Sobre la vulgaridad y la afectación / William Hazlitt

Pocos asuntos están más estrechamente vinculados que estos dos: vulgaridad y afectación. Ciertamente podría decirse de ellos eso de que las “paredes delgadas dividen los límites”. No podría existir una prueba de una procedencia baja o de una mezquindad de disposición inherente más concluyente que el hecho de estar hablando y pensando siempre en ser distinguido. Uno debe sentir una fuerte inclinación por lo que constantemente está tratando de eludir: cualquiera sea la ocasión, cada vez que simulamos un vigoroso desprecio por algo es un signo más que evidente de que nos sentimos al mismo nivel.

De estas dos clases de personas, difícilmente podría saber cuál debería considerarse con mayor disgusto: el vulgar que imita al distinguido o el distinguido que se burla y se empeña constantemente en ser diferente del vulgar. Estos dos tipos de individuos están pensando siempre el uno en el otro; el inferior sobre el superior con envidia, el más afortunado sobre su vecino desventurado con desprecio. Se oponen con frecuencia; disputan sus pretensiones a cada instante y los mismos objetos y reflexiones (invertidos solamente por la posición relativa de cada parte) ocupan todo su tiempo y atención. Los unos tensan cada uno de sus nervios y ultrajan el sentido común con el fin de ser percibidos como distinguidos; los otros no tienen otra idea que la de evitar ser percibidos como vulgares. Esto no es más que despecho, una lamentable variedad de la ambición. No ser lo que uno más desprecia es hacerle una demanda demasiado humilde a la superioridad; despreciar lo que uno es, es todavía peor. La mayoría de los personajes de las novelas de la Sra. Burney —los Branghtons, los Smiths, los Dubsters, las Cecilias, los Delvilles— están versados en este asunto, y en buena medida: una mitad intenta que no se la tome por lo que es, y la otra trata de que no se la tome por la primera. Ninguna tiene pretensiones propias o una propia concepción del valor. “Una pluma torcerá la escala de su balanza”. Sin embargo, la autora no estaba al tanto de la identidad metafísica de sus personajes. La afectación es la clave para entenderlos a todos.

La distinción es tan sólo una especie más selecta y artificial de la vulgaridad. No puede existir más que por medio de una separación artificial. Se delata cuando se deleita en las pretensiones comunes al grueso de la humanidad. Juzga el valor de todo aplicando nombre, moda, opinión; por lo tanto, a partir de la ausencia consciente de cualidades reales o satisfacciones sinceras, construye su presunción altanera y fantástica con la miseria y los deseos de los demás. Las antipatías violentas son siempre sospechosas y delatan una afinidad secreta. La diferencia entre el “Vulgar Grande y el Pequeño” radica más que nada en circunstancias exteriores. El ostentoso critica el vestido del payaso, el pedante cavila sobre la mala gramática del iletrado y el puritano se escandaliza por las reincidencias frágiles de algún conocido.

Aquellos que tienen la menor cantidad de recursos en sí mismos naturalmente buscan el alimento de su amor propio en otro lugar. Los más ignorantes encuentran en los desconocidos los mejores motivos para reír: el escándalo y la sátira prevalecen en lugares rurales, y la propensión a ridicularizar hasta la más pequeña o palpable desviación de lo que solemos aprobar se interrumpe con el progreso del sentido común y la decencia. El verdadero valor no se regocija en las faltas y las deficiencias de los demás, así como la verdadera distinción se aparta de la grosería y la deformidad en vez de tentarse con sucumbir a un triunfo cobarde sobre ellas. Rafael no se hubiese desmayado por ver un cartel pintarrajeado, ni Homero hubiera erguido la cabeza al lado de un poeta de la calle Grub. La excelencia real, el poder verdadero no buscan contrastar con la inferioridad ni temen contaminarse por estar en contacto con lo que es grosero y poco atractivo; reposan en sí mismos y permanecen igualmente libres del tedio y la afectación.

