
Yo siempre continúo hasta que algo me detiene.
Pero nada me detiene.
B. Shelley
A Mary Shelley, la orfandad no le resultaba ajena. La llevaba en la sangre, era parte de su naturaleza, el deseo de amor insatisfecho. Tan propio de ella como su piel blanquísima, o ese silencio en el que hundía su mirada, siempre pensativa.
Pasaba largas tardes sentada en la tumba de su madre. Leía, escribía, reflexionaba. Recostada sobre la lápida, más tarde mantuvo fogosas charlas secretas con Shelley. Comenzaba lo que sería una costumbre entre ellos. Compartir las lecturas, conversarlas, escribirlas; anudarse, los dos, a las lenguas clásicas que, en ellos, se mantenían vivas. El tiempo de los amantes era un tiempo de letras y de sensaciones que buscaban ser, siempre, nombradas. Compartían los mismos ideales. Herederos del siglo XVIII, por ellos eran capaces, silenciosamente, de dar la vida.
Tenían una sensibilidad delicada, exquisita, en el que lo vulgar, lo público, la búsqueda de beneficios o ventajas mundanas, quedaban excluidos. Denostaban cualquier tipo de especulación alejada de ese universo que se había ido construyendo en ellos y para ellos, con la materia misma del deseo.
El exterior, esa máquina infernal armada con valores ajenos, no tenía cabida ni existencia en sus vidas. Sólo se hacía presente cuando las voces venidas de lejos, de desde detrás de las altas cumbres de los Alpes, los llamaban, con pedidos de auxilio. Ahí donde los hombres lucharan por su libertad, ellos se harían presentes. Donde las ruinas los interpelaran desde un pasado luminoso, ellos se detendrían, nómades por destino, devastados por la nostalgia, por el dolor de lo perdido y los anhelos de resurrección.
En el cementerio de St. Pancras, custodiando los restos / ruinas de la madre que nunca conoció, Mary, dicen, se entregó a Shelley por primera vez. Susurrando por entre las tumbas, planearon su fuga.
Frankenstein habla de la exclusión, del abandono, de la pasión por la ignorancia, (cuando se trata de los móviles que rigen nuestros actos y pensamientos más oscuros), del desamor, del miedo a lo diferente.
Hay lecturas que ven en esta obra armada como cajas chinas, hecha de diferentes voces, de miradas que no se buscan entre sí, que se evitan y se desconocen, el bosquejo de una nueva manera de escribir. Literatura hecha de fragmentos, como hecho de fragmentos es el hijo nacido en la soledad del laboratorio, fruto de una convicción enajenada.
La impotencia y el odio que siente Víctor Frankenstein ante ese ser de fealdad repulsiva, al que se niega a reconocer como propio, nos hace pensar en el rechazo y el miedo que sentimos hacia lo desconocido en nosotros, hacia nuestra propia ajenidad.
Mary Shelley va explorando en su novela la geografía de un pensamiento que se filtró en su siglo, y con una lucidez que nos deja pasmados, ella lo hace escritura.
Como uno que va con miedo y horror/ por una solitaria senda/ y luego de mirar atrás, aprieta el paso/ y nunca más voltea/ porque sabe que un demonio atroz / pegado a él camina.
El poema de Coleridge atraviesa todo Frankenstein. La terrible soledad del marino, el Mal, ese fuego devorador del que se sabe culpable sin remedio, ardor apenas aplacado por los hielos inmensos, de un color verdoso como las imágenes del pintor romántico Caspar David Friedrich.
La aterradora Naturaleza, a veces enemiga feroz, otras, Madre consoladora.
Los versos de Coleridge van dándole forma al fantasma a través de las páginas de Frankenstein.
En esa inexplorada geografía, echa raíces también el nuevo Prometeo al que Mary, con valentía, rechaza y condena a través de las palabras del monstruo.
