La muerte de un escritor / Sofía González Bonorino

«…el ángel de la muerte, que descendió sobre el hombre para separar el alma de su cuerpo, estaba todo cubierto de ojos. Pienso que esos ojos no eran para él. Suele suceder que el ángel de la muerte, cuando desciende en busca de un alma, se convence de que ha llegado demasiado temprano, que aún no es la hora de que el hombre abandone la tierra. No toca su alma, ni siquiera se la muestra, pero, antes de partir, le deja al hombre, imperceptiblemente, dos ojos de los muchos que lleva. Y entonces el hombre, de súbito, empieza a ver más que los demás y de lo que él mismo veía con sus viejos ojos; a ver algo completamente nuevo.»
Lev Shestov / Las revelaciones de la muerte

para Proust

La vida de un escritor es su escritura.

Lo sostuvo Proust, que dijo siempre  la verdad. Proust no tuvo miedo de pensar lo que era necesario escribir para hacer realidad  esa experiencia propia, absolutamente singular,  que se nos escapa  a la mayoría.

A la vida hay que nombrarla, si no, será sólo réplica de otras, un  reflejo.

Cuerpos sin alma, todos nosotros.  

Todos nosotros, cómo escapar.

Me aparto de los que tienen la certeza de estar vivos sólo porque respiran.

La verdad nos precede. Hablamos, pero nuestras  palabras no nos pertenecen: nacen fusionadas al lenguaje  comunitario.  El cuerpo colectivo devora, hambriento, al sujeto.

Ese estado de muerte, que se da demasiadas veces al día, es el estado normal,  el ruido del mundo nos ensordece, no nos escuchamos,  porque no hay nada que escuchar en la mudez compartida de los días y los años. Cubrimos la angustia de estar vivos con  velos sonoros, que desnudan nuestra  resistencia mortífera a entrar en el silencio.

Al ignorar  las palabras que nos nombran nos  perdemos a nosotros mismos. Y con nosotros, la posibilidad de crear una vida que sea sólo nuestra. Somos como la iglesia de Combray, pero sin el campanario que la dotaba de conciencia. El escritor se hace dueño de sí mismo  de la única manera posible: escribiendo. Y se pierde, y se vuelve a encontrar, desencontrándose. Con la escritura, se afirma en una existencia individual y responsable. Como la torre del  campanario de Saint-Hilaire, que hablaba por sí misma.

Escritor es el que escribe su realidad. Y al escribirla, la va creando. Para y en sí mismo. Un combate que en todo momento es el último. Y que se da en la meseta  de una soledad radical. El mundo de los otros, mientras siga siendo ajeno, no es más que un obstáculo.

El escritor vive un tiempo que le pertenece, liberado del tiempo del mundo, esa cronología que es la misma para todos. Su tiempo es un tiempo divino, insuflado de pensamiento.

Leemos como vivimos, desde lo que ya sabemos: a excepción de unos pocos, la muerte gana.

Somos como el Narrador cuando se queja de la pérdida de ese sentimiento que lo llevaba a ver una cosa no como espectáculo sino como un ser sin equivalente. Así, en una superficie pegajosa que anula toda diferencia, vamos de lo mismo a lo mismo.  

Personajes de ficción en un mundo de ficción, dijo Martínez Estrada.

Para algunos, la lectura es un lugar de coincidencia. Con alivio y exaltación la compartimos con otros, y ahí morimos un poco más. Se socializa la realidad. Ningún dios volverá sagradas esas iglesias vacías que levantamos para  seguir en comunidad. Nos perpetuamos en el otro, tomamos atajos, evitando el trabajo de existir. No queremos saber nada de ese esfuerzo titánico, de renuncia extrema. Lo rechazamos, traicionando la verdad de cada uno, que espera ser nombrada  y que a cada momento se nos escapa. Solo ansiamos llegar lo antes posible al encuentro cálido con los demás, y, eso sí,  seguir siendo los mismos, al cobijo de un saber que nos hace sentir menos horriblemente solos frente a la tarea impostergable de una vida por develar, la vida propia

Ese saber es como una membrana de piedra que nos envuelve, fosilizándonos.

Al  lector que está vivo la lectura le duele, y el dolor hace pedazos las catedrales  que con tanto esfuerzo construimos. La lectura no es para creyentes, sino para esos que fueron perdiendo todo. Sólo creemos en el libro, en la fuente inagotable de realidad que nos presenta. El pensamiento se aturde, se sacude, se espanta. Quiere regresar al camino ya transitado. Hundirse en los cimientos de edificios rotos. Le parece que si avanza en la lectura algo puede ocurrir. Ya nada será lo mismo. Porque quizá, como presentía Dostoievski, la muerte sea la vida y la vida la muerte. El lector descubre que es imposible retroceder. Su cobardía se le revela como el enemigo  más peligroso, el que puede aniquilarlo en un instante.  Y él quiere vivir. Se entrega,  cuerpo y mente se abrazan, por fin, totalidad  vertiginosa que cae, en movimiento descendente, a través de las distintas capas geológicas del olvido, se le ciega la mirada como a Bartleby, incapaz de nada.

A veces  estrellamos el libro contra la pared. Otras, cuando por azar nos encontramos con lo que nos parece fue escrito sólo para nosotros por un autor que nos bautiza, de tal manera que creemos tener por primera vez un nombre,  besamos el libro, transportados de amor. Aunque roto, el lector verdadero siempre vuelve.

Ser escritor es una ética. En este sentido, que lean a un autor o no lo lean, no tiene ninguna importancia.

Escribir: encontrar la forma de nuestra  vida, sustancia  que palpita, que sangra, vida que es ritmo. La frase  rechaza el espacio común y emerge de la masa del lenguaje para ir hacia la siguiente que se alza, modesta y necesaria.

El  escritor es el que siempre está naciendo. No mira con ojos ingenuos la realidad compartida, esa que se vive desde afuera, llena de coincidencias, de euforia, de estupidez y mentiras. Observa la realidad que va creando con ojo visionario, temeroso de entrar en el Tiempo.

La mirada se multiplica. Impiadosa, ilumina con su fuego las tierras de la memoria.

Sofía González Bonorino, diciembre 2022

Ph / Marcel Proust