Siluetas: La literatura como sistema infinito de relaciones. Conversación con Luis Chitarroni / Augusto Munaro

Más allá de su cierre, pocas revistas literarias como Babel encararon un rumbo en la literatura nacional, un camino que posibilitó el trazo de una nueva cartografía rica en matices. Con sus veintidós números, sus integrantes -Matilde Sánchez, Sergio Bizzio, Martín Caparrós, Daniel Guebel, Charlie Feiling, Sergio Chejfec entre otros-; pusieron en escena –algunos con mayor felicidad que otros- las posibilidades inagotables de la literatura. La propuesta del escritor, crítico y editor Luis Chitarroni (Bs. As., 1958), desde temprano se ha ido paulatinamente desmarcando de sus compañeros con el fin de escribir una obra donde la desconfianza ante los temas encumbrados y el sostenido trabajo sobre el fragmento –impulsado por la digresión que tensiona cada párrafo sin concesiones, léase su novela Peripecias del no, a modo de ejemplo- le permitió acuñar una prosa permeable a la convivencia de textualidades diversas y así permanecer fiel a su espíritu de lector conjetural.

Siluetas, que La Bestia Equilátera acaba de publicar con un prólogo recurrente, revela antes que nada, un escritor lúcido que no deja nunca de tomar en serio su incansable labor de lector. Chitarroni exhuma con omnívora fruición referencias de las más diversas tradiciones literarias, ya que  para él cada palabra leída y luego recordada es una apuesta, cada vocablo escrito, un desafío estratégico. El resultado produce un inestimable estilo que no dista de expandirse y retraerse, siguiendo un flujo reflexivo enrarecido por una celosa manía asociativa. De este modo posibilita un sistema de intertextualidades múltiples que tejen cada una de estas siluetas-relatos, desde Charles Du Bos hasta Charlotte Mew, de Francis Thompson, Sosândrade pasando por Arno Schmidt y Flann O´ Brien. Hay pasajes con entonaciones irónicas, algo cáusticas pero otras compasivas, recorriendo con juicios sólidos y bien definidos, un talento que se desplaza en ofensiva contra el cliché y los lugares comunes. Los matices revelan un arte que es también un oficio: el de pensar con inteligencia. Siluetas es un libro único, irrepetible. Como escritura se ofrece cerrada y definitiva; como lectura está abierta al infinito.

-Un sesgo conjetural parece vertebrar el libro. ¿Es para usted la escritura una experiencia especulativa?

-Sí, claro. Un espionaje de las zonas menos estables que circunscriben la emoción y la inteligencia. En una novela escrita en los mismos años de Siluetas, que permanece  felizmente inédita, había inventado yo un personaje que era un  introspecteur, una especie de detective de introspecciones, de los hechos posibles, de lo simplemente pensado. Mejor dicho, que trabaja en los intersticios de lo consciente: un Monsieur Teste con obligaciones civiles. Creo que el narrador de Siluetas (uno puede sospecharlo con el paso del tiempo) es parecido a ese personaje novelesco: alguien que intenta considerar las relaciones entre personajes de la literatura distantes en el tiempo y en el espacio. En la Argentina, desde el “Poema conjetural”, en el que Borges se apropia a fuerza de genio unitario de un procedimiento de Robert Browning (ausente de Siluetas por una especie de respeto excesivo por la clientela borgeana), la conjetura ha venido asombrándonos con la misma frecuencia que la ficción pura. Sombra terrible, amiga íntima.

-Su escritura registra, al menos en este libro más que en cualquier otro, un constante anhelo por asociar conceptos. Entretejer ideas para revelar otras y así, tras un efecto dominó, terminar por redescubrir buena parte de la mejor literatura universal. ¿Hubo un modus operandi en la construcción de este libro?, ¿aún recuerda la época y circunstancias que lo llevaron a escribir?

-Sí, todavía puedo recordar la urgencia y el placer con que fueron escritas algunas. O el grado de experimentación, que ponía a prueba la tolerancia de los jefes de redacción sucesivos. La de Charlotte Mew, por ejemplo, que escribí casi como una ficción aparte, puesto que sabía muy poco del personaje. O la de William Gerhardie, de quien leí una biografía después de haber escrito su silueta, y que en realidad es el pretexto para dar curso a un personaje de novela en ese momento desocupado, Víctor Eiralis. Me desconsoló que nadie (excepto Charlie, de quien hablaremos luego) advirtiera que “Eiralis” era anagrama de “Salieri”. Parece que todos tendríamos que operar con la obviedad de algunos cantantes populares. Tampoco sé para qué. 

