
De rutina en rutina un viejo enciende un cigarrillo tras otro. Lo lleva haciendo desde hace una eternidad. Si fuera para volverse humo ya lo habría conseguido. Es un personaje, en parte de ficción, a la espera de que escriban para él sus miedos. Sus miedos y cómo afrontarlos. Vive en un discurrir equívoco del tiempo. Sometido a una especie de hechizo, de paradójica fortuna, que necesitará de un gesto transgresor, de una provocación, para acceder a su propio devenir. Sus silencios retaron a la palabra y él, como parte de su trabajo, la puso a comunicar. Unas palabras hechas a su medida.
La imagen nace de un documental sobre un actor, Harry, que encarnará cinco años después a nuestro personaje, Lucky. En el título del mismo se añade, tras el nombre completo de Harry, dos puntos, partly fiction. De él podemos deducir ya nuestro problema, el misterio que a través de su doblez nos presenta la realidad. Ya veremos. Del documental extraigo sólo dos momentos, una pregunta y una entrevista. Como su rostro es para mí vieja compañía no puedo evitar dirigirme a él, dialogar con él.
Te preguntan, Harry, por tus sueños de infancia y aguardo con el corazón agitado tu respuesta. Más bien pesadillas, dices, sin que se perciba ninguna queja. La cámara mantiene entonces el plano, pero no obtendrá nada más de ti. Verbal, se entiende. Te has especializado en pausas y silencios. Después, un director famoso, buen amigo tuyo, destaca tu presencia, basta poner la cámara y filmar, pero me emociona sobre todo su cercanía en el trato, la sonrisa que te dirige, sentados en el sofá uno al lado del otro.
Estos dos momentos debieron provocar tales ganas locas por rellenar con texto los inmensos huecos tuyos entre palabra y palabra, que un par de jóvenes actores se pusieron inmediatamente a la obra, a escribir el guión que te hiciera susurrar el miedo oculto de tu mirada. Y se valieron, cómo no, otra vez del artificio, de la confusión entre actor y personaje para poner en marcha el proyecto. Sólo bastaba encontrar a otro actor, también novato en esas lides, que aceptara la aventura de dirigir en territorio fronterizo la película.
Dejamos ahora el documental, Partly fiction, para adentrarnos en este efecto suyo que es Lucky, la película que dirigió en 2017 John Carroll Lynch. Será el hábitat donde se desarrolle la ficción parcial que busca dar cuerpo a la verdad percibida en sus silencios. Lucky, el personaje que escriben para Harry, está en su prolongación.
Vayamos de entrada a la bisagra de la película, al momento donde la historia se quiebra y se dinamiza. Los guionistas escribieron para ti, ahora Lucky, un desvanecimiento casual que viniera a interrumpir el ritmo que apuntalaba tu existencia. Rompieron la repetición con la que engañabas el paso de las horas y el hecho imprevisto, la caída en tu cocina, te golpea misteriosamente. Te ves confrontado con una intuición antigua. Vuelves a no saber qué hacer con aquel vacío que siendo niño se abrió una tarde, cuando una terrible oscuridad surgió a plena luz del día, produciéndote el mayor de los terrores. Habría que decir algo más, pero entonces faltaron las palabras.
Importa poco que intuyas que no hay respuesta para tu caída, o no la que te gustaría oír: vas al médico. Y no te la dará. Podías haber elegido mal pero no, has elegido bien, el médico no está por la labor de querer saber lo que no puede saber y no te someterá a pruebas innecesarias. Te dice que eres viejo y que cada día te haces más viejo, eso es todo. Los análisis acostumbrados no dicen nada más. En cualquier caso, no morirás de lo que hasta ahora no ha conseguido matarte. Sea por milagro de la naturaleza o porque eres un hijo de puta, poco importa ya. Para qué variar. Introducir las llamadas buenas costumbres no te haría ningún bien. Tus porqués encuentran este límite, que escuchas desde una perplejidad nueva. El médico no te ha dado el engaño buscado sino una respuesta que sólo vale para ti. Pocos han llegado a tu edad, te dice, es un privilegio que sólo puedes contemplar y aceptar.
