Cornelius Castoriadis: Ventana al Caos I / Traduccción Sandra Garzonio

 

Ventana al caos (FCE, 2007, traducción de Sandra Garzonio) es una recopilación de textos de Cornelius Castoriadis, escritos o presentados oralmente entre 1978 y 1992, realizada por sus editores.

A continuación publicamos el último capítulo, que lleva el nombre del libro. Creado con dos seminarios de 1992 en la Escuela de estudios superiores en ciencias sociales  (EHESS, École des hautes études en sciences sociales), Castoriadis investiga el  modo de ser específico del arte y su relación con el Caos.

Por razones de extensión y de profundidad del texto, Cuarta Prosa creyó conveniente publicarlo en tres entregas sucesivas. Aquí va la primera.

 

 

 

 

Algunas palabras sobre el arte, recordándoles primero lo poco que habíamos adelantado a principio de año, y que voy a tratar de desarrollar. Su modo de ser específico es –veremos qué hay que entender por esto- el “dar forma al Caos.”  En cuanto a la relación del sujeto con la obra, no se trata de explicación –aun si en la obra de arte hay elementos que dependen de lo conjuntista-identitario-, ni de comprensión –no esconde ningún sentido previamente depositado en ella que esperaría su imitación o su hermèneia, su interpretación por parte del sujeto-, ni tampoco se trata de elucidación. La actitud del sujeto frente a la obra es –no veo una palabra adecuada en francés- Zaubertrauer, “encantamiento-duelo” (lo que es, quizás, uno de los sentidos de la khatarsis de Aristóteles) o “duelo encantado”. Traducción poco satisfactoria, es cierto, pues Zauber es la magia o el encanto, pero también es el hecho de sorprenderse por algo que supera el curso normal de los acontecimientos. Qué viene a hacer aquí el duelo, es otra historia: tal vez hablemos de esto más tarde.

A manera de introducción, quisiera evocar un enigma, el de la diferencia entre el gran arte, la obra maestra y el batiburrillo de la producción artística. ¿Por qué esta diferencia? ¿Y por qué es tan importante?  La pregunta no es: ¿por qué Bach es mejor compositor que, digamos, Saint-Saëns? Sino: ¿por qué hay semejante abismo entre Bach y Saint-Saëns? Tal vez sea un mal ejemplo porque Saint-Saëns es lamentable; pero hay muebles que son bellos: ¿qué es lo que los diferencia, entonces, de la Victoria de Samotracia o de un cuadro de Rembrandt? Y el carácter popular o folclórico no es lo determinante: también aquí encontramos grandes obras, y el batiburrillo. Por ejemplo, en mi opinión, el aire popular griego que se llama “El canto fúnebre de los albaneses” –saben ustedes que la mitad de los griegos son más o menos albaneses- es gran música, como el gran flamenco, el cante jondo. Daría toda la ópera italiana del siglo XIX, todo Gounod y los demás, por diez minutos de verdadero cante jondo. Para resumir, hay creaciones “populares” que pueden ser gran arte, y 99% de los productos del arte “erudito” no lo son. Trataremos, pues, de elucidar el arte en los dos aspectos de lo que siempre ha querido ocultar lo que tradicionalmente se llama estética: del lado del objeto y del lado del sujeto. O sea que vamos a tratar de responder a estas dos preguntas: ¿qué es una gran obra de arte, una obra maestra? ¿Cuál es su modo de ser específico? Y por otro lado, ¿cuál es la relación del sujeto (no hablo aquí de creador) con la obra de arte que recibe?

