
A André Breton
Si Ferréol Buq se encontraba en esa ciudad de provincia italiana- capital, no hace todavía cien años, de un pequeño ducado que perdió su propia independencia por las conmociones de las cuales nació la del país que hoy lo contiene- ¿era en realidad para casarse? ¡Cómo responder a tal pregunta! El ambiguo Ferréol, sin llegar a resolverla por un sí o un no, se la planteaba casi todos los días. Lo cierto es que hacía lo posible para que durara la incertidumbre: no quería verse obligado a casarse o a dejar la ciudad. Mientras no se tratara de casarse mucho le gustaba su novia, no menos que un vino áspero, ligeramente espumoso, demasiado débil para beberlo lejos de su lugar de origen, o que unas comestibles salchichas en forma de pata de cerdo de las cuales hablaré más adelante.
Por parte de Carita, ninguna dificultad. Puedo responder terminantemente: deseaba que Ferréol se casara con ella y seguía pensando que se casaría, pero ciertas noches de insomnio empezaba a dudar acerca del último punto y lamentaba haber anunciado sus bodas a toda la ciudad. Carita vivía en el primer piso de un palacio macizo, cuadrado, cuyos pórticos de estuco color amarillo índigo, avanzaban sobre la calle. De buena gana, pero con vaguedad, daba a entender que había sido construido en épocas de esplendor por los antepasados de la familia. Ésta sólo constaba de dos tías solteronas que apenas salían porque desde niñas fueron un poco trastornadas ¿Diré que temían las mariposas nocturnas, que todas las manchas de humedad de las viejas paredes, decoradas con frescos les sugerían esos abominables insectos; diré también que en el cuarto donde estaban casi siempre, acostadas en camas gemelas, tenían al alcance de la mano dos largos bastones de ébano, con la contera de hierro, que les servían para golpear sobre las manchas sospechosas o bien en el suelo, para pedir socorro, cuando no podían alcanzarlas? Detalles que guardan poca relación con el tema de mi relato: la aventura de Ferréol Buq. Aquella manía no preocupaba a su novia: estuviera sola o con visitas, las dos viejas, cuando las criadas no las oía, podían golpear o morirse de miedo toda una tarde frente a la sombra de una esfinge o de un bómbice sin que acudieran a tranquilizarlas.
Ferréol pasaba las mañanas acostado, sumido en divagaciones que interrumpía para dormitar o para garabatear, con destino a Carita, ardientes misivas amorosas, alimentadas con chocolate espeso, que hacia la hora del almuerzo le mandaba con el botones del hotel. Dos de ellas, tomadas al azar del montón- Carita olvidó guardarlas y quedaron mucho tiempo en el mármol de una consola caprípeda, junto a una petaca de alabastro y un ramo marchito de nardos- decían así, como podría atestiguarlo la criada:
“¿Has pensado alguna vez, cálida Carita, que si un día me faltaras estaría yo entre los hombres y las mujeres como un pájaro caído en el reino de los peces, hundido en un medio hostil que me helaría con el frío de la muerte? Para mí, de tu vida emana todo el calor del mundo. En nombre de nuestro amor, cuídate, te lo suplico, preciosa Carita.
Tu Ferréol”
“Carita, reina mía coronada de sombra: como si no bastara con mis días, también mis noches te pertenecen. La decoración de todos mis sueños se ha convertido en este hermoso paisaje rosado que contemplaré cuando mi mejilla se pose sobre tu pecho y mis ojos viajen por toda la extensión de tu cuerpo adorable, Agradezco, soberana Carita, el poder que tienes sobre mí.
Tu Ferréol”
Después de escribir y enviar las esquelas, Ferréol se sentaba a la mesa. Con la sopa, bebía una botella o dos de ese vino que ya he mencionado, áspero, violeta como el jugo de las moras silvestres; se divertía con algunos fiambres y quesos azulados; mordisqueaba un pastel negruzco que olía a manteca y albahaca. Después subía a su cuarto para hacer la digestión y dormía exactamente una hora sin que fuera preciso despertarlo, porque era tan rutinario como un perro de cartero rural o como la flor del volubilis y no se hubiera presentado con un retraso de cinco minutos ante la puerta de su novia.
