La mañana del 10 de enero / Augusto Munaro

A comienzos de enero

Witold Gombrowicz, para muchos, el mayor escritor polaco del siglo XX, vivió largos años en tierras argentinas. Durante su prolongado exilio (1939-63), trabó amistad con un grupo de jóvenes escritores, influyendo notoriamente sobre ellos. Jorge Di Paola, Mariano Betelú, Miguel Grinberg, Juan Carlos Ferreyra y Jorge Vilela –el más excluído del grupo, acaso por ser el más escéptico-, buscaron, de alguna forma, continuar los preceptos del maestro a través de experiencias narrativas contrarias al establishment encabezado por el no menos excepcional, Jorge Luis Borges. Me refiero aquí, a hechos ocurridos hace casi 60 años, a pesar de que, para muchos, el binomio Gombrowicz vs. Borges continúa aún vigente. Razones no faltan.

Jorge Vilela (“Marlon”, según el apodo impuesto por “Witoldo”), el autor de la presente “novela”, vivió entre los años 1934 y 2014. Mientras vivió, y como es de esperar, casi nadie del mundillo literario lo valoró. Toda su existencia, ochenta años, al margen de la legitimación cultural. La mañana del 10 de enero fue su único libro publicado, y se trató de una edición azarosa y póstuma. Aparentemente quemó todos sus textos. Además de escritor y piromaníaco, Vilela fue artesano y produjo trabajos artísticos sobre cuero de vaca y otros objetos con un método propio de fundición de metales. A los 68 un especialista en psicología cognitiva le diagnosticó bipolaridad. Sus últimos años los vivió en Salto, en un galpón casi derruido, acompañado de su gato. ¿Mito?, en absoluto, la simple verdad. Hasta aquí los pocos datos sobre su persona. La mañana del 10 de enero, fue escrita medio siglo antes, entre los años 1967 y 1971, etapa que coincide con la aparición de las organizaciones armadas populares que buscaban revertir la explotación y hambre padecidas por las clases obreras. Su estructura espiralada busca consolidar un modo singular de narrar. ¿Cómo dar forma a la obsesión, a la errancia en la búsqueda de sentido?, ¿cómo dar expresión a una manía de esa naturaleza? No obstante, Vilela lo ha logrado.

Es imposible resumir las diversas tramas de esta (suerte de) novela que es, entre tantas cosas, una autoconsciente meditación postmoderna sobre una batería de problemas contemporáneos. Cuenta la leyenda que la chispa, el puntapié inicial para esta narración fue dado por Raquel, personaje femenino que niega cualquier acercamiento amoroso por parte del narrador/autor. Una mujer que Marlon vió en escasas dos o tres ocasiones, y que bautiza en reiterados momentos de la novela, como Nohaytutía, o No hay tu tía (todo, por separado). Si tomamos esa frustración y la combinamos con el deseo de Marlon por querer escribir una novela, una que lo llevara al anhelado reconocimiento y, por ende, buen vivir económico, estaríamos vagamente definiendo el “argumento” del relato. Caemos en el problema que comparten los libros de Zelarayán (Lata peinada) o Néstor Sánchez (Cómico de la lengua), sí, pero también Horacio Romeu (A bailar esta ranchera), Jorge Riestra (El Opus), o Ricardo Colautti (Imagineta), escritores contemporáneos. El argumento de estos autores es el método por el que se desliza su escritura. La forma en que optaron narrarse. Y no el “tema” que se puede sintetizar en dos o tres oraciones. Intuían que la literatura es ante todo una experiencia, la vivencia de la invención. El “cómo” por encima del “qué”.

La prosa de Vilela avanza por variaciones en torno a un puñado de temas (anécdotas). En ese sentido podríamos vincular la operación con los avances musicales de Charlie Parker o John Coltrane, donde sus piezas eran improvisaciones libres, sobre escalas establecidas. El “estilo” impresionista de Vilela evoca los movimientos de una perpetua reescritura. Casi libre, pero a la vez ensimismada, el placer de regodearse en torno a eventos pasados plenos de significación para el narrador. Curiosa técnica cíclica que recuerda al montaje de films realizados por Alain Resnais (L’année dernière à Marienbad) y Chris Marker (La Jetée), exponentes de la Nouvelle vague. Los personajes (Dipi, Mariano, Olga, Alicia, la mulata Zulma, etc.), por su parte, se empeñan en carecer de unidad interior, de continuidad rigurosa. Así, el grado de libertad que alcanza Vilela, no deja de ser notable por su condensación explosiva. Todo se describe morosamente, arteramente, sin embargo su lectura resulta dispersiva ante ese mar de palabras, de citas, de lugares, de personajes, de recuerdos disruptivos. La presencia, el germen del maestro polaco, es discreto y dinámico; la intervención de Marlon no deja de ser sutil.

