Noches de luna / Norman Manea

La enfermedad de las palabras. Así se llamarían, según el doctor, los largos insomnios del exilio. Rebelde marea que aceleraba, bruscamente, el pulso del destierro nocturno.
Esa mágica exaltación me embriagó por vez primera hace miles de años, como si hubiese sido ayer, trato de explicarle a William, mi vecino de cama. Sólo el exotismo de ciertas palabras estimula todavía al apático Sir S.
Una noche sonámbula, de plata, como hace cinco mil años y como la actual, trato de explicarle a Willie. «Me amenazaron con fusilarme, me pegaron, me desnudaron y me arrastraron. Pero el muchacho no debe oír todo esto», decía santa María apretándome el brazo al tiempo que sacaba de la maleta ropas y conservas y chocolate y lápices de colores que había traído únicamente para su pequeño príncipe desterrado. Había recorrido centenares de kilómetros en tren, en trineo, en carro y en camiones militares para llegar al Sinaí, como llamaban los centinelas a aquel campo de la estepa ucraniana. «Traía dos maletas más, pero me las robaron», balbuceaba nerviosa y lunática. «Vuestro primo Osy fue quien eligió y pagó todo. Se ha portado como un ángel. Ya lo conocéis, con esos modales suyos foráneos, ya sabéis qué mote le han puesto.»
Entonces, en la hipnosis de aquella noche crucial oí por primera vez el nombre de Oswald, «el duque de Amberes». Nadie habría podido privarme del extraño encanto que el cometa de las palabras me donó en medio de las tinieblas de aquel otoño enfermo. Con aquellas exóticas palabras me quedé después de que, al otro día, los centinelas confiscasen la mantequilla y las gorras y la manta y el chocolate y las bufandas y los lápices de colores y después de que expulsaran a la pecadora cristiana resuelta a permanecer y morir entre los malditos del Sinaí.
El duque, el duque de Amberes, dice contento, preparado para el viaje, el niño Willie, impaciente por oír el cuento que le calme la impaciencia.
Sí, mi padre contaba en las noches de la noche 1942 la historia del primo Feingold, el yerno del santurrón cuyo nombre llevaba yo. «El zanquilargo ese no es para ti», así repetía mi padre en voz baja las palabras que Nathan Braun, el hermano de mi abuelo, le había espetado a su hija. Yo veía aquel cinematográfico crepúsculo del verano del 32, cuando la comedia de celuloide del mundo preparaba las farsas guerreras, veía a Zelda, la flamante bachiller, parada en la puerta del almacén sin decidirse a bajar los tres peldaños que conducían al despacho de su padre.
«Ese zanquilargo pobre y negruzco no es para mi hija», repetía Nathan el Sabio sin levantar la vista del libro de comercio en el que escribía, encorvado por el silencio helado de su adorada Zelda. «Me han dicho que te ves todos los días con ella, aunque yo he prohibido esta relación», diría rezongando el inflexible Nathan Braun, el hermano de mi abuelo, dos semanas después, cuando el elegante galán se atrevió a visitarlo. Esperaba que lo invitasen a pasar, pero el señor Braun seguía tecleando en su extraña máquina de escribir Smith Corona. Exportar huevos rumanos a Europa desde el pueblo de R. parecía a los habitantes una hazaña tan misteriosa, recalcaba mi padre, como las cartas en tres idiomas que —era de dominio público— escribía el autodidacta Nathan con un dedo en su gracioso pianito transoceánico…
«Supuse que lo habría entendido de una vez por todas.» El rancio Nathan no aceptaba al guapo Oswald para la guapa Zelda. «Se lo dije a ella: “Ese zanquilargo, negruzco y canijo debe de estar tísico”», ése fue el recibimiento deparado al candidato a la mano de la señorita Braun. Tras aquel primer encuentro, el joven Feingold se marchó a Amberes. O sea, al infinito. «Te pagaré los estudios y vivirás con la familia de mi amigo Levy», resolvió, resignado, tras una hora de controversia, el comerciante. «Zelda te esperará aquí. Cuando acabes la facultad os casáis», concluyó tajante el cansado progenitor.
