Amable poética propia la de Juan Fernando García.
Una poesía como una propiedad. El poeta gira sobre una propiedad. Propiedad de algunos colores y lugares y años. Una propiedad y una historia. Los poemas tienen sus historias. Y van hacia algún aire o algún amor. Los versos de Todo inundan con su paciente y su pequeña memoria y esas frases traen: “Hablabas del amor y en su tenacidad vibraban las palabras hacia su última morada: el recuerdo” o giran “sólo para el desencuentro por acontecer” y para “Volar como si del drama de vivir hubiera escapatoria” porque siempre le queda “Una música alentando el desamparo”.
En la poesía de Juan Fernando García los poemas nacen escritos, los descubrimos al lado nuestro para siempre. Compuestos. Enteros, con clima o atmósfera delicada. No hay dificultad en su factura, no se la siente. El poeta no trabaja, se place en los aires de su cabeza: “Duele y pesa el tiempo aire que en esta calle nos mezcla” (Carapachay). Y entonces parece que todos sus versos corren como botón a un mismo y claro ojal. Poemas dedicados. Literatura que en su cosido seguro y tenue no tiene muchos contemporáneos. Dos o tres. Cierta narrativa entresacada de los días puede hermanársele, no sé por qué veo en ellos algo cercano a los primeros libros de Uhart, quizá porque en alguno hay: gatos, enredadera y mudanza.
Juan Fernando García deletrea ciertas cosas. Nuestras cosas. Justa propiedad de nombres. La suerte del poeta: hacer un mundo solo con nombres que se vuelven frases. Y las frases van siempre a la vera de historias vividas: “Si pudiera hablar, diría: “otra vez, la historia de siempre” (Todo) o “Historias hay de a cientos y de a miles los frutos que se cuentan” (Carapachay). Historias propias. En minúsculas, es decir, sin grito pero bien sentidas por vividas. Una poética entera ocurre en cada verso tranquilo, seguro y bien puesto del autor: “No hay, no puede haber tarea más amarga que anhelar la migaja que estalla en el poema si nada dice nada cambia el proscenio del que en broma ataca la inmediata lírica inventada”. Y la muy gráfica que completa: “En el muelle se piensa una lengua que llamamos poética con cierto escepticismo”. Juan Fernando García dice: “Carapachay en un texto de Sarmiento” (Carapachay) mientras tiene un perfecto epígrafe de Marcos Sastre; este último libro sabe bien, “Sabe que la palabra arrecia” para el que escribe.
Algunos de sus delicados poemas se vuelven crónicas, escenas, medallones, retratos. Son la memoria hecha pequeña nota: “Nada he recuperado/ de todos los días que quise evocar./ Simplemente, acordé con mi memoria unos instantes para no perderme” o “¿Qué arenas se escurren por entre los dedos/ de los que dicen/ recordar?” (La arenita). El poeta va en su obra de mar a río. De La arenita, de Necochea, Claromecó, Dunamar, el recuerdo de allá, al Delta de hoy. Y las flores hacen sus estaciones, del jardín de la abuela que casi no recuerda a las llovidas flores de las islas, porque para él hay que “Escribir sobre lo que en la generalización de un catálogo mezquino llamamos naturaleza” (Carapachay).
Hay autores como Juan Fernando García que están para deleitarnos, remanso de aguas para encontrarnos a nosotros mismos. Son poéticas precisas, cercanas, sabias de lugares. De la pampa, el viento Sur y los médanos viejos, a Tigre. Y de Tigre a su perro Morón. Si con Sánchez supimos para siempre que la muerte es la ausencia interminable de perro, con Juan F.García “viene Morón con su felicidad a cuestas, me ve teclear, leer en la pantalla, hojear los libros que en la mesita de la derecha esperan y posa sus patas en la silla para acercarse a un brazo/ extiende su cuello y quiere darme besos”.
Poeta de la mirada (“descubriste que en la mirada puede no haber engaño”, Todo), de hermosa voz que nombra poetas amigos. Ávido don dice, poema dedicado a Claudia Schvartz, libro y poeta que guardan extrema cercanía con García. En Ramos Generales escribe: “También, los amigos se cansan de tanto lloriqueo” aunque algo tenue siempre ampara su escritura y el recordado verso de Hugo Savino (“Angustia, angustia y más angustia”), en el mismo libro, nos sorprenda.
Si Juan Fernando García es un poeta de provincia: “podremos rescatar de entre tanta urbanidad un tono?/ lo que se desacomoda ya lo sabemos”, y lo sosegado en él domina, algún drama igual se hila abajo: “A veces la piel decanta tempestades” (Morón) o “nada es igual aunque parezca” (Carapachay). La arenita ya marcaba una primera distancia, distancia levemente triste, en fotos de infancia, en recuerdos de la siesta idos.
¿Qué hace de sus palabras, de sus versos, un poeta original? ¿Qué hace de estos libros libros singulares y distintos? ¿Qué hace de estos poemas de Juan Fernando García algo perenne y amable? Que son poemas reales donde hay tono, autor y lugar. Donde una voz de autor recorta una pequeña zona que circunscribe porque ama y conoce. En esta obra hay un poeta con sus cosas. Nada nuevo pero entreperdido en la contemporaneidad. Una poesía que como cantinela propia tiene lugares que hacen hueco y permiten horizonte, escritura. Escritura que flexiona sobre sí porque el que escribe sabe, sabe una verdad pequeña que va poniendo en sus versos. El libro lo dice, no murmura, canta. El libro anota «la mejor hora». Y en “Fin de fiesta” puede agregar: “aprendí que callar no es mentir” y que “no hay hermetismo” porque “la astucia no está de nuestro lado”.
Sus poemas son sus impresiones, en Esplendores de un viaje, anota: “Estas impresiones, para vos: este mi diario/esta mi frontera… Un diario/cuaderno de bitácora./ Fotografías. Impresiones, digo./…” Libro que se abre en: “Esta mi luz, estos mis poemas.” Si en Juan F.García el asunto de la vida se marca sin ditirambo, el recuerdo breve acompaña: hay varias madres, varios primos, el hermano, amigos. Una infancia allá y una precisa primera persona de amor puede escribir: “tan madre como esa que cose vestiditos en la playa” y “esas diferencias sobre las verdades de la Historia Familiar”.
Su canto real y amable está todo ya en los geniales nombres de sus libros: La arenita (2000), Todo (2004), Ramos generales (2006), Morón (2014) y Carapachay (2017). Una obra de palabras justas, apenas tensadas en la punta de sus dedos –como dice algún poema.
Laura Estrin