El espíritu de distinción, sin embargo, es la esencia misma del tedio y de la afectación, del deleite que se complace imaginando sus posibles requisitos y del desdén inefable derramado sobre los desatinos involuntarios o las desventajas accidentales de aquellos a los que elige tratar como inferiores. Así, una señorita a la moda se ríe hasta reventar del aspecto grosero del sombrero o de la reverencia abrupta —como la que podría hacer Jeanie Deans— que improvisa la chica provinciana que llega a su casa para ser contratada por su madre como empleada doméstica; sin embargo, para demostrar la poca lógica que hay en esta expresión histérica de su opinión exagerada de sí misma y su desprecio por el rústico sin instrucción, al día siguiente podría deleitarse con el mismo sombrero si se lo llevase un modista francés y le dijese que está de moda, y en una semana se haría amiga de la empleada y hablaría con ella, en las mismas condiciones y durante horas, sobre gorras, moños y encajes. No hay más diferencias entre las dos que la de la situación que presentan la cocina o el cuarto de estar: si las circunstancias los juntan, encajan como un guante. Como es la señorita, es la mucama. Sus maneras de hablar, de pensar, de soñar, de gustar y de odiar son las mismas. La cabeza de la señorita medita continuamente en vestidos y adornos, y así funciona también la de la mucama: la joven señorita anhela andar en un coche de seis caballos, y la mucama, si pudiera, también lo haría; la señorita se forma un beau-ideal de un amante de ojos negros y mejillas sonrojadas que no difiere de la de su acompañante; las dos disfrutan, por las mismas razones, un hombre inteligente: una un criado y la otra un señor; a las dos les gusta el mobiliario atractivo y las casas hermosas; las dos emplean las palabras “impactante” y “desagradable” a las mismas personas y cosas; las dos tienen un gran conocimiento de bailes, golosinas, libros de canciones e historias de amor; a las dos les gusta un casamiento o un bautismo, y las dos darían sus meñiques por ver una coronación (con una única diferencia: una tiene chances de conseguir un lugar y la otra se muere de envidia por no tener ninguna).

De hecho, esta última es una ceremonia que deleita por igual tanto al más grande de los monarcas como al peor de sus súbditos, al más vil de la plebe. Y sin embargo, esta cúspide de la distinción y consumación de la elegancia externa y el esplendor es, debería decir, una ceremonia vulgar. ¿Qué grado de refinamiento, de capacidad, de virtud se supone en un individuo al que se distingue de esa manera o es necesario en éste para que disfrute una procesión tan imponente y ociosa de su persona? ¿Se complace al ver las diligencias y las placas de oro? También se complace el más pobre desgraciado que las mira. ¿Lo impresionan el espíritu, la belleza y la simetría de la raza de los caballos con gen crema? No hay uno entre la multitud inmensa que acude al espectáculo desde el pueblo o la provincia, St. Giles o Whitechapel, joven o viejo, rico o pobre, apacible o modesto, que no convenga en admirar el mismo objeto. ¿Se complace con los labradores, la escolta militar, los grupos de mujeres, las insignias de poder soberano, la corona real, la porra del mariscal, el conjunto que lo sigue y lo precede, las calles pobladas, las ventanas suspendidas con miradas impacientes? ¡También se complace la muchedumbre, puesto que «tiene ojos y los ve»! No hay ninguna facultad mental o corporal, natural o adquirida, que no sea común tanto a la figura central de esta procesión como al más vil y despreciable que asiste a ella. Un muñeco de cera serviría tanto como el rey a los efectos del espectáculo: el Lord que es Alcalde de Londres tiene suficientes oropeles como para sentirse orgulloso. Preferiría un rey que haga lo que nadie tiene la magnificencia o el poder de hacer, o que diga lo que nadie tiene la sabiduría para decir, o que sea más atractivo, reflexivo o benévolo que cualquier otro en sus dominios. Pero no veo nada que pueda sugerir la idea de un espectáculo en torno a su persona. ¡Si la exhibición puede hacerse igual sin el hombre, también el hombre puede prescindir de la exhibición!

Se ha dicho de los reyes que «aman las malas compañías», y sospecho que esta máxima, más allá de los motivos que eventualmente tratan de explicarla, esto es, que encuentran menos oposición a sus deseos cuando están con estas personas, le dará finalmente la razón a la consideración que estoy declarando: que también encuentran más simpatías en sus gustos. Los más ignorantes e imprudentes tienen la mayor admiración por los adornos, la apariencia de los símbolos de pompa y poder, el ruido y el espectáculo, que habitualmente son satisfacción y prerrogativa imponente de los reyes. Los esclavos más estúpidos adoran a los tiranos más chillones. Los mismos móviles groseros apelan a las mismas capacidades groseras, halagan el orgullo del superior y excitan la servilidad del subordinado, mientras que una moral y un refinamiento intelectual de mayor alcance buscarían en vano pruebas concluyentes de valor interno y majestuosidad inherente en el objeto de su idolatría, y al no encontrar ahí la divinidad, la irrazonable expectativa desarrollada probablemente terminaría mortificando ambos lados. Hay poco más que distinga a un rey de sus súbditos que el grito de la muchedumbre: si lo pierde y se ve reducido a la esperanza desolada de ganar el voto del sabio y del bueno, es el más miserable entre los hombres. Pero suficiente con esto.

