Elia (X) / Hugo Savino

Me gustaría contar esa despedida, contármela, ese abandono recíproco, de tantos años y siempre ahí, pero no sé contar, solo conservo la memoria de la calle y de las veredas, una vereda y la otra, cada uno se fue por una vereda del enojo definitivo, huérfanos uno del otro, eso sí, eso lo sé, es una marca, muy piel cetrina, casi gitana, casi color almendra, todos esos matices, clarísimos en la re-evocación, en lo remoto que siempre se va.

El eco de la jauría está siempre en la memoria, se escucha y se escuchaba de una pared la otra, nosotros éramos jauría conventillera fina, delicada, de zapatos y guillermina y busto de Chopin y libros. Después vinieron otras jaurías, más sofisticadas, más ladinas, ganadoras. 

Toda mi historia pasa por el puente Pueyrredón, toda mi historia de ladrón a medias. Soy ese que fui en esa banda de efractores de negocios, tiendas y casas de veraneo. Toques, todo muy rápido, palanca saca clavos, y después  desparramo, y cada uno a su casa. Y no verse por semanas. Era el entrenamiento para algo mayor. Pero primero fue el silencio, no contar, concentrarse, y apartar la tentación de la pereza. La maldita pereza. Dos figuras entrelazadas, necesarias. No íbamos a pelear contra nadie, ninguna rebeldía, solo íbamos a abandonar todos los proyectos industriosos. Íbamos a vivir en retirada, Luis Cardoso, los hermanos Laguna y yo. Todo se armó en el rescate del perro que ya estaba en el lazo del perrero y apenas empezó a llevarlo al camioncito se formó y nació la banda efractora, palo en una mano y piedra en la otra, el empleado mameluco azul sintió la decisión apaleadora y aflojó el lazo. El chucho vino a mis brazos y fue bautizado Chiqui. Foxterrier algo jorobado. Mundo vindicativo, horrible, lleno de falsos y de mañanas frías de mate chupado. Bajo por esas escaleras que imaginó el hermano Gustavo, el menor de los Laguna, escaleras que iban al centro de la tierra y cada tanto aparecía una puerta y era un cuarto, y ya no me acuerdo que había ahí, visión infantil esfumada verne, pero yo sigo bajando esas escaleras en mi retirada. ¿Muchas digresiones? Es que esa escalera está en el libro de la memoria y la memoria no es un género, es una visión desatada. En el oído. El hermano mayor, se convirtió en el tipo de perramus beige oscuro que se iba del barrio varios meses y volvía por unos días. ¿Quién era? Vivían en una calle innoble, llena de depósitos y dos talleres mecánicos. Lo veo llegando en los días de llovizna. Pero tengo el alma intoxicada de novelas policiales. Ese rincón de calle, oscuro, con el ruido del tranvía cada media hora, todo eso es la memoria de capas geológicas, de rechinares, y toco el timbre y entro y paso a la cocina de las cacerolas y sartenes y me siento y sé que hoy como allí. Y ya huelo el arroz con pollo, y el menor dirá, presas, sí, arroz, no, y ahora recuerdo que en ese momento no sabía que íbamos a banda y después nos perderíamos de vista. Pero ahí comíamos arroz con pollo, cocinado por una de las madres de la eternidad. Son mis visiones y las confidencias que me hago a mí mismo y  a la vez busco mi rutina de concentración.

Todos querían viajar lejos, pero no había fondos, había que volver a casa, condenados a pieza, a conventillo, por ahora nadie preguntaría «dónde está el loco». Círculo de ida y vuelta de Constitución a Avellaneda. Memoria de luz amarilla casi inexistente de los faroles de la noche de invierno. Tratan de escapar del punto de llegada, ese abstracto de las abstracciones, acá, en los sueños de esta mesa, solo punto de partida. ¿Por esto leo esta biografía? ¿Para alejarme de esos loros que después de años me doy cuenta de que son menos ardientes que Rembrandt o Victorica? Hubo esperanzas de complicidad pero solo vivían en su carcaza re-paupérrima de ego artista, no, prefiero mi propia roca, en materia de arte, a ponerme en la piedra movediza de otro. Los anatemas a la insipidez narrativa. La mesa es santa, animalitos del jardín de infante, no es santificada ni resantificada, no santificaremos nada, no contaremos nada.

