los campos de tierra roja de la llanura de Colón, vagabundean por las calles y parques, se hacen carne con la Habana, dulce y taimada.

Hoscos, solos, un poco locos, Reinaldo Lorenzo y Virgilio: tres reyes magos dueños del tesoro de la lengua y de visiones singulares de una Cuba completamente alejada de las turísticas playas soñadas, del ron Cubalibre (¡qué ironía!), los habanos crujientes y perfumados y el Tropicana. A estos perros les cae encima el polvo de las paredes descascaradas envueltos en el tufo de las colas eternas para recibir alimentos con la tarjeta de racionamiento, a estos perros el mar los encierra. La maldita circunstancia del agua por todas partes dice Piñera en La isla en peso. Absolutamente cerrados / acorazados por las aguas / amurallados de sol y agua, dice Arenas en un poema. La luz los paraliza, los corroe, ese animal extraño que enceguece. Mantienen sus cabezas pegadas contra la costra de la noche volando bajo para escapar de los radares, en tertulias clandestinas donde reina el destartalo, escribiendo infatigablemente en una ciudad en la que se podía oír el lento, cotidiano gotear del odio (VP).

Tres perros con los culos flacos olisqueando los restos, para poder hacer algo con ellos, acomodarlos de alguna manera, combinarlos y recombinarlos. Como dice Dante en Convivio: yo no me siento en la mesa de la sabiduría, donde comen los teólogos y filósofos profesionales, yo recojo los restos de esa mesa, y con esas migajas ofrezco este humilde banquete. Hurgan la basura, se frotan contra el lenguaje, arrancan los pedazos de carne pegados al hueso y con eso, escriben. ¿Qué puede salvarnos o al menos servir de instrumento para dejar constancia de que hemos existido, si no es la invención? se pregunta Arenas. Esconden sus obras en bolsas de plástico debajo de las tejas, en cajas de madera en el fondo de los roperos, en casa de amigos, escritas a mano o en viejas máquinas de escribir en papeles reblandecidos por una humedad del diez mil por ciento. 

¿Qué comparten estos perros famélicos?

En primer lugar comparten lo cubano-que no es lo mismo que lo que dice Cintio Vitier en Lo cubano y la Poesía- sino más bien un ritmo ondulante, una brisa, lo tenue, lo leve, lo ingrávido, la intemperie, lo desamparado, lo desgarrado, lo desolado y cambiante. Eso comparten el oído y el ojo puestos en un rumor, un grito, una yegua pudriéndose al sol, una piedra a la intemperie, un matiz, un aleteo al oscurecer (RA). El reverso. Lo grotesco. Una manera singularísima de anotar sus visiones, de abrazar el miedo, la furia, el desencanto, la memoria.

Comparten una ética. Se sacuden de encima el envilecimiento, los soplones, los aplaudidores, los envidiosos. La vida es riesgo o abstinencia dice Arenas en su poema Autoepitafio con la convicción de que el lenguaje no solo es algo dado sino algo que hacemos y que nos hace.

Comparten la soledad. Una soledad intransferible.

Yo estoy solo. Es de noche, son las palabras finales de la autobiografía de Arenas.

Cuando termina La carne de René Virgilio Piñera escribe en una carta: estoy cansado, enfermo, asqueado. He escrito este libro con hilos de mi propia carne: días enteros, meses, en fin, dos años de manos a la obra, careciendo de lo más elemental, sumergido en la deletérea indiferencia de mis compatriotas.

Virgilio Piñera

Así que irme quedando solo. Aprender a que estoy solo. Escribir sabiendo que estoy solo. Escribir solo. Y, sobre todo, saber que escribo solo. Así cierra sus memorias Lorenzo García Vega. El oficio de perder, su oficio, la necesidad de soledad y al mismo tiempo el temor de caer para siempre en un autismo maldito.  

Comparten el exilio.

