
Algunos libros, más allá de sus méritos o de la fama que alcanzan a tener, gozan del privilegio de señalar un punto de inflexión histórica. Con ellos algo concluye o comienza una nueva etapa.
Uno de esos libros es Nosotros, que invierte una tendencia sostenida durante cuatro siglos. Con él la utopía deja de ser optimista para hacerse distopía. En adelante, podrá ser un llamado de advertencia o un grito de desesperación, pero difícilmente recupere la ingenuidad.
Ese giro señala mucho más que un cambio en la sensibilidad ética o estética. Ocurre cuando “las utopías se vuelven realizables”, como decía la cita de Berdiaev que Huxley puso al inicio de Un mundo feliz. En esos momentos, el sueño utópico comienza a revelar sus aspectos pesadillescos, en cuanto pretende imponer su virtud mediante la violencia.
Evgeni Zamiatin fue actor y testigo de la construcción de la utopía soviética, libremente inspirada en Marx, que nació en 1917. Aunque acabó sus días en París, sus críticas al régimen no eran las del exiliado político, o las de alguien que hubiese visto afectados sus intereses por la Revolución. Había acompañado el proceso, lo había visto involucionar y bajo formas inéditas veía renacer lo peor del despotismo.
Zamiatin fue un precursor de los grandes disidentes soviéticos como Pasternak, Solyenitsin o Sájarov, pero siempre pretendió mantenerse a la izquierda de la Revolución. Enfrentado al régimen, no se resignó a ocultarse para labrar su obra en las sombras como hizo Bulgakov, a quien paradójicamente el propio Stalin pidió que no dejara la URSS.
En toda su trayectoria, Zamiatin nunca evitó los obstáculos. Era hijo de un pope ortodoxo, pero cuando estudiaba ingeniería naval se unió a los bolcheviques y militó junto a Lenin y Plejanov. Fue arrestado dos veces y tuvo que exiliarse en Finlandia. Sus primeros cuentos, y la novela antimilitarista que escribió a comienzos de la guerra mundial, fueron prohibidos por la censura zarista.
Mientras vivió en Inglaterra no perdió la oportunidad de escribir una sátira sobre la vida británica, pero volvió a Rusia al caer los Romanov. Fue testigo de la revolución de octubre y de los años de guerra civil que le siguieron. Renunció a la actividad política para dedicarse a la escritura y la enseñanza porque, como dijo alguna vez, “los artistas pueden ser locos, ermitaños, heresiarcas, soñadores, rebeldes o escépticos, pero nunca funcionarios oficiales”
Nosotros, que escribió en 1921, recién llegaría a publicarse en su patria en 1988, cuando faltaba poco para que cayera un Muro que él parecía haber anunciado, metafóricamente, décadas antes.
La censura soviética se había mostrado más dura que la del antiguo régimen y Zamiatin nunca hizo nada para eludirla. Antes y después de Nosotros se empeñó en provocar a los censores con obras como Los fuegos de Santo Domingo (1923), que usaba la Inquisición como una metáfora de la actualidad, Equis (1927) que reflejaba el deterioro del proceso revolucionario y una obra sobre Atila, que fue prohibida cuando los censores acertaron a entender que aludía a Stalin.
Nosotros no fue autorizada a editarse en la URSS y Zamiatin envió el manuscrito a una editorial alemana, que encargó la primera traducción al inglés, pero esta recién llegó a publicarse en New York en 1952. Mientras tanto circuló la versión que habían publicado los emigrados rusos, que sólo disponían de un texto incompleto y adulterado.
Cuando en Rusia se llegó a conocer el éxito que el libro tenía en el exterior, Zamiatin tuvo que salir a defenderse, pero su carta abierta de la Litaraturnaia Gazeta no logró conmover a las autoridades. Las cosas se pusieron difíciles para él y cuando estaba a punto de ir a la cárcel, Gorki salió en su defensa y logró que le permitieran emigrar. En 1972 hubo una nueva traducción de Nosotros al inglés y también apareció la primera en español.
Como señaló Jaime Rest en el ensayo que le dedicara, el ruso acabó por ser el patriarca de una dinastía británica de “distopistas”. Ellos le dieron al género una entidad y una fama que él nunca llegó a disfrutar.