En efecto, se casaron el año 1936, cuando la comedia de celuloide empezaba a velarse y el pulso agitado de las noches anunciaba el largo insomnio del siglo. Una boda magnífica en la que, al parecer, estuve presente, aunque acababa de nacer, y en la que mi abuelo, el librero, hubo de oficiar en lugar de su venerado hermano al que, según decía, el führer Adolf Haman le había producido un paro cardiaco. El recién nacido, de dos meses de edad, no sabía lo que nos esperaba en el punto de tránsito Sinaí. Convencido de la buena estrella de su nuevo nieto, el abuelo estaba seguro de que yo les traería suerte a los novios y a sus hijos.
Una pareja legendaria, murmuraba la pequeña ciudad, fascinada por las palabras exóticas y las luminarias que aureolaban su pintoresquismo: la muñequita de porcelana blanca y apasionados ojos negros, junto al esbelto caballero melancólico de Brabante. Zelda y Oswald, a distintas edades, en el escaparate del fotógrafo provinciano. Zelda y Scott F., la pareja inverosímil, en los anuncios luminosos de celuloide Metro Goldwyn Mayer.
Al duque lo vi por primera vez en los años cincuenta, cuando visité con un destacamento de pioneros la fábrica de cartones donde trabajaba como almacenero.
Tras salir del escondrijo que lo libró de ir al campo de concentración, acabada la contienda se escapó por pelos de una acusación de burgués y espía al servicio de una potencia extranjera. Otra vez María Pasionaria, que se había convertido en ferviente comunista, habló en su favor y la prueba era que incluso había logrado un puesto de trabajo.
El primo Oswald Feingold era alto y pálido, de movimientos lentos, hablaba con excesiva cortesía y no parecía demasiado impresionado por nuestras corbatas rojas. Eso era todo lo que les contó el comandante de pioneros a sus padres después del contacto con la clase obrera del pequeño taller de cartones de la ciudad. «¿Qué puede esperarse de gente como él? ¡Duque de Amberes!, ¿no te fastidia?», completó con desprecio el combativo luchador de la corbata roja retorciendo el labio superior en son de mofa. «De Antwerp», corrigió mi padre y me ofreció como compensación no sólo ese nuevo nombre sino otro más, no menos raro, nombre de río y de monstruo.
Amberes-Escalda, Escalda-Amberes, tarareaba nervioso mi vecino Willie-Billy, poniéndose un cojín en la cabeza a guisa de bicornio de almirante, una cabeza aplastada por pesadillas, y presto para saludar al río Escalda y al puerto de Amberes y a la revolución de 1830 y a la flota inglesa y al bloqueo, El-Blo-Que-O que liberaría Amberes de la corona de los Países Bajos…
A Zelda, que durante años no había salido de su casa, no la vi hasta comienzos de los años sesenta, cuando el matrimonio se mudó a la capital, a una buhardilla bien arreglada. Yo ya sabía de sus manías por la higiene, de modo que no me extrañó cuando frunció el ceño y se puso pálida al verme acodado sobre la mesa arrugando el inmaculado mantel. Me habían invitado a comer un domingo pues sabían que los días de fiesta la cantina universitaria estaba cerrada. Acepté azorado por la curiosidad que, seguramente a causa del nombre —eso me habían dicho—, Zelda mostraba hacia mí, pero también esperando que, en algún momento de turbación, hiciera mención a la noche en que nació y murió o dejaron que muriese Escalda Feingold. El bebé de dos cabezas no se lo enseñaron a la parturienta después del parto ni tampoco durante las seis horas de agonía que precedieron a la muerte, eso decía la leyenda, pero Zelda seguía viéndolo en sus largos insomnios neuróticos.
… Monstruo de dos cabezas, dos cabezas, dos, me hace repetir mi vecino Will, al que le chiflan los cuentos de monstruos. La orilla de nuestro Nuevo Mundo se eleva hasta el cielo, en la ventana licuada explotan los cometas de las palabras en dos y en veinte cabezas fosforescentes. Cuando quiero contarle más cosas sobre el bloqueo inglés que liberó Amberes en 1830, sobre el flujo y el reflujo y el caudal del río, el rostro sin edad de Willie vuelve a sumirse en el despeñadero paradisiaco del sueño.
