David Garnett: La dama que se transformó en zorro (Fragmento) / Sofía González Bonorino

La dama que se transformó en zorro («Lady into Fox», David Garnett, 1922) me toma desprevenida, con sus movimientos agudos, deliciosos. A veces, por efecto de ciertas frases, el corazón salta en el cuerpo, como cuando estamos enamorados.

Garnett da a la escritura una libertad que nos arrastra: la imaginación se abre a los sentidos, los intensifica; bajo la mirada sumisa y celestial de unos ojos zorrunos, nos entregamos, sin miedo,  a las más inquietantes transgresiones.

El humor, la dolorosa e imprescindible honestidad- por más que lastimen las palabras- filosos como la mano que va marcando el camino singular, único, de la escritura, nos hace sentir, con el narrador, el deseo de escapar, por momentos, y quedarnos quietos, a un costado, para  llorar tranquilos.

Más complicado, parece, amar a una mujer que a un zorro. Aunque difíciles de soportar, las diferencias están claras, desde el principio. El deseo salvaje, aterrador. El apego burgués a las buenas costumbres. La claudicación. La entrega. Esos besos de amor en el hocico. Dulce comunicación de las miradas: los expresivos ojos  del zorro calman dudas y tormentos. La tentación animal de dejar definitivamente de lado las palabras, esos sonidos molestos que lo arruinan todo. Si fuera posible…. Pero la culpa…. Mejor olvidar. Acurrucar tu zorro de suave pelambre contra el pecho, bajo la camisa abierta, y envuelto en apasionada calidez,  delirar de amor. 

Sofìa González Bonorino

 

…..  Donde un instante antes se encontrara su mujer había un zorro pequeñito, de un rojo muy vivo, que lo miraba con ojos implorantes mientras avanzaba uno o dos pasos hacia él; rápidamente advirtió que era su esposa quien lo miraba desde los ojos del animal. Pueden imaginarse su conmoción, y quizás la de la dama al encontrarse en ese estado; así pues, durante casi una hora y media, no hicieron otra cosa que mirarse, él atónito, y ella preguntándole con la mirada, como si le estuviese hablando: «¿En qué me he convertido? Ten piedad de mí, esposo mío, ten piedad de mí, pues soy tu mujer».

Pues bien, después de mirarla y reconocerla, aun bajo aquella forma, y pese a preguntarse en todo momento «¿Será posible que sea ella? ¿No estaré soñando?», y de las súplicas y los mimos de ella, como para decirle que era de verdad su esposa, por fin se acercaron y él la tomó en brazos. Ella se acurrucó cerca de él, bajo su abrigo, y empezó a lamerle la cara, sin apartar por eso sus ojos de los de él. 

Entretanto, el marido no dejaba de darle vueltas a la cabeza mientras la miraba, pero no acababa de comprender lo que había ocurrido; se limitaba a encontrar consuelo en la esperanza de que no fuera más que una transformación temporal, y de que pronto volviera a convertirse en la esposa que era carne de su carne. 

Como sus sentimientos correspondían más a los de un enamorado que a los de un esposo, lo asaltó la idea de que era culpa suya, pues si algo terrible ocurría no podría jamás culparla a ella, sino a sí mismo.

Y así pasaron un buen rato, hasta que por fin las lágrimas desbordaron los ojos del pobre zorro y empezó a llorar (aunque en silencio), y también a temblar, como si tuviera fiebre. Ante lo cual, él no pudo retener sus propias lágrimas: se sentó en el suelo para sollozar un buen rato, pero entre sollozo y sollozo la besaba como si fuera una mujer, sin importarle, tal era su desolación, estar besando a un zorro en el hocico. 

Así quedaron hasta el crepúsculo; entonces él se recompuso y decidió que lo primero  que debía hacer era esconderla y, a continuación, llevarla a casa. Esperó a que estuviera lo bastante oscuro como para poder hacerlo sin ser visto, y la metió dentro de su abrigo, llegando incluso, en un gesto de pasión desgarrada, a abrirse el chaleco y la camisa para que reposara más cerca de su corazón. 

David Garnett / La Dama que se transformó en zorro (1922)

Editorial Periférica, 2014

Trad.  Laura Salas Rodríguez