Huxley y Orwell eran quienes más le debían, si bien los críticos como A..L. Morton (Las utopías socialistas, 1952) y Kingsley Amis (New Maps of Hell,1960), que les daban un gran espacio a la distopía inglesa, no mencionaban a quien la había inspirado.
Zamiatin fue el primero en dar un salto desde la utopía clásica, que era una suerte de cuadro atemporal, a un género más cercano a la novela de ciencia ficción. Su obra no sólo se distingue por su nueva actitud hacia la utopía, sino también por el dramatismo que sabe inyectarle.
Su formación ingenieril le permitía entender la magnitud de la revolución que estaba ocurriendo en la ciencia, y hasta le ayudaba a disfrutar de esa estética abstracta que imponía el cubismo. Estaba familiarizado con H.G.Wells y le dedicó dos textos para celebrar el talento con que había sabido dinamizar la utopía y cargarla de tensión narrativa.
Su estilo irónico le debía algo a Gogol. Practicaba el skaz, un género creado por los formalistas rusos, que ponía énfasis en el tono personal del narrador para darle una pátina testimonial al relato. El subjetivismo, que siempre había sido ajeno a la utopía, domina el relato en Nosotros.
Ursula K.Le Guin fue quien llamó la atención sobre este aspecto, en un ensayo dedicado a la crónica pobreza de personajes de la ciencia ficción. Le Guin observó que el personaje más creíble del género ni siquiera tenía nombre propio: era D-503, el protagonista de Nosotros. Muy alejado de esos platónicos guías de turismo que recorrían las utopías para mostrarnos sus instituciones, D-503 es una persona concreta que sufre, desea y teme.
Al escribir Un mundo feliz (1932) Aldous Huxley se apropió de los temas de Zamiatin: la Reserva donde se cría el Salvaje equivale al mundo que está tras el Muro Verde. Esa seudo felicidad que en el mundo de Huxley se induce químicamente, Zamiatin la obtiene mediante el control, el adoctrinamiento y el unanimismo. La disolución del individuo y la amputación de la fantasía están en ambas obras, pero la de Huxley tiene una atmósfera irónica que le quita dramatismo.
Huxley, que simpatizaba con la teosofía y sentía hostilidad por la tecnocracia, era pesimista en cuanto a que pudiera superarse el totalitarismo benévolo de la ciencia. Pero Zamiatin seguía siendo en el fondo optimista, porque no había perdido la fe revolucionaria.
George Orwell también había leído a Zamiatin y pertenecía a una familia ideológica afín a la suya, la del trotskysmo, que denunciaba al régimen soviético como una revolución traicionada. Eso le valió que durante décadas la izquierda occidental hiciera silencio sobre su novela 1984 (1949), generalmente tildada de antisoviética. En el mundo de Orwell no hay un Más Allá del Muro donde pueda crecer una resistencia. Pero al igual que en Zamiatin el amor-pasión es la puerta de la trasgresión, aunque se dé en una cultura que no reprime al sexo. En ambos libros los protagonistas terminan por rendirse ante el régimen todopoderoso.
Los últimos ecos de esta tradición literaria podemos encontrarlos en La naranja mecánica (1962) de Anthony Burgess y en Limbo (1952), la distopía del psicoanalista Bernard Wolfe, quien casualmente había sido guardaespaldas de Trotsky en Méjico.
Para esta época el totalitarismo explícito era un recuerdo, pero el control y la manipulación se habían hecho más sutiles. El lavado de cerebro de La naranja mecánica y los amputados de Wolfe le seguían debiendo mucho a Zamiatin.
Pese a lo que pueda creerse, Nosotros no fue escrita contra Stalin, que para 1921 ni siquiera era Secretario del Partido, sino cuando Lenin todavía vivía.
El libro que inspiró a Orwell su denuncia del totalitarismo no era obra de un reaccionario ni de un creyente desengañado. Zamiatin seguía pensando que lo único que puede transformar al mundo era un proceso revolucionario. Condenaba las desviaciones, la recaída en el despotismo, la corrupción e (indirectamente) la tecnología, pero creía en la “permanencia del cambio”, la “revolución permanente” de Trotsky. “No existe una última revolución, las revoluciones son infinitas” escribió en Nosotros.
