
La complejidad de la escritura del autor rumano Norman Manea se puede explicar por el contexto histórico en que vivió, la Rumanía bajo la dictadura de Ceaușescu que ha tenido una influencia determinante en su obra. Esta complejidad supone un escollo para el traductor que se enfrenta a cualquier texto de Manea. Asimismo, la influencia de la ciudad de Bucarest resulta imprescindible para entender la realidad que describe el escritor rumano en sus libros, en los que el leitmotiv es la defensa de la libertad frente a las dictaduras de todo signo.

Resulta sumamente difícil sintetizar en tan poco espacio una personalidad tan rica y compleja como la de Norman Manea. Tuve ocasión de conocerlo personalmente en el año 2000, en Madrid, con ocasión de la presentación de su novela El sobre negro, traducida por mí. Desde entonces hemos mantenido una rica correspondencia y me siento honrado de que el escritor me haya designado como su traductor en español. He traducido cinco de sus libros y me complazco en constatar que uno de ellos, El regreso del húligan, fue uno de los considerados como libros del año (2005) en nuestro país.
Desde entonces, he tenido una prolongada comunicación con el autor, y tanto epistolar como personal, lo cual me permitió conocerlo más profundamente como escritor y como persona.
Cuando uno se adentra en los escritos de Norman Manea descubre que, además de buen escritor, Manea ha sido siempre un defensor a ultranza de la libertad; puso su pluma al servicio de la libertad y para fustigar a las dictaduras de cualquier signo. En toda su obra literaria, tanto en ficción como en el ensayo o la memorialística, la libertad constituye un hilo conductor. Fue uno de los pocos escritores que en la Rumanía de Ceaușescu se atrevió a desafiar al poder y a escribir contra el orden imperante, de forma codificada naturalmente, pues lo contrario habría sido imposible. Pero, para hacerlo así, es menester tener un raro talento literario a fin de evitar que la obra se convierta en un panfleto; solo un gran escritor es capaz de escribir una obra contra el sistema que siga teniendo interés tras la caída del muro. Y ese ha sido el caso de Manea. Esa postura le valió el tener que exiliarse de su país y empezar una carrera literaria en el extranjero a los cincuenta años y escribiendo en un idioma de circulación restringida, ya que Manea nunca abdicó de su lengua materna que lleva siempre consigo, como la casa de un caracol. En estas condiciones, hace falta mucho talento literario para ser capaz de darse a conocer y alcanzar reconocimiento internacional. Lo cual representa para mí una gran satisfacción, como adepto a la lengua y a la literatura rumanas, a cuya difusión en el espacio de la lengua española he dedicado muchos años.
Su honradez intelectual lo impulsó a poner de relieve los coqueteos de Mircea Eliade con la Legión, a sabiendas de que ese hecho, atreverse a tocar a una de las vacas sagradas de Rumanía recién derrumbado el régimen comunista, podría acarrearle, como así fue, la animadversión de unos y otros en un país que no se ha despojado del todo de los prejuicios antisemitas.
Norman Manea tiene una escritura muy brillante, cargada de matices y sutilezas, de nervio y de belleza. Consigue reflejar con plasticidad una atmósfera irrespirable pero empleando también en bastantes casos una ironía sutil en medio de escenas de un dramatismo poco habitual, un dramatismo colectivo, de un pueblo y del propio autor. En la actualidad es el escritor rumano vivo más traducido y premiado; la larga lista de premios de prestigio internacional que jalonan su biografía literaria ya es un indicativo de la excepcional calidad del escritor.
Hay un rasgo en los libros de Manea que me gustaría señalar: el pálpito que en su narrativa tiene la ciudad de Bucarest. Hay escritores que en sus obras elevan a una ciudad a la condición de protagonista, como ocurre con Dublín en James Joyce o Madrid en la obra de Benito Pérez Galdós. En el caso de Norman Manea es la capital de Rumanía, que se convierte en un personaje más y lleno de vida, cuya importancia merecería un estudio detallado. Son varios los escritores rumanos que insuflaron vida a Bucarest. Itzak Peltz al Bucarest de los ambientes judíos, Cezar Petrescu, Camil Petrescu y Hortensia Papadat-Bengescu al Pequeño París de entreguerras, la ciudad cosmopolita y mundana de rutilantes luces de neón, del Jockey Club y las últimas modas llegadas de París. Norman Manea nos describe un Bucarest muy diferente, el de los últimos años del régimen ceausista, el de las colas, la escasez, los apagones, el frío, los soplones, la ciudad lóbrega de gentes atemorizadas, el Bucarest como una boca de lobo. Reproduce con pasmosa fidelidad la atmósfera de pesadilla de las noches de invierno, las calles vacías recorridas por patrullas policiales con la metralleta en bandolera con las que era mejor no tropezarse porque cualquier viandante podría parecerles sospechoso por el mero hecho de circular. En ese infierno terrenal vive una auténtica comédie humaine formada por mujeres, viejos, niños, obreros, intelectuales, empleados, tiranos, delatores y aduladores del poder. Todos ellos, como pueblo, sufriendo los efectos de la dictadura con sus secuelas de horror, asco y degradación humana en los de arriba y en los de abajo. Para ello el principal recurso al que acude es la lengua, aprovechando las posibilidades lingüísticas del rumano en su grado máximo. Pero es el propio lector quien llega a esas conclusiones, ya que Manea no es un escritor panfletario que se limite a hacer una diatriba contra el sistema opresor, ni una novela de buenos y malos con personajes arquetípicos; el autor nunca hace la menor crítica expresa del régimen político que describe, sino que a través de la magia verbal y la plasticidad de las imágenes introduce al lector en ese mundo de psicosis colectiva.
