
La prensa europea, con disculpable ligereza, ha llamado a Bohumil Hrabal el anti Kundera. Se trata de un problema de tipografía, y casi de tipografía catástrofe (la publicación en Italia de los libros de Hrabal le impuso de nuevo al checo antinómico la primera plana de los suplementos culturales), o tal vez de numismática (véase más adelante), pero comporta algo menos que un error de concepto: es una mentira simplificada, acaso la favorita de esos locutores de la doxa que reducen la singularidad del talento a una cómoda falacia en perduración. Kundera, por lo demás, no deja de hablar bien de su coterráneo, y Hrabal, con su simpatía de fenómeno local, contraataca. A Hrabal, el mundo empieza a quedarle chico por desafuero estilístico, por felicidad provinciana, porque ha elegido esa módica elocuencia de aldea que añade siempre una escena más al arrabal atestado; a Kundera, Checoslovaquia termina por quedarle grande por equilibrio formal, por eficacia arquitectónica, porque sabe restar personajes a esa comedia de las ideas que se convierte en una novela llena de mundo. Uno y otro, no obstante, infieren a la narrativa una serena magia disimulada por los buenos modales del oficio. En fin, la imagen de cara y ceca que el periodismo inventa resulta mentirosa porque los dos saben que son distintos por razones idénticas. Checoslovaquia acuña monedas con dos caras para desordenar el azar.
Bohumil Hrabal nació en Moravia, en la impronunciable —para porteños epentéticos— Brno. Corrían tiempos de tribulación —1914—, y el niño creció de acuerdo con ese selectivo destino generalizado. Su héroe, cuando aprendió a leer, fue Martin Eden, de Jack London, y su infancia en Nymburk debe de haber transcurrido a la sombra de aventuras geográficamente imposibles, como la de cualquier niño italiano o americano. El padre, que administraba una cervecería, le inculcó esa hospitalidad anónima propensa a los brindis y otras efusiones colectivas. También las lecturas posteriores — Whitman y Carl Sandburg— lo ayudaron a inventarse camaradas en los mostradores.
La preocupada actitud de los alemanes acerca de la educación impidió que Bohumil se recibiera de abogado en Praga. Solo después de la Segunda Guerra, en 1946, pudo obtener su diploma. Los años que siguen son un largo aprendizaje: tramoyista, amanuense, viajante de comercio, obrero en la fundición de acero. Curiosidades, datos de contratapa. El escritor, ufano, se fortalecía haciendo de la experiencia una representación para biógrafos. En 1950, la amistad de Jirí Kolar, ese duende del letrismo y los cuadros “intercalados”, trae consigo la vigilia en los cafés y las discusiones dilatadamente “estetizantes”. Algo más que las posiciones de André Breton y los surrealistas se dirimía entre contertulios trasnochados. A partir de 1963, Hrabal empieza a publicar. Angelo Maria Ripellino, el más atento de los vigías (que difundió en Italia a Andréi Bieli y a Bruno Schultz), traduce a la dulce lengua de Dante Trenes rigurosamente vigilados; después, en 1966, llega el film de Jirí Menzel (Oscar al mejor film extranjero). Bohumil Hrabal no se inquieta ni se mueve, sigue escribiendo, sigue fiel a una memoria llena de baches, a unos inquietos interlocutores que asumen —según Elias Canetti la apariencia de “máscaras acústicas”, a una fuerza “líquida” que selecciona sus impulsos para que el producto final pueda ser llamado, sin ningún tipo de eufemismo, novela.
Hay quienes han llamado a Bohumil Hrabal “un Kafka que ríe”, pero Hrabal y Kundera saben, como cualquier lector curioso, que Kafka es también un gran escritor cómico, un padre que inventa a cada rato su condición de hijo para resumir con modestia su carrera de pródigo prodigio. Pero Hrabal no solo se ríe sino que se ocupa de contagiar ese estado de ánimo a sus lectores: Yo que serví al rey de Inglaterra llega a producir una inversión sistemática de sonrisas que culmina, cuando la gradación episódica así lo requiere, en saludables carcajadas. Dittie, el aprendiz de mozo con ínfulas que llega a ser propietario del hotel de la cantera (y que no deja de repetir que ha servido al emperador de Etiopía y que ha hecho la escuela de Srivanek, que a su vez había servido al rey de Inglaterra), personifica una categoría nueva, un buscón no pícaro del Este (aunque ese Este sea el centro de Europa); su ingenio, sus escasos escrúpulos, su candoroso cinismo abusan tanto del lector que el mismo Dittie termina siendo la víctima involuntaria de palabras que no paran de contar. Proeza suficiente. Al ocupar ese lugar “servicial”, al intrigar desde lo “bajo”, lo que queda abolido es el pacto de caballeros con el “buen” lector. ¡Qué victoriosa prosapia podrían invocar estos lacayos del malentendido! Desde un aprendiz propietario que se envanece de rechazar las ofertas de John Steinbeck y de proteger los piyamas de Maurice Chevalier del demasiado clamoroso sí de las niñas, hasta un porteño vacilante que traduce del polaco el título de un libro de cuentos de Gombrowicz con un trisílabo agudo: Boyacá.
Hrabal reconoce en su literatura la influencia de tres maestros: Richard Weiner, Ladislav Klíma y Jakub Deml. Como esos nombres son casi inescrutables para nuestra suerte, me atrevo a insinuar el de Robert Walser, menos ignorado por los editores argentinos o españoles.
Luis Chitarroni
De: Siluetas / La Bestia Equilátera, 2012
Ph / Bohumil Hrabal
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