
Jorge Pirozzi irrumpió en la escena artística local en los años ‘70 y formó parte de ese mítico triunvirato de grandes pintores que adquirió notoriedad con el rótulo de Las Tres P, junto a Felipe Pino y a Jorge Pietra. Cerca de ellos, Duilio Pierri (la cuarta P) y Marcia Schvartz, otros dos extraordinarios artistas, fueron protagonistas decisivos en ese expansivo escenario de enorme densidad pictórica, que hoy sigue inexhausto.
Justamente, la pintura de Pirozzi no ha perdido nada de esa iconoclastia avasallante y se impone categóricamente, con un vigor inaudito y sin fisuras, capaz de desquiciar amorosamente cualquier atisbo de conciliación apresurada, de forzada empatía. Pirozzi es el artista de la obra metódica que sin embargo parece resistirse a toda norma, producida con una capacidad elaborativa siempre en plenitud y siempre en crisis, en estado de convulsión y experimento; una ecuación cuyas fórmulas se revelan y son a la vez inexplicables, que avanza interrogándose a sí misma, provocando azoramiento, incomodidad y fascinación en idénticas proporciones.
Sin tratar de sistematizar lo que justamente pugna por escapar a toda sistematización, se podrían señalar las diferencias en el modo de aplicar la materia, en el mayor o menor abroquelamiento de la epidermis cromática, y por ende en la pericia del pintor para regular el tempo en la configuración de todo el asunto; se podría conjeturar también acerca de cuánto hubo de deliberación y cuánto de azar e improvisación, tanto en el molecular enhebrado rítmico de los golpes y ataques del pincel como en la disposición, invención y morfología de los elementos arquitectónicamente más legibles.
En cualquier caso, Pirozzi se desmadra y a la vez se contiene en los ansiosos recovecos de una acción que exhala fluidez húmeda o pastosidad obsesiva, ya sea que esas viscerales figuras de incierto estatuto, que dialogan en una negociación de vecindad fatalmente bizarra, necesiten recortarse en medio de una atmósfera de modulación y luminosidad casi ortodoxa, o bien deban sobrevivir con su cuerpo de porosos trazos lacerado en medio de un copioso chisporroteo.
Una incontenible vitalidad rítmica, tonal y compositiva, arma el cuadro con indómita decisión, aunque es igualmente fanática la sentencia de provisoriedad, de sobrevida inestable, como si un universal zafarrancho de objetos maleables y espejismos imaginarios se ordenara, momentáneamente cristalizado en una pasajera conveniencia escenográfica, absurdamente narrativa, antes de volver al ignoto archivo de su farsesco misterio.
Es casi inevitable la tentación de contener al artista en el corralito de los linajes y tradiciones, y pensar en Roberto Matta, en Tanguy, en el espíritu surrealista, en el expresionismo abstracto, en Philip Guston, en Francis Bacon ( alguna vez el pintor bromeó hablando del “baconanismo” y sus cultores) , y hasta en el Grupo Cobra. Toda referencia puede ser errónea o lícita, pero su inutilidad es más palpable que nunca frente a la indescriptible identidad artística de Jorge Pirozzi, amo y señor de un espectáculo perfectamente polifónico, áspero exorcismo poético frente a cualquier artimaña de actualidad monoaural.
Eduardo Stupía, febrero 2023 / Texto escrito para el catálogo de la muestra de Jorge Pirozzi Variaciones sobre un tema invisible inaugurada el 22 de febrero de 2023, en el espacio UCA
Ph / Seedy González Paz / Retrato de Jorge Pirozzi, 2023