
La maldición del mamarracho empieza por su nombre. Por esa palabra fea, chillona, con el mama al comienzo y el sufijo acho reforzando su índole despectiva, y cuya pronunciación, como la de todas las buenas palabras utilizadas para injuriar o descalificar, nos produce en la boca un regocijo infantil. La maldición la encontramos ya en su origen árabe, antes de que la palabra, en los tiempos de Al-Ándalus, pasara al español. Porque “mamarracho” viene de muharrig, el bufón o payaso que, en fiestas y celebraciones, para divertir al califa y sus visires, se vestía ridículamente y hacía cosas ridículas. La RAE se hace eco de esa etimología, poniendo el énfasis en la cuestión de la ridiculez, tanto de la persona (el muharrig) como de todo aquello que se desprende de ella. La segunda definición, que, para el caso de este escrito, es la que me interesa, dice así: mamarracho: cosa muy mal hecha o ridícula. Podría uno conceder el carácter ridículo del mamarracho, ya que, además de encontrarse, como dije, en el origen de la palabra, todo, o casi todo en el mundo de las actividades humanas, según cierto punto de vista, podría ser calificado de ridículo. Lo de “cosa muy mal hecha”, en cambio, me resulta de una simplificación y una pereza inaceptables.
En fin. Yendo a nuestro asunto. Un mamarracho artístico –un dibujo, una pintura, un poema, una pieza musical, etc.– puede estar muy bien hecho, bellamente confeccionado. Pienso en los primeros dibujos de Cy Twombly, por ejemplo, los de los años 50 y 60, antes de que se convirtiera en un profesional del mamarracho y quedara atrapado para siempre en sus propias imágenes, que son siempre, se sabe, un canto de sirena (el conocidísimo caso del invento que revienta al inventor: la “sospechosa adquisición”, la “comodidad para instalarse e instalar el mundo” de la que hablaba Henri Michaux: la invalidez del estilo, o sea, endémica en las artes plásticas –pero no solo en las artes plásticas). Pienso en esos hermosos mamarrachos. Y en muchos otros, por supuesto. En los de Joan Mitchell y otros figurones del expresionismo abstracto americano. Y en los de Wols y el tachismo. Y en los de Gerhard Richter.
Un mamarracho, así, puede estar bien o mal hecho. Como todo experimento –el mamarracho es, de algún modo, el non plus ultra del experimento artístico–, puede salir bien o mal. Eso dependerá, como veremos, de muchísimas circunstancias. Muchas de ellas ingobernables para el hacedor del mamarracho. Siempre y cuando nos movamos en la órbita del auténtico mamarracho. Porque hay mamarrachos, esto hay que decirlo, que no son verdaderos mamarrachos; son pseudomamarrachos, falsos experimentos. Pueden a veces parecer experimentos, parecer estar confeccionados sin imagen ni plan previo; pueden parecer improvisados, “frescos”, “espontáneos”. Pero no: provienen del cálculo. En el peor sentido del cálculo: la mezquina, aburrida, absoluta ausencia de incertidumbre que se ve aquí y allá en la obra ya sin pulso de muchos de los llamados artistas consagrados –y no tan consagrados. Y que, por lo tanto, dada esta falta de “accidentes”, salen siempre más o menos bien. “Bien” en el sentido de esa frase pronunciada un día por James Joyce después de leer, u hojear, un libro de su amigo James Stephens: “Está bien pero no está escrito. Cualquiera podría haberlo hecho”. Cualquiera con un poco de entrenamiento y dedicación puede hacer un falso mamarracho, un mamarracho “lindo”. Es decir, feo. Porque no hay cosa más fea –más falsa– que un mamarracho “lindo”. Un mamarracho lindo nunca puede ser verdaderamente bello. Contemplando un mamarracho lindo, uno tiene la sensación de que su autor, prisionero de su falta de imaginación e imposibilitado, al mismo tiempo, de salir del cálculo, no llevó el mamarracho a ese más allá adonde podría haberlo llevado de no tener los sentidos y el espíritu embotados. Es fácil darse cuenta, pues, de que le falta algo (algo esencial, inescindible del mamarracho auténtico: una mancha, o línea, o color, que le hace, felizmente, perder el equilibrio –¡sin caerse!). Hay algo, así, en el orden de lo incompleto, de lo inacabado, de lo mal terminado, etc., que es propio de los verdaderos mamarrachos. Ese desajuste con respecto al mamarracho ideal –el mamarracho “perfecto”– no lo encontramos en los falsos mamarrachos.
Tenemos así, entonces, mamarrachos y pseudomamarrachos. Sin embargo, el hecho de que un mamarracho se nos presente incompleto, inacabado, mal terminado, etc., no significa absolutamente nada. No hay garantías cuando nos movemos en la esfera del mamarracho: estamos –recordémoslo– en la esfera del experimento artístico más alto. Del experimento absoluto, podríamos decir. En esa esfera, como ya dijimos, las cosas tienen grandes probabilidades de salir mal. No pasa nada. Es parte esencial de esta práctica de alto riesgo. Hay que abrazar los traspiés. Para eso es importante tener en mente, grabada como una divisa, la famosa frase de Walter Pater: Not the fruit of experience, but experience itself, is the end. ¿Las cosas salieron mal? No importa. El fruto es lo de menos, lo importante es la experiencia. Nada más. El autor de mamarrachos va al trabajo (al experimento) como el jugador al juego: sabiendo que las chances están en su contra. Que lo más probable es que las cosas no salgan bien. Y sabiendo, también, que el resultado es lo de menos. Lo importante es el juego, la experiencia. El único fin.
Pero hablaba de las garantías. A diferencia de un mamarracho lindo o pseudomamarracho, un mamarracho feo –y por lo tanto imperfecto– puede llegar a ser bello. Algo que a los estúpidos, como señaló Arthur Cravan, les cuesta ver (ellos, recordemos, “solo ven lo bello en las cosas bellas”). A veces sucede. Muy cada tanto, a decir verdad. Pero a veces el milagro se produce. Lo que queda claro es que, por la entropía inherente a su método de composición –que, al fin de cuentas, en su esencia, no es otro que el probar la lira de Lautréamont–, el mamarracho feo tiene más chances de ser bello que el mamarracho lindo, que, por la falta de riesgo, de “intemperie”, en su fabricación y las cualidades –los frutos– que resultan de esa falta, es casi imposible que llegue a ser bello. Es decir: tiene ventajas. Pero eso es todo. Es un hecho, al menos según mi relativamente larga experiencia en la realización de mamarrachos, que la mayoría de los mamarrachos feos, a pesar de esta ventaja con respecto a los mamarrachos lindos, casi nunca llegan a bellos. Lo bello es una suerte de entelequia, una categoría o estamento que el mamarracho, sea de la clase que sea, muy pocas veces logra alcanzar.
Hay, así, como una inclinación trágica en todo mamarracho. Una inclinación al fracaso. Que muchas veces aparece ya de entrada. Después de los primeros trazos, uno se da cuenta de que la cosa no marcha. Y de que nunca va a marchar. Hagamos lo que hagamos. Uno insiste, se esfuerza, se niega a rendirse, procrastina todo lo que puede la certificación de la derrota, pero en un momento se vuelve evidente que la batalla está perdida. Cuanto más hagamos por mejorar, cuanto más nos esforcemos por subsanar la composición fallida, peor será. Con cada trazo el fracaso se vuelve más evidente. Es muy importante, en esos momentos, no dejarse arrastrar por la frustración que, irremediablemente, nos invade. A mí, al menos, me invade la frustración, el enojo (conmigo mismo, con el mundo). Lo mejor es volver a intentarlo (en otro papel, por supuesto), preferentemente en otro momento. Porque cuando el reintento se realiza enseguida, en caliente, las chances de repetir de manera casi idéntica la experiencia (algo que siempre hay que evitar) se multiplican. Hay que soltar. Es difícil. Pero hay que intentarlo. El try again pasarlo para mañana. O para la semana siguiente. Fracasaremos, seguramente. Pero, con un poco de suerte, tal vez mejor. Recordar, repetirnos todo el tiempo: no el fruto de la experiencia, etc. Por otro lado, no lo sabemos, no somos adivinos. Todo está por verse.
Otras veces el mamarracho feo no fracasa enseguida sino ya avanzado el trabajo. Ese fracaso es aún más triste que el otro, ya que conlleva la ilusión perdida, la de haber tenido en la mano por unos segundos, antes de que se nos escape para siempre, ese mirlo blanco tan difícil de atrapar: el codiciado mamarracho feo-bello. La experiencia es más o menos así: se empieza a delinear el “objeto”, se tiran las primeras líneas, las cosas van bien, avanzamos, va apareciendo una imagen que nos resulta interesante, digamos, algo “fresco”, una forma que nos sorprende, etc. Tratamos de continuar, de reproducir esa frescura, lo ya logrado, lo que según nuestro criterio –siempre limitado– está más o menos “bien”. Nos alentamos, interiormente o en voz alta: au fond de l’Inconnu pour trouver du Nouveau! La obsesión por lo nuevo: esa piedra de molino atada al cuello del artista: su perdición. Hay que huir de ahí a como dé lugar. Las palabras de aliento podrían ser otras, por supuesto, es lo de menos. Sean las que sean, su efecto, paradójicamente, es casi siempre negativo: nos distraen, nos desconcentran. Nos hacen perder la atención, bajar la guardia. Cosa que nunca hay que hacer, de más está decirlo, se trate del lenguaje de que se trate. Nos relajamos. Y así, de golpe, de la nada, un simple trazo, por ejemplo, la incorporación de un color, de una forma, de un material, o simplemente un accidente venido de vaya uno a saber dónde, produce un desvío. El desvío –sus posibilidades, su futuro– podría entusiasmarnos. Pero no, no nos entusiasma. Alejamos el papel de los ojos, cambiamos de perspectiva, lo miramos desde varios ángulos. No hay caso, nos sigue sin gustar. Tratamos de enmendar, de volver a esa imagen primigenia, anterior al desvío. Sin embargo, la suerte, como se dice, está echada: al igual que en el mamarracho arruinado-de-entrada, cuanto más hagamos por rescatar la composición de su destino de fracaso, peor será. Ya es tarde. La esperanza, nuevamente, se desvanece: el mamarracho está arruinado. Sentiremos la impotencia de ver cómo todo eso que apenas unos segundos antes parecíamos controlar –nada, al fin de cuentas, controla el autor de mamarrachos: art happens o doesn’t happen, como enseñó James Whistler; pero cuesta entenderlo–se nos ha ido de las manos –y para peor. Una vez más, hagamos lo que hagamos, todo es en vano.
En esa suerte de vocación al fracaso del mamarracho auténtico –vocación que, claro, como ya he señalado, uno trata de frustrar, casi siempre sin lograrlo–, tenemos el caso del mamarracho que fracasa ya avanzado el trabajo, pero no a raíz del azar negativo, esa suerte de antiserendipia propia de la autonomía inmanejable de la práctica artística, sino por errores cometidos –a veces incluso deliberadamente, o semideliberadamente– por el mismo hacedor del mamarracho. La responsabilidad del fracaso, acá, es cien por ciento nuestra. Las cosas acontecen más o menos de esta forma. Arrancamos, concentrados, despacio. Sabemos que los primeros trazos, los primeros tanteos, son fundamentales. Tratamos, así, de estar ahí. Abiertos, disponibles, etc. En esos instantes somos pura atención. Atención que enseguida se disipará, como todo. Pero no importa. Ahí vamos. El mamarracho, por su lado, avanza, empieza a decir sus cosas. Una imagen se empieza a formar. Y esa imagen nos entusiasma: nos gusta eso que aparece. Alejamos el papel y nos sigue gustando. Seguimos un poco más, ya más osados, variando temerariamente el vigor del trazo y la velocidad de la mano. Tomamos riesgos, o sea. ¡Y caemos bien parados! Es un milagro, nos decimos. Esta vez sí parece que lograremos materializar el tan anhelado mamarracho feo-bello. Así, volvemos a tener por un instante, calentito, el mirlo blanco en la mano. En un momento, de golpe, sentimos que ya está terminado. Que, paradójicamente, hay que soltar el mirlo para que no se nos escape. La intuición y la experiencia nos revelan que no habría que seguirlo. De que apenas dos “retoques” –tres a lo sumo– serían suficientes para materializar la proeza. Hacemos un retoque, dos, tres… Ya está. Sin embargo, en lugar de detenernos ahí, nos decimos que podríamos prolongar un poco más el pulido a fin de resaltar, por ejemplo, la sensación de frescura. O de “espontaneidad”. O de lo que sea. Sentimos, ahora, que algo falta. Nos captura, en suma, el Ideal, el demonio del Ideal, ese abierto enemigo del art happens y de todo lo verdadero. Poniendo voz de sirena, nos susurra: seguí un poco más, un poquito, todavía se puede mejorar, la perfección está ahí nomás, mirala, ¡mirala! A veces agrega, con malicia, sabiendo nuestra afición a las letras: no te olvides de que para encontrar lo nuevo hay que ir al fondo de lo Desconocido. Y le hacemos caso. Y es casi inmediatamente después de hacerle caso que se produce la constatación de que fue un error haberle hecho caso. Todo se desmorona. Nuevamente, cualquier esfuerzo en reconstruir la imagen perdida es completamente vano.
Las formas de fracasar del mamarracho son incontables. Incluso en la poesía, en la que el método de composición, tan diferente al del dibujo o la pintura, nos permite volver una y otra vez sobre las palabras, editar ad libitum, hasta el momento de ir a imprenta, la materia producida, las maneras de arruinar el poema (el mamarracho) también son muchísimas y coloridas. Según mi experiencia, cuando después de trabajar y trabajar horas, días, e incluso meses, no se ha podido sacar el poema adelante, casi siempre es mejor, al igual que en el caso de los mamarrachos visuales, soltarlo por un tiempo. Y volver sobre él más tarde, cuando sus temas y sus formas se hayan enfriado. O directamente abandonarlo para siempre.
Es imposible no preguntarse, a continuación, por el destino posterior, último, de esos mamarrachos que no llegaron, ni siquiera de lejos, imperfectamente, a ser bellos. Esos mamarrachos fallidos, truncos, feo-feos, quedan como flotando, desgraciadamente, en una suerte de limbo. No son chicha pero tampoco limonada. Por un lado, quedan excluidos del grupo de los mamarrachos lindos o pseudomamarrachos con destino artístico-comercial (de galería); y por otro, del de los auténticos mamarrachos feo-bellos. Son los mamarrachos a los que, en mi práctica, no solo a causa de mis propias limitaciones sino también de la preeminencia de ese azar negativo del que hablaba más arriba, esa misteriosa entropía que siempre, hagamos lo que hagamos por contrarrestar sus efectos, se nos aparece para modificar nuestra experiencia, estoy más acostumbrado. Me interpelan. Sus ruidos de superficie (John Peel) me recuerdan los ruidos de superficie de la vida, es decir, el aspecto trágico de todas las cosas, sobre todo el de aquellas relacionadas con la especie humana. Son, a su modo, un memento mori: como una visita al cementerio o la visión del cadáver de una paloma aplastada en el medio de la calle, me traen a la mente el bíblico quia pulvis es et in pulverem reverteris. Y eso siempre es bueno, por más que a veces, como es lógico, incordie. Además, en estos mamarrachos hay algo invisible, inasimilable, refractario tanto a la vulgaridad del esteta fino, especializado, del curador idealizante, así como a la del filisteo ignorante carente de gusto. Son objetos en los que el ojo adocenado no repara. Sus cualidades, de todos modos, son de tono muy menor, lamentablemente. No logran evitar que, la mayoría de las veces, terminen rotos en pedazos, con bronca, en el tacho de basura. O escondidos, si no, en el fondo de alguna caja, junto a los papeles de la obra secreta o vergonzosa. Triste final, en suma, el de esos mamarrachos.
Pero terminemos con alegría. A pesar de tener todo en su contra, incluidas sus propias inclinaciones, un mamarracho feo, en sus errores, en sus ruidos de superficie, en su deliberada, y al mismo tiempo azarosa, imperfección –y sobre todo en su fingida inocencia–, puede llegar a ser muy bello. Fingida, escribí, porque –en esto no hay que engañarse– la inocencia que muchas veces parece emanar de la práctica del hacedor de mamarrachos nunca es real, auténtica. Es una construcción, un truco, una máscara. Es más: el autor de mamarrachos y su práctica no pueden ser nunca inocentes. Si lo son, el autor de mamarrachos deja de ser autor de mamarrachos, y sus mamarrachos, por ende, verdaderos mamarrachos. De ahí que los mamarrachos de un niño, que, muchas veces, cuando el Espíritu, que, caprichosamente, como señaló san Juan, sopla donde quiere sin que sepamos de dónde ha venido ni hacia dónde va, elige un alma nueva para manifestarse, pueden llegar a ser bellísimos, no sean propiamente verdaderos mamarrachos. El niño, al carecer de formación, y por lo tanto de técnica –la está adquiriendo junto con su motricidad–, no puede llegar nunca a ser un artífice, un fingidor que, a los fines del arte, juega a desconocer su habilidad. Un niño no puede, como el adulto Picasso, aprender a dibujar como un niño por el simple hecho de que ya dibuja como un niño. Un niño, sobre todo cuando ya ha aprendido a figurar, puede copiar, imitar. Pero nunca estilizar. No finge ser inocente, lo es. Carece, sí, de cálculo, elemento clave, como ya dije, en la confección de auténticos mamarrachos, y está, como ningún maestro de shodō podría estarlo, en el aquí y ahora de su práctica, libre, imaginativo, relativamente concentrado, incluso, probando despreocupadamente su lira. Pero nada más. Sin técnica damos vueltas en círculos, martillamos una y otra vez, aburridamente, el mismo clavo. Sin técnica y sin “conciencia histórica”, para decirlo pomposamente. La conciencia histórica en relación con nuestra práctica. Saber, aunque sea precariamente, dónde estamos parados (en la historia, en la tradición) es incluso más importante que la técnica. Así, hay que quitarle al mamarracho toda superstición vinculada a la idea de lo salvaje, a una “esencia” anterior a toda forma que el mamarracho, en su “espontaneidad” o “naturalidad”, estaría intentando captar o representar. No hay nada menos salvaje que los grabados de Wols o los drippings de Jackson Pollock. La expresión art brut es, en el fondo, un oxímoron. El “primitivismo” es siempre una forma, y “toda forma”, como le dijo en una carta Gombrowicz a Jean Dubuffet, es “limitación y mentira”. Al menos en segundo grado. Pero volví a bifurcarme, para variar. Quería concluir con la belleza, mentándola. Alegremente. Y un poco esperanzadoramente también. De la belleza posible, digámoslo así, aunque tan difícil de alcanzar, tan escurridiza, tan histérica, del mamarracho auténtico. Esa belleza que, sin embargo, como ya dije, cada tanto, se presenta. ¿Cuándo? Cuando al Espíritu se le da la gana. Simplemente. O si no, también, de otro modo: cuando la fingida inocencia, de tan astutamente (bien) orquestada, venciendo la maldición del mamarracho, logra engañar a los sentidos y el arte, solo, libre de nuestra milenaria pesadez, milagrosamente sucede.
PH / Mariano Dupont, 2022