
En el invierno de Gloria.
Ventanas bien cerradas. Estufa. Frazada y medias para dormir. Lo térmico contra corrientes de aire, ventanas y puertas.
Gloria en su reino, mejillas rojo ladrillo, piyama franela tipo oso peluche, toma mate, también piernas cetrinas sívori, salto en el tiempo, tostadas queso y mermelada, café en el boliche, con Celia, antes de abrir el negocio. Pájaros de la mañana en el patio. Intermitencia de ladrido Enzo.
Que, como viniendo de la primera lluvia del frío o del espejo de agua, y entrando como salió, se pone sobre las chancletas de Gloria y se queda ahí, como a la puerta de una cucha.
Antes de salir anota varios nombres, sensación de escribirlos en el agua. Asaltos del recuerdo se llama eso. Contra la horrible tentación de renegar de las admiraciones. Toques de miedo matutinos, estómago estragado, mate amargo para entrar en la mañana, un poco de lugar donde ponerse o sentarse, la línea del anonimato sostenido es lo que muerde, a veces, y el abandono de la inconclusión. Violencias de algunas mañanas.
Lo ladino, lo reladino asoma en ese despertar, o invade la esclavitud de lo franela de sentimientos. Pero las heridas están ahí, siempre a la vuelta de la esquina y empujan a soledad. Bendita soledad. Mañanas desasosegadas. Hay una presión a lo edificante, a la claridad, a mate dulce. Pero están las nubes blancas colgadas en el cielo del Puente, el otro lado, los mapas que se dibujan, metida en mitones de lana azul, gorro tejido infratérmico, compás y lápiz en mesa de la cocina. Afuera: viento frío que no termina de arrancar. Hoy, domingo, la insignificancia queda archivada, el negocio con la persiana baja, con el candado, cerrojo a feriado, descanso. El lunes vuelve y la anota, pero no es fácil anotar la insignificancia.
Las arrugas de los viejos edad media que pasan con las manos a la espalda también se quedan un rato cerca de ese candado.
Cuaderno de Elia. No borraré a nadie de mi libro. Acá no hay construcción de personajes, no me interesa ese yeite, tampoco sigo una línea de tonos prestados, no pedí ningún permiso, y nadie se irá de mi libro, y menos que menos los blancos de mi venganza, inútil, es cierto, ridícula, pero es la mía, única. Ahora me voy a dormir un poco y después me voy al Café Maipú y no pienso abrir la boca.
Al final quiero escribir gente que se sienta en un rincón de un café. El que sea. Ese movimiento casi imperceptible de los sentados a una mesa. O los clientes exclusivos de mostrador, ahí, codo apoyado o culo en bancos altos de madera. Ese cuadro es el que quiero pintar siempre, los clientes de un bar. Separados del mundo, metidos en pausas cada vez más largas, más voz baja, más secretos. Repiten y re-dicen y rememoran y poco a poco se sacan de encima el imprimatur del cretino sancionante, es una renovación de grito de feria a murmullo de barra nickelada horas después. Catálogo inacabado de los rincones del café. Renegados y náufragos, o espectros del anonimato o lastimosos salidos de películas en blanco y negro que vienen del otro lado del Puente, o borrachos del arco iris, o maniáticos de la fuerza expresiva del remotísimo pasado.
Despertar invernal de Gloria: chancletas de felpa azules, salto de cama comprado en el supermercado, sonambulismo flotante, arrastre de pies, el chocar contra la misma silla desde hace años, pis, lavado de manos, cambio del agua de Enzo, silencio casi eternísimo a trance, pava macedonio, dos rodajas de pan en un rincón de la mesada para tostar, la cafetera volturno, ningún diario, libro de correspondencia con el que acelera su desconocerse, ejercicio de no apego a sus propios ecos, fatalmente dos pájaros pían en la ventana, y aunque está prohibido escribirlo, lo hago, porque Gloria los mira colgada de una nube como Jean-Jacques Rousseau, y fatalmente toma mate amargo, y una hora después, café y tostadas, y se baña, y sale, y antes anota el día y el mes en su cuaderno que invariablemente empieza con la misma frase: la rutina del mate.