Fuera, una vez que caía tras él la cortina de menudas perlas de madera que habría debido prohibir a las moscas la entrada al hotel, el calor lo aprisionaba como en una mano gigantesca. A la hora de la siesta las calles de la ciudad estaban desiertas. Las columnas de mármol rezumaban un viejo olor amoniacal y de un pórtico a otro, mientras caminaba, lo acompañaban los roncos estribillos que cantan las criadas en Italia tras las rejas de las ventanas cuando pasa un hombre, de día, entre los palacios soñolientos. Era La paloma, que nunca había podido oír sin que lo estremeciera de la nuca a las sienes esa crispación que es el síntoma de una cerca voluptuosidad física; con los ojos cerrados veía pasar el orgasmo a la manera de una figura pintada sobre vidrio y proyectada en una pantalla: los últimos instantes del emperador Maximiliano en Querétaro, el guitarrista, los caños de los fusiles oblicuamente duros ante la femenina blandura de las palmas y de los agaves. Había otras canciones y otros fragmentos de canciones que correspondían a tal o cual fantasma instalado en él hacía mucho tiempo. Y sabía, al acercarse a la casa de su novia, por qué estrecha ventana de algún cuarto casi subterráneo iba a brotar, al ruido de sus pasos sobre la piedra, el mismo estribillo modulado por una voz que su fantasía encarnaba en una mujer alta, morena, sudorosa, velluda: ti sei fatto di ghiaccio… Te has vuelto de hielo… Esperaba ese estribillo- quizá se habría detenido si no lo hubiera escuchado- para recibir de él, todos los días, el imperativo consejo. Literalmente, se volvía de hielo, rígido y frío, en cuanto sus dedos dejaban caer el pesado aldabón sobre la puerta; por método o por placer, luego de haber conmovido a la sensible Carita con las llamas de sus esquelas matinales, su línea de conducta era inevitablemente entristecerla y decepcionarla con distracciones deliberadas o mediante una bien simulada indiferencia.
Ese día, había enviado la siguiente carta:
“¿No te deprime, Carita mía, esta larga estación que me tiene clavado ante ti como un búho en su tronco ante el sombrío y fresco bosque donde se muere por entrar? ¿Cuándo serás mía? ¿Cuándo sabrás si nuestro cuerpo a cuerpo es una danza o un combate? ¿Cuándo conocerás el descanso que sucede a las proezas del amor?
Tu Ferréol”
Y Carita que lo aguardaba como siempre, apenas vestida con un peinador de seda roja y rosa, extendida en el gran diván púrpura de una sala tapizada, bajo algunos desnudos mitológicos en sus marcos dorados, con un brocado antiguo en que había pájaros sobre ramas floridas (las cortinas corridas a causa del calor), Carita debía pensar sin duda que Ferréol iba a salir de su incomprensible reserva. No obstante, sentado a su lado, Ferréol se limitó a tomarle el brazo con un además amistoso, después de besarle los dedos, y mientras ella se exasperaba al sentir las uñas del hombre contra su hermosos muslo que la finísima seda hacía esfuerzos por cubrir con la menor decencia, él, detalladamente, se puso a contarle lo que había visto le día anterior al dejarla. Era, a juzgar por sus palabras, la biblioteca de la ciudad. Mucho mejor que si hubiera ido de veras, le recitaba lo que acababa de leer en su guía durante el almuerzo, describiéndole manuscritos, misales y las refulgentes miniaturas de la biblia del duque Borso.
En la mitad de la biblia, ya sin poder aguantar, Carita lo interrumpió para agradecerle su último mensaje, reviviendo toda la emoción con que lo había leído. Ruborizada sobre los almohadones en desorden, los ojos muy grandes bajo el flequillo, la mejilla velada por una orla de pelo muy negro, ya iba a decir las palabras que hubiese querido que él le arrancara. Ferréol simuló creer que sólo se trataba de la demora del casamiento y maldijo, arrebatándose hasta blasfemar, la lentitud de la oficina obstinada en privarlo de los documentos más esenciales.