Pero cómo aceptar lo que no se puede. Toda una vida para construir una rutina, un modo de parcelar el tiempo, desmoronada ahora en un segundo. Entonces, es eso, me muero. El que tuvo la fortuna de esquivar la visión directa del espanto de la guerra, de ahí su nombre, no sabe qué hacer con esa palabra, la muerte. Sólo sabe que no puede engañarse, que no puede tener esperanza, religión.
En la Guerra del Pacífico Lucky era el cocinero del buque, el único que no pisaba tierra. Vivía en la espera, en eso que no tiene el engaño, el entretenimiento de las imágenes reales, teniendo que aceptar las que le traían los que volvían de la batalla. Es comprensible que los compañeros lo apodaran afortunado, Lucky. Para ellos lo era, pero así, Lucky permanecía esquivo al horror que anidaba en él, en él mismo, y mientras los demás tenían la oportunidad de enloquecer con la desmesura de los hechos, de la muerte conjugada en todas las formas posibles, él lo hacía en soledad. Y cuando no se tienen hechos con los que contar el tiempo, se hace rutina. Tal vez una manera de vivir fuera de él sin poder darle a la muerte la forma exterior que le conviene.
Por aquí se entiende la exigencia de Harry ante la imagen y ante la interpretación, que no es otra cosa que la aceptación del vacío que la constituye. Es un estar sin poder estar, un ser sin poder ser, por decirlo tontamente. En fin, que ahora él, en tanto Lucky, se veía confrontado al paso del tiempo, desvelándose como engaños lo que hasta ayer eran logros de la existencia. Su preciosa rutina había saltado por los aires. Un buen día se quedó mirando el parpadeo del reloj escacharrado y se dio de bruces contra el suelo. Era preciso admitir que negarse a poner en hora el reloj había dejado de ser un acto heroico. Lo fue hasta que dejó de serlo.
Por aquí comprendemos también la rebeldía de la que hace gala. Era necesario saltarse las reglas. Lucky consiguió crearse su propia épica en un mundo que hace tiempo la perdió. La épica es poder prestar oídos a lo excepcional que ocurre, atreverse a vivir lo que habita en cada uno, en su frontera. Pero da tanto miedo que ha terminado por convocar una prohibición generalizada. La vida como aventura no conviene, amenaza la convivencia. Lucky había sabido cultivar en esos márgenes todos sus encuentros, exprimiendo su limón hasta conseguir el lugar social del solitario. Un reverso del mundo corriente y, de paso, del desafortunado apodo con el que fue bautizado.
De esta manera Lucky se ajustó al texto que le tocó en suerte. Hasta entonces se había protegido aparentemente del horror y de la muerte, devolviendo al mundo su rechazo, la marca de su nobleza, con una exigencia infinita hacia la veracidad del gesto y de la palabra. Pero ahora el desvanecimiento de su cuerpo convocó quién sabe qué extraños fantasmas que vinieron a arrebatarle las cartas de la mano. Ya no podía jugar su partida. Tampoco era posible inventarse una nueva jugada. Sólo, quizás, volver a escuchar las palabras de los que volvían del horror. Pensar en hacer con ellas otra cosa.
Es como recoger un relevo. La palabra agotada está ahí en espera de un nuevo impulso. Permanece a la espera un tiempo enorme hasta que un día es solicitada desde el lugar que le convenía. La escena ocurre en el bar donde Lucky toma su café matutino rellenando crucigramas. Allí se le presenta la ocasión de intercambiar vivencias con uno de esos soldados que vivieron en sus carnes el horror. Reconoce su gesto de abatimiento y lo confirma con su gorra. ¿Por qué el momento es ahora propicio? Me arriesgo, porque él ya no es lucky, ni para él, ni tampoco ya para el otro. Ha llegado entonces el momento en que cada uno puede aportar al otro su vivencia del horror. Lucky, el cocinero, la de la espera, el engaño del tiempo; el soldado, en cambio, la del tic-tac de los hechos, los cuerpos ametrallados.
Pero aquí viene la sorpresa, algo ocurre en el acto del reconocimiento del otro. Primero, al constatar que había un espanto mayor al del enfrentamiento y la muerte en el campo de batalla. También el soldado tuvo que enfrentarse a algo inaudito. También sus ojos tuvieron que descifrar lo inesperado. En medio de aquel infierno una imagen estaba destinada a abrasar su memoria. No interesa, pues, el relato de la lucha, del combate, sino el miedo del otro. Los civiles japoneses de las islas del Pacífico preferían el suicidio antes que caer en manos de los americanos. Su miedo a lo que les harían era tal, que arrojaban a sus hijos desde los acantilados para tirarse ellos después. Es una de esas imágenes que suspende el tiempo. El horror arrebata todo argumento y la culpa se vuelve inevitable. Y en ese mundo desolado surgirá, quién lo iba a suponer, una imagen contrapuesta.
