
A Luis Thonis
La mujer embarazada sobre el jeep habla, él maneja. Él y ella son muy jóvenes. Perdónalos Señor. No saben lo que hacen.
Dan vuelta la plaza del Congreso. Van a ver a otra pareja. El hombre es químico; su mujer era prostituta pero ha dejado sus oficios al casarse con él. Son mayores que los primeros unos cinco o seis años, y sobre todo tienen calle.
La mujer joven ha leído a Sartre, pero no ha leído a Cortázar. Eso confiesa con vergüenza en La Paz. Lo ha dicho muy bajito porque se da cuenta por instinto, como la Maga, que esas cosas hay que decirlas muy bajito.
La mujer grande quiere tener un hijo., Dice que si a los treinta no tiene un hijo se separará de él. Habla con soltura y voz alta. El químico dice que él no tendrá un hijo en esta sociedad de mierda, que antes lo deshará con alguna solución.
El hombre joven no habla, sus ojos no tienen mirada aunque estén dirigidos adecuadamente al que sí lo hace en ese momento. Son tan claros sus ojos que a su mujer le cuesta lograr la concentración del color.
En el jeep él había dicho que estaba bien porque iba a tener un hijo. Ella había sentido un malestar en el cuerpo, desde adentro hacia afuera como luces de bengala que se escaparan de las entrañas en todas direcciones, pero luces de bengala abstractas, sin colores ni fuego. Más bien un rumor helado. Deseaba que él estuviera bien por alguna otra cosa, o tal vez la respuesta era tan esfumada como el color de los ojos de su marido.
El más grande se enteró de que el más joven no había poseído otra mujer que esa chica que ahora porta una panza enorme. Seguramente ella lo dijo, porque a él apenas se le movían los labios y parecía imposible que de ellos surgiera alguna voz.
Todos bebían whisky, incluso la embarazada.
Una y otra mañana no habían hablado, y el silencio se había tornado cada vez más denso. Cuando más tarde leyó lo que pudo de Rayuela, supo que eso que ahí se escribía coincidía con el sentimiento de pérdida del ser que la perturbaba, aunque jamás lo hubiera podido enunciar de esa manera. Sí, en cambio, se alegró tontamente de parecerse a la Maga. En ese entonces el ideal de mujer era la Maga.
Esa tarde su hijo estaba en el jardín de infantes y ella sola en la casa.
Sonó el timbre y era el hombre que había estado con ellos en la confitería, con la mujer que había sido prostituta. También se habían reunido en las casas de ambos, y en la playa durante varios veranos. También les habían dado el dinero y así, la mujer más joven no había madurado un segundo hijo.
Ella había recordado todos estos encuentros a la vez al abrir la puerta y reconocer su rostro.
Ahora no recuerda por qué había ido a su casa a esa hora en que el nene estaba en el jardín de infantes, y su esposo en algún otro lado. Se le ha borrado el objeto de la visita del hombre, pero recuerda vagamente que una vez instalado en el comedor, con un café humeante sobre la mesa, y sus gestos rezumando el desparpajo que da la calle, le dijo que era bella. Dijo algo más y terminó con la declaración de fidelidad a su mujer la que había sido prostituta, y aún no había parido un hijo, y aclaró que la fidelidad se basaba en que no deseaba que su mujer lo hiciera, de modo que él se comportaba así.
La mujer joven no comprende por qué le quedaron pegadas esas palabras, que sólo su mente registra y no su cuerpo. Pide alguna respuesta a su cuerpo pero éste nada le dice.
El esposo llega tarde todas las noches, y el silencio crece más hasta que la mujer joven se llena de ira y lo echa.
Él le pide perdón y entonces comprende que él ha hecho lo que ella no ha pensado porque está perdida como la Maga con un niño pequeño que ahora duerme.
Sale por la noche al jardín y observa el cielo azul intenso, la luna y las estrellas. Quiere volver a ser niña y sentir lo que sentía cuando era niña y veía el cielo azul intenso, la luna y las estrellas.
Pero ha crecido con la ira y adivina que no debe ser como la Maga. Regresa y escucha la respiración del niño. También observa a su marido que duerme. Ella es la que no puede dormir.
Una tarde de domingo aparece la pareja más grande. Sus rostros tensos los miran como si fueran jueces y sus bocas se exceden en palabras. Al fin piden la casa como refugio.
La mujer joven tiene miedo pero debe ser solidaria. El hombre joven acepta de inmediato con alegría inusitada.
Pasan días encerrados en el cuarto del fondo que hubo de ser acomodado para los dos.
La mujer joven siente un malestar intenso en el cuerpo como finas luces de bengala irradiándose a partir de sus entrañas. Se ha acostumbrado a explicar todo lo que le sucede y piensa que esa sensación proviene de lo compleja que es la vida ahora para ella.
Hace la comida y la lleva al cuarto del fondo. Por la noche, ellos entran uno por vez para ir al baño, a hacer sus necesidades y ducharse. Traen también los desperdicios que han acumulado durante el día en el fondo.
Aunque la mujer joven trabaja desde hace rato, el dinero no alcanza y discute con el marido. Él le recrimina sus gastos y le advierte que los del fondo aportan. Es imposible que les falte dinero.
La mujer se detiene en la ropa elegante que él viste y le dice que han ido a cobrarle la cuota de un perramus.
Una noche no puede dormir, su hijo ha tenido fiebre, había discutido otra vez. Los fantasmas del fondo la asustan, la policía la asusta, el frío de las luces de bengala aumenta. El hombre más viejo entra y le ruega que apague la luz del comedor porque nada debe perturbar la inocuidad de la casa. Se lo pide amablemente, coloca una mano sobre el hombro de ella. Entonces ella percibe su calor. Él hace que su mano descienda y la acaricie. Todos duermen, la oscuridad de la cocina los amparará. Pero el malestar no cesa, ni las discusiones, ni el aire entra ya a esta casa.
La madre trabaja, el hijo va al jardín, el padre estará en algún lado, el dinero no alcanza y los otros no se van.
Se realiza una reunión nocturna y entonces no parecen importar los gritos porque todos hablan en altísima voz, y todos quieren tener razón.
Ella no desea cruzar su mirada con la del hombre, ella además no quiere estar ahí, se encierra en su cuarto y aunque está perdida piensa. Pero se enreda en plurales cavilaciones.
Sale al rato y los ve agachados, como oscuros animales buscando algo por el suelo. La pastilla de cianuro dice el marido. Y ella también se doblega y busca. Pero no hubo caso. No apareció.
Esa noche no duerme, piensa. Escucha el canto de un gallo y recuerda su niñez, en un barrio alejado, con gallineros en las casas, y carros de verduleros, de soderos, de lecheros. Era muy pequeña entonces y el color se concentraba en cada cosa.
Mira hacia el costado de su cama y sorprende el lugar vacío. Como si hubiera estado atontada durante horas cree que aún están despiertos y sale de la habitación. Pero en el comedor no hay nadie, sólo silencio. La cocina recibe los primeros albores. Toma el escobillón y barre. Nada. La pastilla de cianuro se ha escondido.
Entorna la puerta que da a la sala, también aquí hay cierta claridad, su esposo y la mujer del fondo duermen con los cuerpos tibios.
Piensa en la pastilla de cianuro, en su hijo, en la fidelidad.
No despertarán cuando salga con el niño en brazos y un bolso preparado con rapidez. Ni siquiera se enterarán de que se ha ido, ni dónde parará. No sabrán qué será de su vida ni de la del niño.
Habrá mucho movimiento en esa calle. Destrozarán la puerta de entrada a las ocho. El vecindario no podrá dejar de oír las ráfagas de ametralladora.
Liliana Guaragno / Baldío Ed. Paradiso, 1997