Cuando ella comprendió qué lejos estaban el uno del otro, que nada haría él por aproximarse a ella y que era absolutamente vano intentar restituirle su verdadera personalidad (la personalidad del tierno, apasionado, audaz remitente de las esquelas matinales) , inició un sollozo que la abatió sobre el brazo del diván. Ferréol la sostuvo, no sin esa respetuosa amabilidad que a ella le parecía siempre una ofensa, lamentó el mal estado de sus nervios que, insinuó, lo preocupaba desde hacía mucho tiempo. Sin embargo, agregó, no era cosa grave. Y sus dedos ajustaron el escote del peinador que la crisis había desprendido hasta no ocultar ya nada del hermoso pecho jadeante y pálido. Le besó otra vez la mano, pero con más calor y demorándose en la muñeca, pues no era su propósito que perdiera la fe en él ni que se atormentara cuando él se fuera. Antes de salir, todavía le declaró su esperanza de días mejores.
En la calle, se prometió poner aún más pasión en el próximo mensaje y en todos los siguientes.
Corría un viento suave. A esa hora más fresca en que la ciudad salía de su torpor, él solía acabar la tarde en el barrio de los lupanares. Allí se regodeaba con una joven zorra que se atribuía el desusado nombre de Agnola. Era blanca de piel, como algunos marfiles, acariciada por sombras azules bajo el pelo dorado. A Ferréol le gustaba tenderse cotidianamente junto a ella en medio de surtidores esbeltos, plantas verdes, chales de Cashemira, espejos tatuados, y contarle circunstancialmente sus visitas a Carita.
A mitad del camino del placer había una fiambrería monumental cuya cortina metálica se levantaba por las tardes para congregar a los clientes. Ferréol, juzgando que estaba adelantado por el estrépito de los hierros, se demoró para contemplar en el escaparate esas patas de cerdo rellena que tienen fama de ser la especialidad del lugar, y después los jamones crudos, los jamoncillos, las salchichas y los rollos de mortadela tan colosales que parecen mesitas de noche. La pantomima frente a las patas rellenas en la primera fila del escaparate, y a los gordos jamoncillos colocados detrás, desempeñaba en la vida de Ferréol, desde que habitaba la ciudad de su novia, un papel tan importante como la canción que surgía del cuartito casi subterráneo o como la explotación metódica de todo lo que ofrece al impuro una zorra joven y adiestrada. Que subsistieran algunos pelos en las patas rellenas le infundía en el alma no sé bien qué dicha, pero que algunos compartirán. Se puso el monóculo en la órbita de su ojo miope para verificar una vez más esos pelos. Entonces, con el corazón en paz, pensó: “Es el turno de Agnola”.
No quedaba lejos. Algunos pasos bajo los soportales lo condujeron a una plaza rodeada de arcadas más antiguas desde donde se veían las torres de dos iglesias simétricas frente a la estatua de un tapir de mármol rojo que llevaba sobre el lomo un cuadrante solar de bronce dorado. Pero le sorprendió ver allí tanta gente, pues su ubicación en la antecámara de los lupanares apartaba de ese sitio a la multitud, por lo menos hasta que cayera la noche. Mezclado a todos los curiosos, Ferréol vio que las calles de las zorras (formando media luna, desemboca a derecha e izquierda en las iglesias simétricas) estaba cerrada en sus extremos por gendarmes cuyos cráneos de corte singularmente equino bajo la gorra color aceituna, los ojos pequeños y demasiado juntos, el fusil apoyado junto a la bota lustrada, inspiraban recelo desde el primer instante. Otros, de la misma especie y con el mismo uniforme, aunque sin armas y con menos empaque, hormigueaban en la calle. Ferréol recordó que los branquíferos (que son, lisa y llanamente, obreros agrícolas, mas al pervertido Ferréol le gustaba esta palabra que sugiere seres diferentes del común de los hombres, en cierto modo larvales, con branquias a la manera de renacuajos de batracios) habían asesinado a unos cuantos propietarios o hijos de propietarios que se aventuraron en sus tierras; la guardia asesinó en represalias a unos cuantos branquíferos de los más inofensivos; y sus compañeros de las regiones feroces hablaban de asaltar la ciudad y asesinar en gran escala para vengarlos. Atravesar el tumulto, o reunirse con Agnola por otro camino, imposible; además, por prostituta que fuera, una mujer lo asqueaba cuando tenía la sospecha de que había andado en tratos con los gendarmes.
-En tiempos en que el pueblo iba al Vocabulario- dijo una voz más bien desde abajo que a su lado- los branquíferos sudaban en paz, las zorras eran de todos y no se veían gendarmes en la puerta de la signora Ruffina.