Cuaderno de Elia. Y son las diez en la noche de Avellaneda. Un día descubrís que ninguno de tus amigos se enteró de todo lo que tuviste que hacer por alcanzar esta libertad. Nadie puede perder el tiempo en la comedia del conocer al otro, nadie. Yo tampoco me enteré. Esa ilusión flota y está bien. Ya conozco a todos mis críticos, a todos mis traidores, ya está. Lo único de la amistad es encontrar a un no traidor, el resto es filosofía. Un no traidor y un no pedagogo. ¿Ya está todo adentro? No. Solo lo que pude poner. Pero creo que ya estoy afuera. Así que tengo que pasar a otra cosa. Y releer, siempre. Esto no acaba. Solo paro. No hay ninguna resolución.
Gloria sabe descubrir la «organización de profesionales» en las personas menos sospechadas, oído absoluto para el cana disfrazado. Ella: solo de solitario a solitario.
Enzo fue a perro, a perro de Gloria, no Gloria a dueña de Enzo. Encuentro azar esquinero, leído mil veces en novelas de aventura. Será perro romántico.
Gloria a Luis Cardoso: «Lamento no haber estudiado en algunos de esos secundarios que te hacen cosquillas, ¡me respetarías más! Te hieren mis orígenes, ¡pequeño burgués compasional!»
No hay cañota de serpiente enroscada, o darle la vuelta o pasar despacio.
Un piano del fondo de los cuarenta, un músico que lo toca, banqueta de felpa, hace el solo, anuncia algo que no entiendo, pero lo escucho en el patio de Gloria, la radio sobre una repisa, arrastra todos los lamentos argentinos, sí, viene de ese tiempo perdido, en el que no estuve, el que me contaron, otro patio en el que Irma y Roque Juan se casaban. Luz de pasado no vivido. Estoy en esta ventana, tengo este fragmento para empezar y darle vueltas, sobarlo, retomarlo, dejarlo tal como salió, o no.
Y Pipa e´Moco cruza el Puente, que no se mueve ni tiembla, flaco, cresta de águila, sale a su caminata diaria, se niega a dar cabezazos frente al televisor, va metido en su sobretodo impecable, no arrugado, azul oscuro, un poco de escarcha en las junturas de las columnas de acero, un linyera que actúa su seriedad dirección Avellaneda le pide unas monedas, la limosna callejera es rápida, es o no es, en la película del atardecer de la frontera barrial, dos judíos pasados de moda que vienen de Patricios lo saludan y se prometen un café para el fin de semana, el infinito que viene de la Boca cruza de rayas naranjas y rojizas el cielo, un acuerdo en el vacío y todos siguen su camino.
Te esperamos desde hace un rato Gloria. ¿Por qué tardaste tanto?
Hoy nadie le responde a los saltos del viento, estamos todos en el café, colgados del azul del mediodía, ¿éramos verdaderos? Flota, siempre da vueltas, esa idea del Noroeste. Lo lejano que va a más lejano, a más frío. Pero acá es mediodía y el sol adormece, te plancha, nos deja en silencio. Hay que dormir la queja, lo que se pueda. Te vuelve mal, te vuelve de reproche. Hay que leer en secreto sino te lo rebajan, no darles nada tuyo, lo guardan y no lo leen y te lo matan, cada cosa que escribas será censurada con promesas en el aire.
«Nosotros, uno con el otro secretamente hostiles, / Envidiosos, sordos, extraños…» (A los amigos, Blok).
Habitaciones en casas de viejas pobretonas al precio semanal de tres comidas. Viejas invisibles del televisor en blanco y negro. Las tengo en la memoria y no sé por qué.
La idea un poco chiflada es escribir una Virgen, ya que no la puede pintar, es algo que viene de los pintores, de ver mucha pintura, de las mujeres de las novelas a través de las cuales las ve una por una, es una manera de ponerla en el paisaje. Es manía de imitación o de plagio que puede dar algo nuevo. Es educación católica desaprendida y desoxidada con otras lecturas.