Evocación del ropero de luna puesto en un rincón de la pieza, madera marrón oscuro barnizada y con lustre diario. Espejo diáfano limpiado con papel humedecido. Camita de madera, colcha gris y mesa de luz. Todo impecable para la vuelta,  y cerrar de puerta. Ese día Celia fue convocada a la mesa, previa asamblea rápida, con una señal a rincón donde estaba quieta y pegada a la ventana, mirando hacia afuera. Fue Gloria la que habló hacia ella. Le envió señales. Y entró en el círculo de la clandestinidad de los huyentes, de los anti-marmotas, de la reserva extrema. Celia ya había salido de la cueva de la credulidad. 

Libro construido por sus obsesiones.   

Evitar ser pasto de viento. Pasar mañanas o tardes en resplandores de patio, lejos lejísimo de los lugares conocidos, renegar o rechazar amistades, estar dharmáticamente solo, no hacer descripciones y no hacer pintoresquismo precioso con la mañana de los negros, o juegos mallarmeanos con los rotosos que visitaban a Roque Juan, escribir, solo escribir, amurados que no necesitan representantes. O escuchás Troilo sin soportes o te sometés a voz RCA Victor que entra siempre por la ventana. Ruido  del tranvía 22 que viene de Quilmes –Roque Juan sube en Sarandí, diez de la noche–, y acelera por la loma del puente hacia Barracas, lo oigo en mi memoria de ese día, mi memoria llena de citas pero en la que algunos meten la mano, y por qué no, no soy el único que lee. Pero qué tedio los que roban y leen a medias. Me tiene harto la excepción. La calma chicha del Riachuelo es el imán que me fija en la mitad del puente. Trabajo de desactualización de la lectura moda, acumulación de Diarios y libros con notas y requechos.

Toques rantifusos de pasado. Hay vieja con pañoleta, hay colegio de barrio, hay perro hocico negro foxterrier, hay un sueño insistente de irse pero no caer en las garras de algún loro barranquero del consejo fácil, y hay un vivir de sueldos a falta de beca familiar, hay trabajo sin defensa acumulado, así que deshago la poesía sobre pasado, lo siento, no me interesa, lo quiero escribir en clave mía, única. La humillación se vive de a uno. 

El Puente Pueyrredón es como recorrer un jardín, de una orilla a la otra, de una calle a la otra, mientras se libera de esa maldición de lo criticable y de lo sumiso.

Visiones del Puente de armazón plateado contra lo aceitoso de agua de barcazas y remolcadores y gente silenciosa que cruza en algún verano del pasado camino a los rincones de una ventana en otro café o en ese donde todos miran orientación Norte.  

A Gloria: no vale la pena escribir mensajes al exterior, nadie los escucha, no hay que descolgar el teléfono, todos quieren monologar, no hay que escribir cartas, todos quieren contarte lo solos que están, no hay que frecuentar a los tipos que siguen en la orilla de la respetabilidad, es ladina, solapada, sinuosa, se disfraza, ahí donde nacieron, nunca entenderán nada, y tienen razón, esa es la única felicidad, cito de memoria, no entender nada de nada, no leer nada de nada es la felicidad suprema, ser un fantasma del espíritu, no hay que hablar con los de la novela social,  te huelen el origen de olor a patio y cocina a kerosén, los hiere tu origen (¿paranoico?), te ponen a distancia, nunca le dirijas la palabra a un tipo que está del buen lado, te dará consejos de cómo editar tus cosas, serás pasto de viento, de lecciones, llegado el caso, te cagarán de hambre, te digo lo obvio Gloria, ojos color de té, lo sabés mejor que yo desde el fondo de ese mostrador de relojes de berretas a caros, de pulseras y aros a correas de cuero cocodrilo, chuchos dormidos del tiempo Gloria, no quiero escribir una novela, no quiero. ¿Qué quiero escribir?    

Los delatores tienen metas fijas, solo puntos de llegada. Pero toda esa paranoia está en mi cabeza, culpa de los libros que me sobrepasan, decía mi abuelo Francisco, esa precisión burnett la llevo en estos días, la copio como quien va a hacer un estudio al Museo de Bellas Artes, copio un Daneri, di una vuelta entera y salí y estoy afuera de las ideas generales y ahora ya casi no queda nadie, apenas dos o tres secuaces, esta mesa del encuentro, que no es una banda, ni una barra, no se sabe bien qué es, no hay juramentos solo hay saber callar, un no deschavar, un saber cerrar la boca, prohibidos los enfáticos de relato. Miro otra vez el Riachuelo sin remolinos, y los yuyos de la orilla están tocados de verde agua, de trazas de amarillo y alrededor flota alguna que otra lata, ningún zapato, está más o menos limpio. ¿Sigo en el Puente? Y habrá un vaho de ausencia que hará más ausencia cada vez que mires gato subido a su mirador.