La criatura nacida en el laboratorio remite al nacimiento de nuevos hombres, hombres aún sin clase, cuya causa los progresistas de la época defienden, pero frente a los que, de un modo ambiguo, sentimientos de horror y miedo reprimidos intentan aflorar a la conciencia. En Inglaterra se producían las primeras manifestaciones populares. Todavía no se hablaba del proletariado. Hombres oscuros, que nadie, parecía, había visto antes. Hombres hasta ese momento sin voz, como la criatura, nacida sin palabra y sin ideas, surgían y tomaban más tarde las calles de Manchester. Las turbas, las hordas urbanas de caras famélicas y como generadas en lo más profundo de las pesadillas, causaban un miedo sin nombre, el pánico a lo desconocido. Embrutecidos por el trabajo y el hambre, analfabetos, las nuevas voces, aún balbuceantes, de toscas modulaciones, pedían comida. Querían su lugar en ese nuevo mundo en que las máquinas amenazaban robarles sus puestos de trabajo. Hombres que, como los pobladores de las islas Orcadas, en la costa norte de Escocia, adonde Víctor va a realizar su pacto y su promesa, viven sumidos en una profunda ignorancia, como animales. [… ] la necesidad y la pobreza habían entumecido por completo la mente de estos habitantes, escribe Mary en su novela.
El miedo unió a las clases sociales, como ocurre siempre cuando la amenaza viene de afuera anunciando cambios profundos en la estructura social. Una época de grandes transformaciones estaba ya sucediendo. Inglaterra, desprevenida, asustada, se volvió reaccionaria y conservadora.
Percy Shelley, con la valentía que lo caracterizaba, se comprometió cuando la justicia inglesa juzgó a los luditas, culpables de haber atacado a las máquinas que los desplazaban a ellos, los trabajadores, obligándolos a la miseria y la desocupación. Shelley no sólo tiraba botellas al mar con mensajes pacifistas. Buscaba dinero y apoyo para las familias desahuciadas de los prisioneros. Mientras tanto, Byron luchaba por la libertad de los acusados en el Parlamento. La pena por atacar las máquinas en las fábricas era durísima, llegando a la pena capital: muerte en la horca.
En Frankenstein respiran también los cuerpos de las guerras napoleónicas, vacíos de razón. Cuerpos destrozados, que los cirujanos-carniceros intentaban reparar sin anestesia.
La violencia y el maltrato, los cuerpos rotos, los cuerpos del Terror.
Los sueños de la razón producen monstruos, escribió Goya en uno de sus Caprichos. Palabras que valen para Frankenstein, escrita diez años antes de su muerte.
Los cuerpos rotos, las cabezas decapitadas, la violencia gozosa, el poder sádico, el maltrato y el choque de cadenas subterráneas. Lo siniestro. Tomas Paine salvado de la muerte por un error del carcelero demasiado cansado de marcar con tiza los barrotes de los condenados ese día a la guillotina.
Hay estudiosos que afirman que la criatura de Frankenstein encarna el Terror posrevolucionario. De la novela brota la sangre de la Revolución, se huele. Se impregnan nuestras pupilas de la humedad de sus páginas, y nos llevamos las manos a los oídos para escapar de los gritos de los amputados en los campos de batalla, diseminados por toda Europa.
Frankenstein exuda el olor de los cementerios, de los cuerpos desenterrados, vendidos a la ciencia, pasibles de experimentación. Desde la caída de Dios, los hombres de ciencia comenzaron a abrir un nuevo camino que seguimos transitando hoy, en nuestro mundo de clonaciones y manipulaciones genéticas. La pregunta de Mary, tan actual: ¿Hay límites para la ciencia? tiene, quizá, una respuesta en Frankenstein que parece decirnos que no. Que no hay límites para descubrimientos que serán los que traerán, algún día, la eliminación del prejuicio y la esclavitud en la tierra. Ya moribundo, Víctor no se deja vencer, aunque reconoce su fracaso. Sabe que dio vida a lo que denomina un demonio, un criminal, un monstruo. No se desanima. Yo he visto truncadas mis esperanzas, pero otro puede triunfar. Sus ambiciones siguen incólumes. Iluminar a la humanidad, arrancándola de las tinieblas de la ignorancia.