Cuaderno de Elia. No dar juicios definitivos, no adherir a formas definitivas. Cambiar de un día para otro, sin previo aviso. No dejarse vigilar. ¿Escribo consignas? ¿Todo muy general? ¿Es posible no hacer declaraciones? Se verá cuando lleguen las tentaciones. Por ahora no quiero ser mi propio testigo. No quiero probarle nada a nadie. De plagio a plagio. ¿Quién inventó la visión fugitiva? Estaba en el aire. Solo había que seguir desde ese rincón. Siempre empiezo en un rincón. Costumbre de patio de inquilinato, de mesa en la cocina, espacios que se mueven, no es para tanto, todos tienen esa sensación, todos se la murmuran, va de un oído a otro, sordos o atentos, hoy no estoy nada claro. Hoy estoy afuera de lo que anoto. No puedo entrar. Tampoco sé si estoy adelantado o atrasado en la época. Ya no lo sé. Aceleré la separación. ¿Anotación de desacato o de renovar el permiso? Lola me mira desde Barracas. No quiere que la escriba Virgen o Madona, se niega, tampoco que la compare con pinturas, se niega dos veces, no quiere verse en lo que escribo, no le interesa. Yo la hago caminar por la City en trajecito Coco Chanel, o la pongo en la mesa del Café Maipú, en un racimo con Gloria y Celia, mujeres que hablan, secretean, sentadas, a veces van por la callecita del costado a la orilla del Riachuelo, miran el agua amarronada con hilos de blancura, o Lola en el café de Avda. Montes de Oca, sola, mirando por la ventana los reflejos de la mañana. Escenas como puntos luminosos en una intersección de la noche de la avenida. Nada programado. Dos viejitas van a un restaurante ¿griego? del centro, y entran y se fascinan y cuando salen se dan cuenta de que no era el que las ilusionaba, y eso les complica la historia que le iban a contar a las vecinas del barrio. No hay más. Me viene de una novela. Y es una escena que viene de otra novela. Es como los adjetivos a la luna, van de un poema a otro poema. Del fracaso no queda nada para decir. Amontono notas y citas. No me pongo en un catálogo, no me sitúo en ningún panorama, no escucho mis propios ecos, no quiero ser responsable, no quiero ser mi testigo, loros barranqueros, ya no tengo nada que probar, nada.
Del otro lado del reino, las casas en beige, cosidas entre ellas, pegadas, medianera de papel, es la modernidad que nos hace intersecciones mondrián a las diez de la noche. Desde una orilla a la otra. La arquitectura condescendiente nos entusiasmaba con sus mentiras de cuchitriles. Y un día irse lejos. Porque había aburrimiento de reiteración, de fijeza, de mentiras, de acaramelamiento de lazos, de declaraciones, de franela al exceso.
Puteo por lo bajo en mi cabeza llena de paranoias blindadas. Acoso de reojos y rumores. Gloria, alma dividida, que no se deja contar. Entre el chucho de Luis Cardoso y destellos de los ojos de Celia. Miro y escucho esa escena de rincón de café.
Y están los que «han sido castigados por ser rústicos y refinados», solo por ese don del cielo, por el laborioso hacedor de metros que no sabe inventar nada. Y le pido en mi visión que cierre la boca, el pico, que se vaya, que susurre en otro lado, le vamos a prohibir la entrada, solo por no saber leer a Nadezhda, por sordo, magmático de la traducción, del camelo, de la verborrea.
Tarde de sueños en el Café Maipú. Por la calle desfilan los notables del Club Social, tipos cajetillas, distantes y con sobretodos gris oscuro o azules. Conversan en la mañana tiritante, entran y se sientan del otro lado.
Irma cocina sopa cabello de ángeles. Yo espero en un rincón de la mesa de la cocina. Leo, Irma dice: «siempre leés», «pero también converso», «es verdad».
En el otoño de los fríos Gloria se acostará más bien temprano y se dejará poco a poco ser como será. A veces, hará salto mata sobre los destellos de una línea de esas leyendas que lee o se cuenta y sabe que no perderá el tiempo con lo que no puede abrazar.
A veces, ahí, con Luis Cardoso en la cama, o con Celia, mientras duermen, mira la noche azul, recontraestrellada, es desagüe de tiempo, y piensa en ese cuaderno perdido, con su lista de demonios, y de rencores, sus rechazos y siempre por el amor y el odio.
Pipa e´Moco y su eterno sombrero de lluvia, su bufanda y su gabán azul, en el paisaje del Puente Pueyrredón, hay poemas con el motivo sombrero, tengo que memorizarlos, transcribirlos, me acuerdo de uno donde el sombrero queda olvidado en un hotel, y nadie lo reclama y va a parar con otros objetos olvidados a un cuarto reservado para eso, reliquias de pasajeros, vejestorios. Y alguien lo vio después «al claro de luna» en la cabeza de un pobre de Barracas al fondo, sombrero, viejo, afelpado, blando. En el otro, el que sigue, este ladrón de abrigos y gorras en las salas de billares, se afeita el bigote y se va a Canadá, mi obsesión nacida en el cine día de damas. Después me sofistiqué un poco y me llené la cabeza con paisajes del Gran Norte canadiense, un ártico de lecturas en Barracas sentado en el sillón del hall de tía María, esa isla adorada, mía, secreta. Sigo con el ladrón de sobretodos, tapados y sombreros y billeteras en los bolsillos. Siempre alrededor de los percheros. Punguista de salones descubierto estará unos meses en la cárcel. Después, fatalmente leyenda, se puso a leer. Y a escribir.
