Hélène Bessette: Solo se vive dos veces* / Hugo Savino

Hélène Bessette es de una lucidez imperdonable en estas ficciones singulares que son nuestras vidas. Las mira con un desapego obstinado que desnuda lo que observa, lo pone a distancia, expone su mentira, y la seducción de esa mentira.

Abrir un libro de Hélène Bessette es embarcarse rumbo a lo extraño, lo profundo, la confrontación entre lo muy alto y  lo muy bajo.

Bessette es alguien que no pertenece. Está fuera de todo movimiento, fuera de toda comunidad – o sino «la comunidad de aquellos que no tienen comunidad» ¿Cómo llegó Hélène Bessette a construir al mismo tiempo semejante arquitectura literaria y una figura de autor todavía inédita? ¿Qué devela la obra? ¿Cuáles son todos los puntos de vista posibles?

Claudine Hunault

Modesta no soy, soy tímida y eso puede prestarse a confusión.

Hélène Bessette

Solo se vive dos veces está en la misma orilla del poema que Cuarta prosaOjo de Rapiña o El oficio de perder. Una guerra de la poesía. Del lenguaje. Hélène Bessette escribe libros no permitidos, eso es lo primero. Para situar de qué lado del lenguaje está. Está en esa línea. La línea de la visión injusta, esa que la respetabilidad literaria detesta.

Hélène Bessette tiene varias desventajas: escribe, pone el cuerpo en el lenguaje, no mima el criterio de genio de la lengua francesa.

Eso la pone bajo el régimen de las difamaciones de pasillo,  Julia Deck las sitúa:

«La señora no se siente nacida para el proletariado.

La señora no se somete.

La señora no contribuye a la paz social.

[…]

Si tan solo fuera feminista. Pero no. Si tan solo fuera comunista. Pero no. Hélène no desfila bajo ninguna pancarta porque todas cuentan cosas sin sentido. No cree ni en la religión ni en el matrimonio ni en la política.»

En la escena literaria «desde luego hay un orden que se debe respetar.»  Una autoridad que se recicla entre devotos, gente que odia la literatura, profesores, mancos que solo pueden reseñar libros, y con diez líneas a la  semana se construyen una autoridad.

Héléne Bessette tiene una poética. Hay que leerla en su fraseo, en su relación con la lengua, en su guerra de lenguaje, no en esa abstracción llamada lengua francesa. A manera loca, lectura loca.

Por la negativa «El diario de Aragon notaba la ausencia de comas»,  y descubre que Hélène Bessette es una sintaxera.

Uno, que no buscaba nada, encuentra una escritora de lengua francesa, y sueña con traducirla, cree que encontró una excepción, pero lee y  descubre que encontró una excluida. Así como hay diccionarios de palabras excluidas. Excluida quiere decir: no escribió como quería la época. Como le decían que tenía que hacerlo.

También estaba Raymond Queneau, que la editó, pero tenía sus exigencias de escritor-editor : «Él parecía creer que yo era maestra por obra y gracia del Espíritu Santo, y que escribía libros por el mismo medio. […] se me consideraba un poco como fenómeno y curiosidad bizarra.» Los escritores-editores puestos a editar, entran en el papel de guardianes de una corrección. Son más estrictos que la editora de alguna  Maria Claudia en cuanto a origen, educación, sintaxis, y ocurrencias mundanas. Bessette vio bien cómo se armaba el mundo del poder cultural: «Y en el espíritu que siguió a mayo del 68 la falta de filiación rica era una condena inapelable.»  Eso nunca lo vi escrito.

El burgués lo inventó Flaubert.

¿Paranoica? Algunas notas lo dicen en filigrana. ¿Y qué? Los burgueses, sean de izquierda o de derecha, tienen esa acusación como recurso. No importa mucho, estaba contra el mantenimiento del orden en la literatura. ¿Cómo puede aceptar Hélène Bessette ser juzgada por tipos que nunca escribieron una novela? O que la leen como una estructura. Que apenas dan un pasito afuera de la plomería crítica para escribir un librito X por X donde cuentan sus preferencias. No, ella no puede: «Bessette por Bessette es algo que me da miedo.»

Es que tuvo que enfrentarse a gente que le pedía que escriba personajes constructivos, gente que de ser «novelista hubiera descrito un claro de luna, que todos pudieran comprender.» No se descarta que esa gente termine por «construir un chalet.» Bessette lo dice bien: «Esto puesto que era el happy end de lo «constructivo» en Literatura.» Seguimos ahí. En el imperativo de lo constructivo.

Leer nunca es una cuestión de estilo, menos a Hèléne Bessette. Se lee la manera única, irreversible como el ritmo.

Este libro de Recuerdos es su «megalomanía y de alcance mínimo» y da la impresión de que no da para un «gulag», pero sí, da. Todos los libros no permitidos dan para un gulag, llegado el caso. La horda educadora puede llegar  hasta ahí. ¿Hago historia? Como diría García Vega, dejemos esta cagazón para otro día. Hélène Bessette escribió este libro porque en Francia todos los autores llegados a cierto prestigio tienen su librito de celebración, con textos de elogios y de lecturas y otras santidades. Se juntan los discípulos y homenajean. Llegados a una cierta edad y recorrido si no tenés ese librito, estás jodido. Y como no lo tuvo, se lo escribe, y muestra lo irrisorio de esa práctica de «acuerdos hipócritas.» En Argentina, o librito de homenaje o coloquio universitario, también. Con invitación a diplomado en universidad extranjera. Hélène Bessette no lo tiene y se lo escribe ella misma. Humor desesperado y desesperante. Se lo encarga a sí misma.

Un día va por la calle y pasa por la isba de Madame y Monsieur Aragon. El estalinismo encarnado. Descubre que no puede ser una gran escritora comunista. Encima, no es comunista. Un descubrimiento que la perjudica. Otro día descubre que lee a los filósofos, pero no digiere a Marx, no la seduce. Nunca la sedujo. Mucho sujeto social. Es más, le da alergia. Como a Gadda. Al menos dos justos en la ciudad. Dice: «soy más bien subjetivista, fichteana, bergsoniana. Es una cuestión de moléculas.»

Los editores forman parte de la guerra del lenguaje. Ellos también están en la guerra molecular. Aunque se hagan los idiotas detrás de esa máscara de lucha por la cultura.  A veces colaboran, y con ganas, en la ejecución de sus propios autores. Sobre todo si no venden. Y sobre todo si no venden y no logran ese librito consagratorio de ensayos universitarios que eleva a un autor al grado de pieza de museo para que nunca más se lo lea. Los editores, perros del hortelano,  mueren por esos libros homenajes, eruditos, llenos de adornismos o barthesianismos. Editar siempre el mismo libro, con las mismas erratas, es un placer de editor. ¿Goce sería más pertinente? Pero no soy analista.

«Chandler […] su último último de 1959 Playback (que podría ser estudiado literariamente – y que debe serlo).»

Uno puede leer el libro de Bessette como el libro del resentimiento. Yo lo leo como alguien que pierde porque puso cuerpo en el lenguaje de una manera que desborda y no se puede controlar, universitariamente, que hoy es el control de los controles, todo el management de la literatura sale de ahí. Por ahora. Tal vez tenga razón Marguerite Duras, hay algo inherente a la obra que le cierra el paso. Sí. Es posible. Es solo un punto de vista. Escaso, para mí. Prefiero poner la obra de Bessette en la línea de Cuarta Prosa. Son escritores que perturban el mundo de la Edición. Son como los exilados. Molestan siempre. Está claro. No invento nada. Céline lo escribió  en Norte: «De todas las vejaciones del exilio, la más deprimente quizás, es la de tener que excusarse, y por esto… y por aquello una vez más… hay un momento en que solo pedimos disculpas… estamos de más, en todo, por todas partes… incluso cuando la tragedia ya terminó, cuando cayó el telón, seguimos siendo molestos… fíjense por ejemplo en lo que pasa en la Edición… ¡que todavía yo siga aquí y mire a los otros! como pontifican, como dicen estupideces…» (Louis Ferdinand Céline, Norte).

Bessette, por lo que se ve, también necesita secuaces fuera de Francia. La leo y la traigo al argentino. Tsvietáieva mostró bien, y lo tienen  traducido en Francia, y en España, lo pueden leer,  ella define de una vez para siempre la confusión entre amar el poema y leer sobre poesía. Ver la visita que le hace a Paulhan y a Brice Parain. Uno le da clase sobre el romanticismo ruso, y no lee una línea de ruso,  no sabe ruso, y da su clase, y el otro le dice que no lee poemas, solo lee sobre la poesía. Hay mucho lector de manuales literarios. Osea, Tsvietáieva puede ser otra secuaz. Se las puede poner en onda de frecuencia.

Pero si salimos del terreno de lo sobrecogedoramente universitario, aparece el lector. Ese que lee sin red. Que se frota a los libros. Que ama leer. ¿Hago muchas asociaciones? ¿Mucha cita desviada? Puede ser. Pero sigo contando. Los traigo de nuevo a Hélène Bessette. La descubrí por el libro de Julien Dousselinaut. Todo lo biográfico y mucho más lo aprendí ahí. Es una biografía impresionante.

Es claro que Bessette no se deja llevar de las narices por los lugares comunes de la época. Para alguien sin poder, lea o no a Gadda, lea o no a Bessette, es importante que no se deje encarnar en personaje de Bertold Brecht. Es un principio de autodefensa. Pero hay un poder universitario que se ocupó de que Bessette no pase, ese poder lee: «el historiador declara quién es Robespierre así como este declaraba quién es el pueblo y quién no. Diremos que la primera declaración no es un speech act, por falta de una posición de poder presentemente capaz de hacer que el objeto se ajuste al discurso. Es hacer poco caso del poder universitario: este poder conquista la creencia de un pueblo de lectores, generalmente estudiantes,  sobre la cabeza de quienes la hoja de la guillotina no dejará de caer si el discurso de cada uno de ellos no se ajusta al discurso del pregonero de realidad. Este también rechaza muchos procesos pulsionales a los que considera aberrantes, superficiales, no pertinentes, accesorios, contingentes, –– por lo tanto destruye la misma cantidad de datos (aunque solo sea por omisión), que destruye el político jacobino cuando repele como conspiración, traición, complot o al menos  irresponsabilidad todo lo que en las informaciones  que le llegan podría obligarlo a modificar eso que  el llama realidad.» Jean-François Lyotard, Rudimentos paganos.

Estudiábamos francés y ya se había publicado Rigodon, y nos hacían leer los aburridísimos Exercices de style. Estaba Hélène Bessette y había que tragarse los tedios Robbe Grillet. O Les mots, otro engendro de época. La lista es larga.

Bessette sabe leer a sus estalinistas: «Los estalinistas hacen mucho con las  comparaciones y las elucubraciones y el libro es verdad podía llegar a desagradarles puesto que relataba los desórdenes estalinistas que tuve que padecer y que me habían obligado a un retiro anticipado.»  Operaciones «gulag» las llama Bessette. «Mis hijos, muy humillados además cuando se veían hijos de un objeto para gulag organizado criminalmente, y eso los perjudicaba.»

Bessette comprueba, el imbécil del presente es como la política, se lo padece en el cuerpo: «finalmente los imbéciles participan siempre de la partida para bien o para mal.»

Julia Deck en su postfacio dibuja esta escena, argentina también:

«O bien es el público el que no entiende nada apenas el autor se aparta un poco de la novela tradicional. O bien es el medio literario el que se horroriza apenas aparece una novedad realmente nueva. O bien es la editorial Gallimard, que, UNO CON MAYÚSCULA, le rechaza sus manuscritos, y DOS CON MAYÚSCULA, se opone a que ella [Hélène Bessette] los presente en otra parte.

Pero pienso en esto : lo más simple es acusar a la víctima.»

Podemos decir que Besette es una escritora en huelga ante la sociedad. Y siempre será acusada de desórdenes sintácticos.

Según el origen, es la recepción en el mundo de la literatura. De una u otra forma hay que estar en el código de la cortesía. Saber vender su «origen». Bessette tiene un origen complicado para el decoro de la cultural: madre perfumera, padre taxista. Es como Arno Schmidt. Genios, no talentos. Y además tiene berretines, y escribe difícil, lee a Joyce, a Gertrude Stein, a Chandler. A Pound. El sistema nervioso no le deja escribir novelas sujeto verbo predicado. Los que organizan la cultura son organizados, y hay que pasar por ellos para editar:

«Tienen ideas bien definidas sobre las chicas de clase baja.

Sobre la mujeres que hacen trabajos domésticos

 y también

 sobre las novelistas.

Pero de todas maneras es una chica de clase baja.» [Citado del monólogo Se ruega no difamar  de Gilles Aufray y Regis Hébette]

Bessette no tiene un estilo, tiene una invención en cada libro. Es tantas invenciones como libros.

La escritura de Hélène Bessette produce un vacío que la sociedad, la letrada incluida, detesta. La caravana hormiga industriosa de la poesía marmota quiere aterrizar en la lengua.

La traduzco en frases sueltas. Por ahora. Y la traigo a la literatura argentina. Casi todos los especialistas de la literatura que deciden quién es el autor más importante del mes, del año o de la década, son pagados por el Estado. Por lo tanto hay un mantenimiento del orden. Una razón de Estado. Es obvio que ningún escritor declarado enemigo de las editoriales o «enemigo de la sociedad», o porque vende poco, o porque no se deja tocar la sintaxis, tendrá un lugar. Por lugar quiero decir que sus libros estén editados y disponibles para el lector. Sujeto del poema. Y ese sujeto lee. A pesar del terrorismo del especialista auto-proclamado. Y deriva hacia Arno Schmidt o Leopoldo Marechal. Y un día llega a Hélène Bessette. Y la traduce.

Hugo Savino

*Hélène Bessette, On ne vit que deux fois, Othello, 2018