Trotsky lo consideraba un “compañero de ruta”, pero la novela refleja una actitud más cercana al anarquismo. Nosotros fue escrita en 1921, precisamente cuando Lenin fusilaba a los anarquistas sublevados en Kronstadt y se disponía a aplicar en la industria esos métodos tayloristas que antes había execrado: en Nosotros el taylorismo se muestra como el emblema de la deshumanización.
El Estado Único es mucho más que el sistema soviético. Es una tiranía hiperracionalista, distorsionada por el expresionismo como la Metrópolis (1927) de Fritz Lang: los sólidos geométricos, el cristal, las personas numeradas, el cero absoluto, la nave Integral y la escandalosa raíz cuadrada de -1, el número irracional. El arte ha sido proscrito o se usa para la adulación, los disidentes son rutinariamente eliminados y los soñadores se convierten en zombies mediante una higiénica operación.
Más allá de esta escenografía de ciencia ficción, otros elementos serían sin duda más reconocibles e inquietantes. El líder se llama Benefactor y los Guardianes son su policía secreta. Todos llevan uniforme. Las casas son transparentes y las calles están sembradas de micrófonos que registran las conversaciones casi tan bien como las cámaras ocultas de hoy.
El Estado Único ha nacido tras dos siglos de guerra entre el campo y la ciudad: el martillo se ha impuesto sobre la hoz. La ciudad aséptica de la perfecta felicidad se ha encerrado tras un muro de cristal, al que llaman Verde porque contiene a la jungla. Más allá crece la rebelión, que por un momento pone en jaque al Estado y logra conmover al indeciso D-503.
La rebeldía de Zamiatin tiene raíces que exceden la política. Por una parte, muestra una rebeldía vocacional contra la educación que le han dado, la ingeniería; a su exactitud le opone románticamente la libertad del arte por el cual ha optado.
La revuelta contra el Estado Único apela a la irracionalidad, la selva y el instinto, y los rebeldes sueñan con apoderarse de la nave espacial para llevarla al cosmos. Pero no está de más recordar que en ese tiempo quienes exaltaban el voluntarismo y la irracionalidad eran los fascistas y los nazis. Ellos también rechazaban los ideales de la modernidad y reivindicaban algo parecido a ese “hombre velludo” que se oculta tras el Muro Verde.
Aquí aparece la primera paradoja. Los rebeldes invocan como guía a un personaje llamado Mefi, con el cual parecen aludir a Mefistófeles, el demonio fáustico. Pero Zamiatin murió en 1937 y no llegó a saber que en 1942 Stalin crearía el instituto de física nuclear de Moscú, donde nació el poderío nuclear de la URSS. Aun hoy se lo conoce por la sigla MEFI…
La otra rebelión de Zamiatin es contra su padre, el sacerdote. Las constantes imputaciones que hace al cristianismo y la denuncia los crímenes cometidos en nombre de Dios apuntan a cargarle a éste todas las culpas del Estado Único, haciéndolo su heredero. Pero el régimen se proclama ostensiblemente ateo, y está a unos cuantos siglos del deicidio nietzscheano.
Si en algo coincidían Stalin y Hitler era en considerar a la religión y al monoteísmo como sus mayores enemigos. Pero la nefasta conjunción de los totalitarismos produjo la guerra más cruel de la historia, la suma de cuyas víctimas excede a la entera población europea del pasado. Las revoluciones, ya fuesen clasistas, nacionalistas o racistas, justificaron matanzas ante las cuales empalidecen cruzadas, inquisiciones o cacerías de brujas. Nunca se perfeccionaron por la revolución permanente, y si cayeron fue al confrontar con un adversario externo, ya fuese con las armas de la guerra o las de la economía.
Casi un siglo después, cuando los anarquistas se conforman con escribir todo con “k”, se escucha con respeto a esos ancianos artistas que han sobrevivido al Muro y lo añoran sin haberlo padecido. Ya no luchan contra el capitalismo, que les ha asignado un segmento del mercado, y prefieren dirigir su odio hacia la religión. El deicidio se ha convertido en un deporte inocuo y popular, casi como disparar contra los patitos de un barracón de feria, y permite presumir de puntería sin arriesgar el pellejo.
Pablo Capanna.
ph / ben zank
Prólogo de Nosotros, de Evgueni Zamiatin
Traducción Irina Bogdaschevski
Miluno Editorial
2da reimpresión, 2018