Cuaderno de Gloria. No hables más subjetividad absoluta, no me condenes con tu vigilancia, santo rabioso que se aburre de todo, metete en tus cosas, los dos estamos «en el mercado de las palabras». Me repudre la historia de los estilos, no me interesa, me hartan los gritones, las escuelas de literatura. Cada uno dice donde empezó la literatura para él, y eso no está en discusión profesionales del sermón. Nació donde la encontré, en esas tardes de siesta porteña.
Sola aquella mañana de esta nota, en medias de lana, se ríe Gloria de su cuaderno a solemne, a insulto, a defensa de ningún ataque, se ríe y se pone en la refracción de la luz que le muestra las variantes de techos y de tejas. Escribir una cronología del ridículo.
La pieza al fondo de la otra casa chorizo, pasando el depósito Alpargatas, más hacia Lavalle, la de Pipa e´ Moco estaba ordenada como un atelier, todas las mañanas antes de sentarse a la mesa junto a la ventana, le pasaba una franela, disponía mate, pava y libro.
Carta de Elia a Luis Cardoso (cuando este se fue por unos meses). Me gusta remover los recuerdos. Que salgan. Tener un oído que los escuche. Tener amigos que me cuenten su pasado. Solo tengo dos que conocen este arte. Primero hay que saber estar sentado en una mesa de café, y pasamos horas contando cosas y evocando escenas de libros y películas. Los dos tienen a Huck Finn como su héroe. Y te contaré acerca de esa correspondencia con la que estoy hace días donde se habla de una chica a la que nadie ve, porque tiene la sensación de que nació en una familia equivocada y se va en cuanto puede. Tengo miles de esas historias que asocio todo el tiempo y que nunca traigo a la mesa. Hay que guardárselas. Tengo poco trabajo. Solo manantial de rebusques agotado. Perspectiva cero. Compré un libro sobre el Paso del Noroeste, me dejé llevar por el título, no me interesa, es un tratado de filosofía.
Lo larvoso en acto, lo espiador de mundos ajenos siempre activo, lo perezoso gana. Trinidad que no inventé, solo la transcribo. No puedo citar nada edificante, son las lecturas que hago, cito y re-cito frases al borde, me desintoxico así, es mi manía. Mi leyenda personal no alcanza, no llega, no es cine perfecto, de mensaje disfrazado de vanguardia, para lector despierto, no perdido, ando así, solo percibo la hostilidad del mundo, y respondo.
Gloria es intensidad de perro, saca a Enzo en el extremo del despertar y del sueño. Y en la serenidad de todos los mediodías. Los otros perreros se le arriman en las esquinas o cuando se cruzan perro y hay olisqueo. Cuchicheo de levante de perro en los jardines de los monoblocks.
De aquella Celia sentada en un rincón, café y vaso de agua, mirada por la ventana, timideces exacerbadas por las no miradas, ahí, sin sacarse el tapado a esta Celia que nunca apoyaba los codos en la mesa por un extravío de educación primaria. ¿Qué intimísimas frases de Celia llegará a anotar Gloria? ¿Susurros que se soplan al oido?
Es lejos muy lejos en el tiempo, y ahí empezó la expulsión inacabada, justo cuando el profesor preguntó: ¿Elia en qué estás pensando? y no pude responder y me hizo saber que ya no tenía nada que hacer entre ellos, lo sarmientino exige concentración, y me fui, y todavía estaba lejos de protegerme con ese poema sobre el techo de una pieza en México, lejos lejísimo, así que me senté en el banco de Plaza Alsina y me puse a escuchar los ruidos de la calle. Y lo sin nombre.
Y entro en el ejército de los que reman, destino yugo interminable. Giuseppe Renzi todavía está lejos.