-¿Sin Babel, hubiese existido este libro? Me refiero a que con los años la revista ayudó a promulgar ese aura de culto que pronto tuvo el libro, hasta la presente reedición.

-Claro que no. Fue gracias a la generosidad de Jorge Dorio y Martín Caparrós que Siluetas empezó a gestarse. Me temo que buena parte de los detractores de los libros de esos años pueden reprochárselo con el mismo fervor con que yo se los agradezco. El aire de culto no sé si sirvió. Me y nos tildaban (siguen haciéndolo) de pedantes e intratables. Y hasta con un anacronismo que araña la ignorancia acérrima del reclamo: de extranjerizantes.

-La lectura es una actividad capital en su vida. ¿Se definiría Ud. como un “lector de lujo”, como dijo de Stevenson?

-No sé si de lujo. Por motivos relacionados con su posición social y su salud, Stevenson pudo ser un lector mucho más “lujoso” que yo (que trabajo desde los diecisiete años). Y relacionados simplemente con el talento, un escritor mejor y más productivo (murió a los 44 años, creo). Los ensayos de Stevenson merecen leerse con la misma atención que sus cuentos, poemas y novelas. Curiosamente, en determinado momento, él renunció a las facilidades del estilo escueto y visual de La isla del tesoro, que había garantizado su éxito comercial, decretó la guerra al nervio óptico y al adjetivo y escribió libros donde vibra cierto sustrato dialectal, escocés. La clase de artistas que a mí me gustan.

Da la feliz sensación que para usted, cualquier escritor resulta inagotable. Pues cada uno ofrece lecturas refractadas por un mar de conceptos asociativos. ¿Tiene sentido determinar el número de interpretaciones que ofrece cualquier autor?

-¡Me alegro de que usted haya leído Siluetas! Sí, fíjese que si hoy tuviera que reescribir el libro, pondría muchísimas cosas distintas. Por eso decidí no tocarlo. Estoy de acuerdo conceptualmente (excepto en uno o dos casos) con  todas las cosas que aparecen. Hoy hubiera incluido a Kingsley Amis (a quien entonces había leído poco) en lugar de a Martin (que, con el paso de los años, sólo ha logrado decepcionarme). Podría ocuparme de matices en la obra de Gerard Manley Hopkins y Büchner que entonces no había advertido Permanecen siendo dos favoritos. Agregué, sí, una cita de Arno Scmidt (a quien admiro cada vez más). Se refiere al buen trabajo que hacen los escritores que se toman en serio su trabajo de lectores para los lectores y escritores que los suceden. La literatura es un enorme sistema de relaciones que se expande en todas las direcciones. Y los cartógrafos que saben orientarnos serán siempre bienvenidos.

-Su silueta dedicada a Sousândrade, debido al acento por momentos cínico, recuerda al libro Vida de muertos, de Ignacio B. Anzoátegui. ¿Podría considerarse este libro como un posible precursor de Siluetas?

-Pensé que el acento era sólo circunflejo en Sosândrade, no cínico. Me encantan la malicia y la ironía de Anzoátegui, no muchas veces sus puntos de vista y prejuicios. Aprendí a respetar los prejuicios ajenos para que los míos no parezcan caprichos. Hay una frase de Hazlitt bastante iluminadora: “Sin mis prejuicios no podría salir solo de mi propia habitación”. La cito de memoria. Acaso mencionara algo más aparte de los prejuicios.

-Creyendo en su generosidad, y pensando que tal vez tenga una opinión de todo lo que ha leído. ¿Qué significa para usted la obra de César Aira?

-No sobrevalore mi generosidad cuando se trata de César Aira: es solo justicia. Pocas veces un escritor contemporáneo ejerce un magnetismo tan grande como Aira, quien ahora empieza por fin a ser valorado en otras lenguas. Aira es un logro nacional inigualable, cuyo programa y propósito tienen una coherencia poco frecuente en castellano. Desde hace treinta años, de acuerdo con una estética que se ha ido modificando pero que no renuncia a los principios literarios con los que partió, los libros que escribe nos permiten asimilar una especie de escritura pensamiento que tiene además la cortesía de invitarnos a pensar sobre todo tipo de temas: el tiempo (Una novela china, El bautismo, Cumpleaños), la ciudad (La mendiga, El sueño), los fantasmas (La epónima), las emociones violentas (La prueba) y las imperceptibles (El llanto), las relaciones de amistad (Los dos payasos, Haikus, La vida nueva), la postergación, el fracaso y el éxito (“Cecil Taylor”), la escritura y el estilo (Dante y Reina), la política (La trompetilla acústica, El tilo), etc… Perdone la vehemencia, la insistencia, el tesón.