Para elaborar una respuesta a la pregunta por el modo de ser específico de la obra de arte, debemos remontar a las significaciones filosóficas de las que hablamos largamente en los años anteriores. Hemos dicho que el ser es a la vez Caos y Cosmos. Para los seres humanos este caos es ocultado, en general, por la institución social y por la vida cotidiana. Un primer abordaje de la cuestión del gran arte sería decir, entonces, que es el develamiento del caos por medio de un “dar forma”, y al mismo tiempo la creación de un cosmos a través de este dar forma. Develamiento del caos porque el gran arte desgarra las evidencias cotidianas, el “tener cohesión” de estas evidencias, y el curso normal de la vida: para quien ama y comprende la música que escucha, el cuadro que contempla, se quiebra el tiempo habitual y la cotidianidad. Pero, al mismo tiempo, el arte no puede operar este develamiento del caos más que por este dar forma. Y este dar forma, es la creación de un cosmos: aquí otra vez, tenemos la creación de una forma sobre un fondo. Problema enorme, sobre el cual, desgraciadamente, no podemos extendernos: en cierta manera, una gran obra de arte es absolutamente cerrada sobre sí misma. No necesita nada. Materialmente, precisa impresores, violinistas, pigmentos coloreados o conservadores de museo, pero de hecho no le falta nada. Esto es, además, lo que los teólogos decían de Dios… Al mismo tiempo, lo que ella presenta, no es solamente a ella misma, no es solamente el caos, sino también un cosmos en este caos. Con toda evidencia, todo gran cuadro es un fragmento del mundo, que podemos prolongar. Podemos prolongar La ronda de noche o Las Meninas. Se dice que cuando Stanislavski quería cambiar la manera de actuar de sus actores, los llevaba a una villa cerca de San Petersburgo, los encerraba durante quince días y les decía: “Ahora no vamos a trabajar en la obra: ahora van a vivir como se vive en Las tres hermanas o en Macbeth”. Es un “truco” de director, por cierto, pero genial, que permitía que los actores comprendieran que Las tres hermanas o Macbeth eran “arrancados” de un universo propio que podía ser prolongado.

En relación a la creación de un cosmos podemos comprender a la vez  por qué Platón –que aquí, evidentemente, está en el principio de todo-, luego Aristóteles y otros, se equivocaron con la teoría de la mimèsis, de la imitación, y la semilla de verdad que, con todo, hay en esto. La única mimèsis que hay en el arte –si no hablamos de elementos materiales y secundarios, volveré sobre esto- es la del ser en general: como el ser es vis formandi, también el arte es vis formandi. Es una potencia de creación, es este dar forma, pero no es una mimèsis particular: la danza, la arquitectura, la música, no imitan nada, ellas crean un mundo. La música “imitativa” es, evidentemente, la variante más mediocre de la música. Les recuerdo que cuando Beethoven escribió una sinfonía a la que llamó “Pastoral”, en la parte del primer violín hizo esta precisión: “Se trata de expresar el afecto, no de pintar un cuadro”. No se trata de retratar la pastoralidad, se trata de los afectos del hombre en la naturaleza. ¿Pero puede decirse que la música imita los sentimientos humanos? Creo que no: la música hace existir sentimientos, o en todo caso, les da una forma inexistente en otra parte. ¿Quién había sentido alguna vez lo que sintió al escuchar El arte de la fuga, de Bach? El arte de la fuga crea un tipo de sentimiento completamente único, que tratamos, bien o mal, de llevar a lo que conocemos hablando de tristeza, o de algún otro pobre equivalente. Pero es un tipo de sentimiento creado por la música misma, y aquí otra vez, es un dar forma al caos.

