Arthur Cravan / Mariano Dupont

Boxeador, poeta, protodadaísta, punk avant la lettre, maestro de la invectiva, provocador magistral, conferenciante salvaje, crápula irredento, ladrón ocasional, viajero compulsivo, sobrino de Oscar Wilde, desertor, embustero, recolector de naranjas, chofer de autos, leñador, marinero. Treinta y un años le alcanzaron a Arthur Cravan para ser todo eso (y mucho más). Lo dijo en un poema: “Soy todas las cosas, todos los hombres y todos los animales”. Su “funesta pluralidad”. “No tanto un rechazo a elegir sino un rechazo de las jerarquías impuestas por la razón o por la sociedad” (José Pierre).
Cravan mutante, proteico, entonces. Cravan en sus metamorfosis, en movimiento permanente, nómade furioso: “Quisiera estar en Viena y en Calcuta,/ Tomar todos los trenes y todos los navíos” (“Hie”). Cravan, homo viator, presa del mal de la bougeotte: “Solo me siento verdaderamente bien viajando, y cuando permanezco mucho tiempo en el mismo lugar, me vuelvo un imbécil” (carta a Mina Loy). Es que “a medida que nos quedamos en un lugar, las cosas y las personas se desintegran, se pudren y empiezan a heder” (Céline). Hay que moverse, entonces. Quedarse quieto es envejecer, pudrirse, morir. Uno de los tantos rasgos que emparientan a Cravan con Rimbaud, de quien, según se dice, tomó su nombre desde su desembarco en París en 1909 –el “Cravan”, aparentemente, lo tomó de Cravans, el pueblo natal de Renée, su primera mujer. Su nombre de nacimiento era Fabian Avenarius Lloyd.
Así que Cravan en huída permanente. Lausana, Londres, Birmingham, París, Nueva York, Boston, Washington, New Haven, Berlín, Munich, Florencia, Atenas, Barcelona, Sevilla, Bucarest, Belgrado, Ciudad de México: solo algunas de las ciudades por las que, en poco más de diez años, pasó Cravan. Nunca desapercibido, por supuesto. Sus dos metros de altura y sus más de cien kilos de peso ayudaban, es cierto. De Berlín lo echaron, por indeseable. “Berlín no es un circo”, le dijeron. Cuentan que se paseaba por las calles con cuatro prostitutas encaramadas en los hombros. Un coloso.
Hay que verlo pelear (en Internet hay una breve filmación de 1916, realizada en Barcelona, de los entrenamientos previos a la famosa pelea con Jack Johnson): firme como un tótem, girando a izquierda, a derecha, altanero. Y el enano (su contrincante) golpeando, incansable: uno-dos, uno-dos. Sin éxito. Cravan no se mosquea, no mueve los brazos, lo mira desde arriba, le lleva dos cabezas. Pero el enano es un sparring y la pelea, una pantomima. Después vendrá la pelea “verdadera” con Johnson, el negro ex campeón del mundo de los semipesados, uno de los mejores boxeadores de todos los tiempos, en la Plaza Monumental. Mucha publicidad. Cravan promocionado como el “campeón de Europa” (cuando en realidad era apenas un ex campeón amateur de Francia). La novedad del boxeo. 5 mil espectadores asisten a la plaza de toros. La leyenda cuenta que Cravan subió al ring con una fuerte resaca. Pierde por K.O. en el sexto round. Se excusó: “Hacía dos años que no me calzaba los guantes”. Según parece, estaba todo arreglado. El público no se traga la píldora. Silbatina general, abucheos. “Una parodia con olor a pesetas”, dijo La Vanguardia.