Ferréol Buq miró hacia abajo y vio a un viejito con un quepis en la mano.
-¿Al Vocabulario?- preguntó.
-Por su aspecto y su calzado- le respondieron- veo que es usted extranjero. De otro modo su pregunta me ofendería y no hablaría más con usted. Pero quizá finja usted no saberlo como todos los que se avergüenzan de las hermosas instituciones del pasado…
Ferréol le aseguró que nunca se había avergonzado de nada. Pocas cosas le interesaban tanto como saber qué era el Vocabulario y, si fuera posible, visitarlo.
-En ese caso, signor, agradezca usted al azar, o bien a esos gendarmes que hoy nos han robado nuestro placer. Soy el guardián del Vocabulario. Sígame. El palacio no está lejos y, mientras andamos, le daré las explicaciones necesarias para que tenga una idea exacta del monumento.
Se había puesto el quepis con un además que por lo sencillo y augusto habría envidiado un juez al dictar pena de muerte. En su quepis, desmesuradamente alto y de una forma desaparecida un siglo antes, Ferréol pudo leer en bodoni sobre una cinta de muaré violeta estas dos palabras: Palacio Vocabulario. Bajo la visera de barniz resquebrajado, una carita más bien de tejón por el color y el vello, encuadrada por patillas de un color blanco demasiado puro para que no parecieran postizas, ornamentos quizá reservados a las tardes de lupanar. Si apenas alcanzaba, en cabeza, la cintura de Ferréol, ahora, con el quepis puesto, la llegaba a la abertura del chaleco; era, pues, un compañero tolerable, y la pareja, en el camino, no recibió demasiadas burlas.
Cuando se hubieron alejado de la plaza donde la sombra tocaba casi la línea de las siete en el cuadrante del tapir y cuando ya no escuchaban el gruñido que la multitud lanzaba, a cortos intervalos, contra los gendarmes y las zorras, el pequeño guardián comenzó la explicación prometida. Es poco decir que su voz se parecía a su rostro: notas de flauta respondían a las manchas claras; los incisivos superiores, muy largos y mal arraigados en las encías, temblaban mientras hablaba, cautivando la atención de Ferréol a expensas de las frases.
-Sepa usted, signor, que el Vocabulario es la obra maestra del padre Atanasio. Jesuita hannoveriano que durante mucho tiempo fue ministro de lo improvisado en la corte de nuestro último duque reinante. No frunza usted el ceño al oír la palabra improvisado, que según el diccionario significa lo que se hace de repente y sin preparación. En cambio, dígame usted, si puede, el nombre de una materia o de una actividad más esencial a la marcha del Estado y más digna de ocupar a sus buenos servidores. El ministerio de lo improvisado tenía mucho que hacer en esos tiempos de convulsiones y disturbios, al estilo del nuestro. Pero el ministerio trabajaba bien y nada amenazador se vislumbraba sin que su réplica lo aplastara en germen. Si los habitantes del Piamonte no lo hubieran abolido, usted y yo estaríamos ahora con las zorras, mucho mejor que discurriendo entre paredes con olor a chivo y a grasa. Entonces llegaban de todas partes- y muy especialmente de Francia, donde habían derrocado al rey Luis Felipe y proclamado la República- ideas que zumbaban como moscas negras en demasiadas cabezas, inclusive en nuestro reducido país; eran ideas dañosas, dañosas para la tranquilidad de todos. El padre Atanasio construyó el vocabulario para combatir esas ideas. He dicho moscas negras; otros le dirán ideas rojas. En realidad, como lo había comprendido muy bien el padre ministro, esas ideas o esas moscas sólo eran y son palabras revestidas de una apariencia falaz, semejantes a los demonios que se hacen coser en la piel de muchachas frescas para tentar a los eremitas, consagrados a la salvación por las vías de la soledad y el recogimiento. Las libertad, único ejemplo que le daré, ¿no se hacía pasar, zorra engañosa, por una mujer de pechos opulentos y desnuda bajo un ligero velo rojo? Cosas que, ya lo habrá advertido usted, tienen entre nosotros mucho éxito: de modo que aumentaba a diario el número de los amantes que juraban morir por ella. El padre Atanasio se volvió exorcizador para arrancar las máscaras demasiado hermosas a las palabras que obedecían al maligno; más aún, se le ocurrió vestirlas de nuevo para mostrarlas al pueblo y enseñarles así toda su repulsiva deformidad. “Las sirenas en la picota- decía- harían más daño que bien si ante todo no las convirtiera en vacas y micos, según su verdadera naturaleza, cuya revelación me ha sido concedida”. Así fue como, a mediados del siglo XIX, nació el Vocabulario. Algunas semanas de labor intensa, pero sostenida por el incienso y los rezos, bastaron para organizarlo en el interior de un palacio que el duque, sabiamente, había puesto a disposición del ministro. Mi padre fue el primer guardián. En tiempos en que funcionaba.