Aquel domingo de 1962, Zelda sólo era una mujercita pálida, sacudida a intervalos por un pequeño espasmo del brazo derecho. Un icono deteriorado, una decrépita aberración rafaelita, con una voz extraña y dulce y que se cansaba enseguida. Hablaba de Scott, naturalmente, que se encontraba, «como todos los domingos, en casa de su hermana», lo cual podía significar cualquier cosa, según el sarcasmo con que emitiese la información. De repente, se animó a hablar del trabajo humillante de su marido y de las sospechas que sobre él se cernían. Daba detalles de los interrogatorios a los que, de vez en cuando, era sometido, de las denuncias que lo tachaban de agente al servicio de una potencia extranjera, de antiguo explotador y de reaccionario. «No tiene valor para reprochármelo, pero sé que yo tengo la culpa por no habernos marchado del país. Antes de la guerra, siempre me hablaba de la catedral, del barrio de los diamantes y la marea del río…» Se detuvo, paralizada un instante por haber tocado un tema tabú, pero inmediatamente continuó y con ritmo acelerado. «Sí, él quería que nos fuésemos. Tenía un sinfín de nostalgias y planes. Al morir mi padre me quedé muy desorientada, después de la boda no fue posible y al acabar la guerra no quería dejar a mi madre. Hoy, la vieja Bella, con su descocada vitalidad senil, aún lee con gusto, ¿qué te imaginas?, al camarada Stalin. ¿Qué te parece? ¿Qué te parece? ¡Al Camarada! Y con gusto, eso dice. Me interesa todo lo nuevo, todo, todo, eso dice. Vale la pena oírla. Y el colmo es que no está loca. Pero Nathan…, seguro que se habría vuelto loco al oírla.»
Se dio un golpe en la boca con su mano grande y callosa, aterrada por el nombre que nos unía; suerte que en aquel momento entró Scott, quien llegó a tiempo de tomar un café con nosotros. Había encanecido, vestía ropas estrechas y gastadas, de confección en serie, pero con la gentileza pausada y señorial de siempre. Oswald F., conocido por Scott, enseguida llevó la conversación por otros derroteros: las noches de invierno de la guerra, la luz de la nieve, la calma lúgubre de la cautividad, la heroína que intentó, desafiando a la muerte, salvar a la familia a la que había servido. Habló siempre de María, convertida ahora a la laica religión roja, pero siempre dispuesta a ayudar a los proscritos si al caso venía… Las palabras y gestos parecían seguir una estrategia bien estudiada para omitir a su mujer, discretamente apartada de la conversación e incluso del papel de anfitriona, ya que él mismo fue quien preparó y sirvió el café, hablaba continuamente e introducía bromas que relajaban el ambiente, también él me acompañó hasta el ascensor y me invitó a volver.
Con esa misma tierna actitud dominante respecto a la loca de Zelda se portó también en mi boda con el ángel, el ángel rubio, como dice Will. Zelda apareció con un enorme sombrero rojo como la bandera soviética y con un vestido apocalíptico de colores, tan corto y transparente que rayaba en la indecencia. Encerrada en un venenoso mutismo, que podía explotar en cualquier momento, se negó a darle la mano a la novia mientras que al novio le dio un despectivo golpecito en la espalda. Scott se había valido de todos los trucos propios de un caballero para subyugar y ablandar a los que se acercaban a ellos, con la esperanza de que eludirían la mirada vidriosa e insistente del espantajo.
Sólo cuando él murió, pareció recuperarse Zelda, aunque únicamente hablaba de la nobleza y el estoicismo de su marido. Vivía con estrecheces, de la mitad de la pensión del difunto y de los paquetes que recibía desde Amberes, enviados, según las malas lenguas, por la hija ilegítima de Scott. A Zelda le compró mi flamante compañera aquella magnífica capa verde, sobre la que derramaba su rubia melena, el año en que no pudo aguantar más los libros, el pánico y mis ambigüedades y nos divorciamos.
Zelda, al igual que yo, sufrió a mediados de los setenta una depresión. Se despertaba gritando: «El dictador, el dictador, Haman está matando a mi padre», sólo que yo gritaba otro nombre y el miedo no se me iba ni siquiera de día. La diferencia estribaba en que ella se decidió a emigrar, mientras que yo todavía no podía separarme de las palabras. La enfermedad de las palabras había penetrado profundamente en mi terapia cotidiana.
