
Fue cuando abrí Tynsen, de Wolfgang Hildesheimer, que me enteré, leyendo el prólogo de Vicente Luis Mora, que en el año 2007 se descubrió en el universo una gran masa oscura. Algo raro, nunca visto antes en tan grandes dimensiones. Un grupo de investigadores, astrónomos de la Universidad de Minnesota, encontró un enorme agujero de casi mil millones de años luz de diámetro, que carece absolutamente de materia oscura, y no contiene nada en su interior, ni estrellas, ni galaxias, ni gas. Este desmesurado, impensado vacío, ocupa gran parte del universo.
Desde chica, me llamó la atención que todo lo que sabemos, lo que los hombres de ciencia descubren, eran, de alguna manera, fenómenos o teorías pasibles de asimilar. Alguien las entendía, por más ininteligibles o enigmáticas que pudiesen parecerme a mí.
Un enorme agujero vacío nunca vislumbrado antes entra perfectamente en nuestra conciencia. Una realidad nueva, insoportable, pero que nos precede, que ya está inscrita de alguna manera en nuestros pensamientos. Un saber que de un modo orgánico es consecuencia, quizá, de la experiencia de nuestra especie.
Ninguno de los saberes respecto al universo nos excluye, como si el orden cósmico ya estuviera o emanara de nuestra percepción, de los choques abruptos entre silencios y palabras nunca suficientes para apresar el fenómeno. Es cierto que yo sentía que siempre quedaba algo afuera, un resto, como una espuma de cometas marinos surcando el espacio intergaláctico. Esa masa que parecía no tener fin, sin estructura ni esqueleto, sin órganos, sin la fisura de la voz- que todo lo desdice, lo forma y lo deforma- esa masa sin movimiento, era como ciertos momentos de mi vida, delgados en su olvido, casi transparentes en su negrura esencial.
Y al volver la mirada, me parece a veces que hay en mi vida, como en el cosmos, grandes espacios vacíos, petrificados en su inmovilidad, sin nada a su alrededor. Sostenidos en su no ser por quién sabe qué extraña alquimia. No como en una sinfonía en la que la caída irremediable del sonido está sostenida por notas invisibles o frases que se repiten, bellamente enlazadas, en plena y siempre presente transformación. Pero no quiero hablar de belleza. No se trata de eso. Aunque por qué no: belleza alude a cierto orden, a direcciones que se cruzan en un mismo cuerpo, como dardos en el pecho del místico cetrino que se ofrece, en éxtasis, levantando los ojos hacia un cielo pleno de sentido.
Mi cielo estuvo roto, desde el principio. Se fragmentaban mis pupilas, estallaban contra el espacio de la noche patagónica, multiplicando estrellas. Eran tantas, que parecían salirse de los bordes cóncavos del cielo en expansión, agigantándose, sin pudor, sobre mi cabeza infantil.
Esos espacios vacíos, esos agujeros llenos de nada, se fueron abriendo en mi vida como heridas que no cerraron nunca. Mi vida: algo que existe sólo en la memoria, la vida de cada uno- tan delicado el tiempo en imágenes, sensaciones, olores, recuerdos de voces que siguen sus melodías aunque no las escuchemos- la memoria, que sin la escritura no tendría cuerpo ni realidad, esos espacios, me gusta creer, están en mi conciencia como en un universo que se retrae.
A veces me pasaba, me pasa, que toda yo me hundo en la negritud pegajosa del vacío.
En uno de esos estados de conciencia, con la nada dilatando profundidades que me hacían desconocerme, me encontraba yo cuando irrumpió Charo, una noche de invierno, en el club Fernández Fierro. Aparición nacida del centro mismo del sin sentido, fijo en mí. Y la conmoción, terrible, de verla, de escucharla, hizo que de la pura nada comenzaran a brotar cercos de espinas, límites violentos, que me lastimaban. En ese agujero sin materia, sin nada en su interior, se infiltró el canto de Charo, voz carnal hecha del polvo de planetas, canto envuelto en piel oscura, tibio de tierra guaraní. Su lengua incomprensible era como una conciencia luminosa dotada de manos, de ojos inabarcables, capaces de las más excesivas e infernales visiones.
Si la voz permite garantizar cierto orden, (hacer pie en un mundo compartido) la suya me atravesaba como lanza de fuego y me hacía desencontrarme, de un modo nuevo. Y aferrada al latir pasmado de mi corazón me entregaba a ese no existir más que en la voz del otro, a ese choque con lo ausente de mí. Eso que nunca tuve pero de lo que mi conciencia, no sé por qué, puede dar cuenta.
Como si, en mi geografía abarrotada de imposibles, de gestos perdidos y temblorosos, se creara un lugar- el único que en el momento de escucharla reconocía parte de mí- una masa inmensa de vacío, al que Charo daba cuerpo, consistencia, y realidad.
Aferrada a su voz como se aferra una existencia a la vida, caía en lo desconocido como en un abismo negro, sin miedo, con mi conciencia (que de repente era la de todos) expandiéndose como una inmensa ola, despertando recuerdos de lo vivido y de lo por venir, atravesándolos y llegando al silencio mismo de mi organismo hecho de sangre, de un humus en el que se mezclan las sensaciones, la presencia de cada cosa percibida verdaderamente, y las palabras, que perdían su significado convencional al contacto con el timbre de su voz, maravillosamente humana.
Charo desprecia las medidas de la perfección. Su canto es un paisaje salpicado de hondonadas, de quiebres en el valle desgarrado de su cuerpo.
Cuerpo hecho voz, en el que yo caía, yo, que no era yo, sino una pura realidad orgánica convertida en oído.
Sofía González Bonorino
ph / Charo Bogarín