Al pronunciar esa palabra el enano vio la sorpresa de Ferréol; se interrumpió un instante y después agregó, no sin cierto orgullo:
-Sí, el Vocabulario funcionaba hidráulicamente. Pero los nuevos mandatarios, que adivinaban en él una resistencia a la unidad nacional, aunque no se atrevieran a destruirlo del todo no aguardaron demasiado tiempo, después de la anexión, para cortar las cañerías que le daban vida. Voy a guiarlo a las catacumbas, hasta un museo de momias. Soy allí el segundo guardián y mucho me duele decir que sin lugar a dudas nadie habrá de ocupar el empleo después de mi muerte. Cediendo a la calumnia, tratándome de esclavo, de pobre loco, mi mujer y mis hijos me abandonaron hace más de veinte años. Los locos son ellos, que se marcharon del Vocabulario para buscar trabajo en los criaderos de gusanos de seda. El Estado, desde luego, no me paga ningún sueldo ni acuerda al Vocabulario la menor subvención; no vivo mal, sin embargo: algunos poderosos que no he de nombrar, pero que tienen interés porque dure algunos años más la obra del padre Atanasio, subvencionan con harta generosidad mis necesidades y aún mis placeres.
Mientras charlaba, el guardián caminaba a buen paso con sus piernas minúsculas; en un cuarto de hora Ferréol se encontró en un barrio al que nunca lo habían llevado sus vagabundeos, menos antiguo pero más envejecido (casi ruinoso en las calles transversales) que el centro de la ciudad. Era un barrio tan deshabitado que en toda una calle, a esa hora de la tarde en que se respira tan bien, las ventanas abiertas podían contarse con los dedos de una mano. Sólo se veían hombres- también escasos- que andaban de prisa y no necesariamente con aire de pasear; pero quizá era el temor de los disturbios lo que había retenido a los demás en sus casas y lo que cerraba todos los postigos.
Algo se erguía al extremo de la calle; resultó una empalizada vieja y toda erizada de dardos como los caballos de un friso. Sin embargo, se veían bastantes aberturas que a todas luces eran pasajes. Franqueado el obstáculo, Ferréol y su guía atravesaron un grupo de casas que parecían abandonadas desde hacía muchos años, con las puertas condenadas, los mosaicos rotos, los techos hundidos; después desembocaron en una gran plaza ovalada, con árboles secos o más bien incendiados: según algunos letreros fijados en muros negros, había sido la plaza del Vocabulario. Al fondo de esa plaza Ferréol vio un palacio del Renacimiento; dos atlantes de piedra gris, que sostenían un balcón de rejas ya barrocas, blandían la inscripción que también se leía en el quepis del enano: Palacio Vocabulario.
Cuando el guía abrió una puerta cuya cerradura chirrió casi a la altura de su frente, se encontraron bajo una serie de arcadas y después en un patio interior donde empezaba una escalera menos vieja que el resto de la construcción, aplastada por su tortuosa enormidad.
–Scalone alfabetico– dijo el enano-. Se encuentra usted frente a la escalera alfabética por donde el pueblo subía al Vocabulario. Demás está decir que fue construida según las instrucciones y los planos del primer ministro, para llevar a la práctica una sabia idea que tuvo fuerza de ley por decreto del duque: antes de ser admitido al espectáculo de las grandes palabras ridículas, era necesario pisotear las letras del alfabeto.