Seis años antes, en 1910, había obtenido el título del campeonato francés de boxeo amateur en la categoría de los semipesados. Pero ganando por walkover. ¿Fue Cravan un gran boxeador? Es muy probable que no. Su carrera en el boxeo está llena de derrotas. Sus mejores victorias las obtuvo fuera del ring, en el arte de injuriar. Una de las más célebres: la reseña de la exposición de los Independientes, publicada en el número 4 de su “revista” Maintenant (una suerte de fanzine hecho y escrito totalmente por él, que prefigura la ética del do it yourself de los punks, y que vendía por la calles en un carrito de verdulero), en abril de 1914, en la que recorre la obra de todos los pintores que habían participado de la exposición, insultándolos uno por uno. Cravan: “Escribo para hacer enojar a mis colegas; para que hablen de mí e intentar hacerme un nombre”. Los colegas se enojan, previsiblemente. Apollinaire, indignado porque Cravan lo había tratado de “judío” –antes de Auschwitz, el insulto antisemita corriente, naturalizado en toda Europa– y por haber dicho de Marie Laurencin (su amante) “he ahí una que necesitaría que le levanten la pollera y le metan una gran… en alguna parte para que aprenda que el arte no es una pose delante del espejo”, lo reta a duelo. Algunos van a buscarlo a la salida del hipódromo (donde vendía su revista) para pegarle. Doce contra uno, dicen (tal vez no hayan sido tantos, es lo de menos: en Cravan siempre estamos en el territorio de la fábula). Interviene la policía. Cravan termina finalmente en la cárcel, denunciado por injurias por el matrimonio Delaunay. Pero ¿qué importa, qué son ocho días en la cárcel para alguien que ha dormido semanas bajo los puentes de Londres y que iba pasar, en el Central Park de Nueva York, varias noches a la intemperie haciendo migas con los vagabundos? A raíz de su brulote, el número 4 de Maintenant se vende maravillosamente, se agota enseguida. Cravan se hace un nombre. “La gloria es un escándalo”, había escrito un par de años antes.
Otra de sus grandes victorias: contra André Gide, un artículo que salió en el número 2 de Maintenant, en 1913. Cravan sabe adónde apuntar. Uno de los mejores francotiradores de la historia de la literatura. El autor de Corydon acusa recibo de los disparos, no va a perdonarle ese retrato malicioso (el personaje de Lafcadio, de Las cuevas del Vaticano, está ahí como muestra). Es que Gide carga con demasiados pecados: es amarrete, ha hablado mal del “querubín desnudo” Théophile Gautier, y, para colmo de males, no solo no salió a defender a Oscar Wilde en el momento del juicio sino que además tuvo el tupé de decir, luego de la muerte de Wilde, que éste no era un gran escritor. Por esa época, Gide ya estaba en un devenir vaca sagrada. Cravan, sin haberlo leído, lo ve. Y sobre todo lo escucha (así como también, a bordo del transatlántico Monserrat, lo escuchó a Trotsky en su comedia: “Es cómico y lo respeto. Pero él también intenta embaucar a alguien: a él mismo”). Y es fiel a eso que ve y escucha. Una y otra vez Gide es tratado de “artista”, el peor de los insultos.
Otro Cravan: el sobrino de Oscar Wilde, a quien no llegó a conocer pero por el que sentía una admiración reverencial. Además del parentesco, los une su condición de ovejas negras de la familia, el humor, el sarcasmo, la provocación y el escándalo militantes. Y el dandismo. Hay que ver las fotos. Sobre todo una en la que aparece posando con un tapado de piel, displicente, el rostro detrás de un tul que cae del ala del bombín. U otra de 1908, cuando todavía era Fabian Lloyd, en la que se lo puede ver construyendo con esmero una imagen de la que se desprenda, simultáneamente, elegancia, distanciamiento, ennui y languidez. Sin embargo, a diferencia del de Wilde, e incluso del de Baudelaire, el dandismo de Cravan no es aristocrático. En Cravan no hay altivez, superioridad, suficiencia. No hay nada “sublime” en su dandismo, más bien todo lo contrario. En el Bal Bullier de París bailaba el tango con Blaise Cendrars y Robert Delaunay. Cendrars: “Arthur con su camisa negra, con la pechera calada dejando ver los tatuajes sangrientos y las inscripciones obscenas en la piel, con los faldones, que dejaba flotar, ensuciados con manchas de colores”. Un dandismo salvaje, lumpen, rantifuso. Un dandismo sin espejo, antiliterario. Una piel de juventud que adopta circunstancialmente pero de la que luego se va a desprender, como de tantas otras, a la largo de los viajes sucesivos, de sus escamoteos de objetor de conciencia a comienzos de la Primera Guerra Mundial. Y sobre todo cuando lo adopte la miseria, esa suerte de erinia que en un momento empieza a seguirle los pasos.
Cravan como precursor de Dadá. El manifiesto dadaísta es de febrero de 1916. Para ese entonces Cravan ya había dado sus mejores golpes. El número 5 de Maintenant (el último) sale en marzo de 1915. Astutamente, los dadaístas le birlaron sus trucos, sus visiones. Le copiaron hasta los disparos al techo para puntuar las conferencias. Sin embargo, y esto es importante, Cravan nunca fue un vanguardista stricto sensu. Hay que leerlo bien, como Oscar Wilde decía que había que leer a Robert Browning: en su conjunto. Hay que leerlo, a Cravan, en la totalidad de sus escritos y de sus actos. En la distancia que, a su manera, tanto en su vida como en su obra, siempre interpuso con sus contemporáneos. Incluso en su antivanguardismo, en su desconfianza algo cínica ante el vitalismo naif, “superador”, de la vanguardia. Y sobre todo en su recelo ante “lo nuevo”. “Siempre me consolaré pensando”, le va a decir en una carta de 1916 al coleccionista André Level, “que me alejé del barrio de Montparnasse donde el arte vive solo de robos, de engaños y de artilugios, donde la fogosidad es calculada, donde la ternura es reemplazada por la sintaxis y el corazón por la razón y donde no hay ni un solo artista noble que respire y donde cien personas viven de lo falso nuevo.” En “La Exposición de los Independientes” ya había escrito: “No pudiéndome defender en la prensa contra las críticas que han insinuado hipócritamente que me asemejo a Apollinaire o a Marinetti, les advierto que, si empiezan de nuevo, les voy a retorcer los órganos sexuales”. El ácrata e individualista Cravan está a años luz de encajar en el espíritu colectivo, programático y calculador de la vanguardia. Después del escándalo de la famosa “conferencia” en Nueva York –en la que se desvistió, aulló y fue arrestado–, en la casa de Walter Conrad Arensberg, mientras Duchamp y Picabia festejaban con champagne el éxito del “chiste” (chiste que ellos mismos habían orquestado, para su propio provecho, utilizando a Cravan, al “loquito”Cravan, como carne de cañón, como plataforma de despegue de los negocios que, una vez apaciguado el estupor del burgués, la vanguardia devenida posvanguardia iba a realizar precisamente con ese mismo burgués, sin tener en cuenta que ese incidente –ese delito– le iba a complicar aún más su situación legal en los Estados Unidos), Cravan  permanece en un rincón, borracho, “sombrío y distante, rehusándose a hablar de su hazaña con quienquiera que fuera” (Gabrielle Buffet). No por nada Duchamp iba a decir muchos años más tarde: “Yo mucho no lo quería, él tampoco a mí”.
En Dada, art and anti-art, Hans Richter nombra a Cravan como uno de los padres del “antiarte”, y dice que su “tesis” (la de Cravan) era más o menos ésta: que el arte es inútil y está muerto, que es la autoexpresión de una sociedad decadente, y que la acción personal debe tomar su lugar. Y termina tildándolo de “héroe nihilista”. Taras de la vanguardia. Esta vez en clave interpretativa. Difícil encontrar en toda la historia del arte un personaje menos heroico que Cravan. Y más difícil aún es imaginarlo sosteniendo una tesis, cualquiera sea. Ningún programa, en Cravan. Apenas “el bufón de la tribu, el payaso de la manada al cual el pitecántropo en jefe de vez en cuando lanza el resto de una lonja de mamut” (Arno Schmidt). Con su risa, supo exhibir como muy pocos las miserias y las imposturas de los pitecántropos en jefe del ambiente artístico de su época. O, al menos, las miserias e imposturas del ambiente que le tocó vivir. Y sobre todo padecer. Las “acciones personales” de Cravan no tuvieron como fin “reemplazar” ningún arte muerto o inútil, sino que fueron, más bien, bellos manotazos, casi siempre desesperados, de su sensibilidad libre y heterodoxa con el objetivo de alcanzar una celebridad en el mundo del arte que le permitiera, fundamentalmente, vivir sin trabajar. O trabajando lo menos posible. Ningún idealismo. Más cerca, podríamos decir, del je m’encrapule le plus possible de Rimbaud que de las sofisticadas, artísticas, elaboraciones críticas de Baudelaire. (Fue, sí, al igual que Baudelaire, un reaccionario moderno: “La palabra progreso lo hacía estallar a carcajadas”, escribió Mina Loy.) Leyendo sus escritos es fácil comprobar que, a diferencia de Duchamp, Picabia o Man Ray, Cravan no tenía ideas sobre el arte. Hacía lo que le dictaban sus brazos, sus piernas, su estómago, sus testículos –sobre todo sus testículos. El cerebro le parecía un órgano estúpido. Odiaba el “cerebralismo”. El arte, como dije, era para él un medio para hacer dinero, conseguir mujeres, viajar, hacerse un nombre, nunca un fin. El boxeo le parecía una cosa mucho más seria. Lo dijo más de una vez. En “¡Oscar Wilde está vivo!”: “Toda la literatura es: ta, ta, ta, ta, ta, ta. El Arte, ¡el Arte me importa un pito! ¡Qué mierda, por Dios!”. En “La Exposición de los Independientes”: “Prefiero la lectura del Matin a la de Racine”. En una carta a Mina Loy: “¡No soy un literato!”. Y también en “Notas”: “Me cago en el arte y sin embargo si hubiera conocido a Balzac habría intentado robarle un beso”. Robarle un beso a Balzac, eso es el arte para Cravan. Es cierto que, dos años antes de su muerte, se había puesto a “escarbar en el viejo francés”, a leer al conde de Buffon, a Lamarck, a Montaigne, a La Boétie, a Du Bellay. Pero no tanto con la finalidad de cultivarse sino más bien en clave enciclopédica Bouvard-et-Pécuchet. Ya que, al mismo tiempo, se le dio también por la aritmética, la gramática, la historia, la filosofía, el latín –asignaturas a las que más tarde, como le mencionó en una carta al crítico Félix Fénéon, proyectaba sumar el griego, el álgebra, la geometría, la física, la química, etc. “Eso no me arruinará, no hay ni una pizca de pedantería en mí, al contrario, cada vez me siento más virgen y furioso. El estudio es como un viaje.” Hacia el final de su vida, por recomendación de Mina Loy, sumó a esas lecturas el estudio de la Biblia. Emmanuel Pollaud-Dulian:  “Marchan sin rumbo a través de Nueva York, visitan el zoológico, se sientan en un banco. Mina, que considera la Biblia como el Libro de la Verdad, se la lee al poeta-pugilista”.
Sin menoscabarle su singularidad, hay dos series en la que se podría inscribir a Cravan. La primera es la clásica: Baudelaire, Rimbaud, Lautréamont, Jarry. En el “que lo sepan de una vez por todas: no quiero civilizarme” (“La Exposición”), por ejemplo, resuena el “ser un hombre útil me pareció siempre algo bastante odioso” de Baudelaire; en el “estaba lleno de mentiras, y quiero vivir solo para la verdad” (carta a Mina Loy), el “pediré perdón por haberme alimentado de mentiras” de Rimbaud. Es fácil escuchar el eco de Maldoror en la frase “me daría una satisfacción cruel deshonrar a una maestra de jardín de infantes, más aún cuando, en el momento de romperla, tendría la impresión de estar rompiendo una lente de vidrio” (“La Exposición”). Cravan también hubiera encontrado bello “el encuentro fortuito sobre una mesa de disección de una máquina de coser y de un paraguas”. Una belleza que los estúpidos no pueden ver, porque “los estúpidos solo ven lo bello en las cosas bellas”. Con Jarry, entre otras cosas, comparte la afición al escándalo, a la provocación (el “merdre aux assis”), al simulacro, a lo teatral (¿no es el boxeo, acaso, el más teatral de todos los deportes?). Y los dones proféticos, claro. Un puente, Cravan, entre Jarry y las vanguardias.
La otra serie en la que, sin adocenarlo, se lo podría colocar a Cravan es en la de los muertos que, como una borra funesta, dejó la vanguardia; la de esos satélites que la orbitaron, elíptica y trágicamente. La de Jacques Vaché, Jacques Rigaut, Julien Torma y, por supuesto, Antonin Artaud. Entre otras cosas, Cravan comparte con los tres primeros la muerte temprana, la brevedad de la obra, la marginalidad, las mitologías que desencadenaron (la de la radicalidad de la rebeldía, la del intento de aunar arte y vida, etc.), la pasión por los extremos. Con Artaud, la paranoia. Y quizá la locura, si consideramos que el pathos hiperbólico, maniático y repetitivo de las últimas cartas que Cravan le escribió a Mina Loy desde México es una prueba de que definitivamente se había vuelto loco. Sin embargo, el traje de “maldito” no le calza del todo. Hasta eso, inconscientemente, rechazó. Su espíritu múltiple no se deja atrapar. No están ni el suicidio ni el alcoholismo. Tampoco las drogas. Más que a la hagiografía del malditismo, las anécdotas que componen su vida y las distintas versiones en torno a su muerte (llenas de humor, de imprecisiones, de misterio, de episodios fabulosos) parecen pertenecer más bien a una rocambolesca y alucinada novela de aventuras.
Y está el capítulo, conmovedor, del Cravan enamorado. El capítulo de su relación con Mina Loy, la poeta y pintora inglesa que había sido amante de Marinetti, de Duchamp, de Giovanni Papini. “La ninfa Egeria” de los futuristas, “la imagen misma de la mujer moderna”, autora de uno de los primeros manifiestos feministas. Se conocieron en Nueva York, en el salón de Arensberg, en 1917, el año de los viajes paranoicos de Cravan por el noreste de los Estados Unidos, de los cambios de identidad y los innumerables pasaportes; el año en que también escribe el extraordinario poema “Notas”. Los primeros escarceos son idas y vueltas algo tirantes. Hasta que una noche Cravan hace su entrada en un baile de disfraces vestido con un sábana a modo de toga y una toalla enroscada en la cabeza a modo de turbante. Lo primero que ella piensa es que es un “débil mental”. Sin embargo, a partir de ese momento, se vuelven inseparables. “Sin un centavo ni el uno ni el otro” (Julien Levy), se pasean interminablemente de la mano por Central Park y de tanto en tanto se sientan en un banco a leer la Biblia. Junto a Mina Loy, Cravan se civiliza (un poco). Al menos deja de encrapularse: “Ya no hurgaba en las carteras de las damas, no apoyaba los pies gigantescos en sus polleras” (Mina Loy). Frecuenta las bibliotecas. En un momento, temiendo que lo recluten, huye hacia al Norte, junto con el poeta Robert Frost. Empiezan las cartas a Mina. En diciembre recala en México. Siguen las cartas, cada vez más patéticas, más desesperadas, más bellas. Le pide a Mina que deje Nueva York, que se reúna con él. Le promete lo imposible: “Ven, ven, ven. Arreglaremos todo para el resto de nuestras vidas. Nunca te daré un disgusto. Eres mi ideal absoluto. Verás mis actos. No digas que son solo promesas. Te digo que me he vuelto un santo”. Sin dejar de cultivar el físico, Cravan deviene místico: se purifica, hace ruegos a Dios, votos de castidad, habla de “pecado”. “Me dijiste que yo era el único hombre que te había dado la impresión de ser un dios. Ven, si quieres disfrutar del ángel.” Mina accede y baja a México. En abril de 1918 se casan. Las cosas se complican, no tienen dinero, sobreviven comiendo tomates, haciendo numeritos teatrales en los pueblos por los que van pasando. Al poco tiempo Mina queda embarazada. Deciden ir a Buenos Aires. Mina viaja sola, el dinero no les alcanza para comprar dos pasajes. Cravan iría a reunirse con ella más tarde. Pero nunca llega.
Sobre su muerte, son muchas las versiones. Una de las más pintorescas es la que cuenta que murió ahogado, un día de tormenta, al intentar atravesar el golfo de México en un bote a vela, supuestamente con el fin de ir a reunirse con Mina. También está la de André Salmon, que dice que murió en un episodio con aires de western: en un enfrentamiento con la policía montada en la frontera entre México y los Estados Unidos, a orillas del Río Bravo. Y hay muchas más. Según el relato de Mina Loy, ella lo espera durante varios días en Buenos Aires, pero al no recibir noticias suyas, decide partir a Inglaterra. En abril de 1919 nace su hija, Fabienne. Meses más tarde Mina volverá a México y lo buscará en las prisiones mexicanas y norteamericanas. Incluso contratará a los servicios secretos británicos Todo en vano. En 1920 se lo declara oficialmente muerto. En 1929, en un cuestionario para la revista The Little Review, a la pregunta de: “¿Cuál ha sido el momento más feliz de su vida? ¿Cuál el más triste?”, Mina Loy respondió: “Cada momento que pasé con Arthur Cravan. El más triste: todos los demás”.

Mariano Dupont, 2022.

Ph / Arthur Cravan