
Los límites confinaban a grisura. Eterna grisura. A modorra, a tedio, a quedarse ahí, sin cruzar el puente. Chancleta y café y mesa de madera terciada estructural pino, y años después todos a remera y zapatilla más jogging a raya naranja, la modernidad en conjunto deportivo de saldo, y la televisión para terminar con el alma que canta. División. Corte histórico. ¿Venganza? ¿O leyes del barrio? Todo va a moroso, a desaceleración.
Amandina se da vuelta, el viento cerró la puerta cancel y ella cosía ¿o bordaba? en la mejor silla del patio, una perfecta imitación chipendalle heredada, pollera subida, piernas abiertas, la mirada no llegaba a bombacha, había que imaginarla, se mantenía en el límite exactísimo de calentar bragueta, aunque estuviese sola, brazos desnudos de planchadora de novela a retrato memorable de haber escritor. No me sale un buen arrebato naturalista. Vestido de tela liviana pegado al cuerpo, es verano de patio, Amandina metida en lo laberinto de su cabeza con un ojo al posible visitante. No quería que la sorprendieran a traición. Mirada chirusa, ojos en la nuca. Ningún Mario le pondrá la mano en el hombro.
¿Estos abandonos? ¿Estas vidas chuzas?
Hay notas de revistas femeninas que hablan de vidas desteñidas, hombres desteñidos, almas desteñidas, arcángeles de la soltería antigua. No escapan, no los corre nadie. Estos no descarrían. Se mezclan, los que se van más allá del puente y los que se quedan en la chancleta.
Reino berreta del perplejo. O del perdido. Un descarriado tiene un pasado. Un perplejo también. Se parecen. ¿Son iguales? Se pierden. No encuentran nunca el nombre. Mucho cuidado con el nombre que se pierde. Se pierde y no hay forma de volver a encontrarlo.
Esto no es una historia, es un cuchicheo de rumores. Odio escribir novelas. No me interesa. Nada de lo que se dice de las personas es cierto. Es recuchicheo. Puro, purísimo murmullo chismoso. Así que hago recuchicheo. Lo rescato. Porque ahora casi todos hablan el lenguaje de la televisión. Y más lo que dicen leer. Se comen todos los relatos del poder. Los reproducen como si supieran.
Y Lola fue un agujero sin fondo en su sentimentalismo. Lola en pantalones chupines otra vez, como en La mañana sol de limón, campera de cuerina, y zapatillas blancas. Y justo ahora que volvió la moda manicura para hombres. No es que se haya ido, es que se había esfumado un poco, era para los tipos de mis escenas, toalla, crema de afeitar, brocha, gillette, enjuague, fomento, loción, cara lisa, y de repente, acá está de nuevo, cutícula más masaje más ceja. Ya no son esos dandys turfistas de la época de Victorino, que iban con las uñas impecables, no, ahora son tipos dandificados desde una pedagogía de la figura. Ninguna melancolía.
El mate lavado de hoy, por la pereza de cambiar la yerba : palitos de yerba nadan : ¿pero, finalmente, me gusta un poco el mate aguado y rechupado?
¿Quién se fue, quién se quedó, quién se casó, quién fue a soltero, a borracho, a empleado, a estafador, a alma en pena? Uno solo a ideólogo empleado en la desinformación de la producción relato para creyente.
El inquilinato otra vez – los que se quedan y los que se van – lo inquilinato, lo conventillo, y lo casa chorizo, pieza más pieza de los dos lados. Descarriarse. O perplejizarse.
Origen: pura comedia. O pobre o rico o clase bajísima. Comedia. Sueño del padre: ingeniero. Era una gran figura esa. Hacerla en voz baja. No me gustan las sinfonías. Son muy sonoras, muchas cosas adentro, mucho chang chang y sentimiento, franela, declaraciones de amor.
¿Tengo que incorporar la melancolía? Ver cómo uso esta nota: Esta nota:
según Hubertus Tellenbach, “la estructura de tipo melancólico remite a un principio formal importante: al principio de orden. Esta concepción específica del orden es una voluntad de encerrarse en los límites del orden. Es decir, de instalarse y demorarse en un espacio delimitado, organizado según referencias sólidas y claras.”
Todavía no llegué a mi propia imbecilidad, por eso no escribo lo que siento. ¿A qué espectrales tarados les tengo miedo?