No puedo escribir como piden, no puedo, que lo escriban ellos si no les gusta, que elijan los adjetivos, el tono, que me elijan las lecturas, también me pregunté si puedo pensar como ellos, traté de hacer un esfuerzo, de plagiarlos incluso, no pude. Tampoco leer lo que leen. Nunca se conforman, lo único que los deja tranquilos es que uno no edite, no escriba, no lea. Es el pedido que está en la última capa hojaldrada del poeta como príncipe. Entregado al editor, otro príncipe maníaco. Para en otro café, acá no tiene entrada, tiene su propio café de maledicencia invadido por hijos de puta que le rinden pleitesía. Hay cafés de hijos de puta y café de clandestinos.
Frío de Noruega en el patio de Gloria. Celia mira los techos negros del invierno de las casas vecinas y se sienta un rato envuelta en la manta escocesa que se compró hace dos días. Patio helado medio escarchado. Todo concentrado en ese silencio, en ese quedarse sentada allí.
Arrastre del poema inacabadamente inacabado. Y Celia, inacabablemente presente. ¿Cuánto hace que Gloria la tiene en la cabeza? ¿Lo escribí?
En el pasado de la sobremesa Elia estaba Irma en la pileta del patio en mañanas heladas, pañoleta y orejas color sabañón, escarcha de las 7 y ruido de carro.
Gloria sola, Gloria en su visión, Gloria perdida, no se deja invadir por los sermones agotadores de las ideas generales. O las categorías hartantes. O la cosa serpiente de los rumores. Gloria se pone doble medias de lana para dormir. Gloria nunca sabe lo que hace.
Y siempre lejos de los perros de jardín. Palabras que se imponen, que elige, que anota. Y cada uno hace lo que hace, a veces nos cruzamos.
Entonces voy a lo rasqueta trabajo, ¿qué importancia?, ridiculeces de la vanidad lloriqueante.
Respuesta de Gloria a Luis Cardoso. Me encantan los cielos grises, la lluvia, el viento que no termina de arrancar. Me mata pensar en la gente que se hiela en las veredas. Eso también. Y aquí, así, se vuelve desolación. Igual me gusta. Y el sol pálido. Yo que sé, los tapados, el café caliente, la sopa de fideos, las bufandas, los tapados grises y azules.
Y a la tarde, todos estarían ahí, alrededor de la mesa, en el Maipú, Celia ya es no-banda, ya nadie se acuerda cuándo llegó y cómo se abrió ese lugar en la mesa, ya todos saben de qué provincia viene y cada tanto contará algo de su vida, metida en su tapadito, ya sabe cómo moverse en el invierno de ese año primerizo, cómo comprar ropa más barata y pagar su pensión. Hoy tiene la mirada perdida y agarra la taza de su café doble con las dos manos, odia el café con leche, solo café, y mira por la ventana, no tiene ganas de hablar, hoy no, ninguna posibilidad de que abra la boca, está lejos, lo vacío, lo infinitamente vacío de los que hablan sin tener nada que decir no es lo de ella, casi no existe en esta mesa de no confesión, solo inmovilizarse en la silla, sueños en los que no entra nadie, diagrama de colores que se inventa ella, solita tu alma, colores tierra que casi no cuestan nada, ahí Celia, casi pastoral, casi intocable, mujer en el café a la espera, hoy, casi intocable, lejos de su paisaje, lejos de la lejanía, fuera del cuadro.
Son visiones fugitivas, a veces las atrapo, a veces las pierdo. Vienen de andar por la calle o en el café o de escenas de libros. Las espero. No es mi invento, lo aprendí hace mucho, por eso me siento y me quedo mirando por la ventana, de donde sea, sin obligaciones, pero con lo que hago. Gloria pasa por la esquina con Enzo, me hace la señal de siempre, en un rato voy, los miro caminar, Enzo no es un perro babieca, tampoco el príncipe de los perros, no, solo perro presente, y Gloria humanidad de zapatillas a esa hora de cierre.
Irme, salir, cruzar el Puente y seguir, dormir un poco, Barracas y un café en Australia y Montes de Oca, a modo de despedida, y seguir, hasta Constitución, y seguir, por Lima, y perderse, pero hay que animarse, no es fácil perderse, atrás las barcazas, los remolcadores, empujo un toque a olvido, a no lamento, a no enternecerme artísticamente, mejor el oído que el arte artístico, mucho mejor, sigo por Montes de Oca, es un intento en solitario, fue un atardecer, el cielo iba de gris a toques anaranjados, y otra vez a gris.