De repente una niña se dirige hacia los soldados iluminando con su sonrisa la felicidad que la invade. ¿Cómo puede esa sonrisa nacer en medio del horror?, se preguntan los soldados. ¿Por qué les saluda con los brazos abiertos? Y aquí llega la corrección del malentendido. No es propiamente una bienvenida. La niña es budista y, convencida de estar ante su muerte, la saluda con una sonrisa. Ante la excepcionalidad de su gesto, el soldado sólo puede decir: “No hacen medallas para ese tipo de valentía”.
Unas veces para bien, otras para mal, se toma del otro lo que te escribe. Sin saberlo, uno es siempre eso. Lucky tomó del otro su nombre, pero encerrado en un significado demasiado estrecho. Ahora tenía, a partir de la historia del marine, la oportunidad de aprender otra acepción. No desde la acción guerrera, que se acomoda tan bien al discurrir temporal, sino desde el silencio de la imagen detenida. En realidad, el soldado le había mostrado dos respuestas al miedo, y la segunda se ajustaba mejor a su nombre. Le ofrecía el significado que necesitaba. Ante la disyuntiva de no poder seguir esquivando el tiempo, el médico le había mostrado qué hacer, el soldado cómo hacerlo. Sin darse cuenta le había pasado como relevo la valentía del otro. Una sonrisa para nombrarse.
Curioso privilegio el de enfrentar la muerte con una sonrisa. Aprendida la lección, Lucky puede volver a tomarse sus Bloody Mary en el pub, provocando con una renovada acidez a los parroquianos. Y ahí va, entra y les arroja su frase del día: “Uno de vosotros me traicionará”. Entonces, otro le responde: “No. ¡Todos te traicionaremos!” La carcajada es general. Ha sido un buen chiste. No sólo suspende la proclama sacrificial, universalizando de paso la culpa, también acepta la transgresión como necesaria. Viene a decir: no nos pongamos tan trágicos, todos viviremos con eso con lo que no se puede vivir; y además, sin receta.
Hay, pues, algo oculto en el juego que no esclarece el diccionario. ¿Qué es eso con lo que no se puede vivir? ¿Es la culpa que origina el crimen cometido? ¿O es el goce que se nos oculta tras su transgresión? No sabemos. Sus misteriosas cosquillas incomodan demasiado a la conciencia.
Lucky pasa el tiempo viendo concursos televisivos y haciendo crucigramas. Busca la palabra exacta. Una palabra que se antoja domesticada si consigue extraer de ella el significado preciso. Se ensimisma en esta actividad que es, paradójicamente, la que utiliza para relacionarse con los demás. Aunque quizás tampoco habría de qué extrañarse, son cosas del lenguaje, destinado a pelotear sin fin entre lo público y lo privado. Pero vayamos a la particularidad de su elección, ¿qué nos dice? A diferencia del puzzle, la suma de palabras que compone cada crucigrama no dibuja ninguna realidad. La distribución de sus cruzamientos habla de un ajuste perfecto, pero decir, no dice nada. Ahí las palabras no se hablan, no hacen mapa. Y sin embargo, es cierto que algo enigmático las penetra.
Sin duda no puede ser arbitraria la elección de las palabras. Vemos detrás la mano oculta de los tejedores de la historia, de estos guionistas que actúan aquí como intercesores de los dioses. Veamos cómo han tejido en Lucky su relación con la palabra.