Es el Bucarest de El sobre negro:
La ciudad en tinieblas. Callejuelas tortuosas y sucias devoradas por la oscuridad. Solo unas imprecisas manchas amarillentas en la lejanía. Órbitas enfermas de la ciudad enferma, sumergida en las pesadillas de la noche. Calma. De tanto en tanto, se oyen los pasos de los guardias, su cadencia metálica. Las toxinas de la noche rompen de vez en cuando el silencio en forma de gemidos de borracho, como el burbujeo de un buzo atrapado entre los viscosos magmas de un cráter sin fondo. Gemidos rebeldes y caóticos, una llamarada verde, blasfemias y alcohol. Y de nuevo el silencio tenebroso y las botas blindadas golpeando rítmicamente el empedrado. Los dientes de la oscuridad rechinan cuando brota algún rayo luminoso.
¿Acaso no recuerda esta descripción alucinante la secuencia de la película 4 meses, 3 semanas y 2 días cuando la protagonista va recorriendo las calles desiertas de un barrio periférico, sin encontrar autobuses ni taxis, en medio de una oscuridad casi total y con temor a ser violada? O la imagen sobrecogedora del Bucarest de «Una ventana a la clase trabajadora», relato integrante del libro Felicidad obligatoria:
La ciudad aplastada por la fuerza todopoderosa de la noche. Las calles de alrededor de la parada parecen las galerías de una caverna excavada en lo profundo de la tierra. Oscuridad densa en las grandes arterias de la metrópoli, como en una aldea infinita y perdida. Sólo los faros de los escasos turismos que pasan por la avenida desierta iluminan brevemente la gigantesca masa de hormigas negras, apretadas unas contra otras, gigantesco cuerpo de dragón que gime de vez en cuando, abriendo unas fauces tan hondas como una sima. Crece el veneno de las maldiciones. Un zumbido tenebroso y frío. La sordina del odio y la desesperación.
Y, en el mismo relato, un retrato de la fauna humana que lo puebla:
Grupos numerosos y compactos de gente se apiñan en la parada del autobús. No es la primera vez que el transporte público se convierte en blanco de las maldiciones y denuestos de la población. Amargos balbuceos concentran el odio y la desesperación de los pobres pasajeros. Se dan la vuelta, chocan unos con otros, de vez en cuando otean el horizonte con la esperanza de ver aparecer, por fin, al monstruo que los lleve a casa. Aturdidos por el frío y el cansancio, se desahogan con estrépito. Quien recogiese sus frases sincopadas creería que su indignación va a transformarse en un estallido generalizado en las próximas horas. Pero quien ha oído con frecuencia a estos oprimidos de lo cotidiano repetir los mismos vituperios desesperados en las colas diarias para la carne, el jabón, las chinchetas, el papel higiénico, los autobuses, el tabaco o los gorros, las colas de un interminable coro de la humillación y el furor…, quien los ha oído todos los días ya se ha acostumbrado a no esperar más de esos cíclicos estallidos. Mucha gente en la parada de autobús en esta fría y oscura noche de diciembre. Mujeres encorvadas sobre bolsas y capazos, niños tiritando, pero también bastantes hombres pateando y amplificando las invectivas.
O el Bucarest de «La pared divisoria» (en el volumen El té de Proust), una joya breve sobre la vida cotidiana en el comunismo, los bloques de viviendas (de cajas de cerillas, como las llamaban los bucarestinos) con toda su fauna humana y la permanente e invisible vigilancia que provoca una sensación de angustia a sus moradores. O la visión desoladora que se repite en «Biografía robot» (de Felicidad obligatoria), con sus escenas de terrible realismo, pero vistas con un gran sentido del humor, en una oficina periférica bucarestina de la CEC (un sucedáneo de las Cajas de Ahorro, única entidad bancaria que funcionaba durante el comunismo), un microcosmos reflejo del país entero.
Este no es un mundo irreal, sino la realidad de un país, el suyo, tal y como es cuando se somete a la voluntad de un hombre. Manea en estos pasajes eleva el lenguaje a la categoría de mensaje mismo.