El lector está ahí, al acecho, no tomarle el pelo, es un hijo de puta que espera tu caída, mejor darle las cosas modestamente, adora la humildad, todo esto no lo inventé yo, estoy casi en plagio, está recontradicho pero nadie lo escucha, todos tratan de conquistarlo, casi me arrepiento de algunas de las cosas que dije, lo ofendí, creo, es un argumentista, ve el objeto y avanza, y saca conclusiones, te amenaza con el calvario de las sanciones, el peor es el lector que deja de escribir, es extremo como esteta, radical, no te perdona un lirismo, o una descripción, un porteñismo, te quiere ahí, en esa huella que abrió un día, en el pasado de su escribir, hay que odiarlo, tratarlo por el odio, solo, el amor no va con él. Convertirlo en lector, en enemigo. Igual está a la espera, en su retiro, en su cueva, espera el retorno para volver a desfilar, a re-afiliarse, a rebuscar en las celebridades más jóvenes, sus pollos, gimnastas de la literatura, eléctricos, angélicos, hilados, eso sí, nada de vacío del tiempo, nada de agujeros del cielo o indecisiones, no, narraciones sólidas, con el aliento de los viejos maestros de la vanguardia, un Diluvio de sujeto-verbo-predicado sin ese molesto nudo rítmico, gallo arrinconado en el gallinero del pasado.
Repique de la campana de la Catedral. Y más tarde al pie del terraplén el ruido del tren carguero de sus sueños.
Celia nunca en el kilombo, nunca.
Roque Juan tomaba coñac en la noche de Avellaneda, ese coñac único que le traía una luz única y le calentaba la boca del estómago, era su lujo, ningún patio de inquilinato le pudo comer esa perla.
Orlando, claro que soy Lacámera y tengo mis barrios, mis ventanas, mis miradas al Riachuelo y mis excursiones a La Boca. Te necesito y no te necesito como guía. Depende de tu día. Si estás en tono argumentista, prefiero que no vengas, si estás en tono de visiones entrevistas y a cada frase más encubiertas y en desorden, ese día, sos mi guía. ¿Toque a profecía? Entonces, ahí, en ese momento, hablamos fuera de las ideas generales, lejos de la sordidez bar de charlatanes, lejísimo, y seguimos la caminata, entramos en la panadería de Marie Claire y compramos media docena de facturas y las comemos por la calle y algún vecino nos mira mal, y seguimos y damos vueltas hablando de los tipos que se enjaulan en su único descubrimiento y no salen de ahí, y de los que viven encandilados con los que se enjaulan, y seguimos rascando el fondo de la olla. Damos vueltas y terminamos en la estación de tranvías, Mar de los Sargazos del hierro, y una vieja con bolsa de compras Barracas mira hacia adentro y ahí, Orlando se queda colgado de oído constitutivo y no me dice nada, mierda al retrato realista que le pasa por la cabeza. ¿Quién dijo «estoy envuelto en derrotas»?
Y el enorme Mar de los Sargazos está poco agitado, cada tanto un tranvía que sale y arrastra las ruedas y hace un eco que se va al infinito y nos quedamos mirando solos, la viejita se fue y se perdió como se pierden los viejos en la irrealidad, cacharros molestos que serán evocados sentimentalmente en alguna sobremesa.
Y Gloria sale al patio del fondo en piyama oso peluche, y mira el cielo y Luis Cardoso anda por la calle de la noche estrellada camino a la casa de Gloria, hoy salió más temprano del circuito de la noria del yugo, y Celia toma café en la cocina y está a dos cuadras de su pieza de pensión y tiene la tentación de quedarse a dormir ahí, dos cuadras de invierno es como ir a explorar el Paso del Noroeste, y hoy, tal vez, prefiera meterse debajo de una frazada escocesa y esperar y tener una noche de abandono. La calle tiene esa luz rojiza de esa hora, es lo único cierto.
Retrato re-inacabado de Celia.
Hay tiempo de pocilga y a veces tiempo de más pocilga. Otras veces hay pocilga caverna con mesa y pava de mate y libros y cuaderno y también cocina refugio con ventana y puerta al patio del fondo, entrada de sol raquítico.
Y está el frío casi a detestable y la no acción del domingo a la mañana, a veces Celia, si está, hace el café, a veces Luis Cardoso, si está, prepara el mate, a veces, los tres, hacen almuerzo, y hay sobremesa y siesta.
Y hay en ese domingo invernal un vivir en desorden de bártulos y ropa, y merienda, y después, paseo hasta Constitución, pasando por el Puente y Barracas.