Vencer a la muerte.
En ningún momento Mary Shelley condena en su libro las manipulaciones que realiza Víctor Frankenstein con los cuerpos de cadáveres. Fragmentos sin vida a los que la electricidad resucitará, siguiendo las investigaciones de Galvani, Erasmus Darwin- abuelo de Charles, autor de El origen de las especies– y otros como el italiano Aldini.
Mary, lo que pone en cuestión es la responsabilidad del científico ante su obra. Víctor Frankenstein no puede hacerse cargo de su creación. Y ahí reside su crimen. En su abandono. En su forzada ceguera. En la violencia de asumir una posición inhumana. Porque el llamado demonio, criminal, monstruo infame, resulta más humano que él. Habla mejor. Dice, no calla. Es valiente. Se asume como lo que es.
Y, como un verdadero poeta romántico, el engendro padece la incomodidad de no encajar, de no pertenecer a ningún lugar.
Una injusticia primordial, una estafa en la misma idea del origen. ¡Maldito, maldito creador! ¿Por qué tuve que vivir? ¿Por qué no apagué en ese instante la llama de la vida que tú tan inconscientemente habías encendido?
A diferencia de su criatura, Víctor se entrega a una huida continua, a un no querer saber que lo termina aniquilando.
El mal que le hace Frankenstein a su criatura es porque sí. Es el verdadero mal, como el del viejo marinero de Coleridge, que mata, para su sorpresa y la nuestra, al albatros. Ese pájaro caído, inocente como un Cristo, al que luego los marineros cuelgan del cuello del anciano como un crucifijo venido del Infierno.
Y es como si, para el verdadero mal no hubiera razones. Se engendra desde la irracionalidad.
La pura maldad, ni siquiera una pasión.
Muchas lecturas de Frankenstein suponen que su relación con el monstruo es la del sujeto con su inconsciente.
Se habla del doble. Y en esta lectura se inmiscuye la idea del vampiro. El monstruo dice a Víctor. La realidad que plantea la novela es mucho más compleja que la del William Wilson de Poe, pero en algún punto remite a lo mismo. Víctor se muestra inocente. Incluso lo llega a formular. Sin embargo se sabe culpable. Aunque lo niegue, cada día, desesperadamente. Y es de ese saber de lo que huye. Se pierde en las altas montañas, en los glaciares y sus altísimas y escarpadas cumbres. Y nada lo detiene en su persecución fatal.
¿Cómo podría Frankenstein abrazar su culpa si no hay arrepentimiento? Esta pregunta, con todas sus implicancias, debe haber desconcertado a los lectores en aquel tiempo en el que Freud aún no había nacido.
Aniquilar lo otro que carcome el ideal de perfección. Ser puro nuevamente. Entero, sin fisuras. En este deseo loco está también la raíz del crimen cotidiano de Víctor. Una prefiguración de las criminales utopías por venir.
Acabar con el maldito monstruo es su obsesión. No lo consigue. Y en este vínculo fantasmal, prohibido, se le va la vida.
La violencia de la criatura es la suya. Una presencia interna, constante, que lo consume. El hijo engendrado y negado le va robando la identidad. Se respira en esta extraña novela ese clima de agobio, de posesión, de fusión, de muerte.
Se nos hace carne la falta de libertad del científico para revertir la realidad en la que, fatalmente, se encuentra.
La realidad como espejo nos convoca. Y este espejarse en la noche y en la pesadilla propio de la sensibilidad romántica.
Sacarse de encima, huir de lo que nos constituye: la batalla parece perdida de antemano.
La figura monstruosa que Víctor ve corporizada en los hielos es interna, una presencia oscura y nefasta que lo habita. Y que, imprevistamente, en cuanto se descuida, se le escapa, huye, se pierde en el paisaje, dejándolo vacío, sin lugar en el mundo ni en sí mismo.