Volví a verla en el 79, cuando me autorizaron a salir de la jaula roja para una corta excursión. Zelda vivía en un barrio pobretón junto al Muro de las Lamentaciones, compartiendo un piso pequeño y sórdido con una vieja marroquí a la que increpaba en un francés pedante y atiplado, de pensionado de señoritas. Me recibió con una especie de extraña complicidad, como si se hubiese enterado de los embrollos y complicaciones que me tenían desequilibrado. Volvía a tener admiradores, viudos y solterones que le hacían las compras, la llevaban al cine y le sacaban el perro a pasear. Cuando emigró, abandonó al setter Escalda, pero al año se había hecho con otro Escalda, un bulldog moreno y arisco del cual afirmaba que era un exiliado incurable, como ella y todos nosotros. Hablaba con enérgico descontento de todo cuanto la rodeaba, incluso pronunció el nombre de Scott, con el que los pigmeos cortesanos del día no se podían comparar, con agria envidia no sólo porque la había abandonado, sino muy en especial porque, por fin, había encontrado su rango y tranquilidad en la corte del Gran Anónimo.
También mantuve un tiempo correspondencia con Zelda, trato de explicarle a mi vecino W. S., pero los detalles y la intriga lo aburren. En efecto, le enviaba de vez en cuando una postal en la que le explicaba en clave la cada vez más acusada escasez de palabras en la pesadilla contra la que luchaba. También me interesaba por Escalda y por el nivel de reflujo del calendario lunar en el que estaba viviendo Zelda. Le preguntaba por la salud de Scott, de su hija y de su famoso padre, el fracasado joyero B. H. Levy. Recibía respuestas rápidas y detalladas. Un año antes de morir, Zelda dejó de responderme. Enviaba desesperados mensajes lacónicos desde todas las localidades trasatlánticas en las que naufragaba, enfermo por la falta de palabras, las cuales me seguían abandonando de modo irrevocable, pero la chiflada de Zelda estaba oculta en la luna.
Medio año después de la muerte de la sonámbula, recibí una larga carta en un francés sospechosamente correcto remitida por la vieja marroquí que aguantó hasta el último momento sus ínfulas y gritos. Me describía con todo lujo de detalles el día del infarto de mi hija Zelda, pero me contaba también el periodo precedente, cuando la duquesa se volvió más agresiva, incluso con el perro Nathan, con el que tenía un comportamiento terrible, lo insultaba constantemente por el menor malentendido del pasado, sobre todo por haberla casado contra su voluntad con un egoísta hipócrita, un lechuguino de bulevar, de una zafia tosquedad, que le había gangrenado la vida. Le habló de mí, su padre, que en América se había convertido en el mayor exportador de huevos, con sucursales en todo el mundo, incluidos los Balcanes y el mundo árabe. La marroquí estuvo buscando los productos Nathan en las tiendas de Tierra Santa e incluso en los mercadillos callejeros sin encontrar nada. Le respondí a la vieja bruja que, en realidad, yo no me llamaba ni Nathan ni Noah ni Nabucodonosor. Los laceros del Hospital Psiquiátrico Sinai de Brooklyn, donde vivo, me llaman Nat. Así me llama familiarmente todo el mundo, Nat, mister Nat.
Hallo, Nat, así me saludó sonriente hace un momento Merrie Apassionata, mientras le ponía el recipiente del pipí a mi vecino W. Shakespeare, al que precisamente le estoy explicando cómo se desencadenó la marea, cuando el monstruo de dos cabezas se pone a ladrar, rabioso de melancolía.
Pero Willie solamente soporta el principio de mis trances verborreicos. Helo ahí, se ha dormido, ya no tengo ningún control sobre los sueños por los que navega, indolente, como sus viejos antepasados, peritos de embarcaciones y emigraciones.

Norman Manea / Nopți cu lună (Noches de luna)
Traducción: Joaquín Garrigós
De: El té de Proust. Cuentos reunidos / Tusquets 2010
Trad. Susana Vázquez & Joaquín Garrigós