La escalera, en efecto, tenía veintiséis escalones. Mientras subía con el enano, Ferréol observó que no tenía pasamanos; pero letras monumentales hacían las veces de repecho, esculpidas en mármol a derecha e izquierda: de la A a la Z se elevaban desde el pavimento del patio hasta el balcón del primer piso. Por puntillo de perfección o por alarde de virtuosismo, el ingenioso jesuita había calculado el largo de cada escalón según la frecuencia de la letra correspondiente en la lengua italiana. La A, la I, la O, que son las más comunes, ocupaban casi todo el patio, mientras que otros escalones, bordeadas por consonantes tan raras como la J, la K , o la W, era tan estrechos que dos personas no cabían juntas en ellos. De allí los repliegues de la escalera, que impresionaban como falta de gusto a primera vista, antes de que el visitante hubiera advertido su admirable significación para extasiarse definitivamente.
El enano daba muestras de una excitación que aumentaba mientras guiaba a Ferréol hacia la balaustrada. Lo empujaba en los estrechos escalones de las últimas consonantes; producía tras él un zumbido de aberrojo mezclado con pequeños silbidos.
-El Vocabulario comienza con los salones gemelos de la Igualdad y la Fraternidad. Clamó en cuanto llegaron arriba, mientras empujaba con más vehemencia a Ferréol, que a pesar de su inquietud no tenía el menor deseo de salir de allí.
Tras ellos cayó un cortinado. Estaban en una sala muy vasta, dividida por una especie de alta calzada de troncos flojos y mal tallados. A uno y otro lado los salones parecían dos estanques rectangulares llenos de un polvo compacto que llegaba hasta los troncos (“polvo de época”, aseguró el enano con aire glorioso). Surgiendo del polvo se veían la Igualdad, a la derecha, y la Fraternidad, a la izquierda. La primera estaba representada por tres ruedas con aspas, como de molino; sobre cada aspa llevaban un lagarto uromántico, grumoso y barnizado. Simbolizaban la segunda cinco ruedas de carroza con ornamentos barrocos, pero desdorados y en algunas partes ennegrecidas al fuego; prendidos a los rayos había cráneos de carneros alternativamente pintados de rojo y verde. Las paredes de ambos salones estaban cubiertas de tripas en estado crudo, hábilmente imitadas con cera. Los techos, desnudos.
La galería de la República, a la cual pasamos enseguida, presentaba un gran desorden de tinajas boquiabiertas, colgadas de cadenas, posadas sobre vértebras de cachalotes y sostenidas por muletas que formaban abanicos. El conjunto, a primera vista, era absolutamente informe, pero después de advertir ciertas direcciones en ese desorden la mirada percibía la amenaza que pesaba terriblemente sobre cada tinaja y que provenía de un esqueleto de pez espada, situada de tal modo que pudiera sodomizarla con su arma a la primera ruptura del equilibrio. ¿Es preciso añadir que nada parecía menos estable que dicho equilibrio?
Por impresionante que fuera el espectáculo de la República, se esfumaba ante el umbral del salón de la Libertad, mucho más memorable. Allí reptaba, bordeado por unos arcos como los del croquet un sendero estrecho que atravesaba un pavimento enteramente cubierto de ratas embalsamadas, muy apretadas unas contra otras; por lo demás, las polillas habían devorados las ratas. (“claro que en aquel tiempo- dijo el enano- daban miedo, tanta vida parecían tener”). Acariciaban las ratas largas cabelleras (algunas no menos apolilladas) de mujeres nórdicas que crecían de guantes de seda color rosa vivo colgados de cadenas herrumbradas artificialmente. Aquí el techo y los muros estaban tapizados de falsos mocos obtenidos del modo más sencillo: con pincel y cola de carpintero.
El Patriotismo podía verse después. Ferréol, el corrupto, tuvo el placer de comprobar que era, en un saloncito de paredes barbudas de clavos, un tiovivo de erizos embalsamados y atados panza arriba a la llanta de una rueda horizontal, de modo que los dardos de esos animales pudieran raspar un mapa en relieve (poco elevado) del estado ducal, moldeado íntegramente con patas de cerdos sobre el piso del salón.
-Por lo que veo – dijo Ferréol- al padre le gustaban las ruedas: las ha puesto por todos lados.