Las palabras sueltas dicen de la historia. Son aquí el velo con el que nos acercamos a la verdad. Un precioso señuelo con el que interrogar el mundo. La primera palabra requerida por Lucky mientras saborea su café es un sinónimo de “augurar”. Como se ve, el territorio del oráculo es el nuestro. La respuesta, que naturalmente ha de venir del otro, del otro mujer, es “presagiar”. Este juego demanda una pequeña interpretación por nuestra parte. La traducimos así: ocurrirá lo que esperas. Con el fracaso de Lucky para encontrar un sinónimo de augurar, la película dice que ocurrirá lo que, sin saberlo, él espera. Podemos pensar en esa caída que va a colocar a Lucky en el devenir del tiempo, esto es, en su finitud, esto es, en la proximidad de su muerte. Pero el oráculo tiene siempre sus ambigüedades. Quizás Lucky cae en su espera, en la espera que siempre se ocultó a sí mismo. Quizás su vida flotante acaba de tocar tierra. Incluso puede que eso que Lucky esperaba fuera precisamente lo que no esperaba…
Bueno, fuere lo que fuere, lo cierto es que Lucky dispondrá de la palabra exacta para hacerle frente: “Realismo”. La pitonisa es ahora un grueso diccionario colocado en el altar de su casa. Lucky no es creyente pero tiene sus propios rituales. Se trata de una verdad pretendidamente amputada de su enigma. Un amigo escuchará al otro lado del hilo telefónico las dos definiciones que deberían atrapar el significado de la palabra. Lucky le lee la primera: “Realismo, sustantivo. La actitud o práctica de aceptar una situación como es y estar preparado para afrontarla en consecuencia”. Lee después la segunda: “La calidad o hecho que representa a una persona, cosa o situación con precisión, o de una forma que es fiel a la realidad”. Pero el conjunto termina siendo de nuevo oracular y Lucky lo expresa diciendo que siempre había creído en la posibilidad de ponerse de acuerdo en lo que se veía, en lo que todos veían, pero que eso es mentira “porque lo que yo veo no es necesariamente lo que tú ves”.
¿Cómo ser entonces fiel a la realidad, cómo ser “realista” si ésta es distinta según los ojos que la miran? Y aquí habría que ir obviamente algo más lejos de lo que, en ese momento, puede ir Lucky, pues el otro, el diferente, va a hacer irrupción en él, desbaratando la mirada suya frente al mundo, cegándolo temporalmente, en espera de otra mirada que lo penetre y pueda continuar con ella su existencia.
Por una parte, Lucky se empeñará en enseñar a los demás la lección que todavía no ha aprendido. No está permitido engañarse sobre lo que existe, sobre aquello que es un hecho, les dirá, hay que aceptarlo y actuar en consecuencia. Por otra parte, será en este contexto en el que sobrevenga su caída en el tiempo y la posterior visita al médico, ese otro enviado moderno de los dioses que le recordará su destino y la imposibilidad de esquivarlo. El médico vendría a decirle: No escaparás, sé realista, el oráculo hablaba de ti. Pero, como vimos, esta respuesta reenvía a Lucky a un impasse, a un imposible, el de las miradas divergentes. Lucky ha evitado el engaño comunitario, religioso, que lima las asperezas de la particularidad de cada uno para dotar al puzzle de una imagen única: el canto colectivo. No. El canto no será colectivo. Lucky sabe que la divergencia existe. Las fichas no encajan las unas con las otras. Y no encajan porque la divergencia anida en el misterio de cada pieza. Por eso, no le quedará más remedio que descender a los abismos de su historia o, mejor dicho, a los abismos de la historia del otro, de esa mirada del otro a través de la cual él fue nombrado.
Desde aquí se lee la historia que le cuenta el soldado: la sonrisa de la niña que viene a ofrecerle la llave del sentimiento para entrar en el infierno que lo asola.
Lucky repetía a los demás los retazos de filosofía oriental que le habían apuntalado toda su vida, pero ahora el “No eres nadie” quedó sin efecto. No era aplicable a la conmoción que había hecho tambalear su cuerpo. Las fórmulas habían perdido su gracia, su medicina, su amparo. Si hasta entonces habían servido para tratar el silencio y la oscuridad, ahora se había abierto el vacío en la palabra vacío. Ya no funcionaban más. Cómo aceptar que las heridas del corazón no las trata el diccionario.
En ese estado se abren paso los misterios intratables, los recuerdos, las aristas del ser. Lucky contará dos. Hay que entender que lo hace desde una soledad que ha dejado de funcionarle. Le había dicho al médico que no era lo mismo estar solo que sentirse solo. Él estaba solo pero no se sentía solo. Algo semejante a lo que posteriormente repetirá en otro diálogo, cuando dice que es así, que venimos solos y nos vamos solos. Sólo que ahora es él quien no puede aceptarlo.