Por cierto, la utilización de la materia no puede proporcionar soporte alguno a una idea de mimèsis. En una gran novela, digamos, En busca del tiempo perdido, o en La educación sentimental, ¿imita el arte a la vida? El material es lo que se extrae de la vida, así como se utilizan colores para hacer un cuadro. No hay imitación aquí. Hay creación de una forma, de una historia. Lo que se crea, es todo un mundo, al punto que es delicioso, en Balzac o en Proust, seguir a los personajes, seguir sus encuentros, imaginar otros… La gran literatura, igual que la gran pintura, hace ver algo que estaba ahí pero que nadie veía; y al mismo tiempo hace existir eso que nunca ha estado ahí y que sólo existe, precisamente, en función de la obra de arte. Esto es verdad para la pintura y para la música, pero también para la danza, para la gran arquitectura (el Partenón, Chartres o Reims, Colonia). Tomemos una novela como El castillo de Kafka. Nadie ha vivido en un mundo como ese, y todos hemos vivido en ese mundo una vez que hemos leído El castillo: la creación es esto. O bien tomemos ese fantástico cuadro que es El monumento a los pájaros, donde Max Ernst recrea a la vez los pájaros y la creación de los pájaros. No hay ninguna imitación en esto: los pájaros sólo figuran allí como materia. Porque, cuando hablamos de gran arte, aquello que puede aparecer como mimèsis, de hecho, no es más que la utilización de una materia que, muy a menudo –pero no siempre, lejos de ello- y en grado de calificación y de formación diferentes, ya está ahí, por ejemplo, como color o como sonido.

Para mí, el ejemplo más grande –pero podríamos encontrar otros- es El castillo de Kafka. Esta novela crea un mundo que tiene, por supuesto, muchos puntos de contacto con nuestro mundo cotidiano, con el mundo empírico, pero todo el genio de Kafka, acaso sin precedentes en este aspecto, es que, si todo está tomado del mundo habitual, desde las primeras páginas sabemos que hemos entrado en otro mundo. Pueden decirse cosas del tipo: Kafka es la burocracia. Y es verdad, se trata también de la burocracia. O bien mostrar –como Milan Kundera, hace dos o tres meses en un artículo de la New York Review of Books– que siempre se ha borrado la importante dimensión de sexualidad que hay en El castillo. Y tiene razón: recuerden la famosa escena en que el agrimensor y Frieda se abrazan en el suelo del café, en medio de escupitajos, colillas y charcos de cerveza… Esto es cierto, pero la cuestión no reside ahí: aun esta sexualidad es otra. Y todo lo que ocurre en El castillo es otro. Pero al mismo tiempo, en cuanto entramos en El castillo, percibimos un desfase inframilimétrico en relación a la realidad, una imperceptible torsión que hace que aquel mundo, cuyos fragmentos podrían ser tomados todos de la realidad, nunca será el mundo de la realidad cotidiana; y que es más real que este último.

Y como es seguro que no siempre podemos hablar ignorando lo que otros han dicho, podemos estar en la obligación –la mayoría de las veces muy fecunda, otras, muy penosa- de abordar, discutir, y eventualmente refutar lo que otros dicen. Tomemos el libro de Deleuze y Gauttari, publicado en el otoño pasado, ¿Qué es la filosofía? –título que acaso no sea ultra original, pero totalmente válido, ya fue utilizado por Heidegger. Allí leemos que si “la filosofía crea conceptos” –que crea, no es un descubrimiento muy grande: ya está, por ejemplo, en el prefacio de las Encrucijadas del laberinto; conceptos, es una burrada, pero habría que discutir largamente sobre ello-, “el arte, por su parte, crea perceptos”. Pero es evidente que El castillo no crea ningún percepto, si no es en un sentido tonto y vulgar: leo el libro, por lo tanto, puesta en marcha del aparato óptico, del sistema nervioso central, del conocimiento de la lengua, etcétera. En busca del tiempo perdido, El tío Goriot, no crean percepto alguno. Y ahí donde podríamos hablar de percepto –porque claro, lo sensible está en la literatura, en la escultura, en la arquitectura y en la danza, por supuesto-, este ser percibido o sentido está ahí, otra vez, hôsper hulè, “como una materia”, habría dicho Aristóteles. Por supuesto, esta materia no es separable de la forma. Pero esto vale para todo: como dijo el mismo Aristóteles, es estúpido preguntarse si el cuchillo es el hierro o si es diferente del hierro. Hierro al que se da cierta forma, es un cuchillo; o un cuchillo es hierro al que se ha dado cierta forma, y la cuestión de su separación carece de sentido. No hay percepto en este asunto –o entonces, ustedes son un cuadro, o yo soy un cuadro… -. Podemos tomar una fotografía, por ejemplo, que será trivial o maravillosa. Y aquí también encontramos esta distinción: algunas fotografías son grandes obras de arte, a pesar de la mecanicidad del procedimiento, y otras –turismo, fiestas familiares, casamientos- son una especie de mimèsis, de restitución más o menos hábil de lo que está ahí. Pero tampoco aquí se trata de percepto como tal: se trata de una forma y de la adecuación de la materia a esta forma, como también, además, de la forma a esta materia, siendo ambas inseparables.