-¿Cree que para el lector, la ironía sea en literatura fuente únicamente de confianza?, ¿por qué?

 -No. Creo que a veces la ironía (como Valéry detectó del aforismo) es un abuso de confianza. Una especie de chantaje intelectual. Recuerdo cómo sobrevaloraba yo la ironía de mi profesor de Historia en la escuela secundaria. Y no advertía el humilde ejercicio de inteligencia de mi profesor de Lengua. Muchas veces el sarcasmo y la ironía son los hermanos imbéciles de la frustración agresiva, en la que tanto se complacen los seres más abyectos.

-¿Hay alguna silueta por la que sienta particular aprecio?, ¿por qué?

-Algunas que mencioné. La de Charlotte Mew, la de Gerhardie, la de Manley Hopkins. Esta última fue escrita en un momento muy difícil para mí, de mucho dolor. Y, aunque tal vez lo note solo yo, cada palabra fue extraída de una especie de superficie ajena al repertorio de palabras del que disponía, como si usar palabras que no usaba frecuentemente me garantizara cierta anestesia. No la releí desde entonces. Capaz que cuando lo haga me demuestre estadísticamente que las palabras empleadas son las  más previsibles y rutinarias.

-El nombre de Charlie Feiling emerge en varias oportunidades. ¿Extraña sus conversaciones?

-¡La de Anthony Hope es en realidad mi favorita! Empieza sosteniendo algo que Charlie decía: que los críticos literarios no tuvieron infancia (o que nada leyeron o nada recordaban haber leído durante ese despertar a la lectura). Y es mi favorito  porque es en realidad un  ensayo soft  y minimal (dos anglicismos tarados de la época) sobre lecturas juveniles. Y sobre un escritor extraordinario, reducido a la categoría de “juvenil” por la falta de lectura de críticos de todas las edades, Anthony Hope, antepasado de Charlie por vía paterna, autor de ese manual de referencias sobre la política balcanizada anterior a la primera guerra mundial, El prisionero de Zenda. Me acuerdo de Charlie todos los días. Invento las respuestas que me da con omnipotencia de amigo y espero que él no tenga que abjurar de ellas.

-Élie Faure, tal vez más que ninguna otra de sus siluetas, se expande a través de digresiones. ¿Qué le atrae de este mecanismo arborescente?

-En ese caso particular, la presencia en esquirlas de la época. Faure era un crítico notable, pero en la época en que yo empecé a leer crítica de pintura y estética, absolutamente pasado de moda. Le gustaba a Henry Miller, por ejemplo, que fue también gusto de generaciones anteriores a la mía. Ahora bien, el estilo de Faure, pese a su fogosa vaguedad, sigue gustándome. Mi modo de aproximarme, de cualquier manera, no podía ser igual al que intenté con, por ejemplo, Flann O´Brien, que entonces me parecía admirable y modélico.  Cuando digo que Siluetas al desnudo es un libro de narrativa no miento ni exagero: cada silueta planteaba su forma. Y trataba de que cada enfoque fuera distinto. El de Eduardo Mendoza está planteado desde la perspectiva de Adelma Badoglio, una maestrita inventada por Borges y Bioy.  

-Lo que asombra es que para poder comprender y disfrutar en su totalidad estas semblanzas literarias, no parece indispensable haber leído la obra de los autores en ella referidos. A lo que me refiero es que cada silueta se lee como un capítulo de la autobiografía de un ávido lector.

-Ése era el propósito. Y había sido, creo, la directiva. De modo que  debemos agradecérselo a los fundadores de Babel, “siempre delante de los ojos y siempre ausentes”, como decía mi instructor de Judo.

-Hay un importante sesgo, una corpulenta cuota anglófila en muchas de las citas y autores que nombra a lo largo del libro. ¿Particularmente qué afinidades comparte con la literatura anglosajona?