¿Qué hay detrás del río? Riachuelo y Barracas como misterio, las columnas de luz de la Avda. Mitre y de la Avda. Montes de Oca marcan la ruta a Constitución. Constitución es la salida, puerto de salida, la posibilidad de irse. Para el perplejo barrial. ¿O es demasiado? ¿Tiene ese derecho? Irse es descarriarse en la leyenda de mi patio. Dos patios gigantes. Casi corralón. El de Suárez al fondo, Barracas. Y el de Avenida Belgrano, convoy absoluto convoy. Rascar lo desteñido.
A desertor de varias naciones. Ahora: disimulado en este agujero. ¿Se puede desertar de la madriguera barrial? Por el puente Pueyrredón cruzó una sombra. Camino hacia el puente por Avda. Mitre, a la noche, y ahí está el búho de Panegírico, escondido, alejado de las luces amarillas y mortecinas de los años sesenta. El viento iba a sacudones. Lascivo, medio viejo verde. Buscaba lavanderas o planchadoras. No había. Entraba por una ventana y salía por la otra. Viejo verde marchito. No había nada. Todo el pasado esfumado. De Plaza Alsina a Constitución.
El homo melancholicus.
¿A quién le cuento esto? ¿Quién se pone del otro lado a escuchar? ¿Muchas vidas erradas?
Lola, que viene de la mañana alimonada es su juez. Sí, ella, la cosa esa de al lado, ahora pelechó y todos mueren de tiña.
Los vientos no me abandonan entonces. Lo escaso viento de la tarde de hoy se desató de golpe, así son estos vientos de Barracas.
¿Huir del pasado?
Lola re-reaparece. Y lo mantiene lejos con la mirada. Lo mira y pone la distancia. No te acerques.
El viento re-reaparece. Atrapar hilos de viento
Amandina es ahora, en su presente eterno, una flaca tímida, un descaro de vereda, y pelambre negrísima, y él, ¿doctor en qué?, vive en Lomas de Zamora, y va y viene, medio extranjero es entonces, ojos verdes, morocho como salido de una novela italiana. Tiene esa culpa esotérica o neurótica que le da algo que a ellas de la familia les hace brillo en los ojos. Familia más barrio más novela que le hace guerra a crónica. Tiene todas las heridas del disfrazado de persona respetable. Y ella, todo lo contrario, rebusca en sus anales de hija de tendero para ver cómo lo calza a este Nemour, todos los Nemour van a patéticos, ella, esa piba flaca y ex-tímida y que tenía todos sus deslices como recónditos, bien guardados, y sí, ella nació resquebrajada, y él entero en esa altura de conscripto de los años 50.
Y está Lola, que fue niña, y vivió entre las hadas del pueblito de su provincia. Un día la empezaron a relojear. Y relojeada siguió.
El vértigo de la sumisión clase bajísima. Ni pertenecer a la aristocracia obrera, ese invento de los burgueses con buena conciencia y nada de crítica. El mito de la aristocracia obrera. Detestable.
Lola nunca quiso volver a su pieza del primer piso, ese revoltijo de sus calmísimos juguetes de infancia.
El viento desacelera.
Nació en ese Barracas empaque y se mudó a una Avellaneda olor a ropa alcanfor. Y todo se vuelve sobrio si no pasa por la voz del cronista. Una Barracas sobria da una Avellaneda seca de novela rechupada.
Los perplejos de esta crónica no dejan de querer alejarse de este centro maldito que es el barrio, la vigilancia de tus vecinos y de tus amigos, que te desean lo peor en cuanto te ven sacar la cabeza, pelechar un poco, ellos que viven en el trapicheo disimulado de cositas, sueldos ñocardos, becas, direcciones varias, puestitos, columnas en los diarios, alguna changa sofisticada, plata en el colchón, sermones para educar al pueblo, siempre en el barrio, ellos te imantan a casa, a centro, a fijeza, y toda esta caterva de amigos triunfadores, bellas almas, Marianas argentinizadas te condenan desde su altura moral.