– Y cómo no había de amar esta noble máquina- dijo el guía-, tan sencilla en su perfección sublime que algunos de nuestros espíritus más excelsos, aseguraba él, creyeron ver en ella el rostro mismo del Creador. Ah, si aún viviera el padre podría explicarle mejor que yo el simbolismo de los rayos, la sutil relación de la llanta con la aureola. Pero éstos son temas peligrosos de tratar por los profanos como yo, que no estoy habituado a la dialéctica y que no sabría rozar impunemente la herejía. Temamos penetrar en las más secretas intenciones del ministro; admiremos en silencio y pasemos sin demorarnos la sala de la Legislación.
Había en ella un grillo cebollero construido de hierro, minuciosamente articulado y del tamaño de un buey grande. El pavimento en que descansaba ese formidable objeto, así como el techo y las dos paredes más largas, enteladas sobre el estuco o la madera, reproducían en tamaño mayor pero fielmente Le Serment du Jeu de Paume, el célebre cuadro de David. Las dos paredes cortas sólo tenían un mono en cuclillas sobre cada puerta y visto de espalda, como para ultrajar el monstruo de hierro y su histórica vecindad.
Señalando con el puño el grillo cebollero, el enano se burló:
-¡El grillo cebollero, porca bestia! El animal más sucio de todos, la Legislación, que anda bajo tierra comiéndose las raíces.
No continuó, a pesar de las instancias del anárquico Ferréol, que habría deseado informarse sobre los estragos de la Legislación y saber qué raíces se había comido, y empujó al visitante hasta la última sala del museo, pequeña y redonda. Allí se veía las Naciones.
-La cubeta de las Naciones- dijo- está llena de pies.
Y así era. En el centro de la rotonda- cúpula, paredes y piso eran de mármol negro- había una cubeta de gruesas planchas iluminada por tres antorchas simétricas y llena hasta los dos tercios de un baño de mercurio. En ese mercurio, entre manchas de carbón, de yeso, de azufre en flor y de un indefinible polvo rojo flotaban pies de piedra gris, todo un pueblo de pies arrancados sin duda a sarcófagos en alto relieve o bien a la fachada de alguna iglesia demasiado vieja para no parecer bárbara según el canon de la belleza jesuita.
Con esa cubeta acababa el Vocabulario. Los dos hombres se encontraron ante la balaustrada que dominaba el patio. El escéptico Ferréol, no poco encantado por el espectáculo de las grandes palabras, deslizó en la mano de su guía el precio que por una hora de amor pedía a una zorra común (pues sólo de acuerdo con esa tasa podía él apreciar el goce). Pero quiso agradecerle aún más y le expresó lo mejor que pudo su interés, su placer y su enorme sorpresa: había acudido al Vocabulario sólo porque no había otra cosa con que entretenerse antes de comer, ya que los gendarmes prohibían la entrada a los lupanares; por la descripción del enano había temido aburrirse frente a alegorías caricaturescas como las que decoran las villas, los jardines y los libros ilustrados de nuestro tiempo; se había desengañado enseguida, apasionándose sin reservas por el glosario antiliberal; admiraba que el padre hubiese evitado tan justamente la facilidad satírica, que no hubiese presentado nunca las detestables palabras bajo una vestidura relacionada con su significado habitual y que, por el contrario con el propósito de desorientar mejor a las masas, hubiese organizado esa procesión de absurdos grotescos sin ninguna conexión con las imágenes comúnmente propuestas de sus modelos.
-¡Desorientar a las masas!- exclamó el enano- Ésa es la palabra. El padre no lo habría dicho de otro modo.
Ferréol se disponía a bajar, pero el guía lo detuvo por las caderas.
-Deténgase- dijo-. Puesto que comprende usted tan bien el pensamiento del padre Atanasio y, más aún, habla con su mismo estilo, he de mostrarle los gabinetes secretos que había preparado para su propio solaz y para el de algunos amigos íntimos. Ésos funcionan todavía. Necesitan tan poca agua que no era difícil repararlos; lo hice yo mismo, auxiliado por un monje capaz de cualquier cosa. Allí podrá usted contemplar el Matrimonio, la Familia, los Hijos, la Esposa, en cuadros móviles, tales como deberían verlos todos los hombres.