A Celia le gustó la señal, ¿la esperaba?, el cambio de mesa y el hecho de que el dueño nunca le pidió que dejara el rincón de la ventana con esos dos cafés que le duraban tres horas. Cambia de mesa y de silla y en la memoria el éxtasis de la mirada fija por el vidrio de las luces de las 7 de la tarde al otro lado del Puente. Mirada ni de ilusión, ni de esperanza – de la esperanza ya se ocupó de desoxidarla esa  que leo releo, esperanza de mendrugo es el fondo de comercio de los rapiñosos. Celia se recuerda esa ley básica: la policía siempre hace su ronda. Valija de cuero casi papel, piel cetrina, tapadito azul o gris que camina por el andén de Retiro, un blanco y negro Hugo del Carril, zapatos marrones, y los sueños en la cabeza, los sueños interiorísimos e inconfesables: ¿sueños de la inmovilidad absoluta?

Larga marcha de la lectura para desescalar la ambición  garrapata industriosa. Me gusta esa posición de tratar por el amor y el odio a los autores que uno ama. ¿Qué otra? Sé que hay palabras que no usaré. No las quiero. Sé que hay una sintaxis que no emprolijaré. No puedo. Sé que lo que más ofende es mi origen. Estábamos destinados a pedir permiso y a agradecer y a no leer y a juguete de lata y a condescendencia y a ir de un sermón al otro, infinitos sermones sobre lo que venga. Pero no, me fui, abandoné, no discutí, no, abandoné, otro fue mi tranco. Sin dirección. Siempre en punto de partida.

Escena: un día desaparecieron los carros del Mercado de Abasto – llegó el rastrojero tipo utilitario, se impuso, ocupó el terreno, fue el lujo repentino. Pero es algo que está lejos. Nadie cree que ese ronquido de engranaje o de gato encuentre lector. Pasado que entra en el olvido irremediable. Intento continuo de pegar los requechos de lo que cuentan, pegatina de los fragmentos de memoria. Y descubro que ya estoy lejos, pero lejos lejísimo en serio de esos otros lugares del tedio, de esa conversación de ideas generales, listas de la cultura justo en el borde de la mitomanía, me llevó tiempo negarme a ir, a poner la cabeza en esas escuelitas de pedagogía musical. No extraño nada de todo eso, nada de nada, no son ausencias, la ausencia es pozo interminable de ausencia sin consuelo, incontable, así que: no hablar nunca de uno mismo, nunca. Ausencia amontonada contra ausencia concreta, nombrada una por una, bueno, por qué no, por ahora anclado en el regusto marmota de la pasividad. Orgullo herido y palabras que buscan frase.

Pipa e´moco no lleva en el bolsillo la botella de vino barato, ese milagro del borracho, no, solo agua, mientras camina por una calle de Barracas, en «las noches de antaño», y de nostalgia hasta meterse en el viento de la esquina de Australia y Montes de Oca. No tiene costumbres de viejo, todavía no, no se rasca mano en el bolsillo, no traga saliva hasta el eructo, come despacio. Camina con Gloria, que cruzó el puente. Gloria contó la historia de la Turca intento de suicidio porque Roque Juan se fue con Irma. Pipa e´moco no la sabía, es una historia de Elia, que siempre la  recita exactamente afónica como te la cuento yo. Gloria ya tenía el tuteo en el bolsillo con Pipa e´moco.

Gloria si alguna vez fuiste chica, unos siete años, lo oíste pasar a Pipa e´ moco por abajo de tu ventana, cara de frío, saco gris de invierno, boina y la misma bolsa casi arpillera de Viento del Noroeste. Una triste calle de otoño, el clásico colchón hojas resecas y amarillas y ni un alma en Paláa y Lavalle hacia Mitre. Solo el taquero de guardia en la comisaría de Lavalle.