“Me gusta”, dice la Sra. Branghton a propósito de la ópera en Evelina, “porque no es vulgar”. En otros términos, no le gusta porque haya algo en sí que la atrape, sino porque otros no tienen la oportunidad de gustar o saber sobre el asunto. Janus Weathercock silbó para desdeñar y maltratar rencorosamente y condenar enormemente mis críticas dramáticas en el London por una razón similar. Debo, por lo tanto, usarlo como ejemplo in terrorem para todos los hipercríticos. Weathercock me llama vulgar y encuentra mis defectos en el hecho de que voy al Sadler’s Wells (“un lugar del cual escuchó hablar”, ¡por Dios!), porque hablo de la Sra. Dennets, “favorita de la orden de Whitechapel”, alabo a la Sra. Valancy, “una Colombina danzante que actúa en Ashley y en algunos otros lugares, según le informa su barbero” (¿no tiene otra forma de informarse que no sea la de recurrir al inglés mediocre de su barbero?), y finalmente porque reconozco la existencia de los teatros Cobourg y Surrey, nombres ante los que llora de risa significativamente, como si tuviera algún tipo de disgusto personal con ellos pese a que supuestamente nunca los visitó. No es precisamente una señal de buen gusto crítico. C’est beau ça.

Ahora bien, esta me parece una manera muy cruda, seca, indiscriminada y vulgar de pensar. Es encasillar las cosas a través de nombres, lugares y clases en vez de juzgarlas por lo que son en sí mismas, por su cualidades verdaderas y los matices que las distinguen. No hay selección, verdad o delicadeza en un modo semejante de proceder. Es ignorancia que entorpece y a la que se le da el título de sabiduría. Es asunción insulsa de superioridad. Es exceso de impertinencia. Es autosuficiencia repugnante. No es nada más. Condenar porque la multitud admira es esencialmente tan vulgar como admirar porque admira. No hay ejercicio del gusto o del juicio en ningún caso: ambos repugnan por igual a la sensatez, y de los dos elegiría el más benévolo.

Me pondría de acuerdo con mi barbero como también discreparía con él: ¿y por qué argumentaría invirtiendo la sentencia sobre la orden de Whitechapel? ¿O cómo afectaría mi opinión sobre los méritos de un actor del Cobourg o del Surrey el hecho de que esos teatros estén o no en las Actas de Mortalidad? Esta es una manera fácil, abreviada de juzgar, tan burda como mecánica. No es difícil resolver cuestiones de gusto consultando un mapa de Londres o probar la propia generosidad con distinciones geográficas. Janus mezcla las cosas de una manera extraña. Si hubiera visto al Sr. Kean en un teatro provincial, en Exeter o Taunton, habría creído vulgar el hecho de admirarlo; de habérselo cruzado en Londres, Janus habría mostrado indudablemente todo su discernimiento y la sutileza de su tacto ante el despliegue de pasión y carácter con tal de no atrasar la moda. Las Señoritas Dennetts son “pequeñas niñas informes”, pero por la sola razón de que bailaron en uno de los teatros menores: dejen que sus nombres aparezcan en algún comité de ópera, y dejen que el gusto y las maneras del momento las saluden con una lluvia mágica de aplausos satisfechos, y eclipsarán a Milanie “con el pie de fuego”. A Janus se le anuda la garganta cuando alguien menciona cierto barrio de la ciudad: lo que sea que aprueba como corriente en otro, lo hace en tal caso “tragar el grano sin moler, con cáscara y todo”. Esto no es gusto sino estupidez. A esta altura, el conductor de carruajes que lo lleva o el contribuidor de caballos al que introdujo como un personaje selecto para el lector vulgar saben tanto como él del asunto.