Inquilinato es mejor que conventillo. Conventillo ya es una palabra de poeta compasional. Los colonizadores del lenguaje. Así, ellos, los negros de la mañana, volvieron a inquilinato. De pieza a pieza. De resoplido a resoplido. La diáspora arrancó allá lejos y hace tiempo. 1957. Los vueltos a inquilinato de Barracas, calle Iriarte, desaparecieron en direcciones únicas de perdición, que hay que reconstruir.
La palabra perder tiene que estar acá. Nos gritamos entre perdedores.
Sueño: estamos en el corralón de Olavarría. La casa de Doña Isabel y Don Mario. Isabel se casó con un vago, un semi borracho de Pineral, tipo salido de un cuento o novela de Maupassant, se pasa todo el día en la cama.
El viento ahora suena, bufa, resopla, todo eso lo hace para mí, se acerca a mi ventana, la de ahora, me empuja a la evocación, dice algunas frases que no oigo, me hago el sordo sordísimo, por algo será, sé lo que me quiere decir, tiene ese libro dividido en dos columnas, una es la de los cagones y podés firmar ahí. Y estás condenado.
Recibo tres cartas: es una respuesta a mi pedido de saber dónde están los viejos amigos, dónde se perdieron. Hago un inventario.
Miraba desde la plaza Alsina el puente Barracas y del otro lado las luces que se empezaban a encender y los remolcadores oxidados y abandonados se iban a dormir, apenas si se oía al último que se arrimaba a la orilla, y ahí, como encallado. Las luces del otro lado del puente eran la guía o el señuelo o la esperanza de algo nuevo.
La noche del otro lado del puente.
Los ruidos del riachuelo se oyen en sordina, sum sum sum del último remolcador –¿quién lo lleva?– noche de invierno en Avellaneda –culo del mundo y culo del tiempo.
Capa de niebla olorosa sobre el puente Barracas a las seis y media de la mañana. Cruzo a pie. No se ve nada. Pienso en la película de Mario Fortuna. Me voy a patitas hasta Saint Hnos. Hay huelga de transportes. No quiero perder el empleo. Voy a pasar por la plaza en la que se entrena Goyo Peralta y lo saludo. Esta vez no desde el colectivo. Voy soñando en ese saludo. Hoy es mi futuro. Seis cuarenta y cinco de la plaza.
El rayo de la mañana llega, el perro de ladrar en su mañana de jardín y verja, se despierta en la mañana clemente, viento suave, reinfinitamente soleada, y se despereza recontravago con todos los pensamientos traseros que te puedas desimaginar, sin destello de futuro ni de aceptaciones, casi tan radical como un mazeron.
Michel Mazeron, recontrainimitable, el santo patrono de los refractarios del mundo. Auzansense. Es una observación que hago en la mañana del café fuerte.
Otra vez: ¿escribo personajes imposibles?
Esa horda de oficialistas de lo que sea. Jauría que degollará a cualquier mazeron.
Encarnar, nadie resiste, ya lo dijo el cronista francés, de una vez para siempre, nadie que yo conozca, solo uno dio el paso al costado, no quiso encarnar escritor, tampoco poeta, tampoco recibir medallas. El resto fue corriendo en cuanto salió la propuesta. ¡Ah! No. Hubo otro. Uno que inventó las barrancas de Parque Patricios. Dos justos en la ciudad.
La puerta de la memoria va a desorden. Roque Juan no murió en julio del 61. No, fue otro. Él fue en el 92. Mis otros dos libros: Viento y La mañana sol de limón son más coherentes. Creo. Tienen más hilo narrativo. Creo. Aunque los demolieron por falta de hilo. No es que lo pierdo, no. Es que lo mezclo. No es para tanto. Tipos que mueren por Jackson Pollock y dan la vida por Beckett me acusan de no llevar una narración coherente. Están locos. No leyeron nada.
Ya vendrá la leyenda del Paso del noroeste. Sueño de la infancia. Ese paso: Davis o Bering es lo mismo. Solo carta a los secuaces.
Sueño de la infancia : buscar ese Paso del Noroeste. Hice una lista de todos los pasos, en mi época de historietas, y un día se extravió. Esta crónica puede ser la de los descarriados y la de los que, descarriados también, buscan ese paso. Otros descarriados, como Mazeron, lo buscan en su alma.