Primer recuerdo. Siendo niño se divertía disparando con su escopeta de aire comprimido por aquí y por allá. Como su mira estaba torcida no solía dar en el blanco. Disparaba a los árboles, a las hojas. Un día apuntó a un ruiseñor que cantaba en una rama, y disparó. Su canto no se oyó más. En ese momento el niño hizo la experiencia del silencio absoluto, un silencio devastador arrojado de repente sobre el mundo, cubriéndolo todo.
El segundo recuerdo resulta más misterioso. Estando un día en casa de su tía, a la edad de doce o trece años, pensó de repente que afuera no había nada. En el exterior era la oscuridad total. Todo era negro, no había nadie. El ataque de pánico sólo se evaporó con la llegada de la tía.
Ponemos en diálogo estos recuerdos con otras escenas de la película.
El primer recuerdo nos descubre algo inesperado, un momento previo al Lucky en espera, al Lucky cocinero. También él jugaba con las armas. De alguna manera ya fue, también él, un niño guerrero, sujeto a las marcas que la acción propina. Por aquí resulta fácil hablar de la culpa. Es algo obvio. Una imagen de la culpa universal, del asesinato de la inocencia como expresión de una rasgadura interior intolerable. Evitando esa rasgadura, aquí hacerse cargo de las cosquillas que le entraron a ese dedo y le hicieron disparar, lo que sobreviene como texto es la culpa. Un texto destinado a enroscarse en sí mismo velando los ángulos ocultos del ser. Y este texto será el que se despierte con una capacidad nueva cuando el relato del soldado lo ponga a resonar. Ese silencio devastador recibirá como vacuna la imagen de la sonrisa de la niña encarando la muerte, la paz en medio del horror.
¿Y cuál será su resultado? ¿Cómo podrá responder Lucky al silencio arrojado sobre el mundo? Lo veremos en la escena de la fiesta de cumpleaños, cuando se atreva a arrancarse en voz, haciendo vibrar ante los demás su sentimiento, convertido él en el ruiseñor que canta en lengua extranjera.
Con el segundo y más opaco recuerdo el diálogo ya lo habíamos empezado sin darnos cuenta. Son los momentos en los que Lucky habla de la soledad y de la diferencia entre ésta y sentirse solo. Pero aquí es necesario cambiar de registro. Tanta seriedad se ha convertido en un inconveniente. Hay que darle a la historia la sonrisa y transgresión que exige. A la lección de la niña hay que sumarle ahora la de la tortuga.
Primera y última imagen, la tortuga lo es todo. Su movimiento transgresor inaugura la acción y desencadena la obra. Su caminar es anticipatorio, es un caminar que tira las líneas del mapa donde Lucky habrá de caminar. Aunque de manera más indirecta, más metafórica, la tortuga será el otro relevo al impasse temporal que vive Lucky. Y la lección le llegará, una vez más, por vía del otro, ahora Howard, un amigo especial.
Sí, la tortuga se escapó. Por fin una épica que merece ser contada.
Howard no estaba solo, vivía con la preciada compañía de Presidente Roosevelt, su centenaria tortuga. Su nombre, en honor a su coetáneo, el trigésimo segundo presidente de los Estados Unidos, nos permite fechar con precisión su nacimiento, a finales del mes de enero de 1882. Podrían investigarse otros lazos entre los tocayos, tortuga y mandatario, pero lo dejaremos para más adelante. Vayamos primero a los hechos.
Hasta ese día la ocupación de la tortuga no ofrecía, aparentemente, demasiado misterio. En el terreno vallado vagaba de aquí para allá, respetando sus límites, pero una mañana Howard se dirigió al buzón dejando la cancela abierta y sucedió lo inesperado. Quizás no era la primera ni la segunda vez que Howard dejaba la cancela abierta mientras se aventuraba, sólo unos pasos más allá, a recoger el correo. Y es posible que debido a sus nulos efectos esta falta de celo fuera ya costumbre habitual, pero esta vez la tortuga aprovechó la ocasión y escapó. ¿Así de sencillo? No, no, para nada. La hasta entonces fiel compañera debió preparar su plan de fuga, con la paciencia que se le supone, durante, quién sabe, meses, años tal vez, y no tanto para elegir el momento propicio, pues ocasiones no le habrían faltado, sino, lo más insólito, para asegurarse una huida fuera de todo alcance, despistando por completo a su perseguidor. Porque nada más echarla en falta Howard salió, naturalmente, en su búsqueda, pero la tortuga no apareció. Toda búsqueda resultó infructuosa. Había que aceptarlo, Presidente Roosevelt había iniciado una segunda vida lejos de Howard.