La acogida de las obras de Norman Manea en España ha sido desigual. Habría que trazar una línea de separación en el año 2005, cuando apareció El regreso del húligan, a mi juicio el mejor de sus libros. En los años noventa había publicado un volumen de relatos breves (traducido del italiano) y en 2000 El sobre negro. Pasaron casi inadvertidos, apenas tuvieron reseñas y no lo consagraron como escritor aquí. Pero no por falta de calidad, sino por razones extraliterarias más complejas y que no afectan solamente a Norman Manea, sino a cualquier escritor que proceda de una cultura que, para entendernos, podríamos llamar periférica. El mercado editorial español está dominado, en primer término, por la ingente producción en lengua española, tanto de España como de Hispanoamérica. En segundo lugar, por la literatura anglosajona, que ocupa un 76% de las traducciones, y tercero, por literaturas escritas en otras lenguas de cultura como el francés, italiano y alemán. Por tanto, el espacio que queda para otras literaturas es muy reducido. Así pues, para atraer la atención no basta con que un libro sea bueno, pues libros buenos se publican también en los grupos lingüísticos dominantes, sino que hay que decir algo nuevo, presentar algo que no se haya dicho antes y que merezca conocerse. Y eso fue lo que ocurrió con El regreso del húligan en el año 2005. El éxito de crítica fue unánime y el nombre del autor se catapultó de forma espectacular. Manea reflexiona, partiendo de su propia experiencia personal, sobre las grandes utopías y mentiras del siglo XX, como son el fascismo y el comunismo con el componente nacionalista y antisemita que a ambas empapa y une. Y también reflexiona sobre la mentira que siguió a la caída del régimen comunista en Rumanía, con los ex comunistas repentinamente conversos a la democracia encaramados en el poder. Un libro que apunta hacia el Mal (con mayúscula), el racismo y el totalitarismo, que rebasa el ámbito rumano para tratar de conceptos universales y reabre heridas en la piel de Europa, un libro en el que la pluma de su autor destila amargura y hace brotar la sangre.
En mis veinte años de traductor de literatura rumana en España solo cuatro libros han constituido un acontecimiento editorial, a saber (por orden cronológico): El diario portugués, de Mircea Eliade, en 2001; el Diario 1935-44 de Mihail Sebastian, en 2003; El regreso del húligan ya citado y El libro de los susurros, de Varujan Vosganian (2011). Son libros que provocaron debate e incluso levantaron ampollas. Precisamente porque lo que contaban no lo había contado nadie antes. Y llama la atención el que se trate de libros que pertenezcan al género memorialístico (los dos primeros claramente, el de Manea y el de Vosganian se entremezclan con la novela), un género al que el lector español no se siente muy inclinado.
A partir de ahí, la obra de Manea ya tiene una visibilidad mayor. Todos sus libros han sido objeto de reseña en los suplementos literarios de los grandes periódicos y están presentes en la mesa de novedades literarias de las librerías.
Por último, quisiera hacer una breve alusión a las dificultades que para un traductor presenta la obra de Norman Manea. En este sentido, yo distinguiría entre los libros escritos en Rumanía y los escritos en el extranjero. Y entre la narrativa y el ensayo. En Rumanía, había que lidiar con la censura y los libros están llenos de sobreentendidos, con una escritura en clave que difícilmente captan quienes no han estado en contacto con el país en la época comunista. Norman Manea goza de fama de escritor difícil; él mismo ha reconocido este hecho y se ha mostrado disconforme a menudo con la que estima mala traducción de sus libros al inglés. Al ser un escritor de la diáspora, depende sobre todo de las traducciones. Hasta tal punto que en cierta ocasión, para orillar este problema, llegó a cambiar de estilo, a «escribir para los traductores», decía. «Simplificada, mi escritura no se parecía en nada al estilo «blanco» de Kafka, sino a un recuento vacío de la ausencia sin digresión, sin encanto ni misterio. Al evitar los riesgos estilísticos, la dificultad o la sutileza, la expresión llamativa y el giro idiomático, yo mismo me volvía más simple, tan pálido que desaparecía por completo en la hoja en blanco». Así pues, volvió a su estilo habitual complejo pero también brillante, en una lengua literaria de excepcional belleza. Norman Manea tiene un estilo muy enrevesado, gusta de utilizar metáforas complejas (más bien habría que llamarlas alegorías por su extensión) y retorcer el lenguaje, al que da un sello muy personal, lo que hace que tenga bastantes páginas de difícil lectura, sobre todo en los abundantes pasajes oníricos en los que el autor da rienda suelta a su yo, en un estilo lindante con el surrealismo. Al propio tiempo, Manea destila en bastantes casos una ironía sutil en medio de escenas de un dramatismo poco habitual, un dramatismo colectivo, de un pueblo y del propio autor, el de la identidad judía y rumana por igual, todo lo cual no debe escapar al traductor, que debe plasmarlo en su traducción con la misma intensidad que en el original con los medios lingüísticos de que dispone, ya que el lector español debe percibir esa misma sensación que ha tenido el lector nativo. Y un hecho que me gustaría destacar: a pesar de llevar veinticinco años viviendo en un entorno lingüístico inglés y de la permisividad de la lengua rumana con la recepción de anglicismos, la escritura de Manea está desprovista de ellos, no se ha dejado influenciar por el entorno y eso le permite rozar la perfección en el uso del idioma, algo que también el traductor debe conseguir.
Joaquín Garrigós
Publicado en la revista de la Universidad de Murcia Nexo N° 11, año 2014 / https://edit.um.es/campusdigital/
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