Después de un viaje a La Habana, Ricardo Piglia escribe en su diario: me caí de la mata como dicen los cubanos. Se encontró con lo brutal de una realidad para lo que no estaba preparado. La persecuta a Piñera, Lezama vigilado y convertido en una momia por el boom, las confesiones dictadas (el caso Padilla por poner un ejemplo entre muchos), la cárcel, los campos de rehabilitación para homosexuales y disidentes, toda la farsa de Fidel. Voy a chequear el año en que Piglia se cayó de la mata, pero en 1984 Osvaldo Lamborghini anotaba sin falsos pudores: el gusano Cortázar colgado del pingo Castro, farfullando su cuenta, su cuentera ignorancia… Hay Cortázar para rato y para ratas escribe Reinaldo Arenas, harto de la izquierda de salón que aplaude desde los palcos y mira para otro lado. Y LGV anota el desprecio que le provocaban aquellos muchachones con buenos sentimientos revolucionarios sin querer saber que en Cuba había campos de concentración para homosexuales, soñaban con un Paraíso donde la mariconería estuviera unida al leninismo y etc. Inmersos en sus lecturitas sartreanas y jerga de antropólogos: no querían saber. No querer saber es una decisión, a no olvidarse de esto.

Los tres perros viven rodeados de escritores convertidos en políticos, levitantes enanos boom. Una distancia abismal los separa de ellos.

Lorenzo García Vega

Lorenzo García Vega se exilia de la isla en 1968, a los 42 años. Vive en España, en Venezuela y finalmente en Miami donde trabaja como bag boy en un Publix y vive en un Home para viejos hasta que muere en el año 2012. Durante todo ese tiempo se dedica a construir su laberinto apoyado en su vocación de perdedor y en una memoria minimalista. La trastería reclamando su paisaje. Lo visto y oído por el rabillo, como quien no quiere la cosa, anotado febrilmente.

Virgilio Piñera se declaraba homosexual, ateo y anticomunista, fanático de la canasta, extremadamente puntual y amante de las tertulias literarias en las que se juntaba con unos pocos escritores marginales a leerse sus obras y a discutirlas mientras comían spaghettis. Vivió un tiempo en Argentina (de 1946 a 1958 con algunas interrupciones) donde se hizo amigo de Gombrowicz y lo ayudó a traducir Ferdydurke. Volvió a Cuba y unos años más tarde, cuando quiso volver a irse, ya no se lo permitieron. Se le prohibió irse del país, publicar, se retiraron sus obras de teatro de los escenarios y sus libros publicados de las librerías. Vivió los últimos años condenado al ostracismo, perseguido por su homosexualidad y su inconformiso político y literario, humillado, aterrorizado por la posibilidad de que lo encarcelaran, como un zombi, sin esperar nada. Una amarilla rabia / una amarilla tela / un amarillo espejo / una amarilla lluvia / es todo cuanto queda / alegres Furias. Muere solo de un infarto en un oscuro departamentito de dos ambientes en la Habana. Deja a sus amigos y familiares 18 cajas con manuscritos y apuntes escritos durante todos esos años de ostracismo y prohibiciones.

Reinaldo Arenas es un marielito (sinónimo de escoria para algunos). En 1980 un chofer de la línea 32 acelera su guagua para estrellarla contra la embajada de Perú y pedir asilo político. Todos los pasajeros de la guagua hacen lo mismo. En represalia Fidel le quita la custodia y en pocos días la embajada recibe a más de 10.000 personas clamando por que los dejen irse. Fidel se ve obligado a abrir una brecha por unos días y se produce un éxodo masivo de disidentes y otras personas consideradas indeseables por el régimen (alrededor de 130.000 personas). El puerto de Mariel es el lugar elegido. Arenas logra salir cambiándose a último momento el nombre del pasaporte cuando nota que los agentes de seguridad chequeaban los nombres en un libraco en el que figuraban las personas que tenían prohibida la salida. Arinas en lugar de Arenas, y logra meterse en un bote, salvado por una letra, la letra i. (¡no es poca cosa para un escritor!) La diferencia entre el sistema comunista y el capitalista es que, aunque los dos nos dan una patada en el culo, en el comunista te la dan y tienes que aplaudir, y en el capitalista te la dan y uno puede gritar. Yo vine aquí a gritar. Grita, luego, existe. Arenas vive un corto tiempo en Miami, se muda a NY en donde vive durante diez años, y es en esa ciudad en la que se suicida en diciembre de 1990, se quema a lo bonzo, arde chisporroteando de vida y deseo.

