Ante la pornografía de los ideales: una lectura de «El neorromanticismo»de Diego Fernandez Pais/ Luis Thonis

Una lectura de El neorromanticismo, de Diego Fernández Pais.

Alción, 2012. Novela.

A menudo se oye decir que en la literatura no hay que hablar de política, como si en la literatura argentina no existiera una tradición al respecto que podría extenderse desde El Matadero de Esteban Echeverría hasta las lecturas de la historia del grupo Contorno. La generación de Echeverría dará a luz la Constitución de 1852, el texto más revolucionario que se escribió en la Argentina. Contorno idealizará la revolución cubana sin nunca enterarse de su fracaso, también silenciado o idealizado más tímidamente por las sucesivas vanguardias, que reaparecerá en los años dos mil como una suma de clisés estratificados, legado a las nuevas generaciones.

Lo pornográfico surge de la relación entre las décadas, entre los ideales del sesenta y setenta, con los que dicen representarlos en la actualidad: más que con la repetición de la historia como farsa, responde a la perpetuación del sujeto como muerto viviente, y a una cultura donde Diana Conti puede declararse estalinista y esto parezca natural. La novela de Diego Fernández Pais es ilegible para los paradigmas que sobredeterminan la lectura: ¿Qué podrían decir de ella emocionados con el chavismo como Ricardo Foster, José Pablo Feinmann o Ricardo Piglia? Los santones de vanguardia han dado lugar a una cultura que cree que Fidel Castro inventó los derechos humanos y que el populismo continúa esa épica.

Ni tienen noticia de lo que afirma el actor Miguel Ángel Landa: Venezuela desapareció. La calificarían de reaccionaria y otros hasta podrán demonizarla por atacar a esos «hombres muertos que gozan de licencia», parafraseando a Lenin activando las Checas. Afecta directamente a medio siglo de la cultura de vanguardia, desde el marxismo leninismo hasta los posmodernos populistas. Esta novela ante eso es la sátira de una risa liberada. En vez de ponerles una lápida histórica a los personajes que encarnan ese credo, los empuja hacia un circus exterior a los paradigmas, sus postulados pasan a ser parte de las cosas cómicas.

Esa serie y trama sinuosa que va desde Literatura argentina y realidad política de Viñas, que tiene como enemigo fundamental a las instituciones liberales, y donde los escritores son procesados en una suerte de juicio político que pasa por alto al estanilismo hasta el apoliticismo esteticista actual de las vanguardias, pasando por las deyecciones de los autodenominados poetas materialistas, queda seriamente afectada. País [1] no ignora que el espectáculo ha colonizado la política y que la guerra del lenguaje se da ahí, más en el star system que en un congreso transformado en escribanía. Trabaja con lo que llamé «pornografía de los ideales», un programa para los sujetos ante la cual la pornografía tradicional parece cosas para niños de pechos.

En esa pornografía han derivado la reescritura tendenciosa de los ideales revolucionarios de las décadas del sesenta y los setenta reactivados por el kirchnerismo en el 2003, que expresan una impotencia para constituir una lengua política que no tiene que ver con la oratoria sino con el libre juego de las instituciones, y que obliga a ganar todos los días la victoria derrota de Obligado y a una permanente caza de brujas. Esto se encarna en los personajes de la novela pero de manera delirante en el rockero y escritor Adrián Dárgelos, autor de la tesis Neoliberalismo y metaliteratura, que más allá de sus declaraciones tiene como ideal regentear un prostíbulo, o el profesor de historia Diego Goldman en la línea de José Pablo Feinmann que quiere convertirse en «el pornógrafo del cono sur» y, apoyándose en el nazismo, crear una nueva raza latinoamericana– algo que ya postuló José Vasconcellos–y redistribuir la sexualidad, y que en un hotel alojamiento se excita viendo el film Aniceto y la Francisca.

Estos personajes encarnan al sujeto del nacional populismo que bauticé como zombi terminal en tanto que como individuos son dobles de dobles, reflejos de reflejos que jamás se hacen cargo de nada, ni en la historia ni en la vida, salvo en la celebración de la Nada, palabra idolatrada de su patética metafísica. «Hoy somos zombis, ajenos a todo, letras sin libros, biografías de nadie. Nos quedamos sin identidad y sin pertenencia».  

«Una forma muy ocurrente de expatriarte: en lugar de botarte a ti del país, botaron al país y te dejaron a ti. Hoy Venezuela agoniza en algún exilio, pero no en un exilio geográfico. No, Venezuela se extingue aceleradamente en un exilio de antimateria, sin tiempo ni espacio. Cualquiera sea el intersticio cuántico en donde se desvanece Venezuela, no podremos llegar a él», escribe el actor Miguel Ángel Landa vaticinando el horizonte que las vanguardias pensaron para la Argentina casi sin resistencias por décadas, introduciendo en los ochenta un sistema de delación– gestionado por Piglia– y en los dos mil la fiesta permanente a cargo de los clowns posmodernos como Rodolfo Fogwill que, cuando Kirchner reclamó los funcionarios iraníes dijo que había que dejarlos en paz porque tenían una cultura milenaria.