El relato se compone de otros fragmentos –o esquirlas- de relatos, ya que remite a otras historias incrustadas. Por ejemplo la aparición del primer Torino que ve andar por las calles; el ahínco con que protege una quinta clandestina de ajíes puta-parió; los estragos de la memoria al evocar una inolvidable enredadera de flores blancas a las tres de la madrugada, ni un minuto antes, ni otro después; el largo y kafkiano derrotero para conseguir un plato decente de comida; la última vez que vió a Nohaytutía; o la impresión causada tras enterarse de la muerte del “Viejo” (alias Gombrowicz). En suma, las variadas formas de la pérdida, que buscan su reestructuración dentro de la (anti)novela. Una estructura –cabe decir- vinculable con la memoria y sus operaciones de trabajo con los restos, los despojos: una estética de ausencia, insisto (aunque lograda a través de una pulsión que difiere de la cadencia melancólica de Felisberto Hernández y, desde luego, Fernando Pessoa). Un relato que está al límite de desaparecer, pero que prescinde del peso grave de la tristeza. En ningún momento siquiera hay dejo de nostalgia por un ayer venturoso. Por eso, es de esencial importancia el encadenamiento de cada fragmento, el modo de engarzar cada variación para que no resulte una burda y estúpida repetición. En ese aspecto, y como sostenía Di Paola, su estilo marca una precoz incursión en la novela negra, anterior a Piglia y Soriano. La precisión maníaca de pasar en limpio los eventos una y otra vez, como si se tratara de un rompecabezas invertido. ¿Cuándo ocurre la historia?, pues el 10 de enero, “un día que deseaba registrar desde la salida hasta la puesta del sol”. Plasma, una y otra vez, el proceso de escritura de la novela dentro de la novela. Las versiones posibles del laberinto. Aquí hay ecos del siempre presente y escurridizo Macedonio. Un relato imposible de clausurar, que se desdibuja constantemente para pasar, por momentos, de la primera a tercera persona. En otros pasajes, los conclusivos al capítulo 11, el último del libro, están escritos deliberadamente contra las reglas ortográficas de nuestra lengua. Desbordante de alusiones, graciosos neologismos, meticuloso abordaje irónico del uso de negritas e itálicas; transcripciones -a dos columnas- de fragmentos periodísticos; algo de crónica y diario íntimo; cierta poesía solapada; tipografías y espacios disímiles; en síntesis: una bomba depositada en el solemne umbral de doña Literatura. Estamos ante una guerra abierta contra las convenciones, por supuesto. La apuesta es total, inclusive hasta la última oración escatológica del libro, una que compite el puesto con la celebérrima de Marechal y su Adán Buenosayres, y que, como es de esperar, roba una sonrisa hasta al lector más desprevenido.

Así, hay varios veranos, varios eneros intercambiables entre sí (que perfilan a través de los años 1957, hasta el de 1971; rara vez progresan en secuencia cronológica), y que se detienen en la “vieja y hospitalaria casa” donde Marlon escribe su eterna novela, en la 11-88, Villa Alegre, La Plata. Pero también lo llevan a ese vaivén geográfico de Salto, Tandil, la ciudad de los cerros, y Rio de Janeiro. El itinerario de una mente que no abandona su propósito: publicar su bendito libro con o sin Raquel, con o sin un peso, con o sin su cordura. Y se expanden estas páginas en sensaciones vivaces, en observaciones minuciosas, posibilitando el milagro de la traslación de los sentidos. El lector puede tener la ilusión de viajar a ese lejano verano. A ingresar –al menos por el tiempo que dura la narración- a ese sitio donde sus personajes conviven. Es una novela de un espacio familiar interferido. De un espacio que se ensancha por repetición. Cada detalle se acumula, completando, no obstante, la percepción siempre fragmentada y esquiva de un escenario que admite pocos parangones en la literatura argentina. Una ciudad de La Plata solitaria, que a su vez, está siempre horadada por el recuerdo de esa mujer evasiva que titila entre pasado y presente. Una acumulación de elementos desencajados de su tradicional estructura.

Una voz reflexiva, nexo que intenta hacer pie en un tiempo siempre fugitivo, de dudosa realidad: “¿Qué hacía con mi perdido y recuperado yo de tres años antes?”, se pregunta en un pasaje decididamente solipsista. Pues volviendo, catatónico, a su Remington recién aceitada, regresando, sí, y en ese ejercicio regresivo, viviendo la ilusión de un pasado contínuo. Cada memoria, cada enero se superpone como capas que cristalizan en una mirada sensible, profundamente poética, donde se revela un trabajo sólido, extensivo en cada oración. En todo el relato no hay una frase sensiblera que rompa el espiral, cuyo centro, pareciera ser ese impulso frustrado de ser querido (la esquizofrenia afectiva, pues nombrar aquí, es tocar con la palabra el cuerpo deseado del otro). La mañana… despliega el drama y la comedia del escritor argentino, poniendo en cada palabra, la pasión impura de la escritura que deviene en metáfora, y viceversa. Construcción y deconstrucción burlona, autobiográfica, sagaz, luminosa: genial.

Insólito destino el de este libro elegíacamente inventivo. De qué modo “una novela que debía ser como todo un largo día carente de principio y fin”, que buscaba perpetuar el periplo del hombre por los caminos de su propia miseria, le permitió articular como ninguna otra, el obsesivo registro del momento. Y cumple con su cometido, claro. Vilela, ha logrado con La mañana del 10 de enero, instaurar un presente narrativo cargado de porvenir. El milagro de un presente contínuo: su eterna lectura.

Augusto Munaro, 2018

ph/ Gombrowicz y Vilela

Miguel Grinberg, 1963

 

La mañana del 10 de enero /
Jorge Vilela

Biblioteca Nacional

Bs. As., Argentina. 2015 (184 Págs.)