Virgilio Piñera trajo un ciclón asegura LGV. Una intensísima bocanada de aire fresco e irreverencia a la santurronería católica que reinaba en varios de los miembros del grupo que hacía la revista Orígenes. Catoliquería está bien cerca de alcahuetería, señala. Y Virgilio no daba concesiones en ese punto. Desgarbado, flaco, feo, con algo de sátiro y de loca, irónico y desacartonado, atacaba la hipocresía y todo lo que era idealizado, destruía momias y héroes con su escritura llena de un humor absurdo y corrosivo (por eso se ganó el rencor envidioso de muchos). Diferenciaba al escritor del escribiente: aquel que es víctima de la simulación estética y le gustaba repetir una frase de Dumas: ¿qué es la historia? Un clavo en el que cuelgo mis cuadros. Un clavo donde clava sus visiones, Virgilio clavó un clavito… ¿qué clavito clavó Virgilito? Cuentos, poemas, obras de teatro, pedazos de su vida, novelas, traducciones, lo que quiso, lo que pudo. Sus amores: Proust, Jarry, Baudelaire (cuenta su amigo Arrufat que luego de una pelea con Lezama, le regaló Las flores del mal traducidas por él como signo de reconciliación).

Con LGV compartieron cierta pertenencia inicial pero rápidamente cada uno se fue para su lado. Virgilio se aleja del grupo Orígenes y funda una revista junto a José Rodríguez Feo: Ciclón. Lo primero que hizo fue publicar Las 120 jornadas de Sodoma de Sade, como para que no queden dudas de dónde estaba situado. La santidad se desinfla en una carcajada dice Piñera con un cigarro lánguido olvidado entre los labios. En Ciclón estábamos más libres porque así era Virgilio, hacía lo que se le daba la gana cuando le daba la gana, y el que escribía en Ciclón escribía lo que quería, aunque fuera un disparate, siempre que estuviera bien escrito (Mariano Rodríguez).

Extrañamente Arenas y García Vega se mantuvieron en silencio uno respecto del otro a lo largo de toda su vida, ninguno habló ni escribió sobre el otro. ¿Por qué? Misterio. Compartían un amigo: Carlos Victoria. LGV cuenta que mientras vivía en Playa Albina, Carlos le llevaba poemas de Gherasim Luca y él le leía fragmentos de su Oficio de Perder después de la cena, una vez por mes durante tres años. Una vez que logró salir de Cuba, Reinaldo Arenas fundó junto a Carlos Victoria  la revista Mariel. Fueron 7 u 8 ejemplares hechos a pulmón, impresos en Miami y en NY.

Arenas y Virgilio Piñera en cambio eran cercanos a pesar de la diferencia de edad (Piñera le llevaba 30 años). En sus comienzos Virgilio lo ayuda a corregir El mundo alucinante (segunda novela de Arenas) durante incontables mañanas en su casa con café recién colado y cigarros, su amistad permanece firme hasta el final. Arenas le dedica Leprosario y se reconoce como su deudor. Cuando se entera que tiene sida, se arrastra hacia la foto de Piñera que tenía pegada en la pared de su habitación en NY y le pide que le conceda tres años más de vida para poder terminar de tramar su venganza. Bajo su protección, escribe El color del verano, el último mamotreto que cierra su obra, satírico y carnavalesco, canta el espanto, recupera nombres y escenas con el oído siempre puesto en el ritmo ondulante. Escarbando en el horror es donde Arenas encuentra una amoral y chispeante felicidad, repentina y sonora como una cachetada bien dada, como una carcajada.

Reinaldo Arenas

Yo he visto, yo he visto repite Arenas como una letanía, hay que decir, hay que decir. Donde florece el espanto hay que decir, atravesar el miedo, construir paisajes, anotar visiones, renombrar las cosas, hilvanar ritmos y carcajadas carnavalescas. Estos tres perros incansables comparten un deseo fuerte de expresar. Escriben para poder vivir, estén donde estén, cueste lo que cueste, desde el margen, contra toda forma de poder. Escriben para que no se desmoronen las descascaradas paredes de sus cuerpos. Escriben porque en las letras encuentran la autenticidad que el mundo les negaba, escriben porque escribir es vivir y ellos tienen una fuertísima voluntad de seguir manifestándose. La vida para Arenas no es un dogma, no un código, no una historia, sino un misterio al que hay que atacar por distintos flancos. No con el fin de desentrañarlo (lo cual sería horrible) sino con el fin de no darnos jamás por derrotados. No hay escape: son las letras. Marcan, hunden, salvan. ¿Qué nuevo ritmo descubriré hoy?, se pregunta, ¿Qué palabra que ya creía irrecuperable me devolverá la infancia? La palabra bigornia por ejemplo rompe el hielo entre la madre y el hijo en El color del verano, le devuelve la infancia, la esperanza, la risa. Se lleva la palabra. La anota. Escribiendo. Escribiendo. Y cuando no queda ni una hoja de maguey para enmarañar. Ni el lomo de una yagua. Ni las libretas de anotaciones del abuelo: Celestino comienza a escribir entonces en los troncos de las matas. Esa infancia en la que Reinaldo comía tierra y buscaba dónde escribir mientras a su alrededor pululaba una caterva de tías abandonadas, en la que Virgilio tiene una epifanía que nunca olvidará: tres cosas lo alejarían de la gente, lo pondrían en el margen: la pobreza, la homosexualidad y su gusto por el arte, infancia que LGV recupera en ese niño proustiano y literatoso que solía escuchar los cuentos familiares bajo la luz de una vela tembleque y después se dedicaba a soñar.