El ideal ha sido el país de unas ratas amontonadas que prueba que el populismo realiza lo que ya es demanda en las serviles vanguardias. Sin lengua política, todo tiende al fetiche y al lenguaje policial, escribí a propósito de la poética de Gabriel Roel que apela al barroco como País al romanticismo. Esto ya no tiene que ver con la continuidad de la vanguardia sino con lo que podríamos llamar el continuo, algo que los autores van constituyendo a través de los nombres, con lecturas singulares que nada tienen que ver con movimientos masivos como el de los poetas llamados materialistas, afiliados al populismo y a la servidumbre voluntaria, como dijo Eugenio Monjeau a propósito de Alejandro Rubio.

El menemismo en primer término y el kirchnerismo luego han sido dos formas de política espectáculo: sus protagonistas han actuado más como estrellas de una película que como empleados públicos, y han usado el Estado como un bien patrimonial a capricho contagiando y seduciendo a la oposición en muchos casos. Desde el momento en que Duhalde presentó a la sociedad a los K, éstos dejaron de ser lo que eran– Kirchner como representante del PJ menemista en Santa Cruz, el que gobernaba con la corte a favor, el que desapareció los fondos de la provincia, el que compraba tierras a precio vil– y fueron recibidos como extraterrestres que venían a salvar la patria.

Pocas veces un país asistió a espectáculo semejante: el aplauso sostenido del default por parte de los mismos que firmaron los presupuestos con el FMI. En el 2003, Néstor Kirchner se encontró con Ricardo Lagos y éste le dijo que arreglara con el FMI para aprovechar la situación de un mundo emergente que crecía a tasas chinas. Pero Kirchner no consideraba al FMI una institución de crédito, necesitaba erigirlo en el culpable exclusivo del default para restituir una casta política de la que formaba parte, que tendría que haberse retirado para siempre a su casa y estar en muchos casos entre rejas.

También el fallo de la Corte sobre la devaluación asimétrica– que dejó miles de muertos– fue «literario»: en vez de pronunciarse sobre un depósito en dólares, fallos como los de Maqueda y Highton se explayan sobre la solidaridad social de pobres ahorristas y jubilados expropiados, en tanto los grandes peces con información privilegiada días antes habían sacado el dinero afuera. El que lo hizo sujeto a derecho fue Carlos Fayt, un liberal en la tradición de Alberdi, algo que volvió a repetirse en su disidencia sobre la Ley de Medios.

El neorromanticismo de Diego Fernández Pais lleva por título el nombre de un movimiento literario. No se refiere a un movimiento poético específico como Último Reino sino a una zona de vaguedad ironizada en los actos y las lecturas de los personajes que viven en un permanente pasaje al acto. Es indirectamente una sátira para quienes la historia y la .política se reducen a las tensiones entre los géneros literarios pero dentro de un círculo vicioso que se reproduce y alimenta a sí mismo.

Es una respuesta y puesta en escena de lo que se puede llamar pornografía de los ideales, es decir, la ideología actual, un eco de un eco de lo vivido por otras generaciones que se ha tratado de implantar compulsivamente en los sujetos. Pais mediante un estilo contundente sitúa al lector en las afueras del Kindergarten criollo: la farsa del circo nacional populista que nació del espectáculo es reducida a cartas, escenas y tesis sobre la literatura donde resuena una gran carcajada.

Pais escribe en una cultura donde la determinación del espectáculo es complementaria del «todo es literatura», lo que hace desaparecer las instancias políticas, las jurídicas, la economía, todo ha sido cooptado por el espectáculo que produjo el nacional populismo actual que tiene más que ver con la peor literatura que con la política.

Es lo que Ernesto Laclau llama una guerra de posición y que apunta a abolir como en Venezuela a la misma sociedad civil, pasando por una etapa de lavado de cabeza, abolición de la historia, intimidación y descerebramiento. Al no tenerse noticia de este nuevo montaje no se puede hablar ni de política ni de literatura sin repetir la montaña de clisés que ha acumulado la vanguardia, impotente para poder elaborar algo que no sea una diatriba contra el mercado comenzando por ignorar de qué se trata, como si fuera ajeno a nosotros como sujetos de oferta y demanda.

El encuentro con la chica que inicia la novela es una clave de lectura: el narrador constata que el entre dos no existe, ella se le entrega tan fácilmente que le dice: «Mora, por qué todo esto, por qué a mi». Las escenas brutales que siguen cuando van a la cama no evitan un final romántico con un toque cómico. El narrador vuelve a preguntarle a Mora por qué todo ésto, y ella le responde: porque la gente necesita que la amen, pero con el cuerpo. Este romanticismo es un neognosticismo: la irreductible separación de la palabra y el cuerpo es vivida por cuerpos totalmente desincorporados como el de Mora, que son dobles de dobles y reflejos de reflejos.

Luis Thonis.

Ph/ Man Ray

[1] Lo de ponerle sobrenombre a los escritores, por lo general derivados de sus apellidos, es una decisión estratégica del autor: el caso más célebre es el del fascista Hugo Wast, que en sus textos se llama Hugo Wats. (Nota de DFP.)