Una lista en cuaderno de Gloria.
- Falso amigo a su pesar. Lleva la sumisión pegada a la suela de los zapatos.
- Falsa amiga con todos.
- Sordera profunda. Promete para sacarse de encima a la gente.
D. Sordo para la vida además, los pobres lo deprimen.
E. Habla, habla, tiene bestias negras, ni se le pasa por la cabeza que es un sermoneador.
Z. El maestro. Todo lo que dice ya lo dijo. Vampiro de las ideas generales. Quejoso. Le encanta humillar a los que tienen la mano tartamuda.
Es más larga, pero me cansé, hoy estoy a trasmano de todo, de todos.
Toda la bastardía reunida este viernes lánguido de hechos y aventuras, hoy solo café y conversación, en voz bajísima, tema, si tema hay, vivimos en el mismo terreno de los educados para mandar. Es la hora de silencio en el café, de los ojos que se caen de sueño al rayo de sol que entra por la ventana, apenas tres o cuatro clientes que hacen siesta en sus mesas, viernes, tres de la tarde, los remolcadores también se fueron a la cucha, es un olvido de todo, contra el olvido profesional, una resignación de hacia adentro, de voz estrangulada, un entredormir con el café, es coro que no pía. Elia, intoxicado de Edad Media, trae sus historias de desplazados, leyendas de Arturo, de libertos, su reserva de lirismo contra el revuelto de cinismo oficial que se cocina a fuego lento. Lola mira por la ventana, Elia está fijado en el estado de guerra permanente, gato no suficientemente escaldado.
Gloria, de la separación decidida a la no iniciación, de su mirada providencial a la desconfianza con los ocupantes, que te metían en sucucho de patio. Ni creencia, ni política, solo libros en el espacio cerrado, de lo porteño a Celia tapado azul o gris, que camina por Avda. Mitre hacia el cine Maipú y se para en todas las vidrieras. Y vuelta al campamento de la no-banda, refugio, a la cocina de Gloria, más refugio, lugar de la santidad antes de la salida a algún Norte, sueños árticos, y por ahora anclados en la mezcla de patios de inquilinatos, ¿pobres fingidos o pobres verdaderos?, preguntas inservibles de variantes de realismo.
Olor de curtiembre, de depósitos de la calle del otro lado de Mitre, Orlando estaba solo y hoy salió temprano de su campamento en Barracas, su caminar es la continuidad del Talmud.
Padres de tercera fila y de patadas en el culo de seis de la mañana a ocho de la noche. Es una línea de separación definitiva.
Tienda de diarios, revistas, y cigarrillos. Fotos antiguas pegadas en la pared y expositores con postales. Invierno de sol y casi ninguna lluvia y escasez de trueno. Compran varias revistas y un paquete de pastillas de menta. Luis Cardoso la lleva del hombro, Gloria hojea una revista, se clava en un artículo y le lee el copete, y de repente se le ocurre ir al Puente a ver los nombres de los barcos de la Compañía de Remolcadores Wilde. Todos anclados, no esperan un viento que no vendrá. Están ahí, atados al embarcadero, hasta el lunes. Madera que cruje. Nunca irán al Cabo de Hornos o navegarán por el Paso del Noroeste.
Cuaderno de Elia. Un coro de sentimiento, convocado por mi culpa, está por entenderme, por darme consejos, orientarme, corte virgiliana de la intervención emocional, esotérica a veces, reptilínea de consejo, literario o cotidiano, de ganarse la vida, es el punto cruel de la subjetividad absoluta que husmea en los rincones, te lee la borra del café, te hace programas y ejercicios rústicos con bonete de pico. Jauría de la bondad ante el árbol deshojado. Gloria dijo hace un rato, es invierno, se agotaron los recuerdos por hoy, vamos a dormir.
La respetabilidad se va por el fondo de la tela rajada del bolsillo, se cae, se arrastra, es una sequía de billetera, lo dice el monstruo, lo escribió, lo inscribió, pero hay que leer para saberlo. Hoy lo llevo en el bolsillo. Me voy por Lavalle a la Real, cielo de luciérnagas malvas revoloteante que solo yo veo, Plaza Alsina desierta, cielo de leyendas que me cuento en la memoria, quiero comer pizza, solo, con el libro, y que nadie me moleste.
Luis Cardoso, ¿te espera Gloria? ¿En qué lugar de la casa? ¿Mira por la ventana atada al cielo o está hablando con Celia en el limbo de la cocina? ¿O está sola en la presencia de la luz? ¿Qué hora del día? ¿Qué libro?