La inundación del 67 fue acumulación de bagayo sobre las mesas y roperos y todo el patio fue pilas y pilas de bagayo, qué otra cosa si me gusta la palabra, también me gusta  percal, y flaca tres cuarta de cogote, sí, bagayo, qué más poetas de la parra y el monte y finalmente de la traducción, vanguardistas de la tradición que terminan en berrinche tradicionalista, cada uno su patio y su palo de naranjo. Fue todo de acumulación a pila de ropa y papeles y libros y bustos Chopin y cacerolas porque el agua corría y todo se puso marrón y la luz iba y venía y ya estaba el conventillo entero, chicos y abuela, en el umbral, a la espera, y todo se calmó de repente, y a la mañana estuve sobre el puente, y miraba el río, y mis amigos estuvieron recorriendo las vías por el terraplén y llegaron a Wilde. Llevaban una bolsa de papel con medialunas y pan cremona y miraban el desborde de los arroyos y las casas de chapas arrasadas y no había sol, y el cielo estaba plomizo. 

Malditas críticas solapadas, críticas de la envidia, de los celos, que no perdonan la asociación de lecturas, no te dejan sacar la cabeza. No se escuchan la envidia, no se la pueden guardar. A mí todo se me glorifica hacia el Norte, todo es urgencia de acelere de abandono, de separación, pero sé que llevo la marca en el orillo, ¿cuándo lo asumo? Pasado piojoso ahuyenta populista precioso.

Y Gloria, y su pasado, dan pasos amortiguados de bota de lluvia que se escuchan en los charcos, lleva los rasguños de la infancia, el silencio chusco que sobreviene de un batifondo de patio, y la evocación de algo recóndito, incontable de mil maneras. Hubo ropa amontonada, pila de ropa escandalosamente triste. Y ahora hay caminata solitaria por una callecita del otro lado del puente, por ese Barracas que será ex-obrera, y ahora hay como cuatro o cinco en un esquina y la miran pasar y no dicen nada y Gloria sigue entrando por las calles con esa cabeza de pelirroja, y un viejo con mameluco de su pasado mecánico la mira y la relojea y aparta rápido la mirada culposa de toda esa distancia que lo separa de la melancolía amorosa, es mañana soleada de domingo, Luis Cardoso se quedó en la cama, o en el mate, y ella camina, solo camina Gloria. Piensa en Celia, reconcentrada, camita y cielorraso y café y lectura. La lleva en la cabeza a Celia y hasta hoy no sabía que la lleva desde el día en que entró al Café Maipú.

Elia sabía que era niño que soñaba hacia el mar. Cabeza llena de no-testimonio. Sueño hacia el mar lo condenaba en el reino de lo hogareño temático. O se sometía a tema, a la recopia de lo ya escrito o naufragio. Todavía estaba lejos de leer la historia de los dos proscritos extraviados. Por ahora  insistían madre y padre que soñaban futuro de vida domesticada. Yugo como única vida posible. Lola anota que Elia vive en la soledad de los sueños o del posible batacazo, herencia Roque Juan. 

Las palomas encima de la flecha de la catedral, vieja, católica consecuente. Elia tendencia isolato pero no cada uno para sí mismo, no, saca la mano a conversación, busca rebusca un diálogo, alguien que le escuche algunos libros  que leyó, querría escribir un lirismo de jacarandá o de barrios del sur, y no puede, corre a contra-cine, que se lo comió todo, se tragó a los lectores, de a poco y de repente se aceleró de pantalla a más pantalla y ahora todos se mienten en una especie de morse brillo de neón, destellos blancos, se vigilan en frase morse, en clave haikú de flotación odio, y Elia les huele el chamuscado, las ganas de inclusión, y se aburre y corta, y él, con ese nombre mira hacia el Norte, ese infinito nacido apenas fue niño esclarecido, y todas las citas y las notas tienen esa dirección.

Hay nacimientos en la canaleta. Pero se ve años después. Hay no nacidos, y también salta la liebre más tarde. Hay trabajo y hay changas a las cuatro de la mañana, esa marca se ve pronto. Hay ruido y silencio, eso está siempre, hay pereza de patio y olor a patio y olor a pueblo y todos detestan ese olor, y hay héroes y hay falsos.

Hay espectros del hogar y hay Gloria. Y Luis Cardoso se murmuraba para él, para su adentro él mismo, que Gloria estaba hecha de ondas de cuentos de hadas, de dedos largos,  también de sueños hacia el Norte, de muchas lecturas secretas, de rencores anárquicos, de desdenes no estudiados, destinada a cuadro reclama toque dekooning, qué otro, y a veces línea  solitaria que se notaba en su cara,  y todos la querían morder en el barrio.

Hugo Savino

Berenice Abbott / Light through Prism, Cambridge, Massachusetts, 1958-61