Por aquí encontramos sin buscarlo un eco entre los tocayos. Los amantes del registro histórico recordarán que Franklin Delano Roosevelt se retiró de una relevante pero ahora desconocida vida pública tras enfermar de poliomielitis, y que nadie podía sospechar entonces que aquel ex senador, que había llegado a ser secretario de Marina, pudiera regresar años después a la arena política, contraviniendo su paralizante enfermedad, para convertirse, y aquí se percibe su tesón tortuguero, su indudable gen testudín, en el único presidente de su país que ha ganado cuatro elecciones consecutivas. Bueno, volviendo a la película, parece que nuestra tortuga también se había decidido a desafiar todo augurio médico y abandonó la reclusión de su sanatorio para emprender una nueva vida, y quizás, por qué no, tan prometedora como la de su tocayo. Al menos, midiendo los tiempos desde una sabiduría que se nos escapa, no le faltó el coraje de hacer también su apuesta.
Decir que el reloj de la tortuga movió el destino de Lucky, exuda sinonimia por los cuatro costados. Entre reloj y destino, entre tortuga y Lucky, se deslizan los bordes que construyen un mismo devenir.
¿Quién se extrañará entonces que esta película fronteriza prepare su tiempo fronterizo a través de un trazado paciente de rutas y senderos? Y es que no hay nada como un andar tortuga para evitar los engaños de la visión horizonte. Llamaremos a esta visión, simplificando un poco, religiosa. Nada de encapricharse por el horizonte, mejor mirada a tierra, a pedregal, a lo inaudito del desierto animado. No sé si se nos perdonará, pero esperamos estar para entonces fuera de alcance. Los enemigos de nuestras pequeñas transgresiones tendrán que desistir, les ganamos en paciencia. Y los cactus y las estrellas estarán siempre de nuestro lado.
Presidente Roosevelt nos marca el rumbo para asaltar con ella fronteras antes lejanas. Surcaremos por las arrugas de la tierra. Su devenir se ha vuelto de repente afortunado, empuja su destino alejándolo paso a paso. Y ése es en realidad su secreto, la baza del tiempo que arrebata a los dioses. Bueno, tampoco nos dejemos llevar por el entusiasmo, de momento es a Howard a quien transforma. Antes lo veíamos como dueño, anhelante del estatus quo precedente, incapaz de asumir su pérdida. “Echo de menos a mi amigo”, nos decía. Pero ahora se nos presenta más sereno, como el alumno aplicado que ha aprendido las lecciones de la tortuga.
De entrada, el respeto por su vida heroica, que la coloca en el universo en posición destacada. Animal eminentemente metafísico, destinado a cargar con su ataúd a lo largo de toda su existencia, no se sabe bien si sufre su longevidad como una condena o más bien la necesita para sus secretas cavilaciones. Howard llega a sentirse culpable de haber retenido a su compañera impidiendo su aventura. Después, en previsión de una hipotética visita, se conformará con dejar abierta la cancela.
En realidad, la tortuga transforma todo lo que toca. Viene a encarnar en una forma mítica, totémica, a nuestro héroe. La tortuga es, por decirlo con ecos de un pensamiento antiguo, el motor poco móvil de la escena. La tortuga empuja a Lucky a devenir tortuga. Su transgresión empujará la siguiente, la de Lucky. El día en que Presidente Roosevelt aprovechó el resquicio que el descuido de Howard le abrió, estaba haciendo posible también la salida que ansiaba Lucky desde hacía una eternidad. La salida al mundo, al tiempo… para poder salir del mundo, del tiempo.
Porque Lucky quiere poder salir sin ser expulsado. Quiere dar un corte de mangas a este nuevo siglo normatriste. Necesita exteriorizar el desacato interno que lo hace tan singular, diciendo un texto distinto al que le escribieron. Un texto que será finalmente el mismo texto, pero con un significado diferente.