Si no, ¿cómo entender la incapacidad del científico para decir a los otros lo que le pasa?
Esto es un aspecto de la novela que cualquier lector atento se plantea. Incomprensible si vemos a Frankenstein como la víctima inocente que dice, en muchos momentos, ser.
Guarda el secreto que lo desnudaría a los ojos del mundo. Ni siquiera confía en su padre, o en ese personaje al que sentimos también un doble, una proyección de Víctor, depositario de todo lo bueno, lo sagrado, lo verdadero: Clerval, su gran amigo, que termina muerto en las garras del monstruo.
Ciertas lecturas proponen que la relación de Frankenstein con su criatura remite a la de Rousseau con su obra. Como Víctor, Jean Jacques viajaba de un lugar a otro, buscando asilo, perseguido por la censura que causaban sus publicaciones.
Y Rousseau- nunca se lo nombra en la novela- es la voz que está siempre viva, modulando entre sus páginas. La criatura de Frankenstein nace buena. Es la sociedad la que lo corrompe, es ella la responsable de sus crímenes.
El buen salvaje se corporiza en esta criatura inocente. El rechazo despiadado del mundo lo volverá malo.
Los temas de la Estética, fruto dieciochesco, aparecen en Frankenstein cuando plantea el problema de la apariencia de la criatura hecha de las piezas de los cadáveres más bellos pero que juntos, ensamblados, produjeron un ser de apariencia monstruosa. Edmund Burke, con su idea de lo sublime, está presente en la escritura de Mary.
¿Acaso el profundo rechazo a la criatura, que se presenta en todo momento repugnante, no es un sentimiento irracional? Es el tipo de conducta que Víctor Frankenstein quiere erradicar de la sociedad humana. Lo doloroso y angustiante de la novela, es que Víctor se descubre tan prejuicioso y salvaje como aquellos a los que pretende reformar.
Siguiendo las ideas roussonianas, la criatura se educa comenzando por los datos de los sentidos. Conoce a partir de la experiencia.
Ya que no puede ser parte del mundo por su horrible fealdad, la criatura espía. Y a través de la educación de Safie, (que alude a la Sophie del Emilio), el hijo sin madre se va educando.
Aprende a hablar, a leer, a ser humano.
Frankenstein es una novela en la que la filiación se pone en juego. El personaje de Víctor Frankenstein, como un padre perverso, se niega a darle un nombre a su hijo.
¿Cómo establecer lazos, como echar raíces y crecer en el entramado social si carecemos de nombre? Y sin lazos con los otros ¿cómo nos construimos sujetos?
Respecto a la mujer, Mary Shelley se mueve entre los valores domésticos que la sociedad exige: la mujer pasiva, fuente de bienestar, refugio tranquilo y delicioso para descansar del mundo y sus atropellos, y la mujer propuesta por su madre, la feminista Mary Wollestonecraft, autora de Vindicación de los Derechos de la Mujer (1793) con su idea de mujer independiente, estudiosa, que vive su vida despojada de ataduras convencionales. Finalmente, la única que sobrevive en la novela es Safie, la turca, la extranjera que encarna esos valores de autonomía y libertad.
El rechazo a lo diferente es otro de los tópicos de la novela. Ningún ser humano soporta mirar a la criatura. Ninguno lo considera de su especie. ¿Y cómo sentir empatía por alguien que no pertenece a mi especie? Como un Narciso invertido, la criatura también se mira en el agua. Y se horroriza de su propia imagen. Entonces comprende. Luego, cuando lee las páginas del diario de Víctor ya no tiene dudas. Y su dolor es inmenso, sin consuelo. Ya no hay esperanzas. Sólo queda el odio, la venganza feroz encarnizada en un solo objetivo: la eliminación del nombre Frankenstein sobre la tierra. Y que su creador quede tan solo como él, sin lazos, sin vínculos de afecto, en horrenda y estéril soledad.