-El gusto por la literatura inglesa es una tara nacional también. Es un excedente de mi gusto por la literatura argentina: Wilcock, pero también Luis Franco. Juanele, pero también Eduardo Luis Revol. La literatura anglosajona ofrece libros que parecen las mejores narraciones de todas, de Chaucer en adelante. Kipling, Chesterton y Stevenson, pero también De la Mare, Machen y Shiel. Hugh Kingsmill y William Gerhardie. Patrick Hamilton y Julian Maclaren-Ross. Además, los mitos, las leyendas que los propios autores generan y diseminan, punto de partida de Siluetas (de acuerdo con la cita de Aira). Un filósofo supersticioso tan inteligente como Gilles Deleuze supo notarlo, y habló de la supremacía de la narrativa inglesa sobre las demás literaturas europeas. Y aunque no comparto el gusto por los autores que él declara, me encanta ese curso continuo de arrogancias y humildades que acarrea e implica una historia religiosa escrita por Beda el venerable y una descripción de la envidia por el poder imperial pretérito  –la más admirable de todas—escrita por Edward Gibbon.  De cualquier modo, del otro lado del canal queda Proust.

-En la silueta de Flann O´Brien tilda de arlequines a los vanguardistas. ¿Desconfía de sus tecnicismos experimentales?

-Como de todo tecnicismo. El tecnicismo solo adquiere valor cuando se olvida en el territorio de una obra feliz. Siempre me encantó confrontar dos citas. La de Nietzsche, quien decía que hablan de técnica solo los que no son artistas y la de… ya no recuerdo quién, que decía que para escribir un buen relato y para hacer bien el amor (perdóneseme el galicismo) es necesario algo más que técnica, pero que al final podemos hablar exclusivamente de la técnica.

-Más allá de los géneros literarios, Chitarroni ¿cree que Siluetas haya sido (continúa siendo) antes que nada, un ejercicio lúcido e impiadoso de crítica literaria?

-Creo, como dije antes, que Siluetas es más narrativo que crítico. Si uno toma algunas –la de Hope, la de Sosândrade, la de Djuna Barnes- advierte sí  la vocación crítica. Ahora bien, la calificación adjetival, aunque me halaga, no es algo a lo que pueda suscribir. Hace muchos años que escribo crítica literaria, y los artículos y ensayos más dóciles pueden leerse en dos libros anteriores: Ejercicio de incertidumbre y Mil tazas de té.  Pronto voy a publicar la continuación consecuente e implacable (esta adjetivación inmodesta sí puede atribuírseme).

-A veces al leer sus libros, me pregunto si hay en usted un sentimiento de cierta incomodidad cronológica. Su estilo parece no adecuarse a los requisitos de esta época: la complaciente banalidad que se despliega en una prosa simplista, consentidamente periodística. ¿Cree que existe la anacronía en literatura, o es otra de las tantas suposiciones promulgadas por los lectores hedónicos?

-Hay tanta incomodidad como complacencia. Trato de disimular los efectos o consecuencias de ambas: la queja y el alarde. Hay una cantidad de críticos y escritores contemporáneos que parecen compartir conmigo matices y escrúpulos acerca de la voluntad de estilo (para citar a un español olvidado, Juan Marichal). Prefiero no nombrarlos. El descubrimiento es uno de los rituales más bellos de la literatura.

-¿Las citas continúan siendo los “amuletos” de su vida, como alguna vez arguyó?

-Sí, como habrá notado por la de Hazlitt, la de Nietszche y la de no me acuerdo quién. A veces se apoderan de mí tan imperceptiblemente que las respiro sin repetirlas, para tranquilidad de quienes me rodean. Estoy tratando de traducir un poema de Heaney sobre su amigo Joseph Brodsky que es enteramente citable. Advierto ya a quienes se crucen en mi camino que pueden disculparse y alegar cita (en otra acepción) con editor influyente.

-Puesto que este libro fue originalmente publicado hace casi veinte años, en 1992, ¿qué rescata de los 90 literariamente?

-Tantas cosas. Creo que fue literariamente muy rica para nuestro país. Los libros de Martoccia, Guebel, Chejfec, Bizzio, Ferreyra, Kohan… Voy a olvidarme. Voy a hacer un ejercicio de abstención. Voy a imaginar que me olvidé todo, ya que soy parte involucrada. Voy a poner en juego otro amuleto, un verso de Pere Gimferrer en un poema dedicado a Hölderlin: “Si pierdo la memoria, ¡qué pureza!”

Augusto Munaro
Publicada parcialmente en Los Andes, en marzo 2011