Intentemos acercarnos a su lógica. No sabemos por qué su adicción al tabaco no se ve acompañada por deterioro. Podemos especular con un cuerpo también en espera, pero no importa, sabemos su uso, la constancia orgullosa que Lucky practica con su hábito. Hemos visto cómo aquello que dejaba perplejo a su médico ha sido utilizado como un ariete constante contra el otro. Según las versiones, al encender un cigarrillo en el bar anterior, o bien se fue, o fue expulsado. La realidad nos ofrece este doble narrador, lo que no impide, como dice Lucky, que haya una verdad, que exista y que importe. Allí donde el soldado en combate no podía, en espera de la paralizante sorpresa de la sonrisa de la niña, dejar de disparar, nuestro cocinero afortunado no puede dejar de fumar, y no puede, con ello, dejar de provocar al otro en su propia mirada.
¿Qué tenemos? ¿Qué nos dice la tenacidad del gesto?
Lucky empuja al auditorio hacia la creación de un espacio sin valla. Persigue en modo tortuga la invención de mundos visitables. Crea afueras dentro. Cruza esa frontera para devenir mortal.
Y la clave de su éxito está en el sentimiento que introduce. Creo que se entiende si observamos lo que ocurre en la penúltima escena de la película, justo antes de ver marchar a las tortugas Lucky y Presidente Roosevelt hacia la frontera.
Decíamos que Lucky quiere poder salir sin ser expulsado. Se trata pues de cómo salir de la escena. Aquí, del mundo bar donde Lucky se toma sus Bloody Mary con un apio tan acre como su carácter, rodeado de chisposos contertulios, y regido por una magnífica y otrora transgresora mujer que impone a presente la norma universal, el “Prohibido fumar”. ¿Cómo sale Lucky de su espera? Para poner su reloj en hora y marchar, Lucky necesita primero caer en el tiempo, lo que no puede hacer sin transformar la definición que el otro le dio. Lucky necesita volcar el reverso de su mirada, hacer de Lucky otro Lucky para sí mismo y para el otro. El esquivo, el inaprensible Lucky necesita entregarse, lanzar en canto su sentimiento antes de volverse humo. Sólo entonces, tras haber aceptado sonriente su destino, puede encender en el lugar inapropiado su cigarrillo. Y la transformación se produce. El Lucky niña ha desarmado a los soldados, ha vencido por fin en el frente de batalla.
Sin saberlo, ha releído con otro acento el diario de su vida, incluso se ha atrevido a cultivar sus crasas en el desierto de sus recuerdos, en aquellos agujeros de su ser. Y una nueva vida le espera. Es cierto que tiene delante lo que desde siempre supo: el vacío, desvanecerse en la nada, ninguna esperanza en el más allá. Eso no ha cambiado y sigue sin engañarse al respecto, pero ahora se mueve, avanza hacia allí dibujando sobre la tierra su caminar tortuga.
No sé si esto funciona, si se siente ese caminar. Tal vez no hayamos conseguido escapar del diccionario. Habrá que seguir intentándolo, pero cómo. Nada se entiende sin el encuentro de dos viejos amigos, David y Harry. Recuérdese la entrevista que en Partly Fiction le hace el primero al segundo. Dejamos entonces en suspenso sus nombres. Howard, o Howie, como cariñosamente Lucky le llama, es David Lynch. Y Lucky es, por supuesto, Harry Dean Stanton. Con esto debería bastar.
No digo que el personaje de Howard esté interpretado por David Lynch y que el personaje de Lucky esté interpretado por Harry Dean Stanton. Eso sería hablar diccionario. Veo a David Lynch hablando de su tortuga con Harry Dean Stanton, y no sé lo que digo. ¿Me confundo?
Vuelvo a intentarlo. Harry no cree en el yo, por eso puede interpretar en Lucky a Harry Dean Stanton. Naturalmente, no porque los guionistas hayan escrito la historia a partir de él, ¡que lo han hecho!, sino porque cuando Harry se pone a interpretar es para él por completo accidental que para ellos Lucky sea Harry.
Otra vez. Que haya inevitablemente maneras de ver la realidad, suspende la generalidad de la norma, pero no implica la ausencia de verdad. La verdad está en la vida, y como Harry siempre la pone en juego, no puede dejar de ofrecernos su interpretación. Lo que viene a ser, una vida mostrando la vida como interpretación.
Zacarías Marco / Publicado originalmente en Entrelazos, el 18 de septiembre de 2018/ entrelazosblog.wordpress.com