
Para una ceremonia de la amistad
En resonancia con La lengua de Medusa, de Vivian Lofiego
En una famosa entrevista para la televisión, el reportero le preguntó a Orson Welles si alguna vez había escogido a sus colaboradores en base a la amistad y no a, digamos, la idoneidad o el talento. Always, contestó Welles sin dudar un segundo, “siempre”. ¿Lo volvería a hacer?, preguntó el reportero. Acaso esperaba sonsacarle al director de Citizen Kane una especie de arrepentimiento, venir a enterarse de que el enfant terrible había escarmentado. Pero otra vez sin vacilar, enfático, Welles respondió: Absolutely, explicándose más con la mirada, llena de tierna ironía, que con las pocas palabras que esbozó a continuación. Y yo ahora pienso que hay que leer la noción que Welles tiene de la amistad, absolutamente, no tan solo como una extensión del cariño, sino, sobre todo, como un avatar de las afinidades electivas, como diríamos siguiendo a Goethe, aquellas, precisamente, con las que entramos en consonancia por una profunda afinación que a menudo nosotros mismos ignoramos…
Yo pienso que por eso estoy aquí, por una amistad derivada de las afinidades que me unen a Vivian Lofiego y que no siempre aparecen de manera explícita en nuestra conversación, sino que le sirven de subtexto.
La amistad se verifica en las obras, encuentra en ellas su clave, la tonalidad en la que nos afinamos y entramos en resonancia.
Seguramente sin saberlo, mi amiga esboza una de esas claves en este libro, La lengua de medusa. Escribe: “Ella dibuja en la lengua lo que el corazón aprieta”. Y eso es lo que nos une: la búsqueda del consuelo en la lengua, la búsqueda del nombre perdido y estallado.
Vivian lo hace en esta prosa que puede ser cantada. Hay una sabiduría allí: las voces entran y salen de la página como ondas en el mar, como las olas de ese mar de la distancia que separa a las heroínas de su novela-poema, y allá, en la piel sumergida del fondo marino, como otras tantas borras del café o del vino, se adivina en transparencia la posible huella de un tránsito, de un exilio, de una fugacidad, de aquello que está condenado a partir.
Mi amiga se pregunta:
“¿Cuántas son las generaciones que deben sucederse para vivir distraídas bajo un mismo cielo?”
Y esto es lo que tenemos en común, lo que tenemos detrás, pero también, nuestro horizonte: Diásporas, éxodos, exilios, el eterno e imposible retorno. Una adhesión paradójica a nuestras respectivas condiciones dobles, a la condición viajera que se expresa en su poesía y en la vocación traductora.
La búsqueda de los ancestros que es necesariamente una reinvención de los ancestros. La recuperación de la lengua perdida como lengua apropiada, y necesariamente como lengua inventada.
Ir al encuentro, estar a la escucha. Italia, Buenos Aires, París y otra vez Buenos Aires. La amiga dice: “La memoria carece de confines, fulgores cantan en la rama del exilio”. Incorporar, hacer cuerpo, hacer espacio, en la propia lengua, para la lengua del otro. Traducir(se) por la dulce antropofagia que da la bienvenida a ese otro que es uno mismo, y también a ese yo que necesariamente es otro.
Pienso, desde hace algún tiempo, que llevamos las huellas de lo vivido en el cuerpo. Pienso desde hace algún tiempo que somos esa huella, cuneiforme escritura en la piedra roseta de nuestro cuerpo,
El poeta como trémulo Champollion, tierno perito en su propia materia, que intenta descifrar y se intenta descifrando los nombres ancestrales, los nombres de su exilio:
“la memoria carece de confines”, la amiga dixit.
Huellas en el cuerpo, pero el cuerpo, ¿dónde está?
Pienso, desde hace algún tiempo, en una noción del cuerpo que satisfaga un requisito de elasticidad para todo un campo de experiencias que no suele caber en la palabra cuerpo.
Pienso desde algún tiempo en esos personajes de historieta que van con su nube de pensamientos turbulentos, o en el “aura” de la que me hablan los amigos receptivos a cierta mística moderna.
Con esos modelos tentativos y casi inconfesables, aspiro a una idea del cuerpo expandido, del cuerpo-huella, del cuerpo-memoria, del cuerpo-discurso, del cuerpo-lengua, de un cuerpo, también él, sin confines definidos.
Y desde ahora pienso también el cuerpo con esta imagen de Medusa que me presta Vivian Lofiego: la cabellera viva que extiende de manera proteica un hervir y pulular del pensamiento y la sensibilidad, y que rompe la idea del cuerpo como confinamiento, porque el cuerpo no es el lugar donde estamos encerrados: no hay confín definido para la memoria ni para la potencia deseante que hace cuerpo en nosotros, que hace mundo, poiesis.
Es que esto de ampliar las fronteras del propio cuerpo es lo que ha estado haciendo la poesía desde que el cuerpo es cuerpo y desde que el sentido se agazapa en metáforas. Y pienso en la metapoesía de Malcolm de Chazal cuando dice que “la médula espinal es un dedo para acariciar el cerebro desde dentro”.
Yo creo en esa caricia porque creo en la existencia real del cuerpo expandido, del cuerpo poético.
Y entonces vuelvo al libro de la amiga –la amiga que “dibuja en la lengua lo que el corazón aprieta”–, vuelvo a su Medusa cuyos cabellos de piedra, de piedra tallada por la ilusión, la pena y el exilio de generaciones de mujeres, esa cabellera como el torbellino trazado a tinta del personaje de historieta, van como extensiones de su cuerpo de memoria, de su cuerpo de lenguaje. Cuerpo entonces libro, cuerpo-libro, cuerpo-canto donde la amiga, en el intento de descifrarse, renueva el encantamiento de la experiencia de los cuerpos, porque ese cuerpo-aura, ese cuerpo-memoria trasciende también los confines de lo personal, su canto enlaza, ensalma, regenera generaciones y pueblos, y hay una historia de la humanidad en nuestro plexo solar y nuestras bocas, en los vientres del cuerpo-campo materno, en el trigo y en las algas, en las palmas y en las palabras, en los ojos y en los rastrojos, en el deseo y en sus despojos.
Vasos comunicantes: las copas en las que se brinda, se da a sí misma nuestra comunidad.
¿Quién es este que lee? ¿no es ya otro en cuanto lee? ¿Y quién la que escribe? ¿no es ya otra, potencial, de sí?
Es siempre en el otro donde nos encontramos.
Es siempre perdiéndonos –lo sabe bien quien traduce y lo sabe la poeta que escribe– como nos encontramos.
Ariel Dilon / Presentación de La lengua de Medusa, de Vivian Lofiego, Buenos Aires, noviembre 2022
Ph / Liliana Porter / Seedy Gonzalez Paz, Intervención