Después del preludio orquestal del 3º acto de Tristán, la primera escena comienza con una increíble melodía, de una tristeza -la palabra tristeza es estúpida, además- que anuncia, que en cierta manera es el duelo de lo que ha ocurrido y de lo que va a ocurrir, de aquello que, inexorablemente, no puede más que ocurrir. La melodía es muy bella, Wagner era un melodista muy grande, pero era también un orquestador muy grande: en el primer acorde ya sabemos que es Wagner. Ahora bien, esta melodía se confía a un solo instrumento, no hay orquestación. Y este instrumento no es un instrumento cualquiera, es un cuerno inglés. Describir su sonoridad sería también hacer mala literatura; digamos que es, en sí misma, muy nostálgica, muy triste, y un poco agria. Y aquí, otra vez, tenemos una genialidad. Hago esta digresión para decir que aquí, tal vez, podríamos introducir las categorías de materia y forma, donde la melodía sería la forma. En un sentido, la melodía es algo totalmente abstracto. Bach escribió El arte de la fuga sin especificar los instrumentos que la interpretarían (salvo una parte escrita visiblemente para clavecín). De manera tal que cada orquesta que toca El arte de la fuga hace su propia orquestación. La melodía de Wagner de la que hablamos es una forma abstracta, desde el punto de vista de los instrumentos musicales. Pero materia y forma se exigen recíprocamente, y Wagner utiliza el cuerno inglés. Aquí también, esta forma es como una encarnación adecuada de una significación específica; y de esta significación habla la obra de arte. Es únicamente en y por esta forma que esta significación –el contenido de la obra de arte, podríamos decir, ya no se trata de materia- puede transmitirse. Su modo de ser es sui generis, y por esta razón es imposible de traducir a otro lenguaje. Y por esta razón también, es mala literatura lo que he dicho recién sobre el comienzo del tercer acto de Tristán: una tentativa muy torpe de describir por medio del lenguaje aquello cuya verdad sólo puede existir en una ejecución de la obra misma. Evidentemente, ya que hablamos de Wagner, saben ustedes que él quería hacer una obra de arte total, un drama musical que sea al mismo tiempo poesía, música, espectáculo que uniera pintura, escultura, danza, elementos arquitecturales… . Esta conjunción puede hacerse o no hacerse. La mayoría de las veces, cuando se pone música a poemas, es ridículo. Pero hay algunos milagros en que los poemas se vuelven una obra nueva. Los Lieder de Schubert, por ejemplo. A veces los poemas en sí mismos son fantásticos: Margarita en la rueca, El rey de los alisos, algunos del ciclo “Viaje de invierno”; a veces son de orden secundario como en Heine –aunque Heine ha escrito también poemas muy bellos-. Der Doppelgänger o Die Stadt: el poeta vuelve a su ciudad natal, y es la misma ciudad y ya no es la misma…  La poesía es casi banal, pero con la música de Schubert se vuelve otra cosa, una obra magnífica. A veces puede decirse otro tanto de los libretos que Wagner escribió para sus dramas, aunque encontramos –como en Tristán-, fragmentos de gran poesía, que pueden leerse como tal.

Vuelvo un poco sobre la mimèsis. Pienso que estaremos de acuerdo al decir que no hay mimèsis en la arquitectura, ni en la música, ni en la danza, ni en la poesía, ni en la novela, ni en la tragedia. Todo esto no imita nada, sino que utiliza cuando mucho elementos del mundo dado “como una materia”. Está, sin embargo, el problema de la tragedia y, en el origen de todo el asunto, la famosa definición de Aristóteles que hizo la fortuna del término mimèsis. Todo esto,  desde el punto de vista de la filosofía, es muy extraño y merece una digresión, que, desgraciadamente, a veces puede llevarnos a otras digresiones más. Ya hemos recordado que Whitehead, el filósofo y lógico inglés (autor, con Russell, de los Principia Mathematica), que terminó su vida en Estados Unidos, escribió al principio de Process and Reality –uno de los raros libros importantes de metafísica del siglo XX-, que la mejor manera de comprender toda la filosofía occidental era leerla como una sucesión de anotaciones marginales al texto de Platón. Y tenía razón, aunque no del todo. Porque entre esta historia de mimèsis, de poesía, y lo que yo comprendo por poiética y creación, hay un extraño baile.

Platón, entonces, escribió sobre el arte en diferentes ocasiones: en el Fedro, en Ion, y en otras partes. Para decir, por ejemplo, que el poeta está poseído por una locura divina, la inspiración <Ion, 533-534>. Podemos ver en esto, entonces, el equivalente de mi imaginación radical, y Castoriadis es una pequeña nota marginal en el texto de Platón… Y no sólo Castoriadis: todos aquellos que hablan de inspiración comentan este mismo diálogo de Platón. Pero éste, en el Banquete <205 c l>, dice también algo totalmente sorprendente: “Llamamos poièsis –poesía o creación- a aquello que hace que algo pase del no ser al ser”. En efecto. Hacer pasar algo del no ser al ser, una creación es exactamente eso. Platón habla de ello como de algo evidente y natural –es así, además-, lo postula ahí y no vuelve a discutir sobre el tema. Y cuando aborda lo que para él y en lo absoluto es la creación por excelencia, es decir, la demiurgia, la creación del mundo en el Timeo –diálogo que pueden leer cincuenta veces y encontrar siempre cosas nuevas-, y bien, esta creación no es una creación, es una imitación. El demiurgo del Timeo mira un paradigma, un modelo que es la idea de un mundo perfecto, y luego, con los materiales de los que dispone, en particular el espacio y la materia, que no son reductibles a una perfección -es decir, para Platón, a una racionalidad total- fabrica un mundo que es perfecto en tanto es posible, kata to dunaton.

Sin embargo, Platón no habla demasiado de mimèsis, de imitación –salvo, por supuesto en la República-. Fue su alumno Aristóteles –amigo, pero también enemigo mortal- quien trató largamente este tema en la Poética, primera obra sistemática sobre el arte, que debía tener dos partes: la primera, sobre la tragedia, que tenemos; y una segunda sobre la comedia, que no tenemos (sobre esto, Umberto Eco escribió su libro muy divertido, El nombre de la rosa, donde un monje fanático quema el único manuscrito que queda, porque “el Filósofo” no tenía que introducir la ridiculización de las cosas serias hablando de la comedia). Entonces, es en esta obra <1449b 24-28> donde Aristóteles da su famosa definición: “La tragedia es la imitación (mimèsis)  de una acción (praxeôs) importante o emérita (spoudaias) y perfecta (teleias)” –esta última palabra plantea problemas: se dirá “perfecta”, o mejor, “acabada”, “completa”; hay una pequeña ambigüedad porque telos, sobre todo en Aristóteles, significa también la finalidad, de aquí viene entelequia; y telos, entonces, es la finalidad inmanente de algo, el momento donde llega a su perfección “por medio de” –y viene luego un miembro de oración puramente técnico- “un discurso suavizado, embellecido” (hèdusmenô, es decir, con música y no como una simple recitación). Pero, ¿qué hace esta mimèsis? Ella “lleva a su término (perainousa), por la piedad y el terror (di´eleou kai phobou), la katharsis de estas pasiones (tèn tôn toiutôn pathematôn katharsin) –podría decirse incluso: “de estos sufrimientos”, pathèmata también tiene este sentido; en cuanto a la palabra katharsis, sigue llenando bibliotecas-.