En suma, la respuesta a todo esto es decir, en primer lugar, lo que la vulgaridad es. Su esencia, imagino, consiste en adoptar maneras, acciones, palabras y opiniones a costa de los demás, sin examinar los propios sentimientos o pesar los méritos del caso. Es grosería o superficialidad del gusto plantear el refinamiento individual a través de la confianza y la presunción inspiradas por el ejemplo y las cifras. El hecho de imitar los defectos más o menos obvios de los demás para aseguramos el voto de aquellos con los que nos vinculamos podría definirse como una prostitución de la mente o el cuerpo. Afectar un gesto, una opinión, una frase porque la usa una gran cantidad de personas, o considerarla indigna por si acaso otro grupo muy pequeño de personas, acaso mejor informadas, la desprecia para distinguirse del grupo anterior es, en todo caso, pura vulgaridad y absurdo. Una cosa no es vulgar sólo porque sea común. Es común ver, respirar, sentir, vivir. Nada que sea natural, espontáneo, inevitable es vulgar. La grosería no es vulgaridad, la ignorancia no es vulgaridad, la torpeza no es vulgaridad; estas cosas se vuelven vulgares cuando se presumen y se lucen a costa de la autoridad de los demás o para encajar con la moda o con nuestra compañía.

Calibán es suficientemente grosero, pero está claro que no es vulgar. Podríamos desdeñar el terreno bajo nuestros pies y llamarlo de esa manera. Cobbett es lo suficientemente grosero, pero no es vulgar. No pertenece a la manada. Nada que sea real u original puede ser vulgar; sin embargo, pensaría que un imitador de Cobbett es un hombre vulgar. Emery, de Yorkshire, es vulgar, pero porque es un hombre de Yorkshire. Es el dialecto y la jerga, el artificio y la mala vida de un distrito particular; tiene un “un sello exclusivo y provincial”. Puede “hablar brutalmente” sin caer en el carácter de las definiciones, pero si su discurso lo traiciona, será el dialecto (como la jerga de un vago de la Bond Street) la circunstancia condenatoria. Si fuera un tonto, no se haría entender, pero se ve a sí mismo como a un erudito de acuerdo a las nociones y prácticas de aquellos que lo educaron y en los que piensa constantemente. En suma, este personaje no desciende de la falta de instrucción sino de los malos hábitos. Está hecho de ignorancia y vanidad. Tiene una mezcla propia de la jerga en sí. Todas las frases de la jerga son vulgares por esta misma razón, pero no hay nada vulgar en los modismos corrientes del inglés.

Simplicidad no es vulgaridad, pero la afectación en pos de la distinción lo es. Un cockney es un personaje vulgar cuya imaginación no puede perderse más allá de los suburbios de la metrópolis, pero también lo es el hombre que piensa siempre en la calle High Street de Edimburgo. Queremos un nombre para este último personaje. Una opinión vulgar es la que se cuece en el aliento rancio de la muchedumbre, y no se vuelve más pura o refinada cuando pasa por la dentadura higienizada de toda una corte. La vulgaridad inherente consiste en no tener sobre un asunto otra opinión que no sea la cruda, ciega y gregaria noción adquirida a través de la simpatía con la muchedumbre indistinta o con la minoría fastidiosa, tan insensibles a la verdad e indiferentes a cualquier cosa que no sean sus pretensiones frívolas y vejatorias.

Los de las clases altas no son más sabios que los de las bajas porque se decidan a disentir con ellos. La moda es lo único que otorga ventaja a los que la tienen sobre los que les falta. Los verdaderos vulgares son los servum pecus imitatorum, el rebaño de pretendientes a lo que no sienten y a lo que no les queda bien, en la buena o en la mala vida. Pertenecer a alguna clase, moverse en algún rango o esfera de la vida no es precisamente una distinción exclusiva o una prueba de distinción. La distinción es, en cualquier clase social, la excepción y no la regla, y la excepción puede estar tanto en una clase como en otra. Un rey no es más que un título hereditario. Un noble es sólo uno más en la Cámara de los Comunes. Ser un caballero o un concejal es evidentemente una cosa vulgar. Hace poco, el rey le otorgó a Walter Scott el título de barón, pero ni todo el poder de los tres estamentos podría hacer otro autor de Waverley. Príncipes y héroes son habitualmente gente común: Hamlet no fue un personaje vulgar ni tampoco lo fue Don Quijote. Ser un autor o un pintor no significa nada. Es un truco, un oficio. “¡Un autor! Es un nombre venerable / Que muchos quieren y pocos merecen”. Mejor dicho: ser un miembro de la Real Academia o un becario de la Real sociedad es una distinción vulgar, pero ser un Virgilio, un Milton, un Rafael, un Claude… ¡Eso es lo que cae una vez en el lote de la humanidad! No creo que hayan sido personas vulgares. Sin embargo, dado que no sé nada que afirme lo contrario, el Lord de Bedchamber puede ser un hombre vulgar; dado que no sé nada que afirme lo contrario, puede no serlo. Éstas son más o menos mis nociones sobre distinción y vulgaridad.