Abrió en la pared una puerta baja, disimulada con piedras pintadas. Después de un breve corredor apareció una galería dividida por tres tabiques en cuatro piezas pequeñas. Cada una tenía un techo de mosaicos en que mujeres desnudas servían de montura a grandes hormigas negras y recibían luz por una ventana. La luz pasaba a través de una especie de caja semejante a un teatro de títeres pero de forma ovalada y con vidrios. Las ventanas descansaban sobre figuras monstruosas: mujeres de obsceno realismo hasta la cintura, cangrejos a partir de allí con el marco de la ventana entre las pinzas. El guía abrió un grifo; se oyó correr el agua de una pieza a otra y las cajas empezaron a temblar dulcemente. Entonces los hombres miraron hacia adentro.
Lo más extraño, lo que permitía deducir las consecuencias más singulares era que para obtener cuatro representaciones materiales de la vida hogareña- cosa que según todas las almas nobles esparcidas por el mundo, debe respetarse como la parte mejor y más tierna de la condición humana- el padre había utilizado casi exclusivamente elementos del medio submarino. La primera caja contenía una raya pequeña, seca, dura, brillante, que giraba verticalmente sobre el eje de su cola. En su vientre se veía garabateado un hombre bigotudo y ridículo; en el lomo, y no menos ridículo, un rostro de mujer. La rodeaban, posternándose e irguiéndose en el mismo impulso, treinta y dos anchoas, algunas vestidas de caballeros, otras de nobles damas. Eso, según un letrero, era el Matrimonio. La caja de la Familia mostraba un hermoso trío de pulpos también barnizados, cuyos veinticuatro brazos se entrecruzaban como las ramas en un bosque de alcornoques. Bajo la amenazadora fronda pasaba y repasaba un atrevido león heráldico, pero de terciopelo, con las patas delanteras atadas sobre el lomo, empujado por el pico con dientes de sierra de un camarón pintado con rojo mate que le picaba cruelmente los flancos. Los Hijos estaban representados por tapones: doce tapones blancuzcos, grandes y pequeños, que saltaban gracias a las agujas que los empalaban, movidas a su vez por un mecanismo. Sobre ellos planeaba como un globo aerostático un cangrejo que movía las mandíbulas y agitaba en el aire sus patas del modo más doloroso que se haya vistió nunca en un cangrejo mecánico, sea cual fuere su género o su perfección. En la última caja, la de la Esposa, se admiraba ante todo un circo de arenisca en que tornasolaban una multitud de sombreros minúsculos- del fez al gorro caucásico, del claque a la paja de Italia- plantados allí como anémonas de mar. En medio de ese decorado bailaba, giraba un enclenque abortón de foca, resquebrajado, arrugado, vestido con un taparrabo de pequeñas anguilas negras y con un corpiño en que despuntaban dos conchas, con el hocico pintado con tanto bermellón y albayalde como usaría la más ajada reina de los tablados.
Seducido por el espectáculo de la última caja, a Ferréol le costaba marcharse. Una bomba de mano cuyo mango alzaba y bajaba el guía aumentaba la presión en las tuberías y hacía más frenética la danza del autómata.
-Mi padre- dijo el enano sin aminorar su esfuerzo- me contaba que una vez vio al ministro Atanasio llevar hasta los gabinetes a su amigo, el marqués Monticcioli. El ministro hacía bailar a la esposa bombeando vigorosamente, mientras la risa del marqués estallaba y repercutía de una pared a otra bajo los mosaicos de la bóveda. La risa del marqués, según se dice, era extraordinaria. Atienda usted: la oirá tal como mi padre la imitaba, muy imperfectamente, según admitía.
El enano empezó a brincar y produjo una especie de rugido fragoroso que fue aumentando; al mismo tiempo bombeaba cada vez más rápido: giraba la esposa con tal brío que creía uno verla romperse a cada instante. Pasado el primer momento de sorpresa o temor, y cuando a su vez oyó tronar, bajo los maliciosos mosaicos del techo, la imperfecta imitación de la risa de Monticcioli, Ferréol sintió cierta alegría, ya que es agradable saber después de haber dudado. Y ahora sabía con firme certeza que la dulce Carita, su prometida, nunca habría de ser su esposa.
André Pieyre de Mandiargues
Traducción de José Bianco
Publicado en la Revista Sur, N° 228 / Mayo-Junio 1954
Ph / André Pieyre de Mandiargues por Henri Cartier Bresson, 1933