Un libro en el que hay faros, muchos, que se alejan desde esa orilla del extremo Norte. Leer en la soledad ese mar azul estriado de espuma blanca. Y no explicar nada. Gloria siempre huele esa ligerísima vigilancia de la chirusería ambiente, y hace mucho que no zurce medias, que no come salteado, y ya no se deja ladrar en el oído los poemas impostados de la poesía gritona. Gloria, Celia, hola negrita, y Luis Cardoso comen en la cocina.
Y otro libro sin anuncios de cómo se debe escribir para llevar en el subte.
Cuaderno de Elia. Se caen las confidencias. Esas amabilidades de circunstancia. Esa vigilancia de perro faldero. Se cae la conversación literaria, esa práctica de la mentira. Se caen muchas cosas. Meto la mano en la olla y saco lo que me gusta, ni salón de leprosos, ni de no-leprosos, y me voy a ese rincón del Café y espero, tengo toda la paciencia, hay secuaz inesperado.
Gloria en invierno, ojeras, legañosa de la mañana, ojeras, pálida, arrastre de pies, despeinada, casi mechuda, los olores de la obscenidad se quedaron en la hora del crimen, olor a café en la cocina, chapoteo en lo apaciguado, en la mudez madrugadora.
De una ciudad, a otra ciudad, a Norte glacial si es preciso.
Cuaderno de Gloria. Orlando me habló de los afectos tiranos, lo sacó de una novela que se tiene prohibida pero que lee todas las noches de a cuatro páginas. A veces llega a diez. Su pasión es el retuerce, lo comparte con Elia, que le pasó la novela.
Olvidos que son más que abandono, más que ruptura, más que venganza, es hastío de ausencia de afecto, de algo que no pudo no resbalársele de la mano a Celia, se cayó todo del peral y se vino con ese agujero y me lo contó a medias. Nunca pudo liberarse del nombre y del apellido, pero ya está. Los coló y salió este quedarse acá. Y empezó en su mirar para el Norte.
Aduana del Puente Pueyrredón, los fondacos de uno y otro lado, las palabras que van de una lengua a la otra, y las encuentro desfiguradas, irreconocibles en el viejo italiano compadre de mi abuelo que me para en medio del Puente, habla cada vez menos italiano y no se le entiende en porteño, navegamos como podemos y yo entro en el tartamudeo que sobreviene del fondo de mi infancia. ¿Hijos de esclavos emancipados que se bañan en tachos de zinc una vez por semana? ¿Metecos precariamente instalados que pagan impuestos?
Elia a Lola: una sociedad reumática anclada en un café, poco transparente, estorbo de no se sabe qué, con un integrante judío y una provinciana. Hay miles de historias así. Pero hay guerra. Y nuestra cabeza está más expuesta que la de un rey.
Venganza lenta contra todos los saberes de todos los que lo rodean. Contra todas las promesas incumplidas, contra todas las perezas. Contra todas las indiscreciones.
Ningún elogio del alcohol, ninguna crítica, solo indiferencia, ninguna veleidad burguesa del buen comer, solo comer bien, caminar por Barracas y mirar la luna desteñida de ese hoy, y perderse un rato de las patronas y sus manías de limpieza, un rato, no más, seguir hacia el Puente Uriburu por la orilla, mirar las luces de enfrente, hablar con Orlando, dejar que sus caprichos pasen la red, se metan por abajo de la alfombra, achicar las heridas, tantear la pérdida y la ganancia, los abandonos y las rupturas, las traiciones, hay que dejar caer a todos esos dice Orlando en su toque de paranoia cotidiano, le hace crítica velada a mi paciencia, a mi indiferencia de sentado (punto cruel) bajo la parra, de quemado de resolana me agrega, y entramos por Hernandarias hacia California, hay ir y venir del viento sur, un poco achuchados en las camperas, olor a horno de panadería, mañana hay frío con sol, ahora solo hay noche y más frío y nosotros, ni un alma perra, ni un anónimo de barrio, Orlando auto-excitado quiere echar al ave calandria que pide cancha en la no-banda, se mete en su monólogo de puteada apagada, rematada por un no definitivo. Era nuestro caminar de años, de tiempo perdido, de reflotamiento continuo del sueño irse.
Hugo Savino, 2021
Ph / Lucio Fontana trabajando la tela