Un Paso, sí, aunque no sea el del Noroeste. Mi idea fija. Un Paso. hay que irse. No me fui antes. Así que me fui. Nos fuimos. Sergio Larriera, habla de exilio. Él puso la palabra. Los turfistas tienen un lenguaje y no piden permiso. La mastico remastico. Ya va a dar algo. Buscar ese paso desde la infancia. ¿Cuándo leí por primera vez esa geografía? ¿En que historieta?
Miro de reojo a los que entran. Los conozco. Arrechuchos que te dan lecciones. Así que miro hacia otro lado. O digo que ya pedí la cuenta. O me invento algo. Quiero irme. Estos tipos, con su moralina bien pagada, me meten en el hogar. Arrechuchos con diplomas auto-otorgados. Que los cuelgan en la pared. Orgullos de la mamá. Mamones. Se oye mi silencio. Todos incómodos. Siguen a otra mesa. Apretones de mano.
¿Entra o no entra el exilio? ¿Qué exilio? ¿De la calle Paláa a la calle Constitución? ¿De barrio a centro? Con llegada a Plaza Constitución, incluido Tren Mixto pizza al corte, grasosa? ¿O confitería Los Leones brioche mojado en el café? ¿O sandwich de miga en el mismo Los Leones con cerveza? ¿El exilio de calle Constitución a Avenida Mitre a los 12 años? ¿O el exilio de calle Constitución pasando por calle Paláa (viejo domicilio conventillesco o patio de inquilinato: se verá) dos cuadras hasta Avda. Mitre y de ahí colectivo Halcón a Plaza Constitución? ¿Entra el exilio, entonces?
¿Leer y leer horas y horas, de un libro el otro para no escribir? ¿Y, después, a joder a los que escriben con esas medidas raquíticas de mancos eruditos? Te dicen que no sos Mann. Y claro pajero del sujeto verbo predicado que no soy Mann. Entonces reoriento mis pasos y salgo por el puente Barracas, bajo hasta el colectivo 12 y me voy, primer viaje al Norte. A buscar el paso del Noroeste. Yo, que soy un friolento. No lo puedo creer.
Todos están sometidos a pelo de concha, el racista más que ninguno, si no me creen, y no me creen, tienen el ejemplo de Von Raumnitz. Pero hay que leer, lo siento. Tengo mis referencias.
Leo el Atlas antiguo. Me impregno de esas lejanías. Mis descarriados miran al Norte. Tienen la cabeza llena de aventuras que no pueden hacer. No pueden irse. Nacieron del lado equivocado. Toda la familia de cada uno de ellos nació del lado equivocado. Es el único árbol genealógico que tienen. Un viejo sale a cazar un oso con sus nietos en algún lugar. Territorio del Noroeste, Canadá, lo contaba Roque Juan.
Ese chico fenimore cooper que acompañó al padre a ablandar motor de un camión, en 1951, sentado entre su padre y el peón. A los costados del camino enormes hojas de lechuga verdísimas. Miró hacia el horizonte norte. Y verde más verde. Ningún bosque. Llanura de sembrado. Ni una colina. Todo chato. Que se reagrandaba. Imagen para siempre. De repente. Dieron la vuelta. Se acabó un primer irse. Tres años después, fue un chico twain al borde del río. Un bote se arrimó. Y no subió. Fin del chico fluvial. Pero ya estaba instalada la idea del norte. Hubo en el comienzo dos chicos: un chico fenimore cooper y un chico twain en Avellaneda.
Todos esos perplejos papanatas para siempre pierden el norte.
Anotaciones: la ausencia de viento: ¿desasosiego? Depende, si en el Sur o en el Norte. Ir al Norte puede ser perderlo. Más: acumulación de pobres leyendas, lastimosas, sin prestigio.
Vengo del fondo hacia la calle y necesariamente paso por la jaula de los desesperantes canarios, pían como si pasara perro. Canario y vacaciones de perro. Que se fueron con prima Negra a Mar del Plata.
Capítulo: todos los irse incumplidos. Irse hacia el Norte. El que sea. Pero sueño del irse.
Acá todo está perdido. No hay ningún sueño de centro. De armonía hacia centro. De irse incumplido a amigos incumplidos. Más importante dar vuelta el irse incumplido. Varios destinos hacia el Norte. De júbilo a desjúbilo. En el medio, pausas de vagancia, de pereza, de procastinación – las tres pegadas al miedo. Al miedo de moverse. De registrar el miedo en el cuaderno.