Mary Shelley modifica la novela epistolar del siglo XVIII y el gran cambio sucede. Ya no es un intercambio de dos verdades, dos puntos de vista que se rozan, se enredan, se encuentran y se rechazan para llegar a una sola verdad y construir así una realidad unívoca, tranquilizadora.
En Frankenstein múltiples voces, cada una con su lectura de los hechos, dejan al lector por primera vez inerme ante la multiplicidad de la experiencia. La verdad ya no es una sola, ya no hay dogmas ni se le dice al lector lo que corresponde, lo que es bueno leer. El siglo XVIII sostenía que para varios problemas hay una sola verdad, y que una verdad no puede contradecirse con otra.
Mary Shelley, apenas una adolescente, plantea una nueva manera de leer y de escribir en donde no hay dogmas, ni verdades estáticas más allá de la verdad de mil caras del sujeto.
El mundo sin Dios se hace literatura. Por eso el escándalo y el rechazo que causó la novela en ciertos círculos. Fue el teatro el que volvió famosa de un día para el otro a Mary Shelley.
Su posición social, a pesar de esto, fue siempre poco clara. A Mary la perseguía su pasado, como Víctor a la criatura, como la criatura a Víctor. Padeció la marginación social. El rechazo y la indiferencia de su suegro, Sir Timothy Shelley, que jamás la aceptó. Buscó para su hijo Percy Florence, el único que sobrevivió, estabilidad y pertenencia de clase. Cuando por fin logró el lazo social que tanto había deseado para su hijo – la plena posesión de su título, y la banca de sus antepasados en el Parlamento – ya instalada por fin en una suave vida de lectura y escritura, Mary enfermó. La muerte le llegó a los 54 años, en la forma de un tumor cerebral.
El edificio que monta Mary Shelley con Frankenstein desprecia la fijeza. Está hecho de voces que se encuentran, se separan, nos dejan solos con el dilema ético de tener que decidir, que pensar por nosotros mismos.
La criatura nace de la voluntad del hombre y de su unión pasional con la ciencia.
Ambivalencia de Víctor respecto a la familia: la añora constantemente y constantemente huye de ella. Horror reprimido al matrimonio, resistencia que no se dice y se actúa.
La eliminación de la madre en la gestación de la criatura es radical.
Frankenstein es una novela en la que las madres mueren.
Y si no es una madre, será una sustituta: Justine, Elizabeth, muertas a mano de la criatura, son casi réplicas de la madre de Víctor Frankenstein, vencida por el contagio al cuidar a su hija adoptiva y salvarle la vida. Un sacrificio que coincidía con la idea imperante de mujer, elevándola y ennobleciendo su condición femenina.
Se podrían escribir páginas y más páginas sobre Frankenstein, publicada hace 200 años, en 1818. Los textos a propósito de esta novela son infinitos.
Frankenstein, nombre que se fue instalando para decir a la criatura sin nombre, es un mito cultural, vigente entre nosotros, hoy, más que nunca. La nuestra es una época en la que otra Sophie ha nacido. El robot parlante que circula en internet, y que ya soñaron los hombres del siglo XVIII con sus autómatas. Mentes sedientas en la que El hombre máquina de Descartes o las ideas de La Mettrie habían encendido ya un oscuro deseo.
A través de Frankenstein, Mary Shelley hace una crítica feroz al tiempo de sus padres, en que todavía se creía ciegamente en la Razón. Un siglo de hombres que vivían como pensaban. Hombres gigantescos de los cuales muchos, ya al final, perdieron la cabeza en la guillotina. El siglo XVIII es la columna vertebral de esta novela única, en la que las voces del romanticismo, aún balbuceantes, se inmortalizan en los altos muros de piedra de los acantilados y en el cuerpo fragmentado de la criatura que, como una sombra maligna, todavía se deja ver anhelante de afecto, un afecto que le será negado hasta el fin de los tiempos.