Está la muchedumbre bien vestida y la que se viste mal, y odio a las dos por igual. Odi profanum vulgus, et arceo. La afectación insípida de una es para mí todavía más intolerable que la insolencia grosera de la otra. Si unos chicos de mala vida son brutos, ruidosos y escandalosos al mostrar su desprecio por cualquier tipo de compañía, un grupo de fatuos a la moda son, hasta un grado nauseabundo, melindrosos y afeminados al mostrar sus modales cuidadosos. Unos están gobernados por sus sentimientos, por más ordinarios y descarriados que sean, y eso ya es algo; los otros consultan sólo apariencias que, como prueba de felicidad o de virtud, no son nada. En sus estampados, Hogarth redujo incontestablemente el balance de pretensión entre el sinvergüenza total y el soi-disant caballero refinado. No parece deducirse de sus demostraciones morales (cualquiera que sea en las cartas refinadas de Lord Chesterfield o en las rapsodias caballerescas de Burke) que, al perder la grosería, el vicio pierde la mitad de su maldad. Se vuelve más despreciable, no menos repugnante. ¿Qué es lo que tienen en común, por ejemplo, sus galanes y sus bellas, sus libertinos y sus coquetas con los verdaderos personajes heroicos e ideales de Rafael, sus hombres y mujeres? Su gente de clase y buen gusto forma un par con la gente baja, egoísta y poco ideal en la visión contrastante de la vida humana, y se trata a menudo de los mismos personajes, sólo que en distintos lugares. Si los rangos más bajos envidian a los rangos más altos y no les muestran caridad, estos últimos no tienen más que sentimientos de orgullo, deprecio y aversión. Si los pobres pudieran tirar abajo a los ricos para conseguir sus bienes, los ricos pisotearían a los pobres como en una prensa de vino, y exprimirían hasta el último chelín de sus bolsillos y la última gota de sangre de sus venas.

Si la voluntad testaruda y la turbulencia rebelde de una taberna vulgar son chocantes, ¿qué podemos decir de la impostura calculada, de la insípida búsqueda por establecer un sentido común, de la insensibilidad despiadada de los salones y el tocador? Puesto que en el fondo son los mismos, preferiría ver los sentimientos de nuestra naturaleza despojados y de la forma más inapropiada antes que verlos reprimidos, sofocados, herméticamente cerrados bajo el barniz liso, frío y reluciente de la distinción pretendida y la cortesía convencional. Una cosa puede corregirse a través de la educación; la otra es corrupción incorregible, intencional, despiadada.

No puedo describir el desprecio y el disgusto que he sentido ante el tono de lo que se diría que es una buena compañía cuando he sigo testigo de una superioridad elegante, risueña y gratuita, como parte de la etiqueta, el vestuario moral e intelectual de la mesa, frente a cualquier sentimiento de humanidad, honestidad o principio, o ante cada profesión de tolerancia o favor hacia las clases bajas, esto es, por la gran masa de nuestros semejantes tratados como algo indecoroso o como una infracción a la armonía de la sociedad bien regulada. En resumen, prefiero un foso de oso a un nido de víboras o, para llevar el caso al extremo, tengo más paciencia para los hombres rústicos que ultrajan la forma humana que la que tengo para los monos “que llorisquean y hacen muecas” por las extravagancias que provocaron en primer lugar.

Soporto mejor lo que se llama la brutalidad de la muchedumbre que la falta de humanidad en las cortes. La violencia de la primera prende como un fuego; la política insidiosa de la otra golpea como una peste, y es más fatal e inevitable. El veneno lento del despotismo es peor que la lucha convulsiva de la anarquía. “De todos los males”, dice Hume, “la anarquía es el más corto”. Uno puede “romper con la fuerza salvaje de un derrumbe”, pero el otro, desde su posición secreta y sagrada, opera sin ser visto y menoscaba la felicidad de los reinos por años, acecha en la mejilla hundida y mira en el ojo pálido buscando agonía y aflicción. Es terrible escuchar el ruido y el alboroto de una multitud enfurecida, encendida por la maldad y enloquecida por simpatía; peor todavía es pensar en la sonrisa correspondida por otra sonrisa compasiva, el susurro que reverbera en otros susurros consentidos que castigan a la multitud primero a la desesperanza y después a la destrucción.

La furia popular encuentra su contraparte en la servilidad cortesana. Si la indignación es aprehendida por una, la iniquidad es deliberadamente sancionada por la otra, sin atender justicia o decencia alguna. La palabra de un rey, “ve y haz lo propio”, calla incluso al corazón más robusto: verdad y honestidad se vuelven más pequeñas al escucharla. Si hay consignas para la plebe, ¿no tienen también los educados de la alta sociedad sus frases trilladas, su jerga empalagosa y sin sentido? ¡Las dos me parecen anatema!

Pero para volver a nuestra cuestión inicial, se refiere a maneras privadas e individuales. Hay una muy buena ilustración de los efectos de la distinción absurda y afectada en el personaje de Gertrude en Eastward Hoe,la comedia escrita en conjunto por Ben Johnson, Marston y Chapman. Se supone que esta obra inspiró a Hogarth para su serie Industria y ociosidad, y hay algo sumamente hogarthiano en la visión de lo vulgar y lo distinguido que la obra plantea. El personaje de Gertrude, la heroína de estas piezas, es en particular un dibujo imposible de imitar. La mezcla de vanidad y mezquindad, la falta de confianza y la pretensión externa, la ignorancia rústica y los aires de mujer de bien, la intoxicación por la novedad y la infatuación del orgullo se parecen a un sueño o un romance antes que a la vida real. Gertrude no es, como Millamant un siglo después, la mujer lograda en su refinamiento, sino una pretendiente a la vanidad y a los adornos del personaje. Está en una luna de miel con su condición, y su estupidez es plena. Ser una esposa, y la esposa de un caballero, son para ella placeres “llevados con el lustre más nuevo”, y nada puede trascender sus raptos al contemplar ambas partes del dilema. Es la novedad y no la familiaridad lo que la compromete con la corte. Se alza desde el piso de una vida citadina hasta los aires de distinción, y revolotea con el deleite espléndido de una mariposa que acaba de dejar su estado larvario. Escuchar que le dicen “mi señora” la intoxica con deleite, la marea y por poco destartala su cabeza. Está lista para echar a su padre y a su madre directamente por la puerta, y trata a su hermano y a su hermana con un desdén infinito y una judicial dureza afectiva.

La heroína de Eastward Hoe es tan vana como ignorante, y así como le faltan principios, carece de otra idea que no sea la de adornar su persona en el espejo y ser imaginada como a una dama, alguien superior a la mujer corriente. Está tan empeñada en ser refinada que cree en el milagro capaz de otorgarle la cualidad y en el hada capaz de otorgarle el milagro. Está muy lejos de pensar en un acuerdo, viudez o presupuesto antes del matrimonio. Presta juramento por lo que le ofrecen, y está tan obsesionada con esta noción vulgar e ignorante de la posición social y del título a la que toma por real, que no se da cuenta que es la víctima de sus propios estratagemas. Se casa con un idiota, un aventurero roto al que toma por un caballero consumado y corajudo. Su mezquindad es tan grande como su locura y su orgullo, y sin embargo sostiene durante un buen tiempo sus pretensiones iniciales, juega de advenediza con decencia y consistencia imponente. De hecho, sus infatuaciones y caprichos son afines a la perversión frívola de la imaginación desordenada, y un vuelta más de la rueda de la fortuna la habría mandado al lado de Bedlam en las Merveilleuses de Hogarth o con las damiselas de Deckeer en el mismo lugar. El resto de la obra es una orilla deprimente, como el Punto de Cuckold en la costa de Essex, donde sucede el naufragio preacordado y termina la catástrofe. Pero también esto es un rasgo de época, y sirve como contraste con el personaje principal de la obra, artificial y liviano. Si tomamos a Hogarth como referencia en la descripción de las maneras citadinas, hemos hecho pocos progresos desde su tiempo.

Hazlitt, William. “On Vulgarity and Affectation” en Table Talk, Essays on Men and Manners. Londres: Bell, Bohns, 1910.

Traducción: Nicolás Caresano.

Ph/ Audry Hepburn, My Fair Lady