Lorenzo García Vega tiene un leitmotiv. Ir hacia lo oscuro y desconocido por aquello que es oscuro y desconocido, caminando en círculos y siempre encontrándose con la humedad, esa obsesión (las vidrieras que exhiben cosas inútiles también lo obsesionan). Busca huellas de su alma fugitiva entre el Central Australia y Disneyworld, entre luz de vela, tierra roja, guayabas, comics y hotdogs. Está la colchoneta vieja en el solar yermo que observa cada día en sus paseos, y que luego anota mientras su cuerpo licúa todo ese sol de la Playa Albina (se quita el uniforme de bag boy y con ese gesto se quita el sol del cuerpo y entra en lo oscuro, entra en el juego de las letras). Repetir hasta alcanzar la materialidad absoluta. Yo no sé narrar. Yo hago lo que puedo, manteniéndose en un puro juego, nada de fantasmones de mármol en bombines, a esos los ajusticia sin piedad, como Dante: abraza las sombras, convive con fantasmas y locos para ir contra la ranciedad plomiza de Cuba. Se desatan los demonios. El texto llega a tener razones que el realismo no entiende. Busca el funcionamiento, pensar en la combinatoria, en la maquinaria que puede haber detrás de ese juego (la poesía). Construye artefactos en los que atesora evocaciones, cápsulas, cajitas, laberintos en los que encierra una luz neón que cruje, el color amarillo, la calle Obispo, la musiquita de un carrito de helados, un piano destartalado, unas tijeritas de cirujano, lo que vaya apareciendo lo mete ahí dentro. Colgajos, tarecos, harapos. Los restos. El relato se ha perdido.

No me voy a salir. Me queda en este centro la Nada, para así ver si construyo mi paisaje.

¿Cómo relatar el berenjenal? ¿Cómo? ¡¿Cómo?!

Oficio de perder es aceptación de la muerte.

Durante los dos meses que Arenas se escondió de la policía en el Parque Lenin durmiendo en zanjas entre cucarachas grillos y ratones o arriba de los árboles, su amigo Juan Abreu le llevó unas libretas donde Arenas comenzó a escribir su autobiografía. Al no tener luz artificial sólo podía escribir antes que anochezca. Ese es el título que quedó. Despojado de todo, su única pertenencia era un ejemplar de la Ilíada de Homero, siempre apretada entre el sobaco y las costillas. Dormía abrazado a ella, oliendo sus páginas. Hacía como diez días que casi no comía, y con mi Ilíada debajo del brazo, me aventuré por una vereda hasta una pequeña tiendecita que estaba en el pueblo de Calabazar. […] me compré un helado y regresé rápidamente al parque. Estaba terminando de leer La Ilíada; iba justamente por el momento en que Aquiles logra ser conmovido y entrega el cadáver de Héctor a Príamo, un momento único en toda la literatura, cuando sin darme cuenta por lo emocionado que estaba en mi lectura, un hombre se acercó a mi lado y me puso una pistola en la cabeza.

Con una diferencia de once o doce años, finalmente mueren estos tres perros irreverentes, primero Virgilio (en 1979), después Arenas (en 1990) y por último Lorenzo (en 2012).

La obra de arte es una burla agresiva, violenta y sarcástica contra la muerte escribe Arenas. Todavía resuenan sus últimas carcajadas en los oídos de quienes amamos la libertad de leer, de escribir, de decir y gritar lo que se nos de la gana, sus carcajadas estruendosas viajan por los desconocidos recovecos del tiempo, pero oye, pero oye, allá van, solos como siempre, allá van cautivos, desatados, furiosos y estallando, como el mar.  

Libre al fin, muerto al fin, cabalgando en tus brazos.

Lucía Mazzingui, 2022

Ph / Marcel Rebro, Niños saltando de un tren a otro en Dhaka, Bangladesh