
La legislatura de Mendoza acaba de abrir la puerta a la megaminería a través de la modificación de la ley 7722 que ya no protege el agua y ahora permite el uso de sustancias tóxicas como el cianuro. La gran movilización popular, la presencia de organizaciones ambientales, y la vía judicial –la reforma aprobada va en contra del principio de no regresividad de la Ley General de Ambiente- permiten esperar que se vuelva atrás con la medida. Mientras tanto, el pueblo de Chubut se encuentra en estado de alerta, desde hace mucho se sabe que asociar explotación minera con fuentes de trabajo es un peligroso contrasentido. La semana pasada el gobernador sostuvo que la provincia “está en condiciones de tener un proyecto serio de megaminería”, y aseguró que se trata de “recursos naturales que hay que explotar pero siempre con el cuidado del medio ambiente”, dejando al descubierto una vieja concepción del mundo como territorio para depredar que ya nadie avala a menos que se defiendan intereses contrarios a la vida de los pueblos, o a la vida a secas. Los ánimos están encendidos y no es para menos, lo que está en juego es inconmensurable. “El Parlamento Europeo aprobó por 566 votos a favor y 8 en contra la prohibición de la megaminería con cianuro en toda Europa por considerar que tiene consecuencias catastróficas e irreversibles. La catástrofe de Minas Gerais en enero 2019 lo confirma”, alerta Alcira Argumedo, socióloga, docente e investigadora del Conicet, desde sus redes sociales. En Esquel –la ciudad del histórico plebiscito de 2003, fundamental para la sanción de la actual ley 5001 que prohíbe la minería metalífera a cielo abierto-, el Partido Justicialista emitió un comunicado para expresar su rechazo al desarrollo de la megaminería en Chubut e insta a dirigentes y referentes de la política a que fijen su postura en la misma dirección y transmitan al Presidente esta voluntad de miles de chubutenses. En efecto, si para el ambiente vamos a inspirarnos en la carta encíclica Laudato si sobre el cuidado de la casa común, la megaminería no parece muy católica que digamos.
En este marco propuse a Cuarta Prosa la publicación del artículo de Cornelius Castoriadis “La ecología contra los mercaderes”, publicado en Una sociedad a la deriva que traduje en 2006 para Katz Editores. Inicialmente fue un texto dentro de un dossier sobre ecología publicado por Le Nouvel Observateur en mayo de 1992, con el título, traducido: ¿La ecología es reaccionaria? Salvemos a los zapeadores embrutecidos”. Veintisiete años después, lo único que pasó de moda, creo, es el zapping como modo de embrutecimiento. La respuesta de Castoriadis, en éste y en tantos otros temas, sigue siendo actual y siempre política.
En el mismo libro, Una sociedad a la deriva, también puede leerse otro capítulo sobre el tema, “La fuerza revolucionaria de la ecología”. Se trata de una larga entrevista, también de 1992, para la revista editada por el Departamento de alumnos del Instituto de Estudios Políticos de París, en donde Castoriadis dice:
“La ecología es esencialmente política. No es “científica”. La ciencia en tanto ciencia es incapaz de fijar sus propios límites o sus finalidades. Si se le pidiesen los medios más eficaces o más económicos para exterminar la población terrestre, ella puede (¡e incluso debe!) dar una respuesta científica. En tanto ciencia, no tiene absolutamente nada que decir acerca del carácter “bueno” o “malo” de este proyecto. Se puede, y por cierto se debe movilizar la investigación científica para explorar las incidencias de tal o cual acción productiva en el ambiente, o, a veces, los medios para prevenir tal efecto lateral indeseable. Pero en última instancia, la respuesta no puede ser sino política. […] Tomar en cuenta el ambiente, el equilibrio entre la humanidad y los recursos del planeta es una evidencia central para toda política verdadera y seria. […] Pero esto -tomar en cuenta el ambiente- debe estar integrado dentro de un proyecto político que necesariamente ha de superar a la sola “ecología”. Y si no hay un nuevo movimiento, un despertar del proyecto democrático, la ecología puede integrarse muy bien dentro de una ideología neofascista. Frente a una catástrofe ecológica mundial, por ejemplo, podemos imaginarnos regímenes autoritarios que imponen restricciones draconianas a una población enloquecida y apática. La inserción del componente ecológico en un proyecto político democrático radical es indispensable.”
Sandra Garzonio
La ecología contra los mercaderes
La idea de que la ecología sería reaccionaria se basa ya sea en una ignorancia supina de los datos de la cuestión, ya sea en residuos de la ideología “progresista”: elevar el nivel de vida y…. ¡que sea lo que Dios quiera! Por cierto, ninguna idea está protegida por sí misma contra las perversiones y las desviaciones. Es sabido que temas vinculados con la ecología sólo en apariencia (la tierra, el pueblo, etcétera) han sido y siguen siendo utilizados por movimientos reaccionarios (nazismo, o Pamiat en la Rusia actual). La invocación de este hecho por parte de los antiecologistas me recuerda a las amalgamas estalinistas.