Y, no olvidar escribir la insistente ausencia de Lola en esta novela. Si es que se ausenta. Siempre en la mañana insondable. O más argentino: colada en la mañana eternísima de los días. ¿O Lola calienta otro lugar, hace presencia en un tren hacia otro tren y hacia otro lugar?
Desasosiego de la ausencia a raya.
“Sueño más viejo que el oído, el oído más viejo aún / fundido, sutil…” OM
“La tribu poushkiniana con capote y revolver enseña a leer” OM
La hilera pistacho de las calles y las casas color azúcar caramelizada. ¿Dónde las vi?
¿Se conocieron entre ellos todos estos fugados? ¿O solo el hilo de mi memoria los une en el extravío?
Se lee solo solísimo. Se escribe solo solísimo. Y cada tanto llegan señales. O no llega ninguna.
El tiempo paquidérmico. Y contra la tarde avanzada el ensimismamiento del pasado. ¿Saldrá de allí? Perplejo infinito. Cuidado con los cosos de al lado, mucha boca incerrable.
¿Qué tengo como historia? Nada. Solo un grupo disperso de perplejos. Encerrados en sus quimeras. De perdidos. Una banda diáspora. Ya fulanos del tiempo en el tiempo. Cosos del tiempo. Esa ciudad está perdida, ida, alucinada en las novelas que nadie lee. Y ahora: crónica. Un día Mattos salió de Barracas. Era un juntador de retazos para la tienda de su padre. Compraba en Once y los llevaba a Avda. Patricios. Era un contador de cuentos, medio predicador, medio cuentero, lo seguí un tiempo por ese camino medio ruta medio piedra que da al río. Nos sentábamos, oh recuerdos, y soñábamos con subir a un barco. Clásico. Estaba aplastado de dudas e ilusiones. Todo junto. Las dos. Como no debe ser. Nunca pudo sacárselas de encima. Nunca una palabra para reemplazarlas. El neorrealismo quedó muy muy atrás. Duda: un estruendo gigante en la cabeza, berrinches, Rafael lo acusa de berrinches. Y tiene razón. Retumbos. El berrinche lo dejaba sin secuaces. ¿Se fue porque perdió secuaces? ¿O los perdió cuando se fue? Un día, todos jugaban a la mosca que da vueltas, zumba y se apoya en uno de los terrones de azúcar, ¡ganador! y Mattos dijo: el Sol tiene sonidos y modulaciones musicales. Aníbal: ¿de dónde sacás eso? Es un paganismo entrerriano. Opiniones difundidas a la noche de silla en la vereda. Creencia más creencia de cuchicheo más ancestros alucinados menos un libro guía que ayude a nombrar más lectura de tratados esotéricos que desnombran las cosas, que le meten humo a lo sagrado. Que retumban de libro a persona, a iletrados, y de iletrados a letrados. Todo ese retumbo en cadena. La otra ilusión, remanida pero inevitable, conjeturada, es restaurar el pasado incumplido. El sefardí Mattos tuvo una infancia. Tuvo una adolescencia. ¿Cuándo lo perdí? ¿A qué edad? Es verdad que a veces me salgo del tiempo, unos saltos al costado. ¿Mattos se perdió en lo externo? ¿Cuándo dejó de sentir paura? Tipo de arcanos.
Solo los nombres que necesitamos. Todo nombre pone a prueba el alma. Mattos se fue en la noche del mosquito tigre, todos en el patio de Suárez al fondo, cuando su padre le dijo que al otro día tenía que ir a Once. Eterno juntador. Sí, se fue por la mañana. ¿Cómo un padre puede inimaginar a un hijo hasta ese punto? Su madre Marcia lloró años de años.
La picota del viento. Esta vez, viento sur.
¿Desde dónde evoco esas viejas piezas de patio aconventillado? Las oigo desfilar en mi cabeza, no las puedo olvidar, ¿no sería mejor?, no puedo y no puedo tres veces no puedo. Viejos refugios donde nadie te encontraba, y estabas ahí, a la vista de todos y nadie te veía.
La fijeza de estos días es anotar detalle por detalle todo lo que había pasado en esos meses de la dispersión.
Los vientos de este verano, fuego, invasores, van y vienen. Y como nací en casa aconventillada y no tuve a un tío Richie perdí tiempo yendo a donde no tenía que ir. Me junté con los que no debía juntarme. Anduve con ellos. Y, es verdad, ahí no había nada.
Es un olvidado que no olvida, arrinconado, atado, amasijado en su no olvido de historias que no le interesan a nadie.
Muchos meses de ese paisaje eran gris plomizo, lluvias y radio en todo el patio. No me extiendo. Ya está en otra novela. Pero todos los descarriados salen de aquí. Fondo de olor a pis, alcanfor, kerosene. Limosna pública. La Estigia de los limosneros de patio. Candidato a ser tutelado.
El viento embolsa en la bajada de Defensa y te llena de polvo. Y de repente se pone a barrer el vacío.
No tiembla la tierra acá. No. Por Olavarría y Patricios pasaba el tranvía 10 y había melancolía húmeda en las calle y nadie pasaba la frontera todavía. Todos los que viven en esta crónica acaban de sacar la cabeza al mundo. Pero seguro que alucino escenas que no existen o vienen de otras crónicas. Por favor no confundir con puesta en abismo. No. Ya leí a Arno Schmidt como para comprar esa estupidez. Voy por el punto 28 de una de mis novelas sublimes y creo que estoy en el plagio. Hay viento, vías eléctricas de tranvía, soplo de viento, melodrama, rayos en el horizonte, tormentas, lluvia o sol, estrellas, tristeza, niño que ve inundaciones, o tipo que sube a un tranvía y ve como la literatura arruinó a mucha gente, o un auto escarabajo con los faros encendidos, una mujer queda tocada por un tipo que acaba de llegar y se va con él, repentino amor, los peores, no se olvidan nunca, me lo dijo la mujer desafortunada. Toco de años.
Alojados lo que se dice alojados siempre estuvimos. Alojamiento frágil. Eso sí. De ahí me viene esa incertidumbre esas ganas de arrinconarme. Hay tipos que creen que la no puntuación es un recurso. Creen que hay no puntuación. No entienden que siempre hay una puntuación. Voy a dar un taller de puntuación así no me joden más con eso. Ahora que los talleres son el último grito. Vuelvo a la fragilidad de vivienda que me dio esa inseguridad eterna. Y encima se me ocurre esto de escribir. La literatura es una cosa de burgueses que casi siempre sueñan con tutelar al pobre. Está lleno de feudos. Los pocos proles que llegan tienen que pedir permiso, ir a vasallo si quieren ser escuchados. Es todo un ritual de señores. Son canas a los que hay que calmar todo el tiempo, se ofenden si no vas a pedirles el pasaporte. Pequeños burgueses dialécticos, mimados, entre algodones, y yo, resentido, me aburre Hegel, me aburre, y no dialectizo, y el que no dialectiza no llega a nada. Ellos eligieron el orden, lo oficial, y ahí están, respetables, respetados, se creen que no son poetas, y sí, son, todos los días son poetas, jóvenes poetas exquisitos que ven flechas del ser por todas partes. Los envidio. Yo solo veo viejos en andrajos, cachuzos, ropa de saldo, pulóveres viejos de Eduardo Sport abajo del puente Pacífico. Solo veo eso hoy. En este cuadro o escena. Vendrán otras. La digresión me llevó de las narices. Viejos que atan sus pantalones con hilo sisal, les dan trabajitos y limpian la calle, o llevan carritos en los supermercados, una manera social de tutelar al pobre. Pero al hegeliano hay que mostrarle los documentos, es un tipo que ordena lo social. Espera que llegue Napoléon. Quiere tener todo identificado. Controlado. Y Jack Kerouac se sentía un horrible asesino por culpa de ese ratón en Desolación. Un tipo innoble. Lo pone así: “Pero ahora la historia, la confesión.” Y no como lo escribió ese traductor : “Y ahora la historia, la confesión.” Todo se juega en ese pero. Eduardo Reneboldi se enojó con el traductor, propuso no perdonarle ese “Y ahora”. Me miro en este capítulo. Tampoco puedo llevarle a mis amigos lo que aprendí. No puedo. Duermen en el mundo de los relatos sin recitativo. ¿Qué contarles? ¿Que prefiero a Sonny Liston? ¿Confesarles qué?
Amo las novelas con mañanas de verano tranquilas. Toda su vida se armó en esa huella del verano, ese febrero contado con aliento entrecortado en Viento del noroeste. Y la hizo tan enredada que nadie la lee. La voz de embrollo se corrió y ahí quedó: archivada. Pero no importa, importa eso de la huella de verano – o huellas del sol donde se lee el pasado.
La gente más vieja camina pegada a las paredes. ¿Equilibrio? ¿Vergüenza? Los atletas de la ideología se reúnen en una esquina. Se reúnen. La mañana sin viento es seca de Sahara. Llueve como azufre sobre Barracas.
Otra vez el traje de segunda mano color té con leche del primo. ¿Ese traje es el principio del descarrío del que solo tiene diecinueve años? Maldito traje que lleva pegado a su piel. A la suela de los zapatos. No es el caso de su primo mayor. Ojos verdes, morocho, alto. Enamoraba a todas las tías.
Otra escena: ahí va el obediente adoctrinado desde la más tempranísima adolescencia en la mentira quejosa y rentable de los que se apiadan de la humanidad en general. ¿Me repito? Siempre con cara de cordero degollado se baja los pantalones ante la autoridad de lo que sea.
En su teatro de descarriado junta las palabras que más lo lastimaron.
Olor a pan carroza del mediodía de un pasado remotísimo. Y en esa fecha nunca hubo un gran viento en Barracas. Las casas estaban bien plantadas. Remachadas a cemento. Tampoco había siete bosques. Ninguna edad heroica. Por eso, narradores del realismo, el traje color té con leche. ¿Se entiende? No, no se entiende.
¿Basta de padre?
En sus ojos estaba su desaprobación ahí nos separamos.
El olor a curtiembe arranca desde la calle Sarmiento.
Después llegó el momento de los anarquistas asalariados. Becados por el estado o la familia. También hay que despejar ese terreno. Ellos quieren ocupar todos los lugares, hay un casillero que es el descarriado asalariado. Ese no tiene lugar aquí. Salvo para merecer todos los insultos en esta época donde nadie insulta a nadie, donde todos se difaman como en una novela de Balzac mientras hacen negocios. Y en materia de celos y de odios me basta con los que me profesan algunos cercanos. No necesito más.
Correspondo con cierta gente, desde acá, lejos, culo del mundo visto desde el culo del mundo, y de repente empiezo a oler el rol, el papel, la ensoñación a artista, la insistencia en escucharse el eco, y todo se derrumba, me pregunto con quién hablo, o si soy yo el tipo que vive en ensoñación de artista, y sí, porque cargo las tintas, tengo mi delirio, mis ambiciones de poeta a reconocimiento, porque sigo ese hilo megalómano, metido en el papel, no me despierto, se creen borrados y no, no estamos borrados, es que no existimos, cómo explicarlo, cómo explicárselo al que cree que la historia no existe, no saben que Mandelstam escribió El Estado y el ritmo, no saben eso, y hacen ruido, no saben nada de qué va ser borrado.
Escena: Un viejo perezoso rebusca en la basura. Bien vestido, saca un diario ¿del día? y se lo lleva. Un viejo de la mañana. Hay viejos de la mañana y viejos de la tarde. No hay viejos de la noche. No salen. Sus mujeres los ponen en las chancletas y los sientan en un sillón. Miran la televisión. A la noche solo hay viejos de la televisión. Y así van a vida lecho de rosas. Osvaldo la miraba, cuando era en blanco y negro, no tan culo del tiempo, y cuando aparecía ese puntito del apague entraba en el paraíso de la angustia. ¿Me lo dijo? Pero era joven. Yo hablo de viejos. Saltimbanquis o no.
Escena: Atenuado el fantasma del cornudismo y el de la conquista de alguna Cleves. Todo atenuado. Ambos extremos.
Las familias engendran facciones. La facción italiana, como es de suponer, es vengativa. en fin, están lejos de ser “un sueño de poesía.”
Hay varias mañanas – la mañana sol de limón, la mañana de los negros, la mañana de la panadería cerrada de María Clara, comida recomida por el supermercado de la esquina de Lavalle y Belgrano, y la mañana de la ley, de la que nunca se beneficiarán estos perplejos. Todo esto dicho al pasar.
Hugo Savino
ph/ Humberto Rivas