La ecología es subversiva porque cuestiona el imaginario capitalista que domina el planeta. Ella recusa su motivo central según el cual nuestro destino es aumentar sin cesar la producción y el consumo. Muestra el impacto catastrófico de la lógica capitalista en el ambiente natural y en la vida de los seres humanos. Esta lógica es absurda en sí misma y conduce a una imposibilidad física a escala planetaria puesto que desemboca en la destrucción de sus propias presuposiciones. No es solamente la dilapidación irreversible del medio y de los recursos no reemplazables. Es también la destrucción antropológica de los seres humanos transformados en bestias productoras y consumidoras, en zapeadores embrutecidos. Es la destrucción de sus medios de vida. Las ciudades, por ejemplo, maravillosa creación de fines del neolítico, se destruyen al mismo ritmo que la selva amazónica, dislocadas en guetos, barrios residenciales en las afueras y barrios de oficinas muertos después de las ocho de la noche. No se trata entonces de una defensa bucólica de la “naturaleza” sino de una lucha por la salvaguardia del ser humano y de su hábitat. Es claro, en mi opinión, que esta salvaguardia es incompatible con el mantenimiento del sistema existente y que ella depende de una reconstrucción política de la sociedad, que haría de esto una democracia en la realidad y no en palabras. Además, es sobre este punto, según mi parecer, que los movimientos ecológicos que existen hoy son insuficientes la mayoría de las veces.
Pero detrás de estas evidencias surgen preguntas más difíciles y más profundas. Domina hoy la autonomización de la tecnociencia. La pregunta ya no es si hay necesidades para satisfacer, sino si tal hazaña científica o técnica es realizable. Si lo es, será realizada y se fabricará la “necesidad” correspondiente. Las consecuencias laterales o las repercusiones negativas raramente se toman en cuenta. También hay que detener esto, y empiezan aquí las preguntas difíciles. Todos queremos –en todo caso, yo quiero- el desarrollo del saber científico. Entonces, por ejemplo, queremos satélites de observación de muy alta calidad. Pero éstos implican la totalidad de la tecnociencia contemporánea. Entonces, ¿debemos querer a ésta también? No puede tratarse de restringir la libertad de la investigación científica. Pero los límites entre el saber puro y sus aplicaciones, eventualmente letales, son sumamente difusos, cuando no inexistentes. El gran matemático inglés Hardy, que se había opuesto a las dos guerras mundiales, decía que se había dedicado a las matemáticas porque éstas jamás podrían servir para matar a un ser humano. Esto prueba que uno puede ser un gran matemático y no saber razonar fuera de su campo. La bomba atómica habría sido imposible sin el concurso de varios grandes matemáticos “puros”, y en cuanto se inventó el cálculo diferencial, se lo utilizó para calcular las parábolas de tiro de los cañones.
¿Cómo trazar el límite? Por primera vez, en una sociedad no religiosa tenemos que enfrentarnos a la pregunta: ¿hay que controlar la expansión del saber mismo? ¿Y cómo hacerlo sin desembocar en una dictadura sobre las mentes? Pienso que podrían postularse algunos principios simples: 1) no queremos una expansión ilimitada e irreflexiva de la producción, queremos una economía que sea un medio y no el fin de la vida humana; 2) queremos la expansión libre del saber pero ya no podemos pretender ignorar que esta expansión contiene en sí misma peligros que no pueden ser definidos de antemano. Para enfrentarlos, nos hace falta eso que Aristóteles llamaba phronèsis, la “prudencia” (según la mala traducción latina del término). La experiencia muestra que la tecnoburocracia actual (tanto económica como científica) es orgánica y estructuralmente incapaz de poseer esta prudencia, pues sólo existe y es impulsada por el delirio de la expansión ilimitada. Necesitamos, pues, una verdadera democracia, instaurando procesos de reflexión y de deliberación que sean lo más amplios posible, donde participen los ciudadanos en su totalidad. Esto, a su vez, no es posible más que si los ciudadanos disponen de una verdadera información, de una verdadera formación, y de ocasiones de ejercer su juicio en la práctica. Una sociedad democrática es una sociedad autónoma, pero autónoma significa también y sobre todo autolimitada. No sólo frente a eventuales excesos políticos (la mayoría no respeta los derechos de las minorías, por ejemplo), sino también en las obras y en los actos de la colectividad. Estos límites, estas fronteras, no podemos trazarlos de antemano –por esta razón, hace falta la phronèsis, la prudencia-. Las fronteras existen, y cuando las hayamos atravesado, por definición, será demasiado tarde –como los héroes de la tragedia antigua sólo se enteran de que están en la hubris, en el exceso, una vez ocurrida la catástrofe. La sociedad contemporánea es fundamentalmente imprudente.
Cornelius Castoriadis / Una sociedad a la deriva, Katz Editores